La cañita |
La
cañita voladora cortaba la oscuridad con el chillido agudo de su cápsula.
Miradas desencontradas buscaban su localización. No había universo en
ese entonces; solo existía la cañita impulsándose velozmente, y el
conjunto de miradas flotantes en el vacío que la seguían, y que no la
encontraban. El momento de la detonación fatal, con un breve destello de
luz que parecía provocado por la furia del estallido, encontró las
miradas ahora dichosas de agruparse por primera vez. Murió la Nada. Esa
luz, breve y agrupadora, sería la luz que formó al universo. Las miradas
se disgregaron hacia la contemplación de este abrupto nacimiento, pues ya
no temían a la separación solitaria; el universo las unía. La Tierra se
gestaba como un bebé en la oscuridad de un útero demasiado agigantado y
recientemente estrellado. (El
nacimiento y la muerte del cosmos duró el mismo tiempo que la detonación
de la cañita voladora. En ese instante casi imperceptible para muchos,
creció la naturaleza, los misterios, la luna, el sol, las leyes, las
seguridades, el amor, la discordia; y Jobén). Jobén
fue el primer ser humano que la Tierra recibió. Claro está, que en los
instantes siguientes, muchos seres invadieron sorpresivamente el suelo
preparado para la destrucción. Pues, así como la cañita estaba
destinada a morir cuando fue lanzada a la nada absoluta con la estela
sonora que la seguía fielmente desde atrás, también el universo perseguía
el mismo fin. Mientras la luz de la detonación de la cañita durara, el
universo también perduraría; pero terminada la luz y el sonido de la cañita,
el universo culminaría tan sorpresivamente como se inició. Mientras
tanto, Jobén nació, el mundo nació, y pasaron cosas. Jobén
era joven. Tenía dos ojos agujereados por la mentira de la creación; dos
brazos que se movían como agujas, en círculo y en sentido horario. Su
cuerpo era un reloj que la gente solía consultar. Estaba
enamorado, y esto perjudicó de tal forma sus procesos internos, que perdió
contacto con el universo reciente y próximo a concluir. Sus brazos se
bamboleaban mientras emprendía las caminatas vehementes de media tarde,
mientras pensaba en ella. La muchacha vivía enfrente de su casa, se
llamaba Rosario. Era detenidamente delgada. No se movía y no gastaba
energía, por lo tanto, no comía y se mantenía estiradamente flaca. La
sola presencia de la imagen de Rosario en la mente de Jobén, hacía que
este exagerara sus expresiones, y cambiara el estado del día. Sus brazos
enloquecían en las horas de enamoramiento, es decir, en todas; y hacía
de los días segundos, de los segundos, horas; de las horas, siglos, y de
los siglos, minutos. Los brazos inquietos del enamorado hacían del mundo
un caos ruidoso y destinado a explotar en la Nada. Pero Jobén no lo sabía,
y como todo enamorado, se resistía a conocer la realidad. Su vida era
Rosario, y lo demás poco importaba. Despertaba
temprano y emprendía el trayecto hacia el trabajo. Antes de salir,
prestaba minuciosa atención al peinado y a la disposición de la
indumentaria, pues tenía la certeza de que Rosario lo observaría con
igual minuciosidad desde la ventana de su casa. Antes de abrir la puerta,
corría levemente la tela que tapaba el vidrio centrado y decorativo, para
corroborar sus sospechas. Nunca encontró el vacío. La mirada melancólica
y expectante de Rosario se mantenía imperturbablemente presente. La Nada
aún era lejana. Sale y, con el nerviosismo impuesto por la mirada
enfrentada, cierra la puerta con demasiada fuerza. Emprende el camino
hacia el trabajo con los brazos apretados a los lados del cuerpo,
perseguido por Rosario, por los ojos de siempre. Luego
de culminado el horario de trabajo, Jobén entró al café más cercano,
para charlar consigo mismo respecto a Rosario. Se sentó y pidió el café.
Aquellos días de enero sofocaban los cuerpos humedecidos, y un café no
era una bebida acorde a las circunstancias, pero sí representaban un
pretexto perfecto de detenida reflexión. Pensó. Que la amaba no había
dudas; y que ella lucía un especial interés hacia su persona tampoco
admitía refutaciones. Su trabajo cuidaría bien de ambos, al menos se
garantizaba alimento y techo seguro. La familia de Jobén no tendría
problemas, nunca conoció a nadie de sus familiares (evidentemente,
ignoraba que él era el primer hijo de la luz). En el caso de Rosario no
habría problemas, pues su madre era muy amiga suya, siempre recurría en
su ayuda cuando el reloj de su casa se quedaba sin pilas. Tocaba la
puerta, miraba los brazos de Jobén, examinaba los ángulos de las
extremidades con cuidado y respeto. Luego de confirmar la hora y estirar
algún comentario superficial sobre el clima, agradecía y se iba
contenta. Pues, tener como vecino a Jobén, ya garantizaba la siempre soñada
popularidad pueblerina. Y pensando en esto, tomó una decisión. Terminaría
el café y tocaría delicadamente la puerta de Rosario; la puerta de su
casa, y luego, la de su corazón. Tomó
la taza, y un detalle hizo de la escena un momento particular en la
historia, quizás, el primer y último episodio fantástico desde la
detonación aún prolongada de la cañita y de la conjunción de las
miradas en el vacío: una barba larga y como empolvada en talco se sumergió
en la taza. Sabía perfectamente que era lampiño, y este descubrimiento
lo alarmó. Extrajo la cuchara que descansaba sumergida en el café, y la
colocó frente a su rostro. En la superficie cóncava de la cuchara
reluciente vio su reflejo invertido, el reflejo de un anciano que parecía
esperar resignado a la muerte, lo miraba con asombro y tristeza. En ese
momento comprendió dos cosas; que la vida era corta y sorpresiva, y que
la tristeza se percibe mejor en los ojos invertidos. Tocó
su cabeza ahora calva, examinó con tacto tembloroso la textura arrugada
de su piel. Se levantó de la silla, y no pudo ignorar la gravitación de
los años. El reloj de sus brazos se detuvo, su corazón quiso imitar el
gesto rebelde y huidizo, pero el recuerdo de Rosario lanzó un silbido y
detuvo estas intenciones. ¿Qué podría hacer ahora? ¿Cómo enfrentar a
Rosario? ¿Qué decirle? Sin esperanzas de triunfo, ni siquiera de
dignificación, inició el lento tránsito hacia la puerta de la amada. El
impulso ante el movimiento era tímido y, mientras se movía, Jobén
comprendió que aquella caminata desganada no era otra cosa que un impulso
inconsciente de agotar el campo de lo posible. De intentar ser feliz. Llegó
a la puerta y golpeó el aire. Pasos lentos y arrastrados del otro lado.
La puerta apenas mostró una ranura, mientras se asomaba una línea del
rostro omnipresente. Jobén sintió que Rosario le tenía lástima. Una
mano extendida se desprendió de la ranura y le alcanzó un trozo de pan
viejo y rodeado de migas. -Tome
abuelo, no podemos darle otra cosa, es lo único que tenemos. Nosotros
también estamos pobres ¿sabe?. Jobén
balbuceó unas palabras, pero el timbre de su voz, ronco y desgastado, lo
detuvo. Tomó el pan con fuerza y tiró hacia su dirección. Y con el tirón,
el rostro de la muchacha traspasó la hendidura y se posó abruptamente
frente al rostro del anciano. Un
momento en el que nada puede decirse. Silencio Un
beso. Jobén
pudo sentir el llamado del universo. Saltó de alegría sonriendo con los
codos. Sus brazos giraron al compás de los saltos enloquecidos y
recargados de energía. Agradecía a la fortuna el destino del amor. Las
extremidades enloquecidas hacían otra vez un caos cronológico. Las nubes
corrían en el cielo como un arroyo precipitado y poderoso. El sol entraba
de un lado del horizonte y se escondía del otro como si fuera la piedra
de una baleadora manejada por la mano arrogante del tiempo. El mundo se
convirtió en un baile psicodélico de intermitente luz y oscuridad. Los
agujas de los relojes se desprendían de sus ejes por la aceleración que
los brazos de Jobén suscitaban. Los almanaques se incendiaban. Los
segundos eran meses. Desde enero a marzo en segundos, de marzo a
setiembre, octubre, noviembre, diciembre. Navidad, papá Noel, las comidas
en familias, los niños y sus ilusiones, los turrones devorados, la
preparación de los regalos, el trajín de los autos, la música en la
televisión, los recuerdos, las salidas, la sidra, la pizza, los pebetes,
la mayonesa, los panchos, los regalos, la alegría, los deseos, los
pedidos, las manías, los maníes...Jobén y Rosario con las manos
adornadas por el anillo de la unión, la suegra orgullosa, las
felicitaciones...las doce. NAVIDAD. Jobén sale a la calle, y festeja
encendiendo la cañita. Las miradas se cruzan en el aire siguiéndola con
velocidad. El silbido la sigue estremeciendo el aire. Estalla. La
luz. La Nada. Y todo de nuevo. |
Leonardo de León (inédito)
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