La salita |
Nunca más he vuelto a sentir aquel olor impreciso a humedad, a sacristía, a vainilla, a flores medio marchitas, que cincuenta años de soltería —una soltería rotunda, acuñada férreamente y sin pausas como quien va modelando una personalidad, como quien escoge y lleva a cabo una profesión liberal— habían ido acumulando en la casa de las tías. Yo llegaba casi siempre los sábados de mañana, con el trajecito azul de la comunión que se achicaba por minutos, y el invariable ramito de bocas de sapo o de margaritas con que mi madre, demasiado ocupada por entonces en los problemas de su viudez, en la homeopatía, en los trámites de su pensión, en un caballero importador vagamente chileno que solía frecuentarla, quería documentar que sus aspiraciones al perdón fraternal de las tías y al pedazo de campo remotísimo que algún día podría tocarme, proseguían sin desfallecimientos. Me paraba en puntas de pie, dejaba caer el aldabón de bronce que pendía de las fauces abiertas de un león (o un perro monstruoso, o un hombre melenudo y deforme, tal vez) tallando en la madera de la puerta, que me impresionaba vivamente, empujaba la tapita del buzón y miraba para adentro tratando de adivinar por sus zapatones, por sus medias torcidas, por sus várices, cuál de las tías vendría a abrirme. Tras aquellos primeros aledaños que alcanzaba a otear por la mirilla, se encontraba un mundo deslumbrante cuya exploración me llevó buena parte de mi niñez. Las tías salían a recibirme, atropelladas y felices, secándose las manos en el delantal. Me cubrían la cara con sus bocas frías, me hacían las preguntas capaces de girar en su pequeño universo, tratando de enterarse soslayadamente acerca de todo lo que afligía —o divertía —a mi madre, me elogiaban el largo de las pestañas y corrían a la cocina a prepararme un plato con bastoncitos de queso y un vaso de grosella con soda que tenía gusto a jabón. Yo aceptaba sufridamente la ternura de las tías, abrumado por aquel afecto que se me desplomaba encima, y al que solamente podía corresponder con monosílabos y sonrisas inventadas. Mi larga experiencia en tías me había enseñado que con mis caídas de ojo de niñito amaestrado, podía comprarlo casi todo, incluida mi libertad. Mi libertad se componía de cuartos enormes para mí solo, de sillones blandos e hinchados, como enfermos, del acceso a la salita de recibos, cuyo prohibido silencio solía compartir con Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnán en su lucha contra los esbirros del Cardenal Richelieu, por debajo de cuyos muebles acompañaba al conde de Monte-cristo en su desesperada fuga de la prisión. Se nutría de baúles misteriosos desbordados de ropas amarillas y de revistas, de rincones siempre nuevos donde se depositaba, como un sedimento de años, el olor inconfundible de las tías, de varias generaciones de tías. Porque yo tenía la idea oscurísima, recogida de recuerdos casi sepultados, de conversaciones dichas a media voz, de fotos descoloridas que acechaban en todos los rincones asomando a cada paso sus rostros grises y tristes, de que las tías habían sido muchas más en otras épocas y habían ido mermando con el tiempo. Incluso había tenido oportunidad de ver, tratando de vencer el sueño desde las faldas de mi madre —para quien los duelos constituían la única oportunidad de gestionar, en ese ambiente solemnizado por la muerte, santificado por la presencia puntual de los dos curitas de la capilla del barrio, el olvido de sus viejos errores prenupciales— el velorio de una de ellas. Y la imagen de aquella cara huesuda y espantable, pegada al vidrio redondo del féretro como una bruja seca, había enriquecido mi infancia de pesadillas, hasta transformarse en mi recuerdo más completo y fundamental. Era seguramente esa visión, que se me reproducía tercamente vivida cada vez que penetrando en la penumbra cómplice de la salita volvía a ubicar el cajón de aquella tía desconocida, amarilla y fascinante en el lugar que ocupaba aquella noche, la que me impulsaba irresistiblemente hacia aquel cuarto afeminado, cada vez que un sueño fingido me liberaba de los cuentos de alguna de las tías (unos cuentos atroces en los que se mezclaban, se atropellaban, se mortificaban mutuamente dragones y beatos, gigantes y vírgenes) y me lanzaba al sopor de la siesta que se tendía por toda la casa. La salita se me entregaba, dócil y agradecida como una amante postergada. Sensualmente me iba permitiendo intimar con ella, habituarme a sus pozos de sombra, a su olor, a su ternura, a sus formas que sólo lograba distinguir cuando me habituaba a la breve luz que empujaba contra las persianas cerradas, se escurría por sus hendijas, se tamizaba a través de los visillos, se quedaba a veces apretada entre sus pliegues y concluía por estrellarse sin fuerzas en salpicaduras amarillas contra la pared. Las sillas doradas, vestidas como señoritas viejas, en las que se sentaban las primas que venían de Santa Lucía para los cumpleaños, y el arrendatario del campo cuando llegaba, cada mes, a pagar la renta y a dejar un regalo, una gallina recién muerta adentro de una caja de zapatos, al que atendía puntualmente mi tía teñida por ser la única que entendía de negocios. El piano, cuya tapa nunca tuve fuerzas para levantar, pero cuyos tres pedales, que emergían como tres dientes solitarios y enchapados, acostumbraba pisotear ferozmente, en un vano intento por extraerle algún sonido. La banqueta hueca, llena de libros de música. La vitrina inviolable donde cientos de miniaturas de porcelana envejecían en su enclaustramiento monacal, como pequeñas tías resignadas y fósiles. El cuadro de don Cayetano, desde el cual el padre de las tías, uniformado y desafiante, con una mano sobre la espada dispuesto a desenvainarla a la menor desviación de su autoridad, miraba a su esposa que en un marquito ovalado y asfixiante de siemprevivas, no cesaba de contemplar aterrorizada, la figura malhumorada y pundonorosa de aquél, como un castigo que se prolongara más allá de la muerte. Y las flores, los montones de flores que abrumaban los jarrones, pudrían el agua de todos los recipientes cóncavos, se morían irremisiblemente inútiles, con una vejez prematura y solidaria, y terminaban por impregnar todos los rincones con un olor dulce a mustio, a cadáver, a tías, en fin. Ese olor era el aroma de la selva tropical en cuya espesura yo me deslizaba junto a Tarzán, en busca de les exploradores que pretendían profanar el cementerio de los elefantes. Aquellas alfombras, tejidas en tiempos remotos por multitudes de tías, era la pradera donde yo ponía en fuga a los apaches que habían incendiado mi carreta. A la salita le debo el haber facilitado, protegido, mi convivencia con aquellos primeros e inolvidables amigos, el haber sabido guardar noblemente nuestros secretos, el haberme amparado con su propia fortaleza cuando los perdí definitivamente, cuando tuve que renunciar a ella. Porque una siesta de enero, cuando luego de caer doblegado per un confuso cuento de monstruos y santitos, llegué hasta la salita silenciosamente y pude ver por los visillos cómo el arrendatario del campo, sofocado y torpe, metía su mano gorda por debajo de la blusa de mi tía la teñida, que entornaba los ojos, abandonada, mientras la caja con la gallina caía al suelo y un Jesucristo melancólico enseñaba desde un cuadro su Sagrado Corazón, supe que mis compañeros de aventuras me habían dejado solo y para siempre. |
cuento de César Di Candia
Publicado, originalmente, en:
Número
Montevideo, mayo 1964 2ª época Año 2 Nº 3 - 4
Link del texto:
https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/125
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
César Di Candia en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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