Si no lo hago ahora, acabaré olvidándome
de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha.
Fue así, una cierta mañana, y sin previo aviso ni indicios de insomnio o
mal dormir, abrí los ojos para encontrarme con el extraño panorama de
que sólo veía mis oscuras patitas queratinosas. Recuerdo claramente que
mi reacción -la menos literaria que podía haber imaginado tratándose de
mi persona- fue de intensa curiosidad, como si me dijera a mí mismo que
aquella era una gran oportunidad para vivir experiencias excitantes. Y
lo más interesante del caso es que yo había leído de un modo
reverencioso la omisa pesadilla de Kafka, había vivido con intensidad lo
que yo interpretaba como una metáfora acerca del definitivo fracaso en
que consistían las relaciones intrafamiliares. Lo leía como un creyente
debe leer su canon particular, y me apasionaba y me interesaba por
deducir de su carta al padre elementos que me guiaran en el camino de
indignación denunciada por la metáfora que yo había emprendido con mis
escritos y con los libros que más disfrutaba leyendo.
Por todo esto, ver mis patitas de color oscuro y nacarado brillante no
me hizo sentir terror ni tampoco otros sentimientos opresivos. Muy por
el contrario, excitó todos mis nervios y ardía en deseos de ver a mis
amigos y mostrarles con orgullo mi nueva vida de insecto y asustar a mi
estúpida novia con mi nueva condición.
Yo sabía que mis amigos, al verme, exclamarían palabras de asombro ante
mi nueva estampa y admiración por la tonalidad y consistencia de mi
nueva piel.
Sabía, asimismo, que mi novia se estremecería de horror y me
recriminaría el hecho de ser una persona tan variable de carácter y tan
mudable en mis convicciones y me saldría con un discurso de esos tan
comunes en ella que estaban adornados de ideas tales como "me quieres
explicar, Héctor, ¿cómo les digo yo a mis padres ahora que salgo con un
chico que se ha vuelto cucaracha?". "Esto lo haces para ponerme molesta,
estoy segura de ello, sólo lo haces para molestarme y molestar a mi
familia porque sabes que son gente normal, gente sencilla. Eres un
cabronazo, ¿lo sabías?"
Yo, que la escuchaba con paciencia, ahora redoblaría mi interés y
curiosidad y amor por el conocimiento, puesto que la escucharía con una
paciencia de cucaracha, y aquella era una modalidad desconocida por mí
que anhelaba experimentar de inmediato.
Con todas estas imaginaciones me excitaba, y sólo deseaba que llegara la
hora de levantarme y comenzar a ver y experimentar las reacciones de las
personas de mi entorno.
Me giré en la cama y, a diferencia de Samsa, sí que pude moverme; no
sólo esto, es que gozaba de una gran movilidad, hasta poseía cierto
swing natural en mis movimientos. Meneé un poco las caderas para ir
adaptándome del mejor modo posible a mi nueva fisiología, cuando entró
mi madre y nada más verme empezó: "¿Ya estás con tus estupideces?" Dado
que su exclamación resultó verdaderamente vibrante, se expandió por toda
la casa y llegó a oídos de mi padre que de inmediato vino presuroso a
ver qué nueva locura había emprendido su hijo. Pude oírlo cuando decía
"Este chico es la maldición de los D'Alessandro. Me va a matar a
disgustos. Dime, Héctor, ¿es lo que te has propuesto? ¿Es eso lo que
quieres? Matarme de un disgusto y matar a tu madre, a quien si matas
tampoco perdería demasiado el universo, pero, dime de una vez: pretendes
matarme con esta nueva actitud? ¿Por qué me haces esto?"
-¿Piensas tener ese aspecto durante mucho tiempo?" Intervino mi madre.
-No lo sé.
-Pues será mejor que vayas averiguándolo, porque esta tarde viene tu tía
y tu madrina y además viene el prometido de tu prima la mayor y no le va
a hacer ninguna gracia que estés así convertido en una cucaracha.
-Si es por esa gente -intervino mi padre- te puedes quedar así todo el
rato, su naturaleza de miserables insectos les impedirá advertir
cualquier variación, estarán en su ambiente. Yo te pido en cambio que lo
hagas por ti, por lo mejor de ti y porque esa parte mejor de ti me
demuestre que no deseas realmente atentar contra la vida de mi cuerpo
mortal.
Yo, sinceramente, quería contestarles pero entonces fue que cobré
conciencia de que mi atenazada boca estaba impedida de emitir sonidos.
Ni una sílaba salía de mi interior, solo un grave esfuerzo tozudo que se
resolvía en una impotencia muda y angustiosa.
No podía responder, mi único modo de contestación o protesta era mi sólo
aspecto desnudo y tibio, de oscuro insecto mudo y sigiloso, el furor de
mis cuerdas vocales se transformaba en una agitación rítmica de mis
patitas que parecía peinar mi cabeza sin pelo. Entendí entonces con
pensamientos que más que todo eran sensaciones, que ese que yo era
estaba en el fondo del cuerpo que me representaba y que los gestos
malinterpretados desde el mundo exterior serían durante un tiempo
indeterminado mi silencioso idioma y mi condenación a no entenderme
realmente nunca a fondo con otra persona.
Ese día lo pasé en la habitación oyendo cómo mis padres ante la
inalterabilidad de mi situación llamaban a todos los conocidos y
parientes, amigos (amigos suyos, se entiende, no a los míos a quienes
consideraban como a otras tantos graciosos capaces de hacer lo que yo
había hecho) e incluso a mi novia, con el objetivo de que al venir a mi
casa estuvieran advertidos sobre mi nueva y extraña condición.
Envuelto y protegido por mi piel de cucaracha pensé que no me aguardaba
un destino tan aciago dado que mis padres ahora renegaban pero,
conociéndolos como los conocía, sabía que con el paso del tiempo me
aceptarían. Quizás incluso se dedicaran, en alguna tarde hermosa, a leer
"La metamorfosis", no con el objetivo de agradarme sino de encontrar un
antídoto, pero era un comienzo en el compartir gustos y libros.
Mi novia se limitó aquel día a sentarse a un lado de la cama, a poner su
cabeza apoyada en gesto dramático sobre la palma de su mano izquierda y
con la mano libre me agarró una patita y no paró de llorar y gimotear
durante horas. No me consideraba, de ningún modo una víctima de alguna
enfermedad transformativa sino un maldito loco que de alguna manera
había buscado esta estrafalaria situación. A mi me gustó mucho cuando
dijo que una vida entera a mi lado en estas condiciones sería dura pero
que su amor por mi se lo permitiría. El placer dulce y tibio de rodear
su cuerpo algodonoso y tocar su culito me reconciliaba con su persona y
me permitía tolerarla. Yo quería más a su culito que a ella, pero
aquella era una forma del amor.
Para cuando llegaron mis amigos, festivos, con sándwiches y bebidas para
celebrar mi nueva y extraña condición, mi madre ya tenía ecuménicamente
diseminada la versión oficial. Todo se trataba de una moda o costumbre
de los jóvenes de nuestra época. Mi novia no sabía muy bien a qué
atenerse, yo no lograba colar ninguna opinión desde dentro de mi prisión
corporal cucarachesca. Mis amigos inventaron un sistema de comunicación:
un movimiento de patita “sí”, dos movimientos “no” y se echaron a reír
como descocidos, revolcándose por el suelo de la habitación. Para ese
momento fue que llegó toda mi parentela y asomaron sus cabezas en orden
y con miedo por el marco de la puerta de mi dormitorio y miraba a mis
amigos y a mi llorosa novia y a mí con cierto recelo, pena, asco y
animadversión. En el fondo quizás, recuerdo que pensé, disfrutan
viéndome convertido en la clase de insecto que siempre me han
considerado, sólo el terror ancestral que este tipo de conversión les
infundía me llenaba de cierto efímero poder bastante inútil.
En los días sucesivos, mi madre iba convenciendo con denuedo a todo el
que se le pusiera delante que aquello que yo hacía comportándome de ese
modo era muy propio de los jóvenes en la actualidad.
Mi padre por las noches intentaba convencerla de que tenía algún tipo de
enfermedad cerebral, que sólo a una redomada imbécil se le habría
ocurrido un argumento más estúpido. Ella insistía en que no, que aquel
era un argumento que acabaría convenciendo a todos; adquiría, incluso,
mientras lo defendía, cierto aire heroico y algo mesiánico. “La gente no
se entera de nada”, decía envuelta en una aureola nietzscheana, filósofo
cuya obra no conocía pero de quien afirmaba que “nos había separado”, a
ella y a mi. Mi padre la escuchaba con relativa indiferencia y ponía la
boca torcida en gesto de desdén y desprecio. Le decía que era una
imbécil y una subnormal y que si ese era el resultado de su trabajo
neuronal mejor sería que le ahorrara más abortos cerebrales al mundo
suicidándose a la primera ocasión en que tuviera oportunidad de hacerlo.
Yo había aprendido a rasguñar trocitos de queso con mis patitas y mi
boca queratinosa y los observaba y los escuchaba desde una repisa en la
que me habían instalado en el comedor a una cierta altura a salvo de las
inesperadas pisadas de algún paseante distraído. Mi madre no se inmutaba
y le replicaba que una madre aceptaba a un hijo adoptara la forma que
este adoptara y lo defendería aunque le costara la vida y que aún siendo
yo un miserable cabrón ella me cuidaría, dándome quesito y miguitas de
pan mientras fuera necesario hacerlo y que por lo que respecta a lo que
mi padre, su marido, le decía, no le importaba una mierda y le
comunicaba que su mayor deseo era verlo morir muy pronto envuelto en los
mayores de los dolores y víctima de alguna violenta enfermedad que se lo
llevara para el otro barrio desagarrándolo internamente de un modo cruel
y especialmente sádico y que sólo le pedía a dios salud para ver y
disfrutar de aquella gozosa escena.
Estas palabras, bajo la sombra de mi nueva alma de cucaracha, no me
herían de ningún modo conocido por mí hasta entonces, todo lo contrario,
las escuchaba como un rumor lejano o como una transmisión lejana y
fallida de alguna emisora a punto de diluirse en el silencio.
Así transcurrían los días, mi novia me hacía visitas cada vez más
espaciadas, un día comentó como al pasar que tenía un amigo nuevo, y dos
días más tarde no vino a verme. Mi madre estranguló un gemido en su
garganta y se agarró a un periódico que por allí había y con grandes
voces, como para disimular, dijo que había que ver, las horribles
noticias que aparecían en la prensa, que cómo lo ponían a uno y a
continuación decretó que debíamos escuchar música. Estuvo aturdiéndome
un rato con tangos tristes violentos, con valses monótonos y música pop,
hasta que se fue a otra habitación y me dejó solo, pensando. Miré la
tarde, la monótona tarde azul que entraba por la ventana y respiré hondo
sabiendo que la tristeza era posible pero no inmutable, y me adormecí.
Para cuando desperté, tras una sudorosa siesta y como si un extraño
resorte espiritual se hubiera soltado en mi interior, recuperé la visión
de mis manos carnosas y delicadas. No supe si alegrarme o más bien
adaptarme a la resignación. Me estiré y al hacerlo sentí el crujir de
todos mis huesos humanos y experimenté también la sensación cierta de
que había crecido una enormidad en aquellos días como insecto.
Cuando entré en la cocina, devorado por el hambre de mis entrañas, en
busca de viandas y bebidas, mi madre se echó a llorar con toda la fuerza
de una tormenta. Me dijo que era ciertamente malvado, que lo que yo le
hacía no se le hacía a una madre. Así se estuvo un buen rato, hasta que
se cansó y volvió a su antigua actitud de rechazo y enojo, sólo que
ahora acompañada de cierto aturdimiento. Se acercó a la mesa del
teléfono, pude ver sus dudas expresadas en los complejos gestos de su
cara. Muy pronto comenzó el nuevo ciclo de llamadas diseminantes: una
nueva versión estaba en marcha.
–Si ven a Héctor cambiado, es sólo algo pasajero, continúa igual que
siempre.
Así fue que me convertí para siempre en un cucaracho, continué siéndolo
para mi familia, para los allegados por parte de mis padres, para mi ex
novia que ahora no se atrevía a decirle a su actual novio que me vendría
a ver porque decían que había vuelto a ser el de siempre. El paso que
había dado la había dejado definitivamente en una nueva acera y según su
modo de ser no podía volver atrás. Entendí de pronto que a muchas
personas, por no decir casi todas ellas, una vez que se definen de una
manera, les cuesta desdecirse y explorar otras vías, prefieren seguir en
el error antes que arriesgarse a cambiar. Entendí que mis padres no
tenían remedio más allá de la muerte, que yo no volvería a ser nunca el
que era y que eso me llenaba de entusiasmo y alegría. Vi a mis amigos
decepcionados durante dos días porque se les había acabado el juguete,
pero al final recuperaron la fuerza y la curiosidad que los
caracterizaba y ya estaban inventando nuevas jugadas para divertirnos
juntos. Un día conocí a una chica que me dijo que desde hacía tiempo me
quería conocer, que sabía que yo era el chico que durante unos cuantos
días había sido una cucaracha y que sólo con saber eso ya le bastaba
para querer conocerme y enamorarse de mí. Yo le pregunté si me seguiría
en mis locuras, si fuera necesario y ella me respondió que siempre
subiría la apuesta, entonces no necesité ver sus brillantes ojos, supe
sin saber cómo, igual que algunos personajes literarios y la mayoría de
la gente que puebla la existencia, que estaba rendido a sus pies, que
quería unas alas nuevas y volar con ella, que lamería sus pies y
mordería su espalda, que juntos brincaríamos por la noche en nuestra
aburrida e insípida ciudad. Supe que siempre había encontrado sentido a
todo lo pasado y ahora se lo encontraba más aún si cabe y me puse a
cantar. Canté una canción hermosa y triste y violenta, canté una canción
que me arrastrara en la noche, una canción hermosa y triste y violenta.
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