Horacio Quiroga |
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En marzo de 1903 estaba de nuevo en Buenos Aires. Contaba entonces 24 años. Todo había que rehacer: el entusiasmo, la fe, el hábito del trabajo, cercenados por la tragedia, y hasta la orientación, porque comenzaba a serle evidente que con la literatura de “Los arrecifes" no se iba a ningún lado. La ciudad porteña, campo enorme a conquistar sin otra arma que la pluma, se le presentaba cerrada como un reducto, y aunque mucha fuese la confianza que en su empuje y su capacidad depositara, comprendía que, para escalarlo, necesitaba aguzar todas sus facultades y, principalmente, las auto-críticas.
Contaba allí con una amistad: la de Lugones y, además, con un hogar familiar. Su hermana María, única que le quedaba ya (Prudencio y Pastora habían fallecido los dos en el correr de 1901) había contraído nupcias con Don Eduardo D. Forteza, intelectual de acción destacada en la ciudad de Salto, de la cual era oriundo, |
y en donde ejerció las funciones de Inspector Departamental de Escuelas. Alma inflamada de lirismo, todas las iniciativas idealistas que allí surgieron, contaron con su colaboración decidida. Su nombre figura entre los fundadores del "Ateneo del Salto", cuya tribuna frecuentemente ocupó, exteriorizando desde ella, así como desde los diarios y revistas locales, una cultura literaria y una vena poética tan inspirada como las mejores que hiciera brotar en la República, por ese entonces, el romanticismo triunfante. Ávido de dilatar sus horizontes y contando con la ayuda que muchos amigos intelectuales le ofrecían desde Buenos Aires, Forteza vino a domiciliarse en esta ciudad en diciembre de 1895, dedicándose a la enseñanza y al periodismo. En su hogar Quiroga encontraría un apoyo moral y un tierno refugio para su espíritu lacerado. También, con la ayuda de Forteza y las relaciones de éste, se iniciaría como pedagogo, profesión que seguramente nunca había soñado ejercer, siendo designado por el entonces Rector del Colegio Nacional Central, Don Enrique de Vedia, para integrar las mesas examinadoras que actuaron en esta institución a fines de 1902. Y no hubo de ser muy objetable su desempeño, ni muy pobre la revelación de su capacidad para la docencia allí demostrada, cuando en marzo de 1903, se le dio una plaza dentro del profesorado activo. Pasó a ocupar, reemplazando temporariamente a Forteza, la cátedra de castellano que éste dictaba en el Colegio Británico, incorporado al Colegio Nacional. Pero, perspectivas muchos más pobladas de interés que las que le proporcionaban sus trajines magisteriales y mucho más concordes con su temperamento aventurero, lo llevarían, en setiembre de ese mismo año, a cambiar el pupitre de maestro por las correrías en la selva tropical. El Ministerio de Instrucción Pública Argentino, había encargado a Lugones el estudio de las ruinas del Imperio fundado por los Jesuitas en las Misiones. Hacía falta poner en su punto la historia de una dominación desfigurada por polémicas sectarias, y tan sumergida en la leyenda como la mayoría de sus pueblos, luego de los terribles saqueos que siguieron a su abandono, en la lujuria de la selva. El viaje era, naturalmente, en la casa del poeta arqueólogo, siempre visitada por Quiroga, el tema central de las conversaciones. Este ponía en oírlas la atención deslumbrada que le merecía todo cuanto tomase un sesgo nuevo o extraño. Aquellos imponentes macizos forestales, los ríos, los cielos con luceros "grandes como toronjas"; las ciénagas que se ocultan bajo acolchados de verdes rutilantes; los enormes ofidios; las fugaces, pero tremendas tormentas que se desatan bruscamente en el fondo de los bosques; el gigantismo de ciertas especies vegetales; y, sobre todo, aquel desembrozar, a golpes de hacha y machete, pueblos devorados por el bosque y mantenidos en el secreto de sus entrañas, eran una golosina aventurera que concluiría por apasionarlo fuertemente. Y un día comunicó a Lugones súbitamente su deseo de acompañarlo. Había piado demasiado tarde; no sólo no existía ninguna vacante en el plantel expedicionario, sino que sus componentes estaban ya con el pie en el estribo. Quiroga, empeñado en ser de la partida, insinuó que a la expedición le faltaba quien tomara vistas y documentos gráficos, absolutamente necesarios en empresas de esa índole. Él tenía un gran conocimiento de la técnica fotográfica y podría llenar a satisfacción tal cometido. Era una falla en la cual Lugones no había pensado, y, en parte por encontrar excelente la sugestión, en parte por contentar al amigo, inició las gestiones pertinentes y consiguió su inclusión como fotógrafo en la caravana arqueológica. Se le encargó a Quiroga la adquisición de la máquina y útiles necesarios para el cumplimiento de sus tareas futuras, diligencias que llenó con gran tino. No resultó menos excelente el técnico encargado de su manipulación, a pesar de las conjeturas contrarias que pueda levantar el hecho de ser sólo dos los fotograbados que aparecen en "El Imperio Jesuítico", obra con la cual Lugones coronó su misión. Tal indigencia gráfica obedece a propósitos que el autor expone en el prólogo del libro y no a poltronería o ineficacia del fotógrafo, sea dicho en homenaje a éste y de la verdad. Pero si el técnico se mostró muy cabal, el turista reveló no conocer de la misa la media. Se proveyó de un equipo singularísimo, que importaba la más crasa ignorancia de las condiciones y del medio en que iba a desarrollarse la expedición. Abundaban en el sombreros de brin, a propósito para caminar a la solana por las playas, camisas de sport, camisetas mercerizadas con rayas color oro y rosa pálido, pantalones ajustados: un ajuar, en fin, inobjetable para señoritos distinguidos que se aprestan a veranear en lujosos hoteles balnearios. Lo único que allí hubiera estado en su cuadrante sería un par de botas, si no fuese porque eran de fieltro y tan descomunalmente largas que le llegaban a las ingles. También llevaba un gran acopio de cigarrillos hechos por él con una mezcla de tabaco y chamico (datura), para adormecer sus ataques de asma, dolencia que, junto con una dispepsia pertinaz, lo molestaba por ese tiempo grandemente.
Todo marchó a pedir de boca mientras duró el viaje por el Paraná hasta Posadas. Aquí debían comenzar las dificultades y vía-crucis de los expedicionarios. Los caminos, naturalmente de tierra, malos ya al salir de la capital misionera, a modo que se alejaban de ella multiplicaban su hurañía. A las veces se adelgazaban hasta semejar una trocha tirada sobre pantanos, franqueable sólo en fila de uno en fondo, o se extendían sobre páramos de areniscas reverberantes, cuando no se extraviaban entre la maraña selvática, y era preciso ir descubriéndolos a tajos de hacha y machete. Ningún animal de carga y de montar se presentaba superior a la mula para abordar tales sendas, según asesoraron a Lugones las autoridades locales y los prácticos del terreno. Se adquirió, pues, una recua de ellas, y, tanto por la clase de cabalgadura, como por el cuidado de la impedimenta y la naturaleza de los caminos, se estableció que sólo debería marcharse al tranco. Ambas disposiciones no fueron del agrado de Quiroga y dieron margen a que comenzaran a revelarse desde temprano las indocilidades peculiares de su carácter. Manifestó rotundamente que él no se avenía a aquel género de cabalgadura, y no hubo más remedio que adquirírsele un caballo. Tampoco podía sufrir aquel ritmo pausado y monótono impuesto al movimiento de la caravana. Con frecuencia los compañeros lo veían espolear su caballo y adelantarse a ellos para esperarlos en un punto remoto, o, al contrario, detenerse en un sitio y dejarlos distanciarse para luego alcanzarlos en carrera loca. Eran explosiones infantiles de inquietud cuya comicidad no dejaban de paladear los expedicionarios, como que era lo único que solía poner una nota pintoresca en el fastidio de la marcha, atrozmente uniforme y asoleada. Pero era el caso que, en otras ocasiones, el nervioso camarada, en vez de contentarse con estos avances o retardos sobre la línea de la ruta trazada, se arriesgaba por vías laterales, en la esperanza de juntarse a la caravana cuando lo creyera conveniente, sea cortando por atajos, sea desandando el camino. Tales antojos desembocaban a menudo en el extravío del jinete, al que, ganando alarmas y perdiendo tiempo, había que andar buscando entre aquellas peligrosas soledades, abundantes en tembladerales y pantanos falaces, ya que enmascaran sus peligros con deliciosos verdes de "parterre". Además el fotógrafo era tornadizo en sobre modo. Su humor padecía menguantes y crecientes imprevistos, mas tan manifiestos que los compañeros en seguida lograban determinar el estado de su "luna". Cuando estaba llena no contestaba, o sólo lo hacía con sordos hums, a los saludos matinales. Se apartaba del grupo yendo a su vanguardia, solitario o acompañado de un peón indio tan bueno como perezoso, al que Lugones tenía a veces que conminar agriamente para que cumpliera sus obligaciones. Quiroga, que sólo sondeaba las almas y apreciaba en ellas la bondad, lo había tomado bajo su protección. Existía, sin duda, en esta actitud, un poco de barullo sentimental que lo llevaba a mirar como excesiva dureza autoritaria, lo que era sólo un deber de jefe, preocupado en mantener el orden y la disciplina, para garantir el buen éxito de la expedición. Estas distintas ópticas fueron causa, no sólo de algunos altercados, sino de una seria rebaja en el afecto que Quiroga sentía por Lugones. El poeta conspicuo y tan grato en la intimidad de sus tertulias, se transformaba, a su modo de ver, ejerciendo el mando, en un pequeño déspota, al cual, sincero como era, no podía mirar sin amarga decepción. Bien es verdad que posteriormente, en charlas con Lugones, reconoció el exceso de sus juicios y hubo de convenir en que si, trastrocando los papeles, él hubiese sido el director de la expedición, ella habría marchado a la buena de Dios, de descalabro en descalabro. Pero, a pesar de tales reconocimientos y enmiendas de criterio, quedó, en el vaso sentimental, subsistente la estría... En sus cambios de humor tomaban también gran participación la dispepsia y el asma. La dispepsia era, seguramente, un poco teórica, mas, no por eso, menos tenaz. Ya lo tenía ceñido a los regímenes estrictos y al temor de las más inocentes transgresiones. En cuanto al asma, acaso como resultado del mismo estado nervioso que le quebrantara el estómago, se había tornado en implacable compañera de sus noches. Bien o mal, durante el viaje fluvial y mientras anduvieron cerca de Posadas, había podido solucionar sus problemas dietéticos: siempre hallaba algún trozo de pollo, o tal cual legumbre compatible con sus disciplinas alimenticias. Pero muy pronto las perspectivas se le fueron poniendo espeluznantes. Todo el regalo que podían ofrecerle eran unos caldos espesos, hechos con carnazas duras o algún producto de caza; mandiocas y chancacas (rapaduras pésimas de miel silvestre). A Ramón Lugones, hermano de Leopoldo, hombre de recursos y muy avezado a las cosas de campo se le ocurrió un día, estando faltos de carne, cazar loros en los montes, para obtener sopas más sustanciosas. Quiroga se negó a engullir semejantes menjunjes. Anduvo ayuno un par de días; mas como, al cabo de ellos, el hambre se impusiera al terror dispéptico y a la repugnancia, se arrimó a la olla, que, como afirma Martín Fierro, "hasta la hacienda baguala cae al jagüel con la seca". Comió a reventar, sin que lo turbasen las indirectas burlonas de sus camaradas y como quien escoge, con la filosofía de Sancho, a morir famélico morir hartado. Pero, con gran asombro suyo, el cataclismo no se produjo. Al contrario: pronto empezó a sentir en las venas el dulce calor de las excelentes digestiones, y su entrecejosa mueca de penitente fue diluyéndose hasta parar en la sonrisa del sibarita. Desde entonces no hizo asco a nada. Su estómago adquirió un valor intrépido, abordando los guisados más exóticos y amenazantes, con la displicencia de un fakir deglutidor de espadas. Algo semejante aconteció con su famosa asma. En Posadas Quiroga había dividido en dos partes su provisión de cigarrillos. La mayor, bien acondicionada, la envió por vía fluvial, junto con otros bártulos, a Concepción, puerto señalado en el itinerario de la caravana como término de su primer etapa. La otra la llevó consigo, sirviéndole un estuche de anteojos como tabaquera. Fatalmente cuando todos, incluso él, estaban dormidos, venía a estropearle el sueño el acceso, que Quiroga trataba de amenguar apelando a su cigarrería terapéutica. Pero he aquí que una tarde, andando por descampado, sorprendió a los viajeros una tormenta tan recia y repentina que sólo les dio tiempo a agruparse para prestarse apoyo recíproco. Hubieron de aguantar así una lluvia torrencial. A la noche llegó el asma con ceño más arisco por la mojadura. Quiroga en seguida recurrió a su petaquera, pero, angustiado, notó que, a pesar de elevar al cubo la violencia de sus chupadas, el tabaco y la datura se negaban a la combustión con terquedad de renegados. No hubo otro remedio que entregarse a la resignación, no sin antes descargar el enfado sobre el estuche inútil, al que arrojó blasfemando lejos de sí. Ramón Lugones lo halló al levantarse en un rincón de la carpa y se lo guardó en un bolsillo. Quiroga anduvo todo el día desesperado en busca de su anteojera sin encontrarla y sin que nadie le diera noticias de ella. -"¿Qué voy a hacer ahora con mis accesos?", iba clamando por todos lados, como quien ha perdido un talismán. Ramón Lugones le respondía con sorna: "¿qué va hacer?, pues nada amigo. Usted tiene la culpa: ¿por qué se olvidó de sus cigarrillos? " Vio llegar la noche con terror. Al fin se acostó, y esperando la ingrata hora de sus silbidos y constricciones, se quedó dormido. Cuando despertó, ya el sol doraba los ramajes y el mate circulaba alrededor de los fogones. Los pájaros armaban una vocinglería infernal, a la que él se incorporó tarareando un romancillo. Había pasado la noche durmiendo de un tirón; el pecho le funcionaba como una máquina perfecta. Y a diestra y siniestra iba publicando el milagro. -"¿ No le decía yo?, comentó Ramón Lugones, alargándole un mate. Las enfermedades tienen su amor propio, como los gauchos valientes: no les gusta meterse con inermes." -"Puede ser no más", respondió Quiroga, dando un buen chupón a la bombilla, y dispuesto ese día a aceptar benévolamente cualquier extravagancia. Lo cierto fue que el asma no volvió a visitarlo más. Semanas después llegaron a Concepción. Sentados sobre el muelle, mientras Quiroga se entregaba a la lectura de los diarios con la avidez de quien ha andado largo tiempo errante por los desiertos, Ramón Lugones, frente a él, se ocupaba en vaciar una de las bolsas postales de la expedición. De pronto extrajo de ella el paquete de cigarrillos, tan esmeradamente acondicionado por Horacio en Posadas. -"¿Qué hacemos con esto?, le preguntó. Y adelantándole su opinión, concluyó: yo creo que lo mejor será arrojarlos al río; no vaya a ser que, viéndolo de nuevo armado, vuelva la fiera al ataque." Quiroga dejando caer, el diario y mirando el envoltorio con el desprecio olímpico que siente el pordiosero enriquecido por sus antiguos harapos, le respondió sin titubear: "tírelo". Y así como la dispepsia huyó ante la buena hambre, corrida por los guisos de loro y las chancacas, el arsenal antiasmático, tornado inútil por la vida en la libertad de la naturaleza, fue a parar al fondo del Paraná. Los atavíos del equipo de Quiroga, ya señalados someramente, fueron quedando poco a poco por el camino. Primero las botas hiperbólicas, buenas para representar el ogro de Pulgarcito, pero no para aquellos bregares. Las sustituyó por las de estilo militar, usadas por el resto de los expedicionarios. Luego le tocó el turno a los pantalones demasiado estrechos y que, maturrango como era, se le iban subiendo al galopar del caballo, dejando en exhibición unas pantorrillas ridículamente delgadas y peludas. Cansado al fin de las risas socarronas que este espectáculo producía y del trajín a que lo obligaba el tener que andar bajando continuamente aquel terco arrezagar de sus bragas, se decidió, aunque a regañadientes, por las bombachas. Después hubo de trocar los sombreros de brín, que el viento le arrancaba continuamente de la cabeza, así como las espinas y ramajes cuando andaba entre la selva, por un jockey al que sus propias manos, con hilos de arpillera, armaron de barbijo. Todo este cambio de indumentaria vino lentamente y forzado, porque así no más no daba su brazo a torcer, ni prestaba oído a los consejos, prefiriendo, con orgullo pueril, antes soportar las consecuencias del error que confesarse equivocado. Prueba al canto: cuando ya había adoptado las botas patrias, después de un día de lluvia y una vez acampados, las colocó bien arrimadas al fuego para que secaran. Ramón Lugones le insinuó que las retirase un poco, porque estaban corriendo el riesgo de que se le contrajeran con el calor hasta quedar inutilizadas. Quiroga, en uno de sus rasgos típicos, aun comprendiendo lo razonable de la advertencia, como a él no se le había ocurrido y no la aceptara de otros, se limitó a encogerse de hombros. El resultado fue que una de las botas, la que estaba más cerca de las llamas, se contrajo tanto, sobre todo en la juntura del caño y la pala, que no hubo modo de hacer pasar el pie por aquel anillo. Menos mal que con el vascón de esa índole, convivía un industrioso capaz de reparar sus terquedades. Y éste pronto halló el remedio. Provisto de un cortaplumas, dio un gran tajo a la bota, en el sitio de su estrechez, y lo fue agrandando hasta que pudo calzarla con holgura. Luego, como por la herida asaz ancha se le escapara a la bota gran parte de su resistencia estática, le devolvió la estabilidad cerrando la brecha, con tientos pasados a través de unos ojetillos que alineara en sus bordes. Del antiguo ajuar sólo le quedaban las camisas, pero ¡en qué estado!... Tenía costumbre de convertirlas en depósito de cigarrillos, trozos de naco, chancacas, cortaplumas, y otros enseres de lo más heterogéneo. Tal bagaje, es claro, iba con su peso haciéndolas zafar de las pretinas y convirtiéndolas en bolsas que le caían por encima de la cintura, a modo de sobrevientre, cuando caminaba, o se inflaban como globos, cuando exigía el galope a su rocín. Pero esto no era todo sino que con el calor intenso y el traqueteo del caballo, las chancacas concluían por derretirse y sus melazas, mezcladas al naco, se difundían por la tela en manchas siruposas e indelebles, dibujando mapas de todos los gustos y colores. Con aquel par de botas desparejas, los pantalones a medio muslo, las peludas pantorrillas al aire, la camisa convertida en una especie de bocoy aeronáutico jaspeado de almíbares confusos, el jockey con el barbijo de cuerda, la barba y el pelo enmarañados, no puede haber vacilación en aceptar la referencia que señala a Quiroga como el más pintoresco de los turistas que han visitado la tierra misionera. También puede deducirse, por todo lo que hemos descrito, que como compañero de expedición, resultó bastante incómodo. Las jaranas que provocaban sus rarezas y zangoloteos, no eran poderosas a compensar las molestias de todo orden originadas por sus enfermedades, sus caprichos, sus extravíos y sus protestas. Hubiera, sin duda, acabado con la paciencia de otro jefe que no le profesase el afecto de Lugones. Bien es cierto que cuando las cosas se ponían serias, como cuando estallaba una de esas súbitas e imponentes tempestades, características de la región, Quiroga se manifestaba tan dispuesto como el mejor a cooperar en la defensa colectiva. Así como también que su indocilidad y desapego daban lugar a un ardor extraordinario, cuando se trataba de abrirse paso entre la selva. Entonces su hacha y su machete servían de ejemplo, dando pruebas, como siempre que algo le gustaba de veras, de una laboriosidad y una resistencia que, francamente, su magra figura estaba muy lejos de prometer. Años más tarde cuando Lugones, con el brillante colorido de su verba, refería los episodios de la expedición y pintaba a sus integrantes, Quiroga no podía dejar de verse reflejado tal como había sido, concluyendo por reírse de sí mismo y confesar que, en verdad, no se explicaba cómo, hartos de sus impertinencias, no le dejaron abandonado a la vera de alguna ciénaga. Y, sin embargo, todo lo que, si atendemos sólo a los signos exteriores, este díscolo expedicionario puede parecernos en conflicto constante con el ambiente y con el género de vida, mirado por dentro es al revés. Es una de sus paradojas. Nunca ha respirado en una atmósfera más suya, ni jamás las cosas que lo rodean se le han mostrado tan sugestionantes. En ninguno del grupo aquella naturaleza baja a mayor hondura: lo que en los otros es un asombro pasajero que sólo dilata las pupilas y desata la admiración verbal, en él es un pasmo mudo, pero que toca lo raigal, despertando los ancestros allí dormidos. Era el reverso de su impresión parisina. Así como la ciudad cumbre de la civilización había pasado delante de sus ojos como un paisaje amorfo, este cuadro salvaje con sus roquedas, sus bosques, sus lujurias, sus misterios y, sobre todo, con sus hombres y ex hombres, leñadores, mensús, yerbateros y vagabundos allí anclados, por fin, con los restos de sus almas, tenía para él un resplandor profundamente original y emocionante. La existencia que en las metrópolis se perdía en laberintos de afectación y esterilidad, aquí recuperaba el tono vigoroso de la sencillez y del libre albedrío. ¡Cuántas sugerencias y posibilidades, no precisamente literarias sino relativas al vivir auténtico, prometían aquellas comarcas vírgenes a quien supiese amar sus hipnotismos singulares y penetrar su bárbara grandeza! Escobas hechas con los ramajes de aquellas frondas salvajes le irían barriendo insensiblemente amaneramientos y prejuicios para dar lugar a que surgiese el hombre recio y enamorado de las plenitudes naturales. Y así fue cómo este viaje por las Misiones, emprendido por simple amor a la aventura, vendría a señalar, en la historia de Quiroga, el punto trascendental en que un hombre se encuentra con su alma...
Concluida su misión, los expedicionarios regresaron a sus lares. En lo que respecta a Quiroga, la selva lo había devuelto a la ciudad bastante distinto. Traslucíase en seguida que su interés por los cuidados del tocador había sufrido una seria merma. Sus barbas, más hirsutas y pobladas, dejaron de recortarse en triángulo -sello macho, equivalente a la cresta del gallo, con que gustaban afirmar su dominio y jerarquía los antiguos coroneles- para adoptar la cuadratura agreste, preferida por los profetas hebreos. En la diplomacia social, su conversación difícilmente abandonaba la sequedad monosilábica y el retraimiento del chúcaro. Empezó así a diseñar una silueta que el tiempo iría acentuando cada vez más: siempre, desde entonces, daría la impresión, en el ámbito urbano, de un leñador montés que anda de paso. Su fugitiva convivencia con la naturaleza virgen, le había encendido un amor nuevo, avasallante, por la vida libre de los campos y los bosques, y, al mismo tiempo, seguramente como consecuencia de un cambio fundamental en la manera de ver las cosas y en las aspiraciones, le provocó una desilusión profunda respecto a su capacidad literaria. La obra que llevaba realizada, le pareció mezquina, y en cuanto a la que debía realizar -porque ahora no tenía la menor duda sobre el verdadero ideal a seguir- la consideraba una empresa enteramente superior a sus medios. Es curioso que los mismos elementos sobre los cuales se levantaría más tarde su prestigio de escritor, tuviesen, en el primer momento, un efecto deprimente, hasta el punto de producirle la sensación de una impotencia intelectual ilevantable. La ciudad, por otra parte, volvió a resucitarle su malhadada dispepsia, sumergiéndolo, más aun, en el desánimo. El caso fue que, a poco de encontrarse en Buenos Aires, rodando por estos declives, llegó un día -todos los grandes espíritus tienen ese día- en que, el mismo confiesa, tuvo la convicción absoluta de que "si para algo había nacido, no era precisamente para hacer literatura" y, renunciando a la lucha, tiró la pluma como arma de gladiador vencido. Naturalmente, tal decisión -en la que no intervenía el desengaño del objeto perseguido, sino la imposibilidad de su alcance con las propias fuerzas- no pudo ser tomada sin una profunda melancolía. Nunca se abandona sin tristeza un ideal o un amor sinceramente sentidos. Pero ahí estaba la voluntad, con su acero, para dominar el sentimiento y suplantar los objetivos. Ahí estaba también, en el fondo de su ser, ese "demonio de los negocios" - como él lo llamaba -heredado de su padre, demonio optimista y temerario, presto a saltar para convertirse en el motivo directriz de sus ambiciones, en cuanto alguien lo tocara. Y ese "alguien" llegó justo a su hora. Fue don Emilio Urtisberea. Quiroga lo conocía por ser también oriundo del Salto, en donde, a más de ejercer prestigiosamente la profesión de farmacéutico, se había destacado por su acción cultural, formando parte de la brillante pléyade ateneísta. Espíritu inquieto y visionario, Dn. Emilio pronto se sintió arrebatado por el deseo de las grandes empresas, y un día, abandonando el goce pacífico de una posición sólida y las dulces monotonías del existir aldeano, se lanzó al Chaco que se le presentaba como un campo de explotación ignorado y magnífico. Las vastas llanuras sub-tropicales que constituyen el Chaco Austral, estaban casi abandonadas al dominio de la naturaleza. Animales, bosques y pastos se multiplicaban bajo el estímulo de un clima ardiente y pluvioso. Se explotaba sólo su riqueza forestal, abundante en quebrachos colorados y otras maderas estimadísimas por constructores e industriales. En sus 136.665 kilómetros cuadrados, apenas si había algo más de un habitante por kilómetro, población, en su mayoría, integrada por restos supervivientes de las razas aborígenes. Se trataba de indios mansos y ociosos, por lo mismo que ni el frío ni el hambre, dada la temperatura y la prodigalidad del medio, los hostigaban mucho. Cuando se les utilizaba en faenas agrícolas o forestales, lo hacían en la forma menos apurada y ladrona posible. Porque el contacto con la civilización sólo los había instruido en las artes del engaño y en el vicio del alcohol adulterado, que les expendían las pulperías de Resistencia, capital y casi único sitio poblado del enorme territorio. Urtisberea, hombre indudablemente de grandes atisbos, aunque mucho más teórico que práctico, fue uno de los primeros pionners del cultivo del algodonero en aquellas feraces comarcas. Entrevió las grandes posibilidades de su rendimiento y las vastas perspectivas de su explotación. Poco menos que gratuita la tierra, baratísima la mano de obra y disponiéndose de una arteria fluvial como el Paraná para el transporte, el negocio se presentaba tan promisorio por cualquier lado que se le mirase, que se entusiasmó con él, contagiando su optimismo a muchos, y, entre ellos, a Quiroga. Encontró, sin duda, a éste, en excelente estado de sazón para recibir tales proyectos. La empresa tenía desde luego ciertos visos de novedad muy a propósito para estimular su innato amor por lo azaroso. Además le prometía la reanudación de un género de existencia al que, después de su peregrinación por las Misiones, había cobrado extraordinario afecto. Y, por último, le ofrecía la reconquista segura y rápida de su fortuna casi agotada ya. El mismo ha detallado en uno de sus cuentos la forja de sus cálculos. Son de una simpleza que recuerda al héroe de "Castillos en el aire". “Una hectárea - conjeturaba - admite quince mil algodoneros, que producen en un buen año, tres mil kilos de algodón. El kilo de capullos se vende a diez y ocho centavos, lo que da cuarenta pesos por hectárea. Como, por razón de gastos, treinta hectáreas pedían el primer año seis mil ochocientos pesos, me hallaría yo, al final de la primer cosecha, con diez mil pesos de ganancias. El segundo año plantaría cien hectáreas, y el tercero doscientas. No pasaría de este número. Pero ellas me darían cien mil pesos anuales". "Les aseguro -añade, que este es un ideal de los más serios". Con tales bases matemáticas, denunciadoras de un lirismo mayor que el gastado en "Los arrecifes de coral", Quiroga se armó de cuantos pesos pudo obtener, liquidando los restos de la herencia paterna, y volvió a subir el Paraná, esta vez en guisa de colono. Su aventura algodonera quedaría marcada con rasgos originales, no sólo por abordarla con excesiva fantasía, sino también por sus genialidades. Los planes comenzaron a fallarle desde el principio: en vez de treinta hectáreas sólo pudo sembrar diez, que al fin se redujeron a siete. En tal disminución de guarismos intervinieron varios motivos, algunos externos; pero la mayor parte absolutamente personales. De 30 hubo de bajar a diez porque, al llegar a Resistencia, una buena parte del caudal recogido ya se le había ido de las manos sin saber cómo. De 10 a 7, porque la sequía y algunos otros factores negativos, que el optimismo no le dejó prever, sobre todo los derivados de su propia modalidad, le destruyeron casi la tercera parte de sus cultivos. El campo que había comprado estaba ubicado a siete leguas al suroeste de Resistencia a orillas del Saladito, en una soledad tal que dos leguas lo separaban del vecino más cercano. Por toda guarida no tenía más que un pequeño galpón. Llegó allí "amarillo como un membrillo" -según su propia imagen- y con una magrura impresionante que solía avanzar hasta a razón de tres kilos en dos días. La tolerancia de su estómago había quedado reducida a una sopa ligera, dos papas cocidas y un racimo de uvas. En este estado, y en pleno invierno y solo, se largó al Chaco a emprender una vida de constante rigor. Las consecuencias de su arrojo el mismo las ha narrado: "me levantaba tan temprano -dice en una carta- que, después de dormir en un galpón, hacerme el café, caminar media legua hasta mi futura plantación, donde comenzaba a levantar mi rancho, al llegar allá recién empezaba a aclarar. Comía allí mismo arroz con charque (nunca otra cosa) que ponía a hervir al llegar y retiraba a mediodía del fuego. El fondo de la olla tenía un dedo de pegote quemado. De noche, otra vez en el galpón, el mismo matete. Resultado: en dos meses no sentía nada y había aumentado ocho kilos. Las gentes neurasténicas de las trincheras saben de esto más que yo todavía". Lo malo fue que este labrador sobrio y laborioso tenía necesidades estéticas y artesanas que, a menudo, lo hacían abandonar al cuidado del buen Dios sus sembrados, para dedicarse a menesteres extraños a las actividades esenciales. Así, por simple capricho de paisajista, deseó tener un palmar, y perdió largas semanas en trasplantar cien palmeras que ubicó alrededor de su vivienda. Esta misma le robó un buen caudal de tiempo. La construyó por sus propias manos, siguiendo un modelo arquitectural peregrino, mitad rancho, mitad semáforo, cuya originalidad se destacaba entre las chozas de los otros colonos. Además, el transporte de los productos lo preocupó seriamente y, después de pensarlo mucho y trabajarlo más, llegó a fabricar un carro admirable, al que, salvo su inaptitud para rodar, no podía observársele ningún defecto. Con todo, y magüer la enorme distancia entre lo soñado y lo obtenido, el resultado no lo descontentaba. Hasta se sentía afortunado y con abundantes razones para estar orgulloso de sí. ¡Caray!: haber edificado un rancho semáforo, poseer un bello, aunque inútil, carro, y siete hectáreas de algodoneros, todo como fruto del propio trabajo, significaba bastante para que, al caer la tarde, un honesto hombre pudiese sentarse satisfecho en el umbral de su casa, a echar bocanadas de humo y dejar correr alegremente la imaginación. Si tuviese una compañera a su lado o, al menos, un grupo de mosqueteros o de consistoriales, el cuadro de aquella dicha eglógica sería tan perfecto como el de una arcadia.
Hasta volvía a tener deseos de recoger el cálamo, arrojado a un rincón por inservible, y, aun más, de requerir a las musas, a quienes mantenía en sosiego desde la mocedad. Y es lo cierto que éstas, perdonando sus desaires solían acogerlo con benevolencias excesivas. Fruto de estos raptos son algunas cartas líricas de cinco y seis carillas escritas en pareados, que remitía a los amigos. De una de ellas, enviada a Brignole, radicado entonces en París, donde perfeccionaba sus estudios médicos, entresacamos algunos versos que exteriorizan su estado de ánimo en aquella época. |
... Debajo de la blusa se escapa mi resorte Y brotan mis dos alas, por más que me las corte. ... Maldito quien dispuso la vida de este modo, Hundiendo mis pies finos en el espeso lodo Que dejan los arados cuando ha llovido en grande. ... Y cómo me he engañado y cómo pago, a veces, La estúpida creencia de ser hombre de plata. No sirvo para nada (1): mi vida se dilata Como un metal al rojo, mas sin cambiar de peso. Ahora con más años, más calmas y más seso No valgo más que antes. ... ¿Será verdad que todo lo que hay en mi cabeza Es duda, desaliento, dichas retrospectivas? Estas mis confidencias, tan nobles y efusivas, Dicen que yo estoy muerto para la gloria de antes. Ah!, mis pasados años, nuestro tesón de Atlantes, La fe que nos teníamos, la luz de las miradas, Esa franqueza recia de no dudar de nada, Perdida: lloro, amigo, la dicha que perdimos. ... La infamia es convertirse en cuerdo siendo loco, Meter todo el pasado dentro del mismo foco, Cajón de almacenero o agricultor mentido. Pero yo estoy perdido, y doy diente con diente Al verme tan cobarde, tan lírico y tan triste, Todos los viejos males de cuando tú viviste Conmigo algunos años, me abordan estos meses. ... Pero no es nada. Gloria, gloria es lo que deseo, Aun más que gloria, quiero talento que no veo. ... Cuando algún libro leo, libre de vil recato, Siento que la agonía me baja todo el pelo. Yo quiero ser el mismo de nuestro viejo anhelo, Tender sobre mi nombre la pose de gran hombre; Quiero tener talento, aun genio, y que se asombre Mi amigo, cuando lea un nuevo libro mío. ... diré cosas Tan bellas que crepiten las tumbas y las lozas, Diciendo: quién tal dice luché, pero ha triunfado. ... Fuiste como el gusano de seda que con ansia Se teje la mortaja con su propia sustancia. ... Siempre te he respetado como un doncel bravío Capaz de marchar junto conmigo, que te escribo. Cuando yo sea grande, y tu estarás aún vivo, Y vengas a decirme que tengo gran talento, Y miren con respeto mi pelo ceniciento, Y sin notar siquiera que tú estás a mi lado Yo te daré un abrazo y me pondré al costado Tuyo, diciendo: este otro pudo haber sido heroico. ... De noche. Son las ocho. Tengo melancolías De amor, como quien llora por los más dulces días. La rabia me persigue como un recuerdo eterno. Tengo la boca dulce y el corazón tan tierno... (1) Subrayado en el original. |
Como se ve, las rémiges mutiladas por propia mano, volvían a crecer como retoños impenitentes. El ideal literario empujaba con fuerza incontenible desde adentro, y la ventura interior, denunciada por sus líricos arranques, no era otra cosa, con seguridad, sino alborozo de proscrito al contemplar las torres de su pueblo, donde no pensaba volver jamás, o, mejor aun, las del alma que torna, después de un penoso y largo extravío, a descubrir su línea vocacional.
Sin embargo, la placidez de estos renacimientos y harmonizaciones, no le iba a durar mucho. Se aproximaba la época de la recolección y los asuntos mercantiles, a favor de su inexperiencia y su excesiva buena fe, se le complicarían enormemente. Tuvo que contratar peonadas indias para realizar esta faena, porque las blancas imponían salarios muy elevados. Gente humilde y callada. Quiroga no pudo ver al principio cuanto, bajo esa solapa, ocultaba de comedianta y socarrona. En cambio, los indios pronto le descubrieron el lado flaco y empezaron a especular con su sentimentalidad generosa. Quien se le arrimaba llorando por tener la mujer enferma, quien le venía con el cuento de una familia errante porque el temporal le destrozara la choza, quien le hablaba de sus cachorros hambrientos, y todo este patetismo desembocaba indefectiblemente, en el ruego mendicante de un adelanto de jornales, que Quiroga no podía dejar de conceder. Lo peor era que, no obstante llegar luego a ilustrarse sobre el destino infalible de los anticipos -todos iban incontinenti a parar al cajón de los boliches- no podía adoptar otra actitud. Apelaba a su penetración psicológica, pero como la sinceridad era en él una virtud inmanente, tenía una propensión natural a suponer la existente en los otros, y siempre, después de estos análisis, concluía por abrir la escarcela diciéndose: no, esta vez parece verdad, o concluyendo que, en todo caso, más valía perder unos pesos que el reposo de su conciencia, ante la posibilidad de que el cuento fuese cierto. Los daba, eso sí, no con mansedumbre sino apostrofándolos: “yo sé que sos un sinvergüenza, oílo bien, un sin-ver-güen-za, que te vas a emborrachar con esto, pero tomálo". Estaban los indios, naturalmente, a mil leguas de compulsar los motivos de un contraste tan ilógico entre la premisa y el corolario, pero, descubierto el filón, lo siguieron explotando con admirable maestría. No era esto solo. Los aborígenes representaban la raza más cachacienta de la tierra. Solían acudir al trabajo recién a las nueve de la mañana, ya con un sol que fundía materialmente la tierra, y al preguntarles por qué iniciaban tan tarde la faena, daban respuestas desconcertantes como estas: "por temor al rocío en los pies". Reducían la labor a cuatro horas y no recolectaban jamás arriba de siete kilos, siendo, más o menos, veinte los que, en igual término, recoge un obrero apto. Exasperado por semejante lentitud, Quiroga decidió cambiar el sistema de pago y de trabajo, contratando a la pandilla por día y no por hora. Los indios aceptaron de buen grado y trabajaron las diez horas estipuladas, pero fue para peor porque los jornales aumentaron a más del doble, pero el índice de rendimiento quedó siempre inferior a siete kilos por peón. No contentos con esto, los indios un buen día exigieron un aumento de dos centavos por kilo de capullos cosechados. Era como para sacar de las casillas a un prior benedictino. Quiroga volvió a desbocarse: "en vez de una suba de salario se habían hecho acreedores a que los apalease como a ratas y lamentaba no tener un buen palo en la mano para darles enseguida su merecido. Constituían nada más que una cáfila de bandidos"... Los aborígenes oían la retahíla de denuestos como si fuesen cangilones rodando en la noria. Se enteraban de sus propósitos punitivos con una beata indiferencia de zaragüetas, seguros de que, al final, no tendría otro remedio que aceptar sus condiciones, porque la recolección estaba atrasadísima y la época de las lluvias, fatal para los capullos, estaba ya frontera. Y así fue no mas... En mayor grado que la bellaquería lo exasperaba la impasibilidad de aquella gente. Hasta que otros colonos, mucho más avisados que él, le hicieron ver lo fácil que era vengarse de ellos. Se trataba, en realidad, de unos babiecas que vivían en el limbo de una ignorancia supina, desconociendo tanto el valor del dinero como el de la balanza. Debía de aceptarse siempre, sin objeción, los precios puestos por ellos a las mercaderías que comerciaban de hábito -cueros de cierro, arcos, flechas, cachorros de aguará - pero, sí pedían veinte pesos, se les ponían dos en la mano, diciéndoles: "aquí están", y quedaban contentísimos. La misma táctica podía usarse en el peso. Si traían en la bolsa seis kilos de capullos, se les enseñaba el índice de la báscula, afirmándoles: "son tres kilos y medio. ¿estamos?. El indio asentía invariablemente. Quiroga encontró aquello muy razonable: era defenderse con las propias armas, combatiendo al fullero con la truhanería y, en su santo furor contra los indios, puso en práctica de inmediato el procedimiento. Pero no contaba con la huéspeda... El caso fue que si antes vivía furioso contra aquella recua de, holgazanes aprovechados, ahora vivía en constante enfado contra sí mismo. Por más vehemencia que pusiese en justificar la legitimidad de sus represalias, no podía dejar de verse como un vulgar estafador. No bien en su fuero interno, intentaba una defensa, la conciencia le replicaba, quemante como un cáustico. -Al fin y al cabo son unos canallas... -Más canalla eres tú. -En el fondo los beneficio,.., se emborracharán menos... -Mientes, no lo haces por eso, ladrón. La verdad es que nunca se había creído dueño de una conciencia tan escrupulosa, ni pudo imaginarse que la desestimación de sí mismo llegase a ser tan implacable. Aquel ensayo de trapacería iba resultándole funesto. Todas las fuerzas morales de una idiosincrasia que miraba al engaño como la mayor de sus aversiones, se complotaban para destruirle la paz interior. Hasta que lo obligaron a devolver, centavo por centavo, miligramo por miligramo, cuanto había obtenido ilícitamente. Cinco kilos empezaron a pesar siete en su balanza, un peso a valer diez centavos más y recién cuando, según sus cálculos, había saldado totalmente sus cuentas con la honradez, logró devolverse el afecto y sentirse jubiloso como quien, purificado por la penitencia, puede acercarse a las mesas eucarísticas. Lo que sí es que tales integridades, sumadas a sus preocupaciones panorámicas e industriosas, le representaban un lastre excesivamente pesado para triunfar en empresas de esa índole. Previendo la inminente hecatombe, los acreedores, linaje peor que el aborigen, comenzaban a acosarlo sin tregua. Su última esperanza fue barrida por las lluvias, que se adelantaron exactamente para inutilizarle la mitad de los capullos y precipitarlo en una ruina ilevantable. Pero el fracaso no puede quitarle la aureola de haber sido uno de los iniciadores de la plantación de algodoneros en la Argentina, que hoy constituye una de sus importantes fuentes de riqueza. El negocio estaba planteado, aparte el lirismo de los cálculos, con notable visión dcl porvenir, y habla muy alto de sus capacidades intuitivas y su espíritu audaz. Lástima es que tales facultades no hubiesen estado acompañadas por el cuidado de los detalles, por la concentración de la energía, por un estudio más severo de las posibilidades y, en fin, por un sentido ético menos terminante. A haber tenido estas cualidades en un grado un poco mayor, el hijo hubiese sido un empresista digno del padre. El caso fue que, al año de haberse metido en esas lides, sólo le quedaba a Quiroga el recurso heroico de las almonedas, alcanzando apenas sus hectáreas chaqueñas, su palmar, su rancho semáforo, su carro exótico y sus algodoneros, para satisfacer, hasta por allí no más sus deudas y regresar a Buenos Aires con una mano atrás y otra adelante. Pero no todo debía de ser pérdida, a Dios gracias. Cuanto el derrumbe le sustrajo al agricultor, el escritor se lo sustraería al derrumbe, tomándolo como precioso venero de argumentos originales para sus cuentos. En sus narraciones no aparece guardándole ningún rencor. Así, como cuando aborda motivos de su historia sentimental, la huella dolorosa se patentiza en el tono grave y emocionante del relato, cuando toca el tema de su plantío algodonero lo hace como si poco lo hubiera afectado, con ánimo zumbón y humorístico, trae a la memoria a aquel personaje de Beaumarchais que al preguntársele: ¿quién te ha dado una filosofía tan alegre?, le contestaba: el hábito de la desgracia.
La aventura le había costado 6000 pesos. Pero los dio por bien empleados "porque con ellos, manifestaba, aparte del estómago -víscera cuya importancia solo los dispépticos han llegado a comprender bien- recuperó también el buen humor". |
Hora América - "Quiroga íntimo", la cara desconocida del maestro del cuento latinoamericano - 18/08/10Radio Exterior de RTVE - Audio |
Vidas contadas - Horacio Quiroga - 18/12/13Radio 5 Radio nacional de España - Audio |
José Maria Delgado - Alberto J. Brignole
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Tomo VIII - Octubre a diciembre de 1939
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