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Recuerdos de Treinta y Tres - Serafín J. García

por Julio C. da Rosa

 
 

El día que uno cualquiera de los muchos que deben andar con ganas, se decida a iniciar juicio contra el autor de estas notas por ciertos atentados de lesa literatura, el primer culpado que habrá de comparecer -y a este respecto no puede caber la menor duda- será don Serafín J. García. Tan convencidos estamos de ello, que ya nos perece verlo entrar a la sala de audiencias. oliendo a Parao, con su tranquito yergarense, su mirada "p'adentro", echando mano al "rumbero de la libertá", al verse rodeado de "milicos albitrarios" y "jueces prepotentes". Sentarse luego en el banquillo y advertir a cuantos estén y no estén, que "debe tranquiar muy dispacio" el que quiera librarse de alguna rodada". Para levantarse en seguida y ponerse a gritar, como en sus mejores tiempos: "¡Juera de aquí, manga e'trompetas! ¡No esperen que los saque a rebencazos!"; cuando al tiempo que un milico le "pela" talero y "cabo e-guampa", su mirada tropieza con la estampa desafiante del fiscal, que allá en el otro extremo se apresta a iniciar el ataque, enarbolando unos cuantos números del periódico "La Tarde", a modo de "cuerpo del delito".

En aquellas hojas vieron la luz -allá por 1933 y 1934- los versos que luego habrían de integrar "tracuruses". Por esa misma época andábamos nosotros tratando de apechugar con aquella advertencia de José Ingenieros, que vuelta a vuelta

desenfundábamos para reforzar discursos y proclamas, que sentenciaba (sin apelación, porque no había tiempo, pues las papas quemaban), que "juventud sin rebeldías es servilismo precoz". Aparte alguna parábola glosada, Rodó nos quedaba grande; "Ariel" se nos escapaba, por más esfuerzos que hiciéramos en "clavarle el diente", ganoso pero chambón. Necesitábamos algo más concreto, más directo al blanco. Fue cuando vino a "nos" aquel "pan nuestro de cada día" que, con el nombre de "Moralidades Actuales", inventó para colmo de las nuestras y de todas las hambres juveniles, un tal Rafael Barret. Pan de pólvora fue aquél, que apenas tragábamos, salíamos echando fuego por ojos, bocas y lápices. De ahí los incendios fenomenales que vuelta a vuelta andábamos provocando con la más ingenua composición primaveral en las clases de Idioma Español; y si no los provocábamos en las de Física y Matemáticas, era porque allí nada ardía, como no fuera algún deficiente en el fondo del alma más apagada. "Buscad el origen o el resultado de vuestra felicidad, y encontraréis la desgracia ajena". le pusimos cierta vez (sin comillas) a don Héctor Cutinella en una composicioncita creemos que sobre las flores o el primer día de clase. Por todo comentario él entrecomilló, abrió un paréntesis, puso R.B. y lo cerró. Le constaba al más lerdo de los "iniciados", que las iniciales no aludían ni en broma a un caritativo Regular Bueno, sino al causante de nuestra fiebre dinamitera.

Pero es inútil: cuando por adentro al hombre algo le cosquillea, le pica, le arde, le raspa, le punza o le duele, el hombre necesita cantar. Mejor dicho, cantarse. O sentirse cantar. Después de la de las plumas, debe ser ésta la mía importante diferencia entre el hombre y el pájaro. El pájaro canta él, si sabe, o se le importa un comino -y hasta le fastidia- el canto de los otros pájaros que no sean de la misma familia. El hombre no. Sepa o no sepa cantar, necesita del canto. Y mal o bien, canta (se canta), o se hace cantar. Sea por un amor ganado o por un amor perdido; por una condena o por una indulgencia; por el nacimiento de un hijo o por la muerte de la madre; por rabia, alegría o tristeza; hambre o hartazgo, rebeldía o sumisión. A veces canta llorando; pero canta siempre.

Pues nosotros andábamos con aquella carga bárbara adentro, que nos habían ido acumulando las "Moralidades" de Barret. Nos picaba, nos ardía, nos escocía, nos dolía hondo, aquella carga. Nos hubiera explotado y hecho saltar en pedazos, si no hubiésemos podido cantárnosla u oído cantárnosla a tiempo. Pasó esto último, a falta (o mejor, para salvarnos) de lo otro. Cuando ya sin saber por dónde empezar, andábamos tratando de poder cantar, con resaltado desastroso, aparece el hombre que nos habría de sacar del apuro. Ese hombre fue "Machurita", un gurizote de Vergara por el que nadie hubiese ofertado dos cobres, hasta que "se le abrió el pecho".

¿Cuál fue para nosotros entonces, la mayor virtud de Serafín J. García? Para contestar esta pregunta, hay que decir antes lo que vamos a decir en seguida.

En materia poética, nosotros no podíamos disimular algo más que un simple entusiasmo por la poesía gauchesca: la absoluta seguridad de que no había nada que la superase. Repetíamos de memoria los diálogos contagiosos de salud moral de "Fausto"; recitábamos la mayor parte de las "versadas" irónicas, chispeantes de gracia criolla, zafadas a veces de "El Agregao"; cantábamos los melancólicos desconsuelos amorosos de "Paja Brava"; transitábamos palmo a palmo y noche a noche, las sobrecogedoras soledades pampeanas, el coraje sufriente y la irremediable orfandad de "Martin Fierro". Pero la verdad es que no teníamos cómo cantarnos ni dónde vernos cantada, la tremenda polvareda interior que nos había levantado aquel gringo criollo, en la que se mezclaban gritos de dolor con alarido, de entrevero; hediondos de podredumbre con clarinadas de amaneceres; lágrimas de compadecimiento universal con estallidos de universal indignación llamados a la humana solidaridad con invocaciones al ímpetu explosivo de la dinamita.

Pues vino Serafín J. García e hizo justamente lo que, sin saber exactamente de qué se trataba, nosotros estábamos esperando que alguien hiciera: cantó -y cantó en el único lenguaje que por entonces nos permitía seguir un canto desde sus primeras intenciones hasta sus últimos consecuencias- nada menos que aquellos nuestros apremios por "desfacer entuerto" y por "facer" de nuevo el orbe desde los cimientos basta la planchada. Y más, todavía: buscó ejemplos lugareños, casi con nombre y apellido departamentales, de esas injusticias monstruosas que desde quién sabe dónde y por qué, y vaya a saberse hasta cuándo y para qué ensucian el mundo de los hombres.
¿Qué más queríamos? Aquello nos enloqueció. Fue como un deslumbramiento. Tanto, que todo lo otro comenzó a parecernos incompleto. A Barret le faltaba el canto y el sabor criollo. A los poetas criollos les faltaba la pólvora barretiana. A uno y a otros les faltaba -naturalmente- el barro treintaitresino.

La virtud de Serafín, entonces, puede sintetizarse más o menos así: hundió las manos en la propia greda del Parao, la amasó un poco, le echó unas cuantas gotas de ajenjo, le colocó unos buenos fulminantes; luego medio la redondeé, la estuvo rimando por aquí y por allá, la adorné con flores de ceibo y sucará y comenzó a exponerla en los periódicos locales.

En 1935 apareció la primera edición de "Tacuruses". ¡Qué misterioso poder transfigurador el de un libro! Conocidos como nos eran en su mayor parte, los poemas parecían otros, allí. Recién nacidos, parecían; más brillantes, más lúcidos, mejor logrados. Era el influjo de ese mágico poder de la "institución libro"; el prestigio milenario del odre viejo, trasmitiéndose al paladar del nuevo vino.

Sin duda alguna -y no obstante el empuje de ejemplares como "Orejano", "Justicia", "Reclarando"; "Hembra"; "Cachimba", "Matrero", "Pulpería" y "Lechusa"- lo que provocó la avalancha de la preferencia pública local, fue esa especie de tetralogía criolla que integran "Ejemplo", "Hombrada", "Oración", "Venganza". Treinta y Tres y era muy chiquito todavía; sin embargo, ¡qué naturalmente supo asimilar ese viejo "machazo" que le colocó allí Serafín, sin decirle "agua va"! Un viejo que lo más tranquilamente llama a la hija que se ha "refalado" pero no la llama para nada de cuanto podía -y hasta debía- suponer Treinta y Tres entonces: ni para darle una paliza hasta dejarla por muerta, ni para echarla del rancho, ni siquiera para darle un consejo paternal al viejo estilo: la llama para justificar la actitud de la gurisa. Un viejo que, muerta ya la hija, ahora si hecha mano al rebenque pero es para desparramar el "carancherío" lengua sucia que le cae en bandada al rancho, y quedarse luego solito a velar el cadáver. Un viejo con agallas para encararse con el mismísimo "ser que nos gobierna", y sin mengua de los respetos debidos a sus inmensos poderes, refregarle en las propias barbas la llaga que lo consume, a modo de sangrante testimonio de la duda que lo desespera sobre su amor y su justicia eterna. Un viejo, en fin, que no se sentirá a mano con su propia conciencia de padre dispuesto a velar hasta el fin por la memoria de la hija, hasta encontrarse con el hombre que la mató y, a falta de "juerzas pa pegar un mangazo", desahogarse "encajándole" "una tunda e'palabras", "d'esas tundas que duelen mucho más que los tajos'".

Nunca nos explicamos por qué "Venganza" no integró, junto a los otros tres, la primera parte del libro, yendo a caer en medio de la segunda, rodeado de temas extraños. Debió haber quedado allá, junto a hermanos de sangre ("Ejemplo", "Hombrada", "Oración"); más cerca de sus primos carnales ("Orejano", "Justicia", "Castigo", "Esclarando", "Escarmiento", "Defensa"); y en lugar de su contrapariente "Separación"), más propio de la segunda parte. No es posible, ni siquiera arrimarse a la tercera parte; pues sólo con "Cachimba", "Matrero", "Pulpería" o "Lechuza", habría para cuatro o más notas. Los "Nuevos poemas" de ahora, no aparecían en la primera edición.

Leer "Tacuruses" y salir derechito a completar (para el libro) nuestras verseadas criollas (iniciadas al leer los primeros poemas de Serafín) contra el gobierno, la policía y los jueces; la injusticia, la desigualdad y la miseria; el sufrimiento, el hambre y el dolor; los ricos, los patrones y los curas, fueron dos cosas en una para nosotros. ¡Lástima que de tanta fronda no quede ya ni una hojita! ¡Y decir -con la mano en el corazón- que comparando entonces aquellos versos con los de "Tacuruses", sentíamos una tan profunda como sincera compasión por el triste rinconcito en que ellos o dejarían relegado al pobre Serafín, en el ámbito de la literatura departamental, primero; nacional, segundo; americana, tercero; y universal, cuarto y último!

Vinieron después los romances de "Tierra Amarga". Y claro: escribimos romances. ¿Y qué romances! Si no fuera porque de ellos no queda tampoco un solo testimonio vivo, ofreceríamos las pruebas. Vinieron después los cuentos de "En carne viva"; ¿que íbamos a hacer? Ya estábamos con el lápiz en la mano... nos pusimos a escribir cuentos. Pero con tal porfía, que "agachamos la cabeza" y la levantamos.., para escribir esta nota. Y como esta nota tenía que ser sincera, ella no podía eludir la influencia de de Serafín J. García y sus libros, sobre las nacientes de nuestra fluencia. De ahí su inevitable enredo en aquel juicio de que hablábamos antes.

Reconocemos, no es una noticia muy agradable que se diga, para darle a Serafín en estos instantes de las bodas de plata de su "Tacuruses", esta de su culpabilidad, (culposidad, según el Código Penal), en tamaña trasgresión de la norma establecida. Pero -créanoslo el coterráneo figurador de aquella pobre greda treintaitresina- esta noticia constituye uno de nuestros más gratos recuerdos del pago viejo.

Julio C. DA ROSA
Especial para Suplemento Dominical EL DIA - 1960
 

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