El shopping en el cementerio |
Ay, adentro, si se vieran adentro |
El proyecto había sido sometido a consideración de la Junta Departamental a comienzos de la actual legislatura, pero, por razones de calendario y técnicas burocráticas -más que de disensos- su aprobación se vio postergada hasta fines de 2007. El plan de levantar un shopping center sobre el suelo del Cementerio Central se insertaba en el grupo de medidas tomadas con el fin de revalorizar la zona céntrica montevideana. A pocas cuadras de la principal avenida, pero a resguardo del bullicio más ensordecedor, cerca de la rambla, constituye un lugar estratégico para este tipo de emprendimientos. Además, cubre un público que fue dejado a un lado por empresas análogas: los muertos. Pocos meses después de iniciarse los trabajos el nuevo centro comercial ya está funcionando y es un éxito. Hedientos cuerpos en avanzado estado de descomposición salen diariamente de sus sarcófagos por escaleras mecánicas hacia los pisos pulcros y encerados que yacen sobre la superficie. Recorren los ajetreados pasillos que conducen a decenas de locales que ofrecen todo tipo de artículos. Y salen de las tiendas envueltos en flamantes mortajas de seda inglesa, sus rostros impregnados de los más exquisitos aromas, y las pálidas pieles rescatadas por la ávida función de onerosas y pitucas cremas hidratantes. Cuando vuelven a sus tumbas presentan una tan saludable apariencia de vida que nadie que los vea es capaz de detectar en ellos el más insignificante atisbo de putrefacción. Los voraces compradores encuentran siempre la manera de paliar su falta de efectivo. A aquellos muertos recientes, cuyas sucesiones no se han tramitado -y por lo tanto aún figuran como propietarios de sus bienes- les basta con hacer un giro bancario y el dinero se les transfiere a alguna de las entidades financieras que operan en el cementerio. Otros se las ingenian, ya sea solicitando préstamos, obteniendo empleos en la propia necrópolis, y no faltan quienes permutan su sitio en un panteón por otro menos oneroso, cobrando así la diferencia. Algunos construyen grandes féretros y los alquilan como hoteles. Por supuesto que, para tentar a los clientes desconcertados ante las múltiples ofertas, muchas firmas recurren a persuasivas campañas de publicidad. En poco tiempo el lugar se ha atiborrado de afiches y letreros, propaganda móvil por altoparlantes y pantallas gigantes. “¿No te morís por una Big Mac?”, reza, con un toque de ironía, un letrero luminoso. “Llegó un nuevo fiambre al cementerio: ¡Cativelli!”, dice una voz por el altoparlante. Y una pantalla gigante muestra cómo una momia se conserva en mejor estado si utiliza telas de Chic Parisien. Pronto los ataúdes de medidas convencionales comenzaron a tornarse insuficientes para albergar las nuevas adquisiciones de sus usuarios. Aunque los exánimes cuerpos no tienen necesidades vitales, sí tienen imagen, y ningún difunto puede hacer alarde de ser alguien en la nueva sociedad que emerge desde las tinieblas si cuando se visita su féretro se constata que su PC no tiene webcam o su televisor carece de TV cable. Es cierto que algunos de los artículos de mayor consumo responden a necesidades básicas de esta peculiar clase de clientes. Un cuerpo pálido, desnudo y hediondo solo puede yacer adentro de un cajón. Una vez que emerge a la superficie debe hacerlo en condiciones presentables, o procurárselas en lo inmediato. Se trata de normas imprescindibles de higiene y decoro. Pero en aquellos cadáveres que ya han completado su proceso de descomposición, y su existencia es puramente fantasmagórica, los atuendos, las fragancias y las joyas son pura paquetería. Nada ha hecho tanto furor entre esta nueva legión de consumidores como el negocio de las barbies. No hay alma en pena que no se jacte de tener una. Barbies sepultureras; barbies degolladas; barbies embalsamadas; esqueletos de barbies; barbies roídas por los gusanos; barbies en avanzado estado de descomposición; barbies acuchilladas; decenas de modelos de barbies, de todo precio y tamaño. Aunque a los muertos les está vedado salir del cementerio, el shopping solidificó los lazos con el mundo al cual no pueden acceder. La telefonía celular -que, dicho sea de paso, hizo caer en desuso el llamado juego de la copa- y los cybercafés permiten una comunicación fluida entre mundos otrora inaccesibles uno del otro. Ya nadie tiene que esperar al dos de noviembre para recibir su ofrenda floral, un Padre Nuestro y adiós que te vaya bien. Ahora, en el momento menos pensado, cualquier difunto puede encontrarse con una tarjeta virtual o un mensaje electrónico en su casilla de correo. Incluso algunos inquietos espíritus han llegado a concertar con los vivos verdaderas citas a ciegas; y más de una pareja así formada suele verse deambular por los caminos de este lujoso centro comercial, sin que pueda saberse a ciencia cierta cuál es el vivo y cuál el muerto. (Cuentan que un hombre vivo conoció una difunta fémina a través de Internet. Se enviaron fotos y el tipo se encandiló. Decidió que solo quería estar con ella, así que se suicidó. Cuando la vio se quería morir[1]. La mujer, vergonzosa de mostrarse tal cual era, había fraguado la fotos. “Ya sospechaba que eras demasiado parecida a Jessica Parker”, dijo el caballero, decepcionado). Pero no es éste el único suicidio motivado en la existencia del nuevo complejo. Mucha gente se ha quitado la vida por razones estrictamente económicas: los productos aquí son más baratos por la sencilla razón de que los muertos no pagan IVA. Sin embargo, y a estos efectos, las autoridades vienen manejando posibles soluciones legales para superar los quebrantos financieros que este seudo free shop para cadáveres viene generando en la economía del país. Una de las propuestas que se manejan es la de implantar un tributo especial, que se denominaría IMAUTAR -impuesto a la autoeliminación arbitraria-, mientras que sectores más radicales buscan tipificar el delito de muerte fraudulenta, aplicable a quien “por sí o por interpuesta persona cometiere su propia muerte para obtener un provecho económico en contra de los intereses del Fisco o de los particulares...”. Estos proyectos se encuentran demorados, debido a los complejos avatares de la discusión parlamentaria y al suicidio colectivo de varios legisladores. La división de Defensa del Consumidor es la más reciente creación que opera en el lujoso centro. Implantada, según se afirma, por el mismo Dios -aunque para los ateos esto no sería más que un truco publicitario-, atiende quejas vinculadas a la calidad y circunstancias de los productos ofrecidos, pero también respecto a la propia muerte del reclamante. Planteos como “Hubo un error. No era yo el que tenía que morir ahora, sino mi hermano gemelo” o “Se suponía que tenía que palmar de una sobredosis, y no por ese estúpido forúnculo que me reventó hacia adentro haciéndome explotar la aorta” son tratados en la órbita del organismo. Aunque
en principio no hay más límites en cuanto a lo que se vende y se compra
que los que surgen de las sagradas leyes del mercado, existen normas no
escritas que impiden la difusión de cierto tipo de producciones artísticas,
consideradas ofensivas o perjudiciales para esta peculiar clase de
consumidores. Son reglas que, si bien no se dicen ni se enumeran, nadie
las violentará jamás porque emergen del sentido común. Hasta el más
lego empresario sabe que no podrá difundir entre sus flamantes clientes
películas del tipo de “El regreso de los muertos vivientes” o
“Cuentos de la Cripta”, ni libros como “La casa de los espíritus”,
de Isabel Allende, ni, en general, nada de H. P. Lovecraft. En definitiva,
nada que los desayune de su funéreo estado. Algunos
antiquísimos filósofos han sido sorprendidos vagando por los suelos del
complejo, y esto ha generado perplejidad. Al parecer, no es el aura de
ofertas mercantiles lo que ejerce en esta raza de sabios una profunda
comezón, sino la ciega esperanza de que esta suerte de seudo vida les
proporcione alguna explicación acerca de la muerte. Para otros, la parca
dejó de ser un asunto trascendental desde que ha podido caer tan bajo. Empero, cualquier indagatoria acerca de las causas últimas es siempre un asunto solitario. El shopping no contiene sitios para otro tipo de ocio que no sea el del consumo. Por esta misma razón tampoco la ideología tiene demasiado asidero. ¿Quién está para sentarse a construir las bases de una sociedad más justa cuando cada 15 minutos un cliente entre diez no paga su compra? Tener que abonar una gabardina que pudo ser gratis por estar atendiendo a las doctrinas de Mao Zedong es para extirparse los huevos con un abrelatas. Mucho más podría decirse acerca de este bienaventurado emprendimiento. No pretende ser esto más que una breve reseña. Basta agregar que, en base al éxito obtenido, se hacen gestiones para extender la iniciativa a otros espacios lúgubres. Si las tratativas llegan a buen puerto -y es de esperar que así sea- pronto cada necrópolis tendrá su centro comercial, que abastecerá a miles y millones de fiambres, algunos que aún creen que un cajero automático es un robot cobrador sacado de alguna novela futurista, y otros ni eso.
[1] Metafóricamente, se sobreentiende. |
Álvaro Dell´Acqua (2005)
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