La cañita
Leonardo de León

La cañita voladora cortaba la oscuridad con el chillido agudo de su cápsula. Miradas desencontradas buscaban su localización. No había universo en ese entonces; solo existía la cañita impulsándose velozmente, y el conjunto de miradas flotantes en el vacío que la seguían, y que no la encontraban. El momento de la detonación fatal, con un breve destello de luz que parecía provocado por la furia del estallido, encontró las miradas ahora dichosas de agruparse por primera vez. Murió la Nada. Esa luz, breve y agrupadora, sería la luz que formó al universo. Las miradas se disgregaron hacia la contemplación de este abrupto nacimiento, pues ya no temían a la separación solitaria; el universo las unía. La Tierra se gestaba como un bebé en la oscuridad de un útero demasiado agigantado y recientemente estrellado.

(El nacimiento y la muerte del cosmos duró el mismo tiempo que la detonación de la cañita voladora. En ese instante casi imperceptible para muchos, creció la naturaleza, los misterios, la luna, el sol, las leyes, las seguridades, el amor, la discordia; y Jobén).

Jobén fue el primer ser humano que la Tierra recibió. Claro está, que en los instantes siguientes, muchos seres invadieron sorpresivamente el suelo preparado para la destrucción. Pues, así como la cañita estaba destinada a morir cuando fue lanzada a la nada absoluta con la estela sonora que la seguía fielmente desde atrás, también el universo perseguía el mismo fin. Mientras la luz de la detonación de la cañita durara, el universo también perduraría; pero terminada la luz y el sonido de la cañita, el universo culminaría tan sorpresivamente como se inició. Mientras tanto, Jobén nació, el mundo nació, y pasaron cosas. 

Jobén era joven. Tenía dos ojos agujereados por la mentira de la creación; dos brazos que se movían como agujas, en círculo y en sentido horario. Su cuerpo era un reloj que la gente solía consultar.

Estaba enamorado, y esto perjudicó de tal forma sus procesos internos, que perdió contacto con el universo reciente y próximo a concluir. Sus brazos se bamboleaban mientras emprendía las caminatas vehementes de media tarde, mientras pensaba en ella. La muchacha vivía enfrente de su casa, se llamaba Rosario. Era detenidamente delgada. No se movía y no gastaba energía, por lo tanto, no comía y se mantenía estiradamente flaca. La sola presencia de la imagen de Rosario en la mente de Jobén, hacía que este exagerara sus expresiones, y cambiara el estado del día. Sus brazos enloquecían en las horas de enamoramiento, es decir, en todas; y hacía de los días segundos, de los segundos, horas; de las horas, siglos, y de los siglos, minutos. Los brazos inquietos del enamorado hacían del mundo un caos ruidoso y destinado a explotar en la Nada. Pero Jobén no lo sabía, y como todo enamorado, se resistía a conocer la realidad. Su vida era Rosario, y lo demás poco importaba.

Despertaba temprano y emprendía el trayecto hacia el trabajo. Antes de salir, prestaba minuciosa atención al peinado y a la disposición de la indumentaria, pues tenía la certeza de que Rosario lo observaría con igual minuciosidad desde la ventana de su casa. Antes de abrir la puerta, corría levemente la tela que tapaba el vidrio centrado y decorativo, para corroborar sus sospechas. Nunca encontró el vacío. La mirada melancólica y expectante de Rosario se mantenía imperturbablemente presente. La Nada aún era lejana. Sale y, con el nerviosismo impuesto por la mirada enfrentada, cierra la puerta con demasiada fuerza. Emprende el camino hacia el trabajo con los brazos apretados a los lados del cuerpo, perseguido por Rosario, por los ojos de siempre.

Luego de culminado el horario de trabajo, Jobén entró al café más cercano, para charlar consigo mismo respecto a Rosario. Se sentó y pidió el café. Aquellos días de enero sofocaban los cuerpos humedecidos, y un café no era una bebida acorde a las circunstancias, pero sí representaban un pretexto perfecto de detenida reflexión. Pensó. Que la amaba no había dudas; y que ella lucía un especial interés hacia su persona tampoco admitía refutaciones. Su trabajo cuidaría bien de ambos, al menos se garantizaba alimento y techo seguro. La familia de Jobén no tendría problemas, nunca conoció a nadie de sus familiares (evidentemente, ignoraba que él era el primer hijo de la luz). En el caso de Rosario no habría problemas, pues su madre era muy amiga suya, siempre recurría en su ayuda cuando el reloj de su casa se quedaba sin pilas. Tocaba la puerta, miraba los brazos de Jobén, examinaba los ángulos de las extremidades con cuidado y respeto. Luego de confirmar la hora y estirar algún comentario superficial sobre el clima, agradecía y se iba contenta. Pues, tener como vecino a Jobén, ya garantizaba la siempre soñada popularidad pueblerina. Y pensando en esto, tomó una decisión. Terminaría el café y tocaría delicadamente la puerta de Rosario; la puerta de su casa, y luego, la de su corazón.

Tomó la taza, y un detalle hizo de la escena un momento particular en la historia, quizás, el primer y último episodio fantástico desde la detonación aún prolongada de la cañita y de la conjunción de las miradas en el vacío: una barba larga y como empolvada en talco se sumergió en la taza. Sabía perfectamente que era lampiño, y este descubrimiento lo alarmó. Extrajo la cuchara que descansaba sumergida en el café, y la colocó frente a su rostro. En la superficie cóncava de la cuchara reluciente vio su reflejo invertido, el reflejo de un anciano que parecía esperar resignado a la muerte, lo miraba con asombro y tristeza. En ese momento comprendió dos cosas; que la vida era corta y sorpresiva, y que la tristeza se percibe mejor en los ojos invertidos.

Tocó su cabeza ahora calva, examinó con tacto tembloroso la textura arrugada de su piel. Se levantó de la silla, y no pudo ignorar la gravitación de los años. El reloj de sus brazos se detuvo, su corazón quiso imitar el gesto rebelde y huidizo, pero el recuerdo de Rosario lanzó un silbido y detuvo estas intenciones. ¿Qué podría hacer ahora? ¿Cómo enfrentar a Rosario? ¿Qué decirle? Sin esperanzas de triunfo, ni siquiera de dignificación, inició el lento tránsito hacia la puerta de la amada. El impulso ante el movimiento era tímido y, mientras se movía, Jobén comprendió que aquella caminata desganada no era otra cosa que un impulso inconsciente de agotar el campo de lo posible. De intentar ser feliz.

Llegó a la puerta y golpeó el aire. Pasos lentos y arrastrados del otro lado. La puerta apenas mostró una ranura, mientras se asomaba una línea del rostro omnipresente. Jobén sintió que Rosario le tenía lástima. Una mano extendida se desprendió de la ranura y le alcanzó un trozo de pan viejo y rodeado de migas.

-Tome abuelo, no podemos darle otra cosa, es lo único que tenemos. Nosotros también estamos pobres ¿sabe?.

Jobén balbuceó unas palabras, pero el timbre de su voz, ronco y desgastado, lo detuvo. Tomó el pan con fuerza y tiró hacia su dirección. Y con el tirón, el rostro de la muchacha traspasó la hendidura y se posó abruptamente frente al rostro del anciano.

Un momento en el que nada puede decirse.

Silencio

Un beso.

Jobén pudo sentir el llamado del universo. Saltó de alegría sonriendo con los codos. Sus brazos giraron al compás de los saltos enloquecidos y recargados de energía. Agradecía a la fortuna el destino del amor. Las extremidades enloquecidas hacían otra vez un caos cronológico. Las nubes corrían en el cielo como un arroyo precipitado y poderoso. El sol entraba de un lado del horizonte y se escondía del otro como si fuera la piedra de una baleadora manejada por la mano arrogante del tiempo. El mundo se convirtió en un baile psicodélico de intermitente luz y oscuridad. Los agujas de los relojes se desprendían de sus ejes por la aceleración que los brazos de Jobén suscitaban. Los almanaques se incendiaban. Los segundos eran meses. Desde enero a marzo en segundos, de marzo a setiembre, octubre, noviembre, diciembre. Navidad, papá Noel, las comidas en familias, los niños y sus ilusiones, los turrones devorados, la preparación de los regalos, el trajín de los autos, la música en la televisión, los recuerdos, las salidas, la sidra, la pizza, los pebetes, la mayonesa, los panchos, los regalos, la alegría, los deseos, los pedidos, las manías, los maníes...Jobén y Rosario con las manos adornadas por el anillo de la unión, la suegra orgullosa, las felicitaciones...las doce. NAVIDAD. Jobén sale a la calle, y festeja encendiendo la cañita. Las miradas se cruzan en el aire siguiéndola con velocidad. El silbido la sigue estremeciendo el aire. Estalla.

La luz. La Nada.

Y todo de nuevo.

Leonardo de León (inédito)

Ir a página inicio

Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de León, Leonardo

Ir a mapa del sitio