Sobre “Brooklin Follies” de Paul Auster, Anagrama, Bs. As. (309 Pág)

Memorias de Brooklin
Por Leonardo de León

Me aventuro a la conjetura de que el lector ya no ignora el nombre de Paul Auster. Mi suposición, que tiende a incurrir en la casi siempre injusta sentencia, se debe a la vertiginosa inserción de este hombre a la popularidad libresca y a los comentarios de los lectores más diversos que nunca dejan de evocar su nombre y reclamar sus obras. Ardua y casi imposible es la tarea de recorrer alguna librería y no encontrar alguno de sus libros entre las vastas obras contemporáneas. Aún más difícil no haber escuchado su nombre en relación al cine, y esa película “Smoke” que ha marcado su irrefutable capacidad de contar historias de la cotidianeidad que, a través de su acto creativo, adquieren matices conmovedores y no ajenos a la magia.

Auster nació en 1947 en Nueva Jersey, y estudió en la Universidad de Columbia. Vivió en un perpetuo acomodo del cuerpo, en reiterada transformación de roles y profesiones. Ejerció la no ingenua tarea de la traducción; lo que lo condujo al complejo acto de la transposición de un vocablo por otro; al pasaje de una cultura, de un esquema de pensamiento, de una idiosincrasia, de un “todo” vasto y a veces indescifrable. Recurre a Kafka y a Poe para tolerar el inexplicable tedio de algunos días. De los latinoamericanos, le gusta Borges, a pesar que a diferencia de este Auster concibe su literatura desde una cotidianeidad aferrada a la existencia y a la realidad. Hace corto tiempo se le ha otorgado el premio Príncipe de Asturias.

Su primera publicación “La invención de la soledad” ya instala una manera profunda y depurada de percibir al mundo. Las temáticas de esta obra exponen los ejes fundacionales del universo Austeriano,  componentes que no permanecerán extraviados en sus posteriores publicaciones: el relacionamiento del hombre y su padre (herencia de Kafka, evidentemente); el destino y sus impenetrables reglamentaciones, el amor inserto en ese mismo escenario ignoto del destino, la subordinación obstinada del hombre ante el imperio de las circunstancias, la inesperada sorpresa que nos acoge al dar una vuelta de esquina en un paseo a pie o al recibir una llamada telefónica.

La última novela del norteamericano no le es rebelde a los tópicos anteriores. “Brooklin Follies” narra la historia de Nathan Grass, un hombre maduro que acaba de superar un cáncer de pulmón y un divorcio en malos términos. Luego de vivir tan agobiantes situaciones, decide mudarse a Brooklin, donde se desplegarán sus aventuras más divertidas, misteriosas, e incluso trágicas. El perfil contradictorio de las cualidades que acabo de enumerar no es casual; pues a lo largo del extenso relato novelado, el lector transita por estados emocionales muy disímiles, lo que hace de “Brooklin Fllies” una amalgama de sensaciones que se nos resiste al abandono, y por lo tanto nos insita a la devoración compulsiva y placentera; ese don que toda novela de la postmodernidad debería albergar.

El Brookling de Auster, salvando las distancias, no es del todo disímil al de Henry Miller; pues parece haber una intención narrativa (que subyace en la progresiva dilatación de la novela) de incorporar un sentido a lo convencionalmente deteriorado; el buscar una forma de convertir en estético aquello que parece irrecuperable o remanente. Ambos prosistas persiguen el sendero de la belleza como una salvación frente a un mundo de circunstancias decadentes. En el caso de Miller, dicho rastreo de satisfacción se encuentra acotado a un personaje-narrador en divorcio emocional con el universo estandarizado; la búsqueda se concreta gracias a una retórica de la confesión, donde se utiliza a lo ficcinal como un procedimiento de catarsis que purifica y reconfigura al escribiente. En el caso de Auster, las peripecias de los personajes se agrupan en reducidas circunstancias no demasiado prolongadas hacia el vasto planeta, y la dicha se consolida gracias a una energía anónima que bien puede admitir el denominante moira o destino. El desentrañamiento austeriano ante la vida se amolda más a las individualidades normales que a las psicologías excéntricas y sórdidas.

Resulta significativo el uso del primer enunciado como estrategia de aprehensión del lector: “Estaba buscando un sitio tranquilo para morir (...)”. De esta manera, el narrador personaje instala al ya desconcertado lector en una atmósfera intrigante, oscura y abrupta. El parlamento de Nathan Grass suscita necesarias preguntas que caracterizan a los relatos memorables: ¿Por qué quiere morir? ¿Qué le ha sucedido? ¿Lo están siguiendo? ¿Planea suicidarse acaso? El torrente de interrogantes se ensancha a cada línea, y cuando las intrigas parecen desvanecerse; allí aparece un nuevo párrafo recargado de ocultamiento que nos revuelve a la ficción y a la incertidumbre.

Si cediéramos al ejercicio imaginativo de personificar al libro en nuestras conciencias, nos sorprendería encontrar una especie de monstruo inmortal parecido al tiempo, que a medida que muere también renace.

La narración presenta, ininterrumpidamente, una amplia galería de personajes. A medida que estos se materializan en el mundo de la novela, emergen historias insólitas y, reitero, siempre sorpresivas: el dueño de una librería que planea estafar a un millonario vendiéndole la falsificación del manuscrito de “La letra escarlata” de Nathaniel Hawthorne, su novio travesti, una misteriosa mujer que se impone frente a Tom (el sobrino del protagonista) y decide casarse con él sin mayor consulta, una niña abandonada que permanece en silencio, una mujer casada con James Joyce; son algunos de los más relevantes en la divertida trama que presenta esta historia novelada.

Destacable es la forma de presentación de dichas personalidades. Auster no necesita de un espacio narrativo considerable para exhibir las características constituyentes de sus personajes; sino que alcanza la satisfacción con dos o tres pinceladas exactas de aparente vertiginosidad que logran, sorprendentemente, una misteriosa victoria. Un párrafo basta para situar a sus personas imaginadas en nuestra conciencia.

La sorpresa no se reduce únicamente a los aspectos internos propios de la trama, sino que también se expande hacia los recursos de elaboración del texto escrito. Auster no deja de tomarse la libertad de intercalar segmentos propios del drama en un contexto predominantemente narrativo; lo que ilumina una arista relevante en su concepción de escritor; esa que aúna la profundidad y la tensión desde una forma distendida, liberal, incluso de perfil espontáneo ante el acto creador. Las modificaciones que lucen los textos al dar vuelta una página representan síntomas de una forma desatada  respecto a los convencionalismos.

Algunas críticas ajenas a este medio han manifestado la relevancia de la primera parte respecto a la segunda. No puedo ni debo contener una fácil refutación. Pues, sin la primera parte, la segunda resultaría insípida, incluso imposible. Los capítulos iniciales poseen la dificultosa finalidad de crear una atmósfera sensible, de lucir anécdotas vitales para dicha elaboración de sentimientos, de construir un cimiento narrativo que soportará la gravitación de la segunda mitad. Es cierto que la manera en la que se revelan los misterios gozan de un gesto más plausible del lector, pero dichos efectos estarían eclipsados sin una introducción de solidez. La narración resulta eficiente en su fin último de gestar un sentimiento de logro en los lectores, pero dicha victoria o inmortalidad de los contenidos se hacen dependientes de la instancia inicial y cuidada de escritura.

“Brooklin Follies” lo tiene todo; y logra reunir las más diversas cualidades que una novela del siglo XXI reclama. Una novela única que logra desentrañar el misterio de la espuma de los días. No es exagerado catalogarla de perfecta.

Leonardo de León

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