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A desacampaaar, a desacampaaar ... |
La Semana de Turismo es el final de la Gran Siesta Patria que comenzó el 23 de diciembre. Para que Ud. la aproveche es bueno recordar: Que la Semana de Turismo tiene 2 partes: de lunes a miércoles que es cuando la mayoría de nosotros trabajamos y sale el sol; de jueves a domingo que es cuando no trabajamos y entonces llueve. Según alguna ley de Murphy, en cambio, si uno logró la licencia y está acampando se da el fenómeno inverso. Llueve de lunes a jueves como si fuese en Macondo, los sapos se tutean con uno y el jueves nos volvemos picados, embarrados y griposos como si hubiésemos combatido en la jungla de Bataan. Además habremos perdido 3 latas de conserva que se fueron por la catarata de la carpa hacia el arroyo junto con la última bolsa de galletas. El jueves haremos un simposio y se decidirá el éxodo. Cuando ya todo esté empacado y la carpa deshecha aparecerá el sol |
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que esperamos tanto tiempo
y que no nos abandonará durante todo el camino de regreso. Es entonces
que agobiados,
húmedos y engripados nos solidarizamos con los caballos de la Doma. Sólo
ellos deben haber sufrido tanto en Turismo. Aunque, por lo menos, ellos
hicieron ejercicio. En cambio, lo nuestro no pasó de ser un mero juego
intelectual. ¿Acaso hay algo más intelectual que ir a buscar el agua no
potable, la oscuridad, las arañas y los bichos colorados luego que se
inventaron las casas con agua corriente y a salvo de alimañas? ¿No es
esa la verdadera vida al natural? —pensamos entre un estornudo
y otro— a la vuelta. De mientras hacemos el Balance de Nuestra
Experiencia
Intelectual:
a) La única vez en que
el cielo abrió un poquito y salimos a cazar, le disparamos (sin éxito,
claro) primero a una comadreja, luego a una sombra y finalmente a un peón
de estancia quien nos replicó con una pedrada con la que él, sí nos
acertó en plena frente.
b)
El arroyo que elegimos, aquel —pesquero— impresionante según
nos decían y que justificaba que hiciéramos a pie unos cuatro quilómetros
para instalar la carpa, nos dio de sus magras entrañas: un bagre (que
debió ser a transistor, por lo pequeño),
una rienda, dos bolsas de sal (vacías, claro). En cambio, este mismo
arroyo se comportó generosamente en ocasión de la tormenta cuando
compartió sus aguas (todas) con nosotros inundándonos la carpa que de
montículo pasó a ser trinchera.
c)
Las provisiones fueron escasas. Los diez quilos de carne que llevamos
hubiesen podido solucionar las cosas de no haber sido porque la garrafa se
quedó sin gas el primer día y no pudimos ubicar ni una rama que
estuviese seca. Por suerte, aquel peón se apiadó y nos prestó un
primus
y una gallina.
Era de buena madera el
paisano. La gallina también. Unos músculos aquella gallina que debieron
hacerla gladiadora o campeona de 400 mts.
vallas en su otra vida. Si era a juzgar por sus entrañas, aquella gallina
ni huevos debe haber puesto en su vida.
c) Rompimos la correa
del ventilador del coche. Tuvimos que fabricar una con nuestros cinturones.
Razón por la cual pasamos la semana sosteniéndonos los pantalones con
las manos.
d)
Pasamos la semana jugando a la escoba-chorizo, al ajedrez, a la batalla
naval, al
veo-veo,
las 20 preguntas, las películas. Nos contamos la historia de nuestras
vidas y creo que cuando ya no teníamos qué contarnos, decidimos volver
porque ya empezábamos todos a encontramos francamente desagradables.
Cuando nos trajeron la correa de repuesto, nos pusimos los pantalones y
nos fuimos. Sin hablarnos, claro. Creo que a esa altura ya nos habíamos
dicho todo lo que no debimos decirnos, como suele suceder.
Recuerdo que empujamos
la camioneta bajo el sol y sobre el barro, en cuesta arriba. Nos faltaban
los grilletes. Recordé a los obreros de las Pirámides, a los de Gran
Muralla China y hasta a los Barqueros del Volga.
La correa del ventilador funcionaba, pero de tanto encender el motor
ahogado habíamos gastado la batería. Finalmente, la camioneta comenzó a
hipar y moverse como si quisiese sacudirse toda el agua de la semana, tal
como un perro recién bañado. Lo hizo
y el motor comenzó a sonar tal cual recién salido de fábrica. Parecía Erik Kleiber dirigiendo Beethoven.
De pronto a aquella sinfonía de sublimes armonías se le agregó algo así
como una sierra que destrozaba los oídos. Era el aullido de una máquina
que lucha por su vida, que quiere huir desesperadamente pero no lo logra.
La camioneta se estaba hundiendo en el barro. Volvimos a descaminar los
cuatro quilómetros para buscar al gaucho de buena madera.
-Pa
esa camioneta se necesitan un par de bueyes, por lo menos.
-Y bueno, los llevamos
—le digo.
-Pero yo no tengo. El
que tiene es Fagúndez. Si no está
arando...
Acertaron. Estaba arando y era aquella manchita amarilla que estaba allá a lo lejos. Mientras llegábamos hasta él, volvió a llover y a salir el sol.
Tiritábamos como
enfermos de malaria, ya. Pero regresamos triunfales con el peón de
madera, Fagúndez y Peregino y Soñador, que así se llamaban muy tangueramente
el par de bueyes. Fagúndez y unas latas acanaldas
sacaron la camioneta. Cuando llegó el momento de pagar, rompimos el
mutismo y nos reunimos. Lo que no se logró reunir fue dinero. Entre la
gallina, el primus y el gaucho de
madera (de teca por lo caro que nos salió con su pulpería
"cinco estrellas") estábamos todos pelados. El Cacho Guerra
decidió que le pagaría con su escopeta.
-Total. No creo que
vuelva nunca más a hacer Turismo.
Y debe ser así nomás
porque cuando este año le propuse lo
primero que me preguntó fue:
-¿Seguís
teniendo la misma camioneta?
Cuando le contesté que sí
dio media vuelta y se fue sin despedirse, inexplicablemente. Lo he
llamado, pero el teléfono no contesta. ¿Estará enfermo? ¿O se habrá
ido de viaje? |
Cuque Sclavo
Cuque
contraataca
Colección Humores - editorial Fin de Siglo
Montevideo, 1994
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