Noviembre
por Antonio Dabezies

Cuando amanecía noviembre llegó la campaña electoral al pueblo.

-Esta noche te necesitamos para pegar afiches, mudito -lo apalabró el petiso Real.

-¿Está loco usted? -el rengo Vidal ya estaba curado en salud-. ¿Y si al pegarlos los deja de contra? -preguntó recordando el incidente del agua bendita.

El mudo Benítez, de todas maneras, era independiente: para él las elecciones no significaban más que la plaza florecida de altavoces. Agarró como para el lado contrario; pero para mirar nomás, no como militante.

-Ahí viene Benítez -lo señaló una voz-. Le podríamos dar los volantes para anunciar el acto...

-¡Por favor! -la tía Micaela lucía una vincha partidaria-. Después de lo que pasé, más vale no pedirle nada...

El mudo Benítez optó por mantenerse neutral en el medio de la plaza. Se le sentó al lado el flaco Costa.

-¡Qué barullo, mudito! -se acomodó la melena y encendió un cigarro-. Pensar que se acuerdan del pueblo nada más que cada cinco años...

-Y usté... ¿para qué lado tira? -le preguntó el mudo Benítez, que desde que había recobrado el habla se había vuelto conversador.

-¿Yo? -el flaco Costa tiró el cigarro recién prendido y escupió el piso-. Yo no me ato ni a unos ni a los otros, mudito. Total.., son todos iguales.

El petiso Real se acercó desde el costado norte de la plaza.

-Flaco.., este año tenés que estar con nosotros.

-Dejá, Real, dejame en paz.

-Vas a ver... Cuando leas nuestro programa, te vas a embalar.

-Ya lo sé de memoria, Real.

-Pero, si no lo leíste...

-¿Pa'qué? Leí el de la otra elección... Oigo hablar al doctor todos los días... Leo el diario de ustedes... ¿Qué más?

-Sí, pero no has leído el programa.

-Andá... Los programas de ustedes son como los del cine del pueblo: cuando les llegan las latas, resulta que les cambiaron las películas.

El petiso Real dio por perdido el voto y le alcanzó una larga hoja al mudo Benítez.

-Es hora de que te vayas enterando, mudito, que me imagino que este año ya estás para votar.

-Pero, don Real... yo no sé leer.

-Ahí tenés: nuestro partido se propone enseñar a leer hasta a los mudos.

-A mí me alcanza con hablar, Real. Que para leer, prefiero mirar el río.

Del costado sur avanzó la tía Micaela.

-Nosotros te vamos a dar cultura, mudito.

-¿Alcanza eso para llegar al mar?

-Nuestro partido va a traer el mar al pueblo...

-¿Ya contrataron los camiones cisterna? -se mofó el petiso Real, que no abandonaba su puesto.

-¡No, bruto! -la tía Micaela era ducha en estas lides-. Para ustedes traer el mar será eso. Para nosotros es otra cosa: traeremos la cultura y la esperanza al pueblo... Acercaremos la capital, dejaremos de ser una provincia. El país todo tendrá su oportunidad.

El flaco Costa -al que le pareció haber oído eso en otro lado- invitó al mudo Benítez a escuchar a los Beatles. Pero el mudo Benítez agarró como para el puente, y ahí quedó escuchando el río. Al día siguiente, las paredes del pueblo amanecieron maquilladas de proclamas.

-Don Collazo, vaya preparando el sermón para el domingo.

-¡Shhh! ¡Hay que ser cautos, don Fermín! No olvide que mi posición no me permite embanderarme...

-Vamos, Padre, que es sólo un domingo cada tantos años...

El cura Collazo abrió sus brazos negros e hizo un gesto como de resignación.

-Déjeme a mí lo del sermón... Ocúpense ustedes de que el acto sea el más grande que recuerde el pueblo -insinuó.

-No le quepa la menor duda, Padre, lo será.

 

También el costado norte hervía en aprontes y proclamas.

-Esos bandidos se valen del cura otra vez -señaló el doctor Beracochea exigiendo silencio-. Tenemos que organizarnos para que no suceda lo de la otra vez...

-¿Y cómo? Convenza usted a las mujeres de que no vayan a misa... Llega esta época y los sermones parecen discursos. Ahí los tiene: ¡hasta abren el club al lado de la iglesia!

-No debemos acobardarnos -insistió desde su traje el doctor Beracochea-. También nosotros tenemos nuestras zonas de influencia...

Para consternación del flaco Costa, la vitrola del Social Deportivo no deja oír otra cosa que canciones partidarias. En la cantina se usaban de posavasos discos con el número de la lista indicada. Desde la puerta a la plaza se tendió un enorme pasacalles vaticinando otra victoria. El mismo doctor Beracochea encabezó la comitiva que visitó a la patrona Eugenia.

-Señora -carraspeó-. Usted comprenderá la importancia de su gestión y la de sus pupilas...

-Usted la vez pasada me prometió la exoneración de los impuestos...

-Bueno, ya lo sabe, el suyo es un caso difícil...

-Sí, Doctor; pero cuando llegó la caravana de la victoria, se echaron dos discursos... y se mandaron mudar para otro pueblo.

-Este año pernoctarán en el pueblo, señora, tenga usted mi palabra.

El rengo Vidal se arrimó a la Rosita, que escuchaba todo en silencio.

-Usté ya sabe a quién votar... ¿verdá m'hija?

-Saque las manos, Vidal, que yo no soy una urna.

-Sí, pero ya vamos a ver en el cuarto secreto...

 

Del lado sur llovían propuestas:

-Habría que conseguirle un empleo al petiso Real, y ya vamos a ver si se queda con ellos.

-¡Y la rubia Robledo! ¡Ese es un caso increíble! -la vieja Jacinta se santiguó con gesto tembleque-. Una mujer culta como ella... ¡y tan simpática! ¿No podríamos tenerla con nosotros?

-Es un caso perdido, Doña, esa mujer no tiene salvación. Y con ella no hay empleo que valga.

-¿Y al rengo Vidal? Si ganamos la Municipalidad, lo podríamos colocar aquí mismo en el pueblo...

-No perdamos tiempo en esos imposibles -aconsejó don Fermín sirviendo otra a los presentes-. Debemos concentrarnos en los indecisos. Ahí tenemos al flaco Costa, al mudo Benítez, a la gorda Rosana...

-Al agente Camacho... ¡Y hasta a la patrona Eugenia!, ¿por qué no?

-Un voto es un voto -remató la tía Micaela, haciendo a un lado sus prejuicios.

 

Llegó el día: las dos caravanas arribaron al pueblo con apenas minutos de diferencia. Traían en sus ruedas barros de la patria entera. Prometían desde sus ventanillas fogosas oratorias. Auguraban desde sus pancartas la victoria segura.

La plaza se hizo una democrática trinchera: de norte a sur y de sur a norte, cruzaron consignas y canciones buscando el voto. Al centro, el Fundador agradecía a los oídos de bronce su imperturbable imparcialidad. Desde su pedestal, se podría asegurar que sonrió recordando pasadas lides resueltas de otra manera.

-Los tiempos han cambiado -dijo la estatua.

-¿Habló usted, Costa? -preguntó el mudo Benítez que, con el aludido, buscaba la neutralidad del centro de la plaza.

-Yo no, mudito.

-Dije que los tiempos han cambiado... -insistió el Fundador con su voz metálica.

Al mudo Benítez le recorrió un temblor.

-Perdonemé, Costa... pero es la estatua la que está hablando.

El flaco Costa miró el bronce, y le pareció que hasta guiñaba su ojo sin pupila.

-En mis tiempos, las elecciones se arreglaban de otra manera-insistió aún el Fundador.

-iFa! ¡Lo que faltaba! -se indignó el flaco Costa parándose para irse-. Con tanta pavada que se está oyendo estos días, lo único que faltaba que este viejo nos cuente su historia.

El Fundador se ofendió y su bronce se volvió silencio. De todas maneras, si hubiera vuelto a hablar, hubiera tenido que gritar para hacerse escuchar: en ambos lados de la plaza comenzaron los actos en forma simultánea. Cada molécula de aire se cargó de proclamas.

-Nuestro partido dará al pueblo épocas que nunca ha conocido... -vociferó alguien del norte.

-¡Es hora de acabar con la corrupción! -gritaron las voces del sur-. ¡La justicia llegará por nuestras manos!

El flaco Costa se fue tapándose los oídos. El mudo Benítez escuchó encendidas frases sin distinguir a ciencia cierta de dónde venían.

-Traeremos energía... ¡La energía cambiará la imagen de todo el pueblo!

El mudo Benítez fue a enchufar el espejo de la farmacia, pero la energía no mejoró su imagen.

-No nos guiamos por modelos foráneos... ¡Es hora de dar a la patria lo que manda nuestra sangre!

-¡Las urnas, y nada más que las urnas, dirán cuál es el partido que el pueblo necesita!

Entonces sucedió lo previsible: en el entusiasmo, los encargados de los altavoces dieron tanta potencia a sus aparatos que las consignas de su partido se oían del otro lado de la plaza, y viceversa. Así la tía Micaela se encontró escuchando la encendida oratoria del doctor Beracochea, y el petiso Real hasta aplaudió al diputado del otro partido.

-¡Ese es un líder!!! -gritó entusiasmado, creyendo que era de los suyos.

-Nuestro orador habla mejor que el doctor Beracochea -aseguró la vieja Jacinta, que estaba escuchando precisamente al doctor Beracochea.

El rengo Vidal, apoyado en su pierna más larga, agitaba una pancarta entusiasmado con las palabras del líder contrario. El cura Collazo lanzó vivas encendidos cuando su rival de siempre anunció la victoria. El fervor partidario fue creciendo palabra a palabra sin que nadie reparara en la confusión, tan fuertes eran los aplausos.

Y todo hubiera seguido así, si no fuera porque -con los últimos discursos- llegó la hora de denostar a los rivales. Cada mitin escuchó asombrado cómo de su lado se oían virulentas diatribas contra sus propios líderes. Primero hubo estupor: los aplausos se cortaron y las miradas se cruzaron. Después hubo indignación, y algunos levantaron el puño contra el orador de su tribuna, creyendo que de ahí venían los ataques.

-¡No puede ser que nuestro diputado se haya cambiado de bando! -gritó la tía Micaela quitándose la vincha con rabia.

-¡Traidor! -le gritaba el petiso Real al doctor Beracochea-. ¡Nunca hubiera esperado esto de usted, doctor!

-¡Se están burlando de nuestra confianza! -aseguró el cura Collazo remangándose la sotana.

-¡El clero nos ha infiltrado! -gritó el rengo Vidal-. Real, vos andá a arreglar cuentas con los del otro lado, que yo me ocupo de poner en vereda al doctor.

-¡Esto no puede quedar así!

En el centro de la plaza se encontraron indignados partidarios de uno y otro lado, y comenzó la gresca al tiempo que eran súbitamente bajados de sus estrados los confundidos oradores. Volaron pancartas y carteles. Hombres y mujeres participaban por igual de tan democrática contienda. Los bancos fueron sacados de sus sitios, y las flores de los canteros pisadas sin distinción de colores.

-¡Sabandijas! -a la vieja Jacinta se le había deshecho el moño-. ¡Ni a los palos van a ganar las elecciones!

-¡Las ideas no entran por la cabeza! -gritó alguien con la frente abierta de una pedrada.

-¡No los dejen escapar! -dejó escapar otra voz entre gemidos-. ¡Van a ir a votar con las manos vendadas!

-¡Ganarán las elecciones.., pero venderemos cara nuestra derrota!

Los forasteros de una y otra caravana de la victoria intentaron ganar sus ómnibus aunque perdieran los votos. El caos era total. La plaza toda una batalla campal.

Hasta que llegó el Comisario y las fuerzas del orden. Se oyeron varios tiros al aire.

-¡Qué elecciones ni qué joder! ¡Agente Camacho! ¡Agente Rodríguez! ¡Me los arrestan a todos!!!

Los heridos, primero, los magullados después, los pocos que restaban sanos al final, fueron cayendo uno a uno en las redes de la autoridad.

-¡Se acabó la juerga! -vociferó el Comisario cuando estuvieron todos detenidos-. ¡Aquí ya hubo suficiente relajo!

Revólver en mano, el Comisario se sintió dueño de la situación.

-Ya armaron suficiente barullo con eso de la política. ¡Se acabó la farra! Se me van cada uno para su casa... y nada de seguir jodiendo con eso de los votos. Aquí ya hubo política suficiente... ¡Se acabaron las elecciones!

 

Y, aunque parezca mentira, desde esa vez ya nadie volvió a votar en el pueblo.

por Antonio Dabezies

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