Veranear, ese horrible castigo |
Escribo esta nota, en ha esperanza de poder salvar a algún honesto compatriota, de los horrores que trae consigo disponer de una casita para pasar el verano. Lo hago porque el Gobierno, a quien compete atender la salud física y moral de los ciudadanos, no solo no advierte acerca de los riesgos inherentes a las vacaciones, sino que por el contrario, trata de fomentar entre la gente el desplazamiento hacia los balnearios. Voy a contar mi triste historia. Sacrificando nuestros ahorrillos de toda ha vida, obtenidos los míos como ayudante de sepulturero en el Cementerio del Norte y los de mi señora como vendedora de flores que hurta por los jardines, decidimos el año pasado alquilar una casita en un balneario de la Costa de Oro, a treinta y siete cuadras de la playa y a un pasito de la cantera donde el municipio arroja diaria y prolijamente la basura. Como teníamos conciencia que en estas circunstancias las tentaciones de parientes vecinos y amigos suelen ser incontenibles, procuramos actuar en el mayor silencio y evitando cuidadosamente la filtraciones de información como si se tratara de un vital secreto de Estado. Ese error de cálculo fue el comienzo de nuestra hecatombe psíquica. La noche del treinta y uno de diciembre, festejamos el final del milenio empeñados en exterminar las cucarachas que se habían adueñado de la cocina de leña, en pasar cepillo por las paredes, en despegar restos de sustancias extrañas y de aspecto nauseabundo olvidadas por los anteriores inquilinos encima de los escasos muebles, en reparar una mesa y cuatro sillas que se desintegraron al ser tocadas, en colocar en su lugar la puerta de la heladera que se cayó al intentar abrirla, en detectar la causa por la cual la cisterna no descargaba agua y en observar con desazón ha inexistencia de ollas, frazadas, bidet, bombitas de luz, estantes en el roperito, platos, cubiertos y calefón. Comprobamos en cambio con inmensa alegría, que había seis vasos cuyo destino anterior había sido alojar dulce de leche. Nos acostamos de madrugada, extenuados pero dispuestos a disfrutar de nuestras licencias, seguros de haber logrado que nadie se enterara de nuestro paradero. Ignorábamos que el poder de seducción de una casita en un balneario, es mayor que cualquier obstáculo que pueda interponerse. A la mañana siguiente casi de madrugada, golpeó las manos mi cuñado con el cual estaba seguro de estar distanciado, quien luego de abrazarme con la efusividad de quien ha estado cinco años sin saludarme, se instaló en un cobertizo del fondo, que de haber tenido techo, hubiera cumplido las funciones de guardacoches. En el segundo ómnibus llegaron una hermana de mi señora, que vive en Rivera, su marido, sus dos niños y la suegra a quien tuvimos el gusto de conocer esa misma mañana, luego de ellos habernos informado que no podían dejarla sola en el departamento fronterizo porque estaba un poco reblandecida. Se instalaron en nuestro dormitorio desplazándonos hacia colchones que pusimos en el suelo, sobre el corredor y colocaron a la señora cerca nuestro porque sufría de los riñones y tenía que ir al baño seguido, lo cual comprobamos que era cierto luego que nos hubo pisado reiteradas veces cada vez que se encaminaba a sus urgencias. La inmediata mañana llegó el padrino de nuestros nenes, que está en el seguro de paro junto a su esposa quien no bien pudo depositar sus bolsos en el suelo declaró que la falta de trabajo de su marido la tenía mal de los nervios y venía dispuesta a hacer lo menos posible. Aprovechamos para irnos del corredor e instalarnos en un huequito de la quincha contra la cumbrera, que hasta ese instante había sido dominio de las arañas. En los días sucesivos llegaron tres amigos de mis hijos que carecen de apellido y tiraron sus sobres de dormir en el living sin intenciones de sacarlos nunca, dos matrimonios de nuestro barrio que se instalaron en una carpa asegurando adorar la vida de los campamentos aunque no lo suficiente como para prescindir de nuestro único baño y nuestra destartalada heladera, tres sobrinitos que traen cangrejos de la playa y los dejan podrir por los rincones, varias compañeras de liceo de mi nena a las cuales se les voló la carpa y una prima con su familia que vinieron a pasar el día y ya llevan dos semanas instalados. Tengo que reconocer además, que los domingos apenas enciendo el fuego para hacer un asadito, acuden seres de aspecto sospechoso que siempre son amigos de alguien que habita con nosotros y que traen consigo un apetito voraz. El invierno que pasó, mi señora todavía tenía arañas en el pelo y no había podido quitarse el olor a los cientos de milanesas que preparó con ejemplar laboriosidad. |
crónica de César Di Candia
El País de los Domingos
7 de enero de 2001
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