Chonguito Alfredo de la Peña |
—Te
digo, que no. La
voz de la madre resonó como un latigazo en sus oídos. Con las manos en
los bolsillos del pantalón, se dio vuelta y pateó la pared, refunfuñando. —Pucha,
digo. —¿Cómo
dijiste? La madre se dio vuelta con la mano en alto, pronta para la
cachetada. —Nada,
pero si yo no dije nada—. Y reculaba calculando el viandazo. —Claro,
eso lo aprendés en la calle y después querés ir a juntarte con esos
gandules. Salió
de la cocina y agarró para el patio. Que rezongara sola si quería. —Gandules, gandules, siempre gandules. Si el único que era más grande que él era el Escupidita... Y en lo único que lo ventajeaba era -en que fumaba cigarrillos de verdad, que le afanaba al viejo. Bueno, a trompadas también le ganaba. Pero nada más. Los demás eran de su edad, de diez a once años. Justo
esa tarde que le había dicho al Arrigo que salía a jugar, a ella se le
antojaba no dejarlo salir. Y
¿porqué? A ver: ¿porqué? Era injusta como... como no sabía qué. —Pucha
digo—. A ella se le ponía que no y era no. Estaba harto. Un
día de estos agarraba, se hacía su atadito y se iba con el Arrigo por ahí.
Después iban a llorar, seguro. Y le pedirían perdón llorando. Pero
nada, se iba y chau. Total,
de hambre no se iban a morir. Si apretaba, manga. Dirían que eran huérfanos.
Así los viejos se morderían de rabia. Y
si no, se moría y sanseacabó. Entonces sí que se arrepentirían. Que
lloraran todo lo que quisieran. No reviviría para darles el gusto de que
se alegraran otra vez. O a lo mejor lo cascaban después. Se moriría del
todo. —Chonguito. La
voz de la madre lo sacó de sus maquinaciones. —Ah,
sí, ahora mucho Chonguito, pero con Chonguito no lo iba a comprar.
Primero palos y después: Chonguito, mi hijito y así por el estilo.
Estaba arreglada. —Que
querés— preguntó malhumorado. —Vaya a lavarse y póngase el traje de la comunión, las medias blancas y los zapatos nuevos que va a venir su madrina. Y antes tiene que hacerle un mandado a su madre. Vaya, apúrese. Iba
a contestar: —No voy nada—, pero, pensándolo mejor, no era momento.
Además le agradaba lo de su madrina. Pero, ¿porqué no se
lo dijo antes en vez de chillar tanto? Hubiera ido hasta lo de Arrigo a
decirle que no podía ir y se habría vuelto enseguida. Siempre lo mismo,
como, si él fuera nada más que un chiquilín. Se lavó orillando el
agua lo mejor que pudo, se peinó, se vistió y se presentó ante
la madre que le arregló el cuello de la blusa, le aplastó el remolino
rnojándose la mano con saliva, le acomodó el saco y luego lo contempló
medio echada hacia atrás. —Bueno, así parece
gente. Tome, vaya derechito hasta lo de don Oscar y le pide los
bizcochitos que le encargué. Y que le den bien el vuelto. ¿Oye? Por
el camino pensaba en su madrina. Él
y su mamá le decían señora. Señora para aquí, señora para allá. No le gustaba la manera
como se conducía su madre frente a ella. Tampoco la forma en que lo hacia
portarse a él. Parecía ese muñeco que un tipo hacía hablar en el
tablado, mientras lo hamacaba en sus rodillas. Y las dos le decían
Chonguito y le decían nene. La
madrina decía mucho ''Tu'' y se reía de cualquier cosa que él dijera,
como si todo fuera gracioso. Y le acariciaba la barbilla. Nunca
había ido a la casa de la madrina, pero debía ser como las que hay en 18
de Julio. Allí sí que hay casas fantásticas y llenas de luces. Debía
ser una con garaje, porque siempre venía a buscarla un negro todo
lustrado en un auto grande. El Arrigo se acordaba la marca. En
otro tiempo su mamá había trabajado para la madrina. Por eso era su
madrina. Debía ser muy rica. Lo
que más le impresionaba eran los vestidos que traía y el perfume, que
luego, al irse, quedaba flotando en el comedor. Después de noche, soñaba
que venia a buscarlo y se lo llevaba a su casa que estaba llena de señoras
como ella, que lo acariciaban, lo mimaban, sin rezongarlo para nada. Por indicación de su
madre se sentaba frente a ella, derechito en la silla, cada vez que venia.
Estaba un ratito y se iba. Se quedaba quieto, extasiado, contemplándola. Por
eso, por el placer que le daba verla, no le incomodaba vestirse con el
azul de la comunión ni calzarse los zapatos nuevos que le apretaban. A
veces le traía golosinas. Pero la vieja se apuraba a esconderlas para que
no se atracase. De
regreso de la panadería, se topó con la barra de chiquilines en la
esquina. Se empujaban unos a otros, se revolcaban por el pasto de la
vereda, se tiraban puñetazos. No estaban ni el Arrigo, ni el Escupidita,
ni Antonio. Cuando
lo vieron tan paquete se pararon para cargarlo. Uno, que conocía de hacía
poco se contorsionaba todo y le gritaba haciéndose bocina con las manos:
— Chonguito es un pituco... Pituquito..... Marica ... Le
mandaron de carnada a Felipito. Se le acercó riendo y cabriolando. Era un
chiquitín vivaz, rubio y sucio que no pasaba de los siete años. Yéndole
a la zaga y con grandes ademanes demostrativos, cómicos e intencionados,
lo azuzaba. —¡Pero
que nenita. . . miren la nenita. Y
como Chonguito le amagara un revés, se le puso delante hecho un gallito. —A
ver, a ver, pegame pituquito, pegame a ver. —Salí,
botija—, y Chonguito lo empujó para sacarlo del paso. Mientras,
los otros se aproximaron. Alguno lo amenazó. Vo, no toqués al chiquilín
que te la ligás. La
sangre le hervía, pero ni el traje ni el paquete de bizcochos lo dejaban
pelear. Seguía caminando medio de costado, ppro se le escapó: —Anda
vó, manga e´podridos—. Le
cayeron arriba. Un grandote le robó el paquete y disparó. Quiso
correrlo. Lo voltearon. Lo arrastraron por la vereda. Peleo, mordió,
pataleó. Al fin, lo dejaron tendido, sofocado y huyeron dispersándose.
Lloraba de bronca. Ahora sí que se la ligaba en serio. Temía
mucho más las iras maternas que todos los pugilatos callejeros juntos. Y
a estos desgraciados los iba a agarrar uno por uno. Y para los grandes
traería al Escupidita. Remolineó
antes de entrar. Al fin se decidió. Sabía que con suplicar no arreglaba
nada. Ni le daría tiempo. Estaba calculando donde iba a recibir más
golpes, para cubrirse y la manera de eludirlos, cuando vio el auto de la
madrina en la puerta. El
corazón le saltó de gozo. Por ahora se salvaba. La madre se ponía mansa
cuando había visitas. Lo que sí, que la cosa sería después. Pero
confiaba en que se olvidara. A menos que pudiera acostarse antes. No, si
lo iban a cascar lo cascaban igual. Entró.
La madre se agarró la cabeza y comenzó a lamentarse. La madrina sonreía
como siempre. Dijo: —Cosas de chicos, ¿eh, galopín? No
entendió pero le dijo que sí. Se
fue a cepillar. Cuando regresó, ya la madrina estaba de pie y le decía a
su madre: —Bueno, María, dile entonces que se presente mañana: ya
sabes que tendrá allí mejor sueldo; además yo se lo recomendé al
gerente. La
madre toda confusa agradecía con mucho aspaviento. Nunca
se había ido tan pronto la madrina. Justo hoy. Si se quedara un ralo más
en una de esas a la vieja se le pasaba la bronca. Estaba tentado de
decirle: —Quédese señora, quédese hasta la cena. No se animó. La
madrina le dio un beso y se fue con su madre que la acompañó hasta la
puerta. Bueno,
ahora se venia la gorda; pero no importaba; él agarraba y se iba. Porque
él tenía razón. Lo habían provocado. Y el padre le había dicho:
—Cuando te den da vos también. Allí
está, por hacerle caso. Pero ni se quejaría, después de la biaba hacía
el atadito y se iba. Tenía que pensar para donde. En
eso llegó su madre. Lo miró, hizo un gesto de desaliento, y le dijo: Andá
“galopín”, sacate esa ropa para que la limpie. —Cuando aprenderás
a portarte como Dios manda—. No
podía ser. La desconocía. Bueno, siempre la desconocía. Ahora que el
creía que le iba a pegar no le pegaba y ni siquiera un grito. Era el
colmo. Entonces
no podría pensar para donde se iba. Justo que se le estaba haciendo lindo
el irse. Medio
malhumorado se fue a cambiar. —Se
cree que soy nada más que un chiquilín—. —Pucha, digo—. |
Alfredo de la Peña
Asir Revista de literatura Nº 25 / 26
Diciembre 1951 / enero 1952
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