Tenía un plan. Tenía un mapa. Solo me faltaba conseguir un tesoro. Me llevó varios días integrar lo que veía. El tiempo que no pasa. La pobreza interminable. Pero me había prometido un desafío, una meta que solo pretendía cambia el sentido de un viaje de estas características. Iba a recorrer Senegal buscando alegría, historias de amor, de humor. Mi meta real no sería el estudio epidemiológico para contar las enfermedades sino otro estudio quizás menos científico, paralelo al primero, cualitativo en vez de cuantitativo, que me permitiera tener una nueva perspectiva alejada de la visión común que tenemos de África, del hambre y la miseria. Esto se dice fácil pero las primeras 24 horas se puso todo en contra, y ver lo que se veía daba tanta impotencia que uno se sentía un estorbo, un cómplice, una justificación absurda que venía de otro mundo a sacar fotos. “No eres un turista”, me dijo El Hadji el muchacho que contrataron para ser mi sombra (no es un chiste racista, él me lo decía en broma todo el tiempo). En Dakar se habla francés como vestigio colonial en determinados círculos (alfabetizados, o sea en menos de la mitad de la población), en la calle se habla Wolof, un idioma imposible de aprender en poco tiempo, por eso era indispensable tener un traductor para vivir en la ciudad como uno más. Ya bastante dificultad era ser blanco. Los senegaleses son muy negros, altos y estilizados. Las senegalesas igual, 6 millones de Naomis Campebells, elegantes y coloridas, llenas de apliques que disimulan su poco pelo. Y los niños son muchos y muy niños, no son adultos en miniatura, son alegres, inocentes, les gusta jugar. Si son muy pequeños lloraban si me acercaba (nunca habían visto un ser tan descolorido, un fantasma viviente). Ya de grandes la curiosidad típica de los niños podía más y me rascaban para ver si bajo mi ridícula blancura había un color de verdad. Algunos me acariciaban los brazos como si fuera una mascota; “¿cómo podía vivir con tantos pelos?”, se preguntarían. Yo mismo me lo preguntaba con esa temperatura, con esa humedad, con esas tormentas de verano que mojaban sin refrescar y aumentaban el peligro de los mosquitos y la malaria amenazando mi débil cuerpo urbano bañado en vacunas orales y repelentes apestosos. Por eso, la primera sensación al estar sentado debajo de un árbol mientras mis amigos preparaban el primero de los cinco tés fue: “esto no lo voy a soportar”. Todavía no había pasado el primer fin de semana.
El primer tesoro lo encontré en Louga. De todas las casas de puertas abiertas salían niños y en la extraña arena me mostraron los mil juegos que se pueden hacer sin juguetes. El único elemento que pareció que no dependía de la imaginación colectiva era una vieja pelota de fútbol que les sirvió para terminar de machacar el poco orgullo que nos quedaba de aquel empate con gusto a derrota de Uruguay contra Senegal en el mundial. A quienes nos gusta el fútbol se nos hace un regalo cuando se juega de esa forma, descalzos, con ganas, como en las grandes finales aunque sea un partido en la calle. En esos niños el fútbol estaba vivo, ese deporte que vemos muerto todos los fines de semana cuando lo juegan veintidós millonarios.
En el entretiempo revisé sus bocas, mucha enfermedad, ningún dentista cerca, ninguna posibilidad a la mano. Pero muchas sonrisas. Conocimos varios proyectos en la zona. Uno de ellos era terminar una escuela que había sido iniciada hace años por unos españoles: en efecto, la escuela Luis Cernuda era un esqueleto de bloques que el esfuerzo colectivo habían logrado utilizar una única aula, el resto hubiera sido financiado con lo que nos costó el viaje. O sea si en vez de ir hasta allí, hubiésemos juntado el dinero que nos costó hacerlo, esa escuela estaría funcionando. “Piénsalo de otra forma “, dijo un compañero, “si no venías no te enterabas que esto existía”.
El proyecto que más barato costaba y que estaba casi escondido entre la gran necesidad por aprender y estar sanos era un pequeño libro. Esperando ser editado, lleno de mensajes, y reflexiones. Un libro de poesía. Ellas hablaban de esperanza, de salud, y sutilmente educaban, por ejemplo sobre prevención de VIH-SIDA, a pesar de no tener un gran problema como lo es el paludismo o el cólera, hay suficientes casos como para tener todas las alarmas en un continente con mucha enfermedad. Luego de verlo busqué por toda la ciudad un teléfono, encontré un “telecentro” , llamé a Sevilla a confesar mi derrota: “Me voy a tener que volver”, “ no puedo con lo que veo”, “ son demasiados días y extraño”, “ el calor, la comida”, “se detuvo el tiempo”, “ no puedo hacer nada”, muchas frases me navegaban entre excusas y sentimientos. Me imaginaba contando que había estado en África unos días, que suponía era el primero de una serie de universitarios que irían a trabajar basados en el estudio que yo hiciera, y mi conclusión era que no podíamos hacer nada. Cuando estaba discando miré hacia fuera y había como 7 niños que me habían seguido. Me estaban esperando con una pelota de fútbol para darme la revancha.
En el viaje a la isla de Gorée, “Jackson”, como se apodaba el traductor, trató de contarme chistes, supongo que adaptándolos al gusto europeo ya que muchos eran sobre el color de la piel. Dijo finalmente: “lo que vas a ver hoy no te va dar nada de risa”. Esa isla cercana a Dakar es un pequeño paraíso, con una linda arquitectura herencia de la aristocracia francesa, playa, artesanos, música reggae y en medio la “mansión de los esclavos”... pocos lugares conservan (en medio de tanta belleza) una huella tan clara del dolor. Allí llevaban a todos los esclavos antes de su traslado, se veía claramente donde los apresaban , cien personas donde apenas caben diez, el lugar donde metían a los niños, la sala de pesaje, y al fondo : la llamada “puerta del viaje sin retorno”..Donde los esperaba el barco. Era terrible sentir la evidente falta de libertad, en contraste con el olor a océano, era espantoso ver que en la misma mansión en la segunda planta vivían los guardianes y los aristócratas que salían al patio a elegirlos. Era doloroso confirmar la historia sobre el papel de los jefes de tribu que entregaban a sus hermanos a cambio de cosas , 200 años de esclavitud y 200 de colonialismo hubieran justificado una reacción, pero como siempre pasa en las grandes masacres que hemos cometido los hombres, en algún lado hay escondido un traidor.
En algún momento en la mitad de viaje, el agotamiento, la diferencia de clima, de alimentación y supongo que la tristeza me enfermó. Una de las noches, cuando el ventilador se empecinaba en revolver el aire cada vez más caliente, empecé a temblar, tenía mucho frío, volaba de fiebre. Al otro día descansé en la mañana y ya en la tarde estaba circulado. Pero la anécdota ilustró una sensación: la total falta de medios sanitarios... el pensamiento que más repetía es “¿qué tengo?, ¿cómo me lo trato?, ¿a dónde voy?, etc.”. No nos damos cuenta que de nuestros grifos sale agua potable, que conseguimos una aspirina con un chasquido de dedos, que tenemos médicos al otro lado del teléfono.
El mayor tesoro lo encontré en Londior. Nos adentramos en la sabana. La mayoría de las personas en Senegal vive en zonas rurales. Cultivar combate el hambre, y tener tan clara conciencia colectiva me hizo, por fin ver el otro lado de ese lugar. Todos los granos van a la misma bolsa y luego se reparte en porciones iguales.
Cuando en un poblado fuimos recibidos con danzas, cuando un maestro me presentó a los niños que jamás habían sido revisados por un dentista, cuando estaba en la choza mirándolos uno a uno, de mayor a menor para no asustarlos, regalándole mis guantes como globos (eso le gusta a todos los niños del mundo), cuando planificamos como cuidar su salud , cuando registraba su alto índice de fluorosis, su baja prevalencia de caries, lo fácil que era adoptar medidas preventivas gracias a su educación exquisita , sentí por primera vez que había elegido la profesión correcta. Yo no podía hacerles llover durante una sequía, ni hacer que la tierra les dé más maíz, poco podía hacer para que tuvieran caminos, apenas podía ayudar a que se alfabetizaran, pero si que podía hacer algo por su salud bucal.
Llueve en Dakar. La capital se inunda. Los ríos callejeros arrastran la mugre de un lugar a otro. No siempre el agua lava. Los niños de la calle siguen ahí. Sus padres se los dan a los maestros del Corán para que los eduquen. La educación consiste en darle un tarro amarillo, o una lata roja y exigirles pedir dinero en las calles. Una vez allí, esa vieja amiga mía, la calle, que tanto me enseñó en aquel Montevideo, tomaba la forma más siniestra posible, y les enseñaba la ley de la jungla, drogas, prostitución, delitos. Un recuerdo reciente me llevó a la isla de Gorée, eslabón clave en la cadena de sus desgracias y nuestras gracias. Allí, en una inmensa catedral, había una placa de mármol con una inscripción de Juan Pablo II pidiendo perdón en nombre de la iglesia por el tema de la esclavitud. Mientras caminaba por el centro vi un par de lugares apropiados para las nuevas placas que deberían firmar con perdones similares.
No pensé que vería diferencias. Por donde se miraba, se veía pobreza. Consideraban lujo nuestra casa, y privilegiado nuestro barrio (solo como ejemplo: no había calle). Pude describir dos clases sociales: pobres y muy pobres. Pero en un rincón, atrás de una muralla, estaba el palacio del presidente. Lo miré tras la reja. “Dicen que es socialista”, me dijeron. “Ya conozco demasiados socialistas de derecha”, comenté. Y dijo el traductor: “Hay dos clases sociales: los que viven como Dios y los que viven mirando a Dios”...
Vi un chico de diez años, negro por supuesto, con Síndrome de Down. Vi un negro albino, o sea blanco, pero negro, no se si queda claro...Cada vez veo cosas más parecidas, en cuanto dejé de ver el color, en cuanto acepté las diferencias, pude diferenciar las igualdades.
Hace cuatro años que salí de la capital de un país pobre para transitar por la capital de la provincia más pobre de un continente rico. En mi nueva casa todavía se saluda a los vecinos, y se duerme la siesta. Aclarado este aspecto debo confesar que tenía la inercia de un ritmo de vida vertiginoso y me resultaba muy difícil caminar por la calle con mis nuevos compañeros. Cada vecino era un saludo. Pero no el fugaz “hola” que disparamos con una sonrisa, o el amabilísimo “me alegro verte” que pronunciamos sin mirar. Ellos se saludan y cuanto más se quieren y se respetan, más largo es el saludo. Podíamos estar quince eternos minutos en un simple “buenos días” al panadero de la esquina. Un día estaba esperando a un compañero y a mi lado había un gigantesco policía. Por el camino llegó un anciano. Comenzaron a darse los buenos días. Al rato el mayor le dijo algo que conmovió al hombre hasta las lágrimas. Era impresionante ver a esa mole abrazar al frágil viejito, sonriendo y llorando, enormemente emocionado... Miraba esa escena fascinado y muerto de curiosidad... ElHadji también la miraba con un aprobación y cuando notó mi incertidumbre dijo: “es que hoy es el cumpleaños del anciano”... “y qué?”, casi digo...hasta que noté que lo que emocionaba a la mole era la vida, los años, al contrario que nosotros , para los que envejecer es una especie de penitencia.
Mi padre no me heredó su “dedo verde”. Se llama así el don por el cual se emana tal amor por el mundo vegetal que cada planta que su ojo mira o su mano siembra crece de forma exuberante. Un día en un lugar del patio donde faltaba una baldosa, como broma, clavó un palo y cuando quisimos darnos cuenta estábamos serruchando el tronco de un árbol de tila. En cambio yo, soy la mala noticia de cualquier cactus que intente cuidar. Con el tiempo esa frustración hizo que el reino vegetal y yo nos ignoráramos. Pero otro de mis nuevos tesoros tenía clorofila en vez de sangre. El primero lo vi tras una casa, a lo lejos, desde la ruta, recortado en el cielo lleno de nubes. Luego otro y otro. Y aparecían iguales y distintos. Marcando tendencia desde pequeños. Presumiendo de tímidos cuando chicos pero imponentes cuando adultos. Cada Baobab tenía una cara. Eran mis personajes favoritos del libro de “El Principito”. Tenía grabada la imagen del niño eliminando las amenazantes hierbas para que los futuros árboles no ocuparan toda su tierra. Lo veía con el hacha inútilmente clavada en una de las raíces que recorrían todo el contorno del planeta. Ver aquel planeta, llamado África, plagado de árboles enormes que por suerte nadie pudo eliminar, recortados, majestuosos, y a la vez simples, muy árboles, como los dibujaría un niño. Me vine con una duda: es imposible que los baobabs se estén quietos, estoy seguro que salen a pasear, que saben bailar malag, que juegan , vi a uno varias veces en mi camino, me seguía, y en un descuido me tocó con una de sus ramas, seguro nunca había visto un blanco.
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