Noviembre |
Cuando
amanecía noviembre llegó la campaña electoral al pueblo. -Esta
noche te necesitamos para pegar afiches, mudito -lo apalabró el petiso
Real. -¿Está
loco usted? -el rengo Vidal ya estaba curado en salud-. ¿Y si al pegarlos
los deja de contra? -preguntó recordando el incidente del agua bendita. El
mudo Benítez, de todas maneras, era independiente: para él las
elecciones no significaban más que la plaza florecida de altavoces. Agarró
como para el lado contrario; pero para mirar nomás, no como militante. -Ahí
viene Benítez -lo señaló una voz-. Le podríamos dar los volantes para
anunciar el acto... -¡Por
favor! -la tía Micaela lucía una vincha partidaria-. Después de lo que
pasé, más vale no pedirle nada... El
mudo Benítez optó por mantenerse neutral en el medio de la plaza. Se le
sentó al lado el flaco Costa. -¡Qué
barullo, mudito! -se acomodó la melena y encendió un cigarro-. Pensar
que se acuerdan del pueblo nada más que cada cinco años... -Y
usté... ¿para qué lado tira? -le preguntó el mudo Benítez, que desde
que había recobrado el habla se había vuelto conversador. -¿Yo?
-el flaco Costa tiró el cigarro recién prendido y escupió el piso-. Yo
no me ato ni a unos ni a los otros, mudito. Total.., son todos iguales. El
petiso Real se acercó desde el costado norte de la plaza. -Flaco..,
este año tenés que estar con nosotros. -Dejá,
Real, dejame en paz. -Vas
a ver... Cuando leas nuestro programa, te vas a embalar. -Ya
lo sé de memoria, Real. -Pero,
si no lo leíste... -¿Pa'qué?
Leí el de la otra elección... Oigo hablar al doctor todos los días...
Leo el diario de ustedes... ¿Qué más? -Sí,
pero no has leído el programa. -Andá...
Los programas de ustedes son como los del cine del pueblo: cuando les
llegan las latas, resulta que les cambiaron las películas. El
petiso Real dio por perdido el voto y le alcanzó una larga hoja al mudo
Benítez. -Es
hora de que te vayas enterando, mudito, que me imagino que este año ya
estás para votar. -Pero,
don Real... yo no sé leer. -Ahí
tenés: nuestro partido se propone enseñar a leer hasta a los mudos. -A
mí me alcanza con hablar, Real. Que para leer, prefiero mirar el río. Del
costado sur avanzó la tía Micaela. -Nosotros
te vamos a dar cultura, mudito. -¿Alcanza
eso para llegar al mar? -Nuestro
partido va a traer el mar al pueblo... -¿Ya
contrataron los camiones cisterna? -se mofó el petiso Real, que no
abandonaba su puesto. -¡No,
bruto! -la tía Micaela era ducha en estas lides-. Para ustedes traer el
mar será eso. Para nosotros es otra cosa: traeremos la cultura y la
esperanza al pueblo... Acercaremos la capital, dejaremos de ser una
provincia. El país todo tendrá su oportunidad. El
flaco Costa -al que le pareció haber oído eso en otro lado- invitó al
mudo Benítez a escuchar a los Beatles. Pero el mudo Benítez agarró como
para el puente, y ahí quedó escuchando el río. Al día siguiente, las
paredes del pueblo amanecieron maquilladas de proclamas. -Don
Collazo, vaya preparando el sermón para el domingo. -¡Shhh!
¡Hay que ser cautos, don Fermín! No olvide que mi posición no me
permite embanderarme... -Vamos,
Padre, que es sólo un domingo cada tantos años... El
cura Collazo abrió sus brazos negros e hizo un gesto como de resignación. -Déjeme
a mí lo del sermón... Ocúpense ustedes de que el acto sea el más
grande que recuerde el pueblo -insinuó. -No
le quepa la menor duda, Padre, lo será. También
el costado norte hervía en aprontes y proclamas. -Esos
bandidos se valen del cura otra vez -señaló el doctor Beracochea
exigiendo silencio-. Tenemos que organizarnos para que no suceda lo de la
otra vez... -¿Y
cómo? Convenza usted a las mujeres de que no vayan a misa... Llega esta
época y los sermones parecen discursos. Ahí los tiene: ¡hasta abren el
club al lado de la iglesia! -No
debemos acobardarnos -insistió desde su traje el doctor Beracochea-.
También nosotros tenemos nuestras zonas de influencia... Para
consternación del flaco Costa, la vitrola del Social Deportivo no deja oír
otra cosa que canciones partidarias. En la cantina se usaban de posavasos
discos con el número de la lista indicada. Desde la puerta a la plaza se
tendió un enorme pasacalles vaticinando otra victoria. El mismo doctor
Beracochea encabezó la comitiva que visitó a la patrona Eugenia. -Señora
-carraspeó-. Usted comprenderá la importancia de su gestión y la de sus
pupilas... -Usted
la vez pasada me prometió la exoneración de los impuestos... -Bueno,
ya lo sabe, el suyo es un caso difícil... -Sí,
Doctor; pero cuando llegó la caravana de la victoria, se echaron dos
discursos... y se mandaron mudar para otro pueblo. -Este
año pernoctarán en el pueblo, señora, tenga usted mi palabra. El
rengo Vidal se arrimó a la Rosita, que escuchaba todo en silencio. -Usté
ya sabe a quién votar... ¿verdá m'hija? -Saque
las manos, Vidal, que yo no soy una urna. -Sí,
pero ya vamos a ver en el cuarto secreto... Del
lado sur llovían propuestas: -Habría
que conseguirle un empleo al petiso Real, y ya vamos a ver si se queda con
ellos. -¡Y
la rubia Robledo! ¡Ese es un caso increíble! -la vieja Jacinta se
santiguó con gesto tembleque-. Una mujer culta como ella... ¡y tan simpática!
¿No podríamos tenerla con nosotros? -Es
un caso perdido, Doña, esa mujer no tiene salvación. Y con ella no hay
empleo que valga. -¿Y
al rengo Vidal? Si ganamos la Municipalidad, lo podríamos colocar aquí
mismo en el pueblo... -No
perdamos tiempo en esos imposibles -aconsejó don Fermín sirviendo otra a
los presentes-. Debemos concentrarnos en los indecisos. Ahí tenemos al
flaco Costa, al mudo Benítez, a la gorda Rosana... -Al
agente Camacho... ¡Y hasta a la patrona Eugenia!, ¿por qué no? -Un
voto es un voto -remató la tía Micaela, haciendo a un lado sus
prejuicios. Llegó
el día: las dos caravanas arribaron al pueblo con apenas minutos de
diferencia. Traían en sus ruedas barros de la patria entera. Prometían
desde sus ventanillas fogosas oratorias. Auguraban desde sus pancartas la
victoria segura. La
plaza se hizo una democrática trinchera: de norte a sur y de sur a norte,
cruzaron consignas y canciones buscando el voto. Al centro, el Fundador
agradecía a los oídos de bronce su imperturbable imparcialidad. Desde su
pedestal, se podría asegurar que sonrió recordando pasadas lides
resueltas de otra manera. -Los
tiempos han cambiado -dijo la estatua. -¿Habló
usted, Costa? -preguntó el mudo Benítez que, con el aludido, buscaba la
neutralidad del centro de la plaza. -Yo
no, mudito. -Dije
que los tiempos han cambiado... -insistió el Fundador con su voz metálica. Al
mudo Benítez le recorrió un temblor. -Perdonemé,
Costa... pero es la estatua la que está hablando. El
flaco Costa miró el bronce, y le pareció que hasta guiñaba su ojo sin
pupila. -En
mis tiempos, las elecciones se arreglaban de otra manera-insistió aún el
Fundador. -iFa!
¡Lo que faltaba! -se indignó el flaco Costa parándose para irse-. Con
tanta pavada que se está oyendo estos días, lo único que faltaba que
este viejo nos cuente su historia. El
Fundador se ofendió y su bronce se volvió silencio. De todas maneras, si
hubiera vuelto a hablar, hubiera tenido que gritar para hacerse escuchar:
en ambos lados de la plaza comenzaron los actos en forma simultánea. Cada
molécula de aire se cargó de proclamas. -Nuestro
partido dará al pueblo épocas que nunca ha conocido... -vociferó
alguien del norte. -¡Es
hora de acabar con la corrupción! -gritaron las voces del sur-. ¡La
justicia llegará por nuestras manos! El
flaco Costa se fue tapándose los oídos. El mudo Benítez escuchó
encendidas frases sin distinguir a ciencia cierta de dónde venían. -Traeremos
energía... ¡La energía cambiará la imagen de todo el pueblo! El
mudo Benítez fue a enchufar el espejo de la farmacia, pero la energía no
mejoró su imagen. -No
nos guiamos por modelos foráneos... ¡Es hora de dar a la patria lo que
manda nuestra sangre! -¡Las
urnas, y nada más que las urnas, dirán cuál es el partido que el pueblo
necesita! Entonces
sucedió lo previsible: en el entusiasmo, los encargados de los altavoces
dieron tanta potencia a sus aparatos que las consignas de su partido se oían
del otro lado de la plaza, y viceversa. Así la tía Micaela se encontró
escuchando la encendida oratoria del doctor Beracochea, y el petiso Real
hasta aplaudió al diputado del otro partido. -¡Ese
es un líder!!! -gritó entusiasmado, creyendo que era de los suyos. -Nuestro
orador habla mejor que el doctor Beracochea -aseguró la vieja Jacinta,
que estaba escuchando precisamente al doctor Beracochea. El
rengo Vidal, apoyado en su pierna más larga, agitaba una pancarta
entusiasmado con las palabras del líder contrario. El cura Collazo lanzó
vivas encendidos cuando su rival de siempre anunció la victoria. El
fervor partidario fue creciendo palabra a palabra sin que nadie reparara
en la confusión, tan fuertes eran los aplausos. Y
todo hubiera seguido así, si no fuera porque -con los últimos discursos-
llegó la hora de denostar a los rivales. Cada mitin escuchó asombrado cómo
de su lado se oían virulentas diatribas contra sus propios líderes.
Primero hubo estupor: los aplausos se cortaron y las miradas se cruzaron.
Después hubo indignación, y algunos levantaron el puño contra el orador
de su tribuna, creyendo que de ahí venían los ataques. -¡No
puede ser que nuestro diputado se haya cambiado de bando! -gritó la tía
Micaela quitándose la vincha con rabia. -¡Traidor!
-le gritaba el petiso Real al doctor Beracochea-. ¡Nunca hubiera esperado
esto de usted, doctor! -¡Se
están burlando de nuestra confianza! -aseguró el cura Collazo remangándose
la sotana. -¡El
clero nos ha infiltrado! -gritó el rengo Vidal-. Real, vos andá a
arreglar cuentas con los del otro lado, que yo me ocupo de poner en vereda
al doctor. -¡Esto
no puede quedar así! En
el centro de la plaza se encontraron indignados partidarios de uno y otro
lado, y comenzó la gresca al tiempo que eran súbitamente bajados de sus
estrados los confundidos oradores. Volaron pancartas y carteles. Hombres y
mujeres participaban por igual de tan democrática contienda. Los bancos
fueron sacados de sus sitios, y las flores de los canteros pisadas sin
distinción de colores. -¡Sabandijas!
-a la vieja Jacinta se le había deshecho el moño-. ¡Ni a los palos van
a ganar las elecciones! -¡Las
ideas no entran por la cabeza! -gritó alguien con la frente abierta de
una pedrada. -¡No
los dejen escapar! -dejó escapar otra voz entre gemidos-. ¡Van a ir a
votar con las manos vendadas! -¡Ganarán
las elecciones.., pero venderemos cara nuestra derrota! Los
forasteros de una y otra caravana de la victoria intentaron ganar sus ómnibus
aunque perdieran los votos. El caos era total. La plaza toda una batalla
campal. Hasta
que llegó el Comisario y las fuerzas del orden. Se oyeron varios tiros al
aire. -¡Qué
elecciones ni qué joder! ¡Agente Camacho! ¡Agente Rodríguez! ¡Me los
arrestan a todos!!! Los
heridos, primero, los magullados después, los pocos que restaban sanos al
final, fueron cayendo uno a uno en las redes de la autoridad. -¡Se
acabó la juerga! -vociferó el Comisario cuando estuvieron todos
detenidos-. ¡Aquí ya hubo suficiente relajo! Revólver
en mano, el Comisario se sintió dueño de la situación. -Ya
armaron suficiente barullo con eso de la política. ¡Se acabó la farra!
Se me van cada uno para su casa... y nada de seguir jodiendo con eso de
los votos. Aquí ya hubo política suficiente... ¡Se acabaron las
elecciones! Y, aunque parezca mentira, desde esa vez ya nadie volvió a votar en el pueblo. |
por Antonio Dabezies
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