Era hermosa la tarde de otoño. Un cielo límpido y un sol desbordante de luz, mitigaban el frescor de la época.
Aquel sillón de mimbre, en el balcón saliente de la parte superior de la cabaña, me susurró la invitación inevitable de recostarme entre sus cojines.
Frente, muy cerca, el mar.
Casi al instante todo el derredor se esfumaba. Solo sentía y veía el océano. Quizás, con escasa diferencia, primero lo sentí rodeándome majestuoso, y luego, casi al instante, lo vi.
Ocupaba un hemiciclo de ensenada, infinito hacia el fondo y copioso hacia las orillas de sus dos costados.
Unas olas serenas y danzantes, desplazaban blancos algodones en sus bordes, y al balancearse, rodando sobre las arenas, y las menudas rocas que lo contenían, enmusicaban el aire. En vano busque ansioso al director de la sinfonía, que a no dudarlo estaba balanceando sus brazos en lo alto, para la concordada sonoridad de cada nota, pero no lo encontré, y cesé en el empeño cuando comprendí que se solazaba con su invisibilidad.
Lo que siguió no podrá comprenderse. Imantado por tanta hermosura, no se como ni de que manera, me encontré en el medio de las aguas, que me recibieron agradadas, y en derredor de mi cuerpo ahuecaron espacios de tibieza y abrigo para protegerme.
Me deje estar, y me acunaron llevándome y trayéndome en su eterno viaje de llegada y regreso a las orillas. Después impulsado por una fuerza que todo lo envolvía me hundí hacia el fondo del océano, hasta llegar sus profundos arrecifes y corales.
Un sentido numinoso y sagrado me sobrecogió. Vi entonces con increíble claridad las gotas que formaban cada hilo de agua, y las partículas de luz con las que se construía cada gota.
Y en cada partícula estaban todos los colores que cambiaban incesantemente cuando uno se superponía a otro, y en cada una había un arcoiris, que constantemente retornaba a la mas pura expresión del blanco.
Después, en un instante, me tomo un torbellino que en precipitada espiral me arrastró a un lugar remoto y primitivo de arcanos ignotos.
Desaparecía el tiempo lineal y el espacio, que, al momento entendí, como que eran dimensiones arbitrarias de mi mente. Penetre en un inescrutable laberinto. Tome conciencia de que mi razón era un instrumento inadecuado, para comprender lo que experimentaba.
Llegue a percibir la forma material de la nada y del espacio indetectable.
Hubo entonces una descomunal explosión de una materia densamente condensada, y el agua se transformó en fuego, y hervía entre vapores ardientes y sulfurosos, rodeando mi cuerpo, que se mantenía en la suave tibieza con la que me había recibido el mar.
Pudieron mis ojos, no se sabe por arte de que quien, mirar hacia fuera, y no había nada mas que abismos, pero yo estaba en paz, porque sin verlo sentía que un espíritu aleteaba sobre la superficie de las aguas.
Sentados juntos, sin formas ni figura, dos seres conversaban aunque yo no escuchaba palabra alguna, o lo que oía era indescifrable para el lenguaje humano.
Supe al instante que los dos desbordaban sabiduría. A lo alto, y a los lados y a lo profundo aparecieron dos relojes, de medidas inimaginables, del que el movimiento de las agujas marcaba en lugar de minutos, millones de años.
Uno de los dos seres me acerco una enorme lente, y a través de ella me mostró una unidad mínima de materia, que al inicio formó una sola célula, y después compuestos con muchas de ellas, que en un torbellino incesante de evolución, lograron la capacidad de reproducirse, y pasado un movimiento del minutero, se dividieron en dos, y al correr de las agujas del reloj, se multiplicaban constantemente, unas quedando en la profundidad del mar y otras emergiendo hacia la luz.
Miré al lugar donde estaba el otro. Apaciblemente dibujaba un enorme borde, algo como un firmamento, y al momento volví a ver fuera del mar, y en lugar de los abismos, había un cielo.
Para mi era incesante lo que cada uno de los seres me hacían ver, pero lo que yo medía en instantes, los relojes lo marcaban en siglos.
Era fácil comprender que ambos creaban por caminos distintos. Uno, soñaba formas y al soñarlas, con manos de artista las creaba. Implantó dos lámparas enormes, una para iluminar una parte del tiempo al que llamó día, y la otra, para la otra parte, a la que llamó noche, y como esta era de menos fulgor, le agregó otras innumerables y muy distantes, que para mi eran como estrellas.
También nacieron pastos, hierbas y árboles, y estos daban frutos, que dentro tenían semillas para que se reprodujeran por siempre.
El otro solo cuidaba que su obra se desarrollara por si misma, y alentaba una constante evolución de la que brotaban formas cada vez mas complejas de vida, en una cadena interminable de fusiones y transformaciones de la materia, que en forma que no comprendía, condujeron al surgimiento de organismos que se agruparon en especies.
Todas estaban destinadas a una fatal extinción, pero en los últimos de cada una, antes de desaparecer, se producía un enorme cambio, dando origen a especies nuevas, de modo que nunca se detenía la cadena de la vida, y todas tenían algún antecesor común en algún momento del pasado.
Entonces algo me llevo a voltear mi vista, y se me dio presenciar que el otro sabio,- no tuve otras maneras de llamarlo - formaba dos figuras humanas un hombre y una hembra, y sobre ellos soplaba, en el mismo momento en que el otro, contemplaba la transformación del conjunto de las hebras nerviosas de la espalda de un primate, que se erguía sobre sus pies, y al mismo tiempo, en aquellos y en estos, surgieron como chispas de conciencia y entonces ese universo, hasta entonces ciego y sordo en su devenir, se comenzó a pensar y a conocerse a si mismo.
Al instante caí en la cuenta, de que observaba el momento mas trascendental de la creación.
Entonces los dos dioses y los dos relojes se confundieron en uno, y luego desaparecieron.
Y yo también desaparecí.
Cuando el sol buscaba el poniente para ocultarse, y el frescor de la brisa del atardecer me acariciaba el rostro, allí, entre los mullidos cojines del cómodo sillón de mimbre, lentamente comencé a despertar. |