Vida después de la pesca |
He confirmado todas las teorías que sostenían que hay vida después de la muerte: acabo de regresar de una excursión de pesca. Nada hacía prever una catástrofe cuando fuimos invitados. Más aún, nos preparamos para la aventura con grandes expectativas. Mediante lo obtenido por la hipoteca de nuestra casa logramos comprar todo lo necesario: un par de reeles, caja de pesca, banquitos, ochenta y cuatro tipos de plomadas de diferente forma y peso, varios rollos de tanza, anzuelos de distinto tamaño para cazones, corvinas, pejerreyes, pescadillas, burriquetas, congrios, chuchos, angelitos, brótolas y todo tipo de peces que tienen por costumbre vagar alegremente por nuestras aguas. Mi señora recorrió los comercios y encontró un tapado de piel de foca que le pareció apropiado para las circunstancias. Además me regaló un capote marinero, unas botas de goma y una gorra igual a la que usaba Gregory Peck en la película "Moby Dick" aduciendo que si daba resultado para cazar ballenas con más razón para pescar tamberitas. Recuerdo claramente estos detalles porque antes de salir nos contemplamos llenos de orgullo en el espejo. Mi señora con su tapado de piel de foca y un arpón en la mano, yo con mi flamante equipo de ballenero y ambos nos sentimos ganados por un empuje de autoestima. En realidad, yo no me veía parecido a Gregory Peck pero ella insistía que sí y me consolaba diciéndome que también los actores de cine, con los años se van llenando de achaques, y se vuelven panzones, pelados, quejosos, desagradables y hechos una verdadera ruina. Pasamos a buscar a mi cuñada rica, que es muy briosa y dice que le encantan los deportes fuertes. Nos esperaba con unos pantalones italianos blancos de hilo, un sombrero de paja comprado en una isla del Egeo, unas sandalias Versace y un buzo estampado con un anda encima de la cual se leía "Fuck me", curiosa expresión que le habían asegurado en la tienda que tenía relación con La náutica. Apenas llegados al muelle, comprobamos que los accesos a los barcos no se realizan por escaleras, ni por rampas ni por puentes. Hay que llegar a ellos simplemente voleando la pierna. Antes de proceder a este operativo, mi señora miró hacia abajo y se mareó. Se esbozaba ya su primera arcada cuando le oímos decir que jamás daría ese paso porque debajo suyo a cientos de metros de distancia, estaba el océano esperando su resbalón. Tirando mi amigo desde el velero, empujando nosotros, logramos que accediera, lo cual logró pero no sin caer sentada sobre un balde lleno de carnada. Mi cuñada rica en cambio cruzó aquel abismo insondable con un salto no desprovisto de elegancia y yo hice lo que pude. A los cuatro minutos de navegación, la hermana de mi esposa sintió imperiosísimos deseos de ir al baño, al par que recordaba con cierto arrepentimiento, los aros de calamar ingeridos el día anterior. Aún recuerdo su rostro de pavor al ser informada que el único desahogo que tenía el velerito era la borda y que una vez sentada allí, tenía que arreglárselas con el equilibrio. En la opción de eso o su deshonra, mi cuñada obedeció convencida que ya no sería nunca más la misma persona. A la hora, cuando yo llevaba perdidas siete líneas y veintidós plomadas y mi señora seguía haciendo arcadas agarrada del palo mayor, mi cuñada anunció que iba a bajar al tambucho a retocarse el maquillaje. Creo que fue en esas circunstancias que cayó de barriga en la sentina porque de inmediato emergió llena de agua grasienta y despidiendo un olor que hizo que varias gaviotas se alejaran espantadas. Casi de inmediato, según mis vagos recuerdos, me clavé un anzuelo grande en una parte del cuerpo que no se usa habitualmente para esos menesteres y mi amigo que es práctico en el asunto, me preguntó si quería que me lo sacara hacia atrás, es decir a contrapelo de la púa del anzuelo o hacia adelante con tanza y todo. Pero yo decidí que si Dios tenía pensado para mí un destino de transexual, siempre iba a ser mejor que interviniera para esos fines alguien que no tuviera las manos sucias de mejillones y seba hecha con cangrejos aplastados y guiso viejo. Regresamos a puerto muy lentamente porque ahora el viento soplaba en contra. Mi señora que había avanzado considerablemente hacia un estado senil, alentaba la esperanza de clavar el arpón en la espalda de mi amigo, pero en tanto no lo hacía, tomaba mis manos mientras murmuraba: "¡Sálvame, Gregory!". Mi cuñada rica rezaba en estado de semipostración despidiendo olores indescriptibles. Yo pensaba si las, personas podrían seguir viviendo con un anzuelo clavado para siempre. |
crónica de César Di Candia
El País de los Domingos
7 de enero de 2001
Ver, además:
César Di Candia en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de narrativa |
![]() |
Ir a índice de César Di Candia |
Ir a página inicio |
![]() |
Ir a índice de autores |
![]() |