El llamado |
Esos
gritos me molestan, pero no puedo hacer nada para evitarlos. Ellos piden
comidas, frazadas y se disputan trapos y migajas; se arañan y golpean; se
montan entre gruñidos, y huyen cuando los Otros llegan con las pastillas
y las agujas. Yo
estoy aquí desde que era niño. Mi mamá me dejó porque estoy enfermo,
dicen que es la cabeza, adentro. Ya me siento bien, mimado, me dan sopas y
pan todos los días, café con leche; tengo ropa de lana y mi cama no se
toca, porque vienen los Otros con las porras y ¡zas! ¡zas!. Todo
empezó cuando unas señoras de afuera, con collares, pulseras y hasta
sombreros, se admiraban con delicadeza al mirar mis dibujos. Yo solo tenía
dos lápices: uno rojo y otro verde, con las puntas mochas, claro. Las
viejas dieron órdenes a los Otros para que nunca me faltara papel,
pinceles y acuarelas. Hablaban entre sí en voz baja, me señalaban y
discutían. A
partir de ese día los Otros me cuidan, hasta demasiado, porque no
permiten que descanse, que camine por el parque y que hable con Ellos. Me
obligan a dibujar todo el día y cuando termino el trabajo no puedo ni
gozarlo, porque me lo arrebatan tironeando con avidez y se lo llevan. A
veces vienen maestros muy serios que me miran durante horas y comentan con
palabras difíciles. Bla, bla, bla, que siempre esa niña, que el vestido,
que el ángel y ese pájaro negro que lo cubre todo, terrible y negro. También
me visitan una señora y un señor muy amables, traen bizcochos y ropa.
Apenas miran mis pinturas y casi siempre se van llorando. No me imagino
quiénes son, pero me gustaría regalarles algo. Durante
todos estos años se escaparon algunos de Ellos, pero en los últimos
tiempos aparecen muertos en el parque. Logran salir del edificio pero
nunca pueden salir del monte. Yo estoy bien aquí, tengo mis cartones, mis
pinceles, pero a veces hay algo que me llama desde afuera, un rumor, un
susurro, un aleteo... ¿A ellos también los llamaron?. No sé. Los
Otros ya terminaron su ronda de pastillas y amenazas, yo estoy quieto,
aplastado contra el colchón, vestido, sólo los zapatos están en el
piso. Se fueron. No hay gritos. Ellos duermen su sueño de drogas. Me
levanto, me calzo cuidadosamente, ato los cordones como me enseñaron,
parecen flores. Voy hasta la puerta del fondo y la abro sin ruido. Ya
estoy sobre la hierba, es mullida y la veo plateada. Yo nunca pinto la
noche porque la luna cambia los colores y es traicionera, engañadora. Los
árboles no son marrones y verdes, son negros. El cielo también. Tengo
miedo, pero no puedo volver, ya no. Mis pies se hunden en el lodo, me
tambaleo, gimoteo como un niño, lloro y moqueo. Todo es oscuro a mi
alrededor. Caigo. Estoy aquí tirado, mis ojos sin ver, solo siento, intuyo al pájaro negro. Se echa sobre mí, salen sonidos extraños de su garganta y el olor a carroña y polvo de sus plumas me ahoga sin remedio. El pico estilete, el pico cuchillo se clava en mi cuello, lentamente se pierde mi sangre. Estoy tranquilo. Ahora ya sé. |
Mª Esther Díaz - 2000
Del Taller V
Orienta Prof. María Nélida Riccetto
Punta Carretas - Montevideo
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