Es la noche de las azucenas de diciembre. A
eso de las diez, las flores se mecen un poco. Pa-
san las mariposas nocturnas con piedrecitas bri-
llantes en el ala y hacen besarse a las flores,
enmaridarse. Y aquello ocurre con sólo querer-
lo. Basta que se lo desee para que ya sea. Aca-
so sólo abandonar las manos y las trenzas. Y
así me abro a otro paisaje y a otros seres. Dios
está allí en el centro con su batón negro, sus
grandes alas y los antiguos parientes, los abue-
los. Todos devoran la enorme paz como una ce-
na. Yo ocupo un pequeño lugar y participo tam-
bién en el quieto regocijo.
Pero, una vez mamá llegó de pronto, me tocó
los hombros y fueron tales mi miedo, mi ver-
güenza, que no me atrevía a levantarme, a re-
sucitar. |