Historia de familia |
Angélica
estaba sentada en su silla baja. La sombra del tilo era caricia, y ella
iba y venía desde su asiento a la cuerda repleta de ropa lavada. Revisaba
las sábanas calientes de sol, las pequeñas prendas y como si acunara en
sus brazos a un niño regresaba al tilo, desordenaba el canasto costurero
buscando el hilo, el color, la aguja para zurcir. Alrededor durazneros,
manzanos, el apreciado nogal y el granado, la parra protectora, jazmín,
albahaca, salvia, tomillo, perejil. Los olores se unían, lo impregnaba
todo, pero Angélica sólo siente el tilo en su piel, lo huele, lo
saborea, lo goza. Angélica
llora. Hija de emigrantes italianos dio su amor a un gallego trabajador y
honesto. Llegaron los hijos, y Antonio, orgulloso, quiso demostrar su éxito
en América y con tesón logró la casa propia. También su mujer la
deseaba, pero no podía dejar el tilo; hasta sus vecinas españolas,
italianas y alguna polaca la buscaban siempre debajo de la hermosa copa
del árbol. Antonio
teme por su esposa y le promete un tilo para la nueva casa. Angélica
calla, pero ruega a Dios y a la tierra un brote del viejo árbol. Sale
cada tanto, en el día y en la noche, se acerca a él y le pide un hijo. Antes
de la mudanza, en la cama matrimonial no se duerme. Antonio sin hablar,
repasa cada detalle y Angélica ora. Como al llamado de alguien, se
levanta suavemente y va por el sendero que lleva al tilo, se detiene y
maravillada, con llanto y con risa grita y repite ¡un hijo! La
primera luz del día permite ver el ansiado brote. Las vecinas y amigas
llegan hasta el árbol y se mueven y ríen, se toman de las manos,
levantan los pies y giran las cabezas, todas visten camisones blancos,
castos, redondos. Parece
una ceremonia, un rito, una danza, mas no de meigas sino de ángeles. Ofrecen su agradecimientos, los nobles cuerpos plenos de trabajo y maternidad, a esta tierra que les da hijos. |
Mª
Esther Díaz - junio 2000
Del Taller V
Orienta
Prof. María Nélida Riccetto
Punta Carretas - Montevideo
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