La clase |
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“(...)una clase es un mundo aparte, como Maldonado.” |
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La
clase está próxima a culminar, y los alumnos escuchan atentamente la
lectura del profesor. Podemos
ingresar a la mente de los alumnos y ver la figura del timbre, cromado,
oxidado y haciendo el amague del timbrazo. Un amague tras otro, en
incesante continuidad, hasta que la acumulación de amagues determina un
temblequeo sucesivo del martillo que hace sonar la campana. Pero todavía
esto no ha sucedido. Mientras tanto, los alumnos solo piensan en ese
ansiado momento que se resiste a la concreción. En
el timbre, en un minúsculo punto del martillo del timbre que los alumnos
imaginan, se esconden las imágenes del cuento que el profesor lee con
exagerada expresión. Entremos allí. La imagen de dos hombres encontrados
en la mitad del bosque, diseminados en las penumbras, midiendo mutuamente
las expresiones, leyendo sus pensamientos que ya se preparan a envestirse.
La claridad molesta de la luna que apenas ilumina sus rostros
meditabundos. La ansiedad de uno, el temor del otro. Uno destinado a
vivir, el otro a morir. Todo esto ya está en la mente de los alumnos, y
pareciera que los personajes, apretujados en la porción minúscula del
martillo próximo a golpear el cromo oxidado de la campana, se
trasportaran incentivos a través de la mirada, para hacer más noble la
escena; para dignificar sus presencias en las mentes que aún los
mantienen con vida. La
epilepsia del timbre sucede, y suena la campana. Pero para esto ha sido
necesaria la concatenación de una serie de razones. La mente de la
funcionaria encargada de accionar el timbre debe haber mirado el reloj;
ese reloj debe haber transcurrido en su correcto transitar, el director
tuvo que estar pendiente también del horario, pues desconfía de la
competencia de las funcionarias a su cargo; el sol que se escurría por la
ventana debe haber mantenido esa incidencia (ya que cinco minutos después
reflejaría los oblicuos rayos en el vidrio del reloj, lo que encandilaría
el acceso al alma abstracta de números y agujas); la funcionaria tuvo que
dejar de pensar por un momento la discusión que mantuvo con su esposo
anoche y que tanto le duele (descartando los golpes); también el resto de
las funcionarias deberían estar en completo ocio y no requerir los
servicios de la encargada del timbre. En fin, en un momento de perfección
que suele ser digno de los sueños, estos elementos se acumularon en una
pelota dura e impenetrable de causalidades. Y el timbre suena. En ese instante,
las mentes de los alumnos cierran la minúscula porción del martillo que
esconde a los personajes del cuento, mientras imaginan el martillo
obstinado en persistente golpetear. El encierro abrupto del presente los
volvió prisioneros. Los dos hombres que aún mantenían sus miradas
calculadoras se vieron ignorados y encerrados para siempre en una imagen
sentenciada a la desaparición. Pues, cuando el timbre cesara, ya los
alumnos pensarían en otra cosa (como en comida, o en los pechos de una
mujer, o en un programa de televisión), y estos dos hombres desaparecerían
para siempre, sin alcanzar el destino que el relato les predecía. Así,
se enfrentaron a un terremoto sorpresivo. El martillo del timbre se movía
rápidamente en cortos y reiterados golpes. El mundo de los hombres se
acompasó a ese vibrante movimiento. Los dos hombres (que ahora unirían
sus muertes por primera vez), aferrados a la tierra oscilante, intentaron
resistir. Los árboles se hamacaban, violentos. Las nubes se acumulaban en
los extremos del firmamento sin estrellas. La luna iba y venía como un péndulo
de luz que hipnotizaba. Se quedaron un momento allí, esperando esa milésima
que los alejaba de la muerte; esperando el descanso del martillo. Los alumnos no aguardaron que el timbre se detuviera, pues despertaron antes. Cada uno de ellos despertó, individualmente, en su propio hogar, en su propia cama. Una vez más, en la magnífica maquinaria del universo, la perfección se repetía; treinta personas habían coincidido en un sueño, un sueño inconcluso y confundido. Alguno de los alumnos aprovechó para encender la televisión y estimular el desvelo ya ineludible, otro para visitar el baño antes de volver a revolcarse con los sueños, otro simplemente se mantuvo estático pensando en el sueño que parecía tan propio, tan suyo. Quedó pensando en aquellos hombres del martillo que aguardaban su muerte abrazados a la tierra árida de los duelos; ¿qué habría sido de ellos? ¿se habría detenido el martillo o simplemente continuó golpeando la campana del timbre hasta la eternidad? ¿Qué hubiera sucedido si la funcionaria olvidaba el timbre, y el director también? ¿Qué hubiera sido de la vida de esos hombres si el sol se hubiese adelantado o desaparecido?. Aturdido por el pensamiento demasiado exigente para esas horas, se acercó a la ventana de su cuarto. Estaba ventoso. Los árboles bailaban, inclinándose exageradamente hacia uno y otro lado. El cielo estaba despejado, ni siquiera había estrellas. El muchacho adormecido comenzó a cerrar los hinchados párpados, hipnotizado por la luna, que se hamacaba en el cielo como un péndulo de luz. A lo lejos, desde la remota oscuridad de la noche, crecía el repiquetear del martillo contra la campana, mientras el niño ya sentía la gravitación de la tierra y la vibración del corazón. |
Leonardo de León (inédito)
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