El baratillo de las frases
cuento de César Di Candia

Hablemos de la inexplicable manía resumidora que tiene el mundo contemporáneo, uno de cuyos objetivos culturales parece que fuera el de capturar los conocimientos del hombre, reducirlos en frases y luego largarlos a andar en una suerte de exhibicionismo fraseológico. Con el advenimiento de ha globalización (ningún análisis serio puede prescindir de esta -palabra) todo el saber humano tiende a ser ofrecido para su consumo masivo como si se tratara de pastillas efervescentes que disueltas en agua, largaran burbujitas de cultura general.

Esta obsesión por pildorizar el pensamiento no es nueva. A partir del momento en que algún señor ansioso inventó el apuro, el mal de este fin de milenio ha sido la loca carrera por ganar tiempo aunque nadie haya sabido bien para qué. La consecuencia ha sido la progresiva retirada en desorden de la cultura, con abandono de pertrechos y material logístico. No todo está perdido sin embargo. A cambio de esa derrota, quienes viven en esta época han tenido el privilegio de poder leer "La Guerra y la Paz" de Tolstoy compendiada en forma de historieta o de ver en cine alguna tragedia de Shakespeare debidamente acortada y desprovista de diálogos para hacerla caber en un horario normal.

Las frases trascendentes han invadido al mundo, lo han saturado, han concluido por hartarlo. Cuelgan en forma de posters, muestran sus pretensiones en las oficinas, en los comercios, en las aulas, se desbordan por las paredes. En otras épocas, las frases eran solamente cultivo de minorías. Vivían enroscadas en los blasones nobiliarios que ostentaban ciertas familias importantes, entre soles, hojas de laurel, leones, castillos y mares. Pero eran tan barrocas, tan arrogantes e insulsas que nadie las tomaba en serio. Quienes ingresamos el mundo después y éramos descendientes de inmigrantes que no tenían ni siquiera biografías, y mucho menos blasones, las únicas frases a las que pudimos tener acceso eran las que habían lanzado los héroes de la Patria o las que solía poner la revista Billiken debajo de cada página y que siempre habían sido pronunciadas por próceres argentinos un instante antes de expirar. Uno las memorizaba sin poner demasiada atención en su contenido y todos felices. En cambio ahora las frases se han convertido en un producto de consumo, en parte imprescindible de la dieta intelectual de la humanidad. Una especie de solucionario de Pedro Martín, como el que existía en los antiguos cursos de aritmética escolar capaz de desentrañar no enredos matemáticos sino los problemas existenciales del hombre contemporáneo.

Los conceptos con mensaje incorporado son como el tizne que ciertos cerebros bien organizados pretenden dejar a su breve paso por la vida. En su ingenua vanidad, muchas personas creen que pueden alcanzar la inmortalidad con la simple procreación de una frase y que mucho tiempo después de su desaparición, seguirán siendo recordados por alguna expresión magistral. Piensan que las reflexiones pueden lanzarse a la vida como quien pone huevos y que igual que éstos, es posible colocarlas en el refrigerador para que se conserven frescas más tiempo. Estoy evocando a George Bernard Shaw un escritor irlandés cuyas manifestaciones de ingenio han llenado más huecos de publicaciones que ningún otro ser humano. Auténtico destajista del mensaje, Bernard Shaw sentía una acuciante necesidad física de escribir pensamientos geniales convencido que la humanidad sería incapaz de dar un paso sin recordar sus espasmos fraseológicos. Los periodistas llegaban a su casa y preguntaban:

-¿El señor Shaw tiene alguna frase nueva?

-Está por desocuparse de una, pero viene de nalgas - respondía el Ama de Llaves.

-¿Ya rompió la bolsa de aguas?

-No, pero tiene calambres cada tres minutos.

-Que se apure porque tenemos que cerrar la edición.

Con los debidos respetos, no me gustan has frases como argumento dialéctico y menos aún como una industria de consumo masivo. Me suenan artificiales, escritas con el ojo puesto en el elogio ajeno y reproducidas editorialmente con un indisimulado espíritu comercial. Pero debo estar equivocado porque gran parte de mis congéneres son adictos a los pensamientos geniales: los leen, los mastican, los asimilan y los expulsan generalmente cuando sus adversarios están con la guardia baja. Respetemos ciertos cultos y su repercusión física. Hay personas que creen que las frases con flúor previenen las caries del alma.

 

cuento de César Di Candia

El País de los Domingos
8 de octubre de 2000

 

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                     César Di Candia en Letras Uruguay

 

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