Gustavo Adolfo Bécquer

por Osvaldo Crispo Acosta "Lauxar"

-I-

Es Gustavo Adolfo Bécquer el más querido y gustado entre los poetas del romanticismo español. Otros de sus predecesores y contemporáneos, como José de Espronceda, José Zorrilla y Ramón de Campoamor, gozaron en vida una celebridad ruidosa que el transcurso del tiempo ha ido acallando, mientras, al contrario, la fama de aquel sólo empezó tras su muerte, y lejos de menguar, después, aunque en el vulgo haya perdido mucho de su primera resonancia, fue siempre creciendo más y más entre las personas cultas. Ya las mujeres no cantan, como antes, la rima de las golondrinas y las madreselvas, pero la crítica estudia y valora cada vez más la obra entera del poeta.

Es poco lo que cuenta, y menos lo que se sabe, de su corta y obscura existencia. Nació en Sevilla, de familia andaluza, el 17 de febrero de 1836. Fueron sus padres José Domínguez Bécquer y Joaquina Bastida. El apellido Bécquer, de remoto origen alemán, probablemente Bécker en su forma primitiva, fue adoptado por su padre, que pudo recibirlo de sus abuelos de acuerdo con lo que era antigua costumbre española. Lo mismo hizo el poeta a su vez, suprimiendo el que le corespondía por su padre. Era éste pintor de escenas y tipos andaluces, que vendía a ingleses visitantes del lugar; de modo que sus cuadros, más que en España, han de conservarse en Inglaterra. El tuvo de su matrimonio siete u ocho hijos, todos varones; fueron el tercero y el cuarto de ellos Valeriano y Gustavo Adolfo, que se dedicaron al dibujo y la pintura aquél, y éste a la poesía.

Contaba Gustavo Adolfo pocos años cuando murió su padre, a los treinta y cinco de su edad, y, poco tiempo después, niño todavía, a la muerte de su madre, quedaba huérfano. Fue amparado, lo mismo que sus hermanos, por un tío de su madre, Juan de Vargas. Aprendió las primeras letras en el colegio de San Juan Abad, y en condición de huérfano pobre y de supuesto noble linaje, fue admitido, con beca del Estado, en el Colegio de Náutica (marzo de 1840), destinado a preparar pilotos de altura.

Allí había de ingresar a poco, y relacionarse íntimamente con él, Narciso Campillo, que fue uno de sus más queridos y constantes amigos. Se dice que, juntos, proyectaron cierto plan de novela a imitación de Walter Scott, desde luego sin ningún estudio, y que efectivamente compusieron un drama «espantable», Los Conjurados, para una fiesta escolar. Suprimida la escuela, Gustavo Adolfo fue recogido por su madrina, Manuela Monahay, señora culta y en posición económica desahogada, que había leído y poseía buenos y abundantes libros. En ellos encontró su ahijado provechoso caudal literario para su formación: fueron sus lecturas favoritas las odas horacianas traducidas por un sacerdote y la poesía de José Zorrilla, que, lo mismo aquéllas que ésta, le servirían de modelo en su iniciación poética. Recuerda Campillo el comienzo clásico de una epístola laudatoria en verso blanco. Los versos no son malos y no parecen de Bécquer:

más gratos que el murmullo de la fuente,

Muy más sabrosos que la miel hiblea,

me son, Narciso, tus hermosos versos.

(¿No los habrá inventado con generoso egoísmo, ya en la madurez, la vanidad jactanciosa del antiguo coautor de Los Conjurados?...)

Desde 1849 o 1850, durante dos años, asistió Bécquer, para ejercitarse en el dibujo, al taller de pintura que junto al Museo de Bellas Artes, dirigía Antonio Cabral Bejarano, «persona inolvidable por su talento, y tal vez más por su gracia, delicia de cuantos le trataban». Por natural deferencia de su madrina, dejó ese maestro para seguir el mismo aprendizaje bajo la dirección de su tío Joaquín Domingo Bécquer, y éste que supo y estimó la fuerte inclinación de su aprendiz a la poesía, lo indujo a que hiciera los estudios necesarios para dedicarse a ella, y le pagó unos cursos de latinidad.

En sus largas horas libres de poeta en ciernes, vivía entretanto su adolescencia, perdido en sueños. Dentro de la ciudad, los monumentos del pasado le hablaban de grandezas desvanecidas; en las afueras, la tierra ilimitada y el cielo abrían su alma a lo desconocido y lo infinito. Con su compañero Campillo paseaba en lancha por el Guadalquivir «entre márgenes cubiertas de álamos, sauces, palmas, cipreses y naranjos llenos de penetrantes perfumes de azahar y alumbrados por un sol de fuego o por la redonda y ancha luna, que hacía brillar el río como si fuera de plata»; y a través del campo solitario, siempre con su acompañante, iba a las ruinas de Itálica, y allí se entretenía «imaginando leyendas improvisadas, vagando por las gigantescas naves de la desierta catedral y contemplando en la sombra los sepulcros de sabios, santos o guerreros y las innumerables figuras de ángeles, vírgenes, profetas, salmistas, reyes y apóstoles en las hornacinas y en las vidrieras». El mismo Bécquer, ya hombre, recordaría, en la tercera de sus Cartas desde mi celda, las andanzas y los fantaseos de su edad vagabunda y quimérica. «La orilla del río ha sido siempre (en Sevilla), el lugar predilecto de mis excursiones» —escribe en La Venta de los Gatos.

No todo era, para él, disiparse en vanas imaginaciones. Una ambición de grandes empresas trabajaba su espíritu inseguro. Iba así componiendo, con la colaboración de Campillo, un poema heroico sobre La conquista de Sevilla, del que se dice que llegaron a terminar los tres primeros cantos. Tenían otro compañero de ilusiones y esperanzas, Julio Nombela, y decidieron los tres que Sevilla era campo demasiado estrecho para el ansia de gloria que los animaba y que sólo en Madrid, la capital del reino, podrían realizarla dignamente. No podían presentarse en ella con las manos vacías y resolvieron ponerse a trabajar de lleno, aparte cada uno, en la obra que debería abrirles el camino y darles, a los tres juntos, una fama repentina. Las composiciones que hicieran serían, y fueron, leídas y sometidas a juicio común, sea en casa de Campillo o de Nombela, y guardadas en cofre las que merecieran aprobación, para publicarlas reunidas cuando sonase para ellos la hora triunfal de su llegada a Madrid. Tuvieron pronto un centenar de poesías aprobadas. Era ya tiempo de partir, con ese talismán, a la conquista segura de la fortuna y de la gloria.

Regresó Nombela sin dificultades al seno de su familia madrileña; pero Bécquer tropezó con la natural resistencia de su madrina, que estaba dispuesta a protegerlo, como a un hijo, en su casa, para que se hiciera hombre de provecho con algún oficio productivo y le consentía el entretenimiento de su afición poética, pero no podía ni quería ayudarlo a que se extraviase, lejos de ella, al azar engañoso de una existencia inútil. Fue entonces afortunadamente más fuerte, en el futuro poeta, la audacia de su vocación que los consejos de la prudencia. Renunciando, con apariencias de ingratitud, a las ventajas materiales que le brindaba el afecto de la buena señora, y sin más recursos que el escaso dinero que le dio su tío Joaquín Domínguez Bécquer, emprendió el viaje que lo conduciría a la anhelada gloria a través de la miseria y de la muerte. Bien es verdad que la brillantez de una gran esperanza lo cegaba a las tribulaciones de su porvenir incierto. Gastada, en la galera y en las ventas del camino, una buena parte de su corto peculio, le quedaba, cuando estuvo en Madrid, apenas lo suficiente para pagarse dos meses de alojamiento en el cuartucho de una mala pensión amueblado con un catre, una mesa, dos sillas, una jofaina con pie de hierro, un jarro para agua y una cuba de zinc. Se hallaba así, a los diez y ocho años, (1854) hundido en la más sórdida realidad, sin poder valerse por sí mismo y sin probable socorro de nadie. Llegó después Campillo, con las poesías preparadas para imponerse a la admiración pública y prodigar, con las ganancias fabulosas de su venta, más que lo bastante a una existencia de lujo y derroche. Esta confianza en el libro que sería fuente inagotable de honor y de oro para los tres amigos se desvaneció en seguida como el humo en el viento. No había editor para los versos, ni pagaban por ellos nada las revistas que sólo excepcionalmente los admitían de autores renombrados.    

Se ignora lo que fue entonces de Bécquer. Un amigo, después actor y autor de teatro, Luis García Luna, también desafortunado poeta sevillano, a quien alojaba caritativamente, en su casa de huéspedes, una buena viuda llamada Soledad, lo vio gravemente enfermo y se lo llevó consigo a compartir la generosa compasión de esa mujer providencial. En su extrema pobreza, tuvo a lo menos la rara suerte de recibir cordiales atenciones de varias amas de hospedajes. Una de ellas se alternaba con su hija, que era peinadora, para velarlo durante las noches en el transcurso de una larga enfermedad. Se sabe por Ramón Rodríguez Correa que, pagado en jornales como obrero, pintó las decoraciones murales al fresco de una casa particular. Su desvalimiento decayó a extremos de miseria y él sufrió enfermedades que en varias oportunidades amenazaron su vida. Cuenta Campillo que lo vio, no sólo desaliñado sino desharrapado y sucio, como si fuera un mendigo, y tuvo que cederle, para que se calzara, sus botines viejos. A las penurias de esa época ha de referirse la rima LXV, que lamenta su abandono y su desesperación:

   Llegó la noche y no encontré un asilo;

Y  tuve sed ... Mis lágrimas bebí.

Y  tuve hambre... Los hinchados ojos

              Cerré para morir.

   ¿Estaba en un desierto, aunque a mi oído,

De las turbas, llegaba el ronco hervir?

Yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba

            Desierto para mí!

No se sabe cómo ni cuándo pasó del infortunio a un bienestar relativo. Es probable que, a falta de mejores recursos, trabajara entonces para el teatro, con traducciones y arreglos de piezas ligeras. Hizo algunas, más o menos originales, sin ninguna importancia, en colaboración con Luis García Luna y Ramón Rodríguez Correa entro los años 1856 y 1863.

Tenía, desde la época de su residencia en Sevilla, el proyecto de una magna Historia de los Templos de España, realizada por la colaboración de historiadores y poetas, pintores y escultores, arquitectos y arqueólogos y eruditos en toda materia. En ella se uniría, a la descripción de las iglesias y los conventos, reproducidos en láminas magistrales, un cuadro completo de la vida religiosa, con sus tradiciones, creencias, prácticas y cuanto más le concierne. Es probable que le haya inspirado esa idea El Genio del Cristianismo de Chateaubriand, conocido por la biblioteca de su madrina. En requerimiento de apoyo para esa empresa, era recibido en audiencia por los Reyes el 21 de junio de 1857. La impresión de la obra, que se repartía por entregas, fue lenta y quedó interrumpida en su primer volumen. En 1861 se fallaba un pleito contra los editores, que pretendían reducir el texto literario y modificar detalles en la presentación del libro. Bécquer no hizo, para éste, más que la introducción, un largo artículo sobre la Catedral de Toledo, San Juan de los Reyes, y varios dibujos, entre ellos, el más importante, de la portada.

Estando él enfermo de gravedad, Rodríguez Correa se dio a buscar, entre los papeles de su amigo, algo de que se pudiera obtener dinero para subvenir a sus necesidades, y así descubrió la primera de sus leyendas publicada, El Caudillo de las Manos Rojas, que apareció en el periódico La Crónica (mayo y junio de 1858).

Cuando ya no le era indispensable, porque disponía de otros recursos, le consiguieron, por fin, sus amigos un puesto de escribiente supernumerario en la Dirección de Bienes Nacionales. Aunque aburridas, no eran abrumadoras allí sus tareas; le sobraba para ellas el tiempo de oficina y él entretenía sus ratos de ocio con lecturas de Shakespeare y dibujos que hacía y daba a sus compañeros. Sorprendido una vez por el director, que se le acercó por la espalda cuando él trazaba, distraído unas figuras, a la pregunta del jefe: «¿Qué es eso?», contestó sin volverse ni sospechar quien lo interpelaba: «Psch... Esta es Ofelia, que deshoja su corona; este tío es un sepulturero» ... Perdió así el cargo inútil para él y para el Estado.

A ese tiempo (1858) corresponde lo que se cuenta de un amor imaginario con Julia Espín Colibrán[1]. Salía Bécquer de una enfermedad que lo tuvo postrado en cama con peligro de muerte. En su convalecencia hacía, con su amigo Nombela, que es quien informa sobre el caso, lentos paseos a pie, hacia las afueras de la ciudad, para ir poco a poco recobrando su quebrantada salud. Un día la ve el poeta asomada a un balcón e impresionado por su belleza, no sólo se detiene y se vuelve una y otra vez para contemplarla, sino que siempre rehace después, con ese propósito, el mismo camino. Tendrían ella entre diez y siete y diez y ocho años, y él unos veinte y dos. Se le brindan ocasiones de conocerla y tratarla, y él las rehúsa, porque no quiere perder, al contacto de una probable realidad prosaica, el sueño del amor imposible que lo arroba. Ella sería «su Julieta y su Ofelia de Shakespeare y su Carlota de Goethe». Julia Bécquer y Coghan, sobrina del poeta y además ahijada suya, confirma ese relato sorprendente y dice que ella fue precisamente bautizada con su nombre, Julia, en homenaje a su tocaya, por exigencia de su padrino. Julia Bécquer y Coghan ya anciana, tenía en su casa dos retratos apareados, uno del poeta y otro de Julia Espín Colibrán, hecho en Rusia, con dedicatoria de ésta «A mi bueno y querido amigo Correa recuerdo cariñoso de Julia Espín Colibrand». Según Nombela fue entonces cuando Bécquer empezó a escribir sus rimas amorosas (1858-1859) y «todas» ellas estarían inspiradas por ese amor ideal.

Contrasta con esta poética timidez amorosa lo que Francisco Giner de los Ríos cuenta de Bécquer. Habría éste andado en amores —que no serían puramente contemplativos— con cierta irlandesa mal entrazada, «ni bonita ni fea, ni inteligente ni vulgar», de revuelta cabellera «dorada cobriza», algo pariente de los Bécquer. Solía el poeta llevarla a comer a una pensión que tenía la esposa del pintor Antonio Gálvez, ex discípulo de Joaquín Domínguez Bécquer, reducido a restaurar viejos cuadros maltrechos. De esa pensión habría sido huésped el poeta y seguía siéndolo Giner de los Ríos, y allí era voz corriente que era esa «rubina» quien inspiraba «las más delicadas poesías del vate, los melancólicos acentos pesimistas de sus rimas impregnadas de lágrimas».    

Por otra parte recuerda Campillo que el autor de las rimas sentimentales y lastimeras gastaba sin miramientos, con mozas venales, hasta en la época de su extrema penuria económica todo el dinero que recibía por sus trabajos literarios.

A fines de 1860 apareció el diario El Contemporáneo, de tendencia radicalmente conservadora en época del más ominoso absolutismo. Lo funda y sostiene José Luis Albareda, «famoso en los anales de la cortesía, el desprendimiento, el amor y la elegancia, que había sido uno de los más afortunados pretendientes de Eugenia Montijo», futura emperatriz de Francia. Figura entre sus redactores Ramón Rodríguez Correa, y a instancias de éste, se llama a Bécquer en carácter de colaborador a sueldo fijo. En el primer número del periódico se publica la primera de las Cartas literarias a una mujer, a la que, en el transcurso de cinco años, siguen las más de sus leyendas, artículos sobre literatura y música, —entre ellos uno sobre el libro de Augusto Ferrán, La Soledad— las Cartas desde mi Celda y alguna rima, todo o casi todo anónimamente, con muchas crónicas y notas sobre política, teatro, fiestas sociales, etc. Mezclaba así, a las tareas profesionales del periodismo, su producción literaria. Se sabe, por sus Cartas desde mi celda, que frecuentaba las sesiones parlamentarias, y aunque no fuese muy dado a los ajetreos de la política, algo le interesarían ellos por su trato constante con sus compañeros en la redacción del diario. Rodríguez Correa, que es de los que mejor debían conocerlo, escribe que miraba «con predilección todo lo aristocrático e histórico» por su gusto artístico y su «miedo al vulgo ignorante.»

Lo histórico y lo aristocrático le servirían de lenitivo para las contrariedades y menesteres de su vulgar existencia. Veía aquello a la distancia y lo imaginaba, por eso, mejor que lo presente y lo inmediato. No significa esto que fuese un misántropo; tenía buenos amigos y era él mismo buen camarada. No desdeñaba las charlas en las mesas del Café Suizo ni los paseos de mayor concurrencia en la ciudad. Algunas de sus rimas lo presenta en salas de fiestas mundanas. Julia Bécquer y Coghan lo recuerda vestido ceremoniosamente de frac para las reuniones, y habitualmente de chaquet o levita con pantalón a rayas. Entre sus amigos debe señalarse particularmente a Ramón Rodríguez Correa, Narciso Campillo y Augusto Ferrán. De los dos primeros algo se ha dicho ya. Por mediación de Nombela conoció al tercero, que había residido mucho tiempo en Alemania, y en seguida escribió, para su libro de cantares La Soledad, un prólogo que se publicaría en El Contemporáneo el 20 de enero de 1861. Eran los tres más o menos bohemios y turbulentos. A Rodríguez Correa lo caracterizaban su buen humor placentero y la mordacidad satírica aplicada a la política; de todo hacía chanza y mofa, con alegría libertina, Campillo; en Ferrán el libertinaje no era cosa de palabras y de risas: consumió en poco tiempo desordenadamente el patrimonio cuantioso que heredara de su madre y se vino a América, para desaparecer, ignorado, en Chile. ¿Sería del caso repetir aquí el refrán que enseña: Dime con quien andas y te diré quien eres? Todo era en Bécquer «austeridad y virtud» si ha de creerse a Nombela. Contra la citada referencia de Campillo a las personas serias y juiciosas pueden atraerlas y divertirlas quienes son, al contrario, de temple ligero y costumbres desarregladas [desenfrenadas]. «Siempre fue serio» —escribe Nombela—, «No rechazaba la broma, pero la esquivaba. Nunca le vi reír: sonreír siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar: lloraba hacia adentro. Era paciente, sufrido, resignado, amable, bondadoso. Sabía compadecer, perdonar, admirar lo bueno y ocultarse a sí mismo lo mísero y lo malo». «Gustavo era un ángel», —escribe Rodríguez Correa,— ... «sólo tenía voz para expresar momentos de alegría». Francisco Giner de los Ríos lo encontraba, a pesar de su desaliño y de su falta de pulcritud, (se refiere a la mala época del poeta.) simpático y misterioso. Eusebio Blasco da la nota discordante «Era un hombre negro», escribe. «Moreno hasta la exageración y sombrío hasta la grosería». Si era como su obra lo exhibe, tenía la sensibilidad impresionable y delicada; podía ser retraído y callado, poco sociable, pero de ninguna manera rudo o tosco.    

Hacia 1861 se radica en Madrid Valeriano Bécquer. Es probable que haya decidido su traslado a la capital la posición acomodada que se había hecho el poeta. Los dos hermanos son desde entonces compañeros inseparables. Juntos vivieron siempre y trabajaron juntos, de 1865 a 1869, para la más importante revista española, El Museo Universal, uno con su prosa y algunas de sus rimas, y otro con dibujos de ilustración. Gracias a Antonio Alcalá Galeano, se otorga al pintor una pensión para que viaje a provincias en busca de asuntos sobre tipos y escenas populares, con la obligación de ceder, cada año, dos cuadros al Estado. Suele el poeta acompañarlo en tales andanzas, que ofrecen motivos a dibujos y comentarios para El Museo Universal.

El Contemporáneo, que se había iniciado con extremo celo conservador, se hizo después moderado. Hubo entonces de intervenir en él, joven todavía, Juan Valera, no conocido aún como alto personaje, que fue así compañero de Bécquer en las tareas del diario, sin trabar con él amistad. No estaban hechos para comprenderse y estimarse recíprocamente. Tenían el uno la ingenua admiración de lo aristocrático, y el otro la sangre y las ínfulas. Uno era idealista y soñador, entregado a lo íntimo, lo maravilloso y lo imposible; el otro era realista y mundano, apegado a lo inmediato con ávida concupiscencia. Es lo más probable que ni siquiera se trataran. Ellos serían después el poeta más delicado y el mejor prosista de la España de su tiempo. A los ataques de El Contemporáneo contra el presidente del Consejo de Ministros Luis González Bravo, respondió Bécquer, sin romper con sus amigos, haciendo la defensa de aquél, en otro periódico. Eran de antes o fueron desde entonces buenos amigos el ministro y el poeta, a quien se dio el cargo de censor o fiscal de novelas (1866), con buen sueldo y funciones poco o mal avenidas con su carácter bondadoso. Debió de ejercerlas con preocupación y desgano. Nombela, según él mismo refiere, tuvo entrada libre al despacho de la censura, en casa de Bécquer, para sellar sin previo examen del Censor, los originales que deseara publicar.

Decide Bécquer publicar en libro sus versos, que, a excepción de unos pocos dados en revistas, permanecen, hace tiempo, inéditos. Escribiría para ellos un prólogo su amigo y protector, el presidente del Consejo de Ministros Luis González Bravo. Debió sonreírle al poeta con esa presentación de su obra, la más auspiciosa esperanza de rápida celebridad. Reunidas las poesías en cuaderno titulado El Libro de los Gorriones, las entrega a quien tenía que prologarlas; pero la misma importancia del personaje desbarata ese proyecto. Se produce la revolución que en septiembre de 1868, destrona a la reina achulada Isabel II y obliga a huir, con amenazas de muerte, a sus más adictos servidores y partidarios. González Bravo se había llevado consigo el manuscrito a Lequeito, en el norte de España, para cumplir, durante su descanso de verano, el compromiso contraído. Lo sorprenden allí los acontecimientos, y abandonándolo todo, emigra, oculto, a Francia. La turba popular saquea y quema su casa, y entre sus papeles se extravía o se hace humo la obra del poeta. Este, que no conservaba copia de ella, tendrá que rehacerla trabajosamente después, y la titula entonces Rimas.

Entre 1859 y 1861 debió el poeta de residir en Toledo. Era esta vieja ciudad, venida a menos y como aletargada en su pasado, uno de los sitios que más admiraba y quería por sus monumentos y tradiciones. De ella tratan muchas de sus leyendas. Allí vivía una dama, natural de Valladolid, de alta alcurnia, tal vez marquesa, llamada Elisa. A Elisa están dedicados unos versos, no incluidos en las Rimas, y por ellos se sabe que la amó y la cantó en otras poesías. De Toledo escribe a su amigo Rodríguez Correa, en carta fechada en diciembre de 1859, que ha estado con ella «en el sitio de todos los días» y que siente «cada vez más fuertes las ligaduras que acabarán de dejar completamente indefensa mi libertad». Podría pensarse que se resiste a ese amor que lo avasalla, según dice que su libertad no está aún del todo «indefensa», como si pudiera y quisiera defenderla todavía; pero esto sería dar a esa frase redactada quizá al correr de la pluma, un alcance ajeno a la mente de quien la formulaba sin tal intención. Es lo cierto que cedió al hechizo de esa atracción dominadora, porque, en otra carta al mismo amigo, expresa, con hondo quebranto, en marzo de 1861, que tiene el alma hecha «un guiñapo insensible» y ha quemado, la noche anterior, «todas las cartas» de Elisa, cuya mano «hoy estará prisionera de otras». Apenas dos meses después de esa ruptura, en mayo 18 de 1861, se casaba él con Casta Esteban Navarro. Ella era nacida el 17 de septiembre de 1841, hija de un médico especializado en la cura de malas enfermedades, que ejercía su profesión en Madrid y se retiraba, en las vacaciones de verano, a una finca situada en Soria o sus proximidades. Son confusas las referencias que se dan acerca de la esposa. Campillo y Nombela dicen que el marido no les habló nunca de su matrimonio y es opinión común que éste fue desgraciado. Nombela sólo vio a la esposa una vez, y esto fue debido a una casualidad: había preguntado por Bécquer en su casa y como éste no estaba allí, salió a atenderlo su esposa. Ella le pareció de veinte y cuatro a veinte y cinco años, agraciada, «como la mayoría de las mujeres», sin nada extraordinario, «como hay tantas por el mundo, que desempeñan en una casa funciones útiles, que pueden ser y son fieles esposas y excelentes madres, sin perjuicio de pasar un buen rato conversando, con las amigas, de las contrariedades domésticas, de las torpezas y picardías de las criadas y de otras cosas por el estilo», y de todo esta y del carácter de su amigo, dedujo que él «no se casó, sino que lo casaron». Sin embargo, Julio Cejador y Frauca, fundado en informes particulares del mismo Nombela, hace de ella una moza de servicio, originaria de Soria, a lo que agrega que no era guapa. A Blasco se le ocurre que ella era torpe y vulgar, porque, junto a Bécquer moribundo, en la alcoba desordenada, halló una mujer que no se mostraba parlachina y bachillera para divertir a los compañeros del pobre enfermo agonizante. Gerardo Diego recoge tardíamente, en Soria, recuerdos que los parientes de Casta y otros vecinos le trasmiten sobre ésta. Ella no habría sido una belleza, pero sí «atractiva, graciosa y desenvuelta». El, sin embargo, la considera inculta y grosera, porque ha visto, en cartas del poeta, unas pocas palabras, escritas por ella a sus padres, de la más pobre redacción, con faltas de ortografía. (Pocas serán las cartas de mujer, de antes o de ahora, que haya leído ese poeta y profesor de literatura, pues de no ser así, no le chocarían tales menudencias. ¡Si escribir mal es una gracia femenina! Y hasta el mismo Bécquer, no en cartas de familia, sino en el autógrafo de sus versos, y en la prosa de sus mejores páginas, padece algunos descuidos.) El casamiento apresurado, que se realiza tras la reciente ruptura de un amor pasional, se presta a las más tristes cavilaciones: ¿Se casaba el poeta por torpe despecho? ¿pretendía así mostrarse indiferente a la traición sufrida? ¿O más bien pensaba, con juiciosa intención, poner fin, de ese modo, a las fáciles aventuras de su juventud enamoradiza? Hay, fuera de las Rimas, una octava de Bécquer, dedicada a la novia o la esposa, A Casta, que sólo ofrece «un corazón para el amor, ya muerto», y esto aun dicho en verso, es triste y deprimente.

Sea coincidencia casual o efecto del cambio que el matrimonio y la compañía del hermano pudieron determinar en su vida, la producción de Bécquer se intensifica desde entonces. Publica en El Contemporáneo las Cartas literarias a una mujer (1861), las Cartas desde mi celda (1864-1865) y las más de sus leyendas, y antes de que ese diario desaparezca, a fines de 1865, y por lo tanto cese en él su labor literaria y periodística, ya ha iniciado la que entrega a El Museo Universaly donde tiene a su cargo la Revista de la Semana sobre los sucesos más importantes del momento, políticos, sociales y artísticos, dentro y fuera de España, y, además de otras cosas, comenta las ilustraciones costumbristas de-su hermano.

Hacen los dos hermanos excursiones, dentro de España, a distintos lugares, que les sirven a la vez de motivo para sus trabajos y de recreo. Madrid será siempre el centro estable de su vida común, pero salen de allí a las viejas ciudades, ricas de recuerdos históricos y artísticos, y a humildes pueblos, de pintorescos habitantes, aislados en el campo. Toledo, Avila, Soria, Veruela y Fitero son los sitios de preferencia para el poeta. Se cuenta que en Toledo fueron los dos aprehendidos por la guardia civil y encarcelados como sujetos sospechosos de peligro, porque estaban, a altas horas de la noche, contemplando los monumentos y discurriendo sobre ellos en términos de arquitectura que parecieron de cuidado a la vigilante policía. En Veruela tuvo el poeta celdas reservadas, a bajo precio en el monasterio de Santa María. En Soria se conoce y señala todavía la «casa de los Bécquer». Su casa madrileña, con jardín, estaba situada en las afueras de la ciudad, pero en barrio decoroso, con frente a la calle, entonces de Valencia, Nº 6, después de Pedro de Heredia.

En ella se establecería, andando el tiempo, el Hospital Evangélico, lo que indica a las claras que no era pequeña. Existía aún, y fue objeto de curiosidad para los admiradores del poeta, en el centenario de éste (1936). Hizo de ella una descripción Pedro de Répide, que la visitó acompañado por Julia Bécquer Coghan, la sobrina del poeta.

La prosperidad nunca fue completa para Bécquer. Hubo en su matrimonio desavenencias que determinaron la separación del marido con dos hijos, y la mujer con otro de ellos. Se culpa de este desenlace a la esposa, que habría tolerado y quizá admitido los galanteos de un pretendiente desairado cuando ella era soltera. Los atrevimientos del tenorio engreído habrían llegado a provocar un incidente a golpes con el poeta. Es siempre difícil discernir responsabilidades en los disgustos y riñas de personas que se tratan de continuo. Bécquer, sentimental y propenso a la disipación amorosa (Recuérdense las rimas y el «corazón, para el amor, ya muerto» de la octava A Casta, ¿no habrá ofendido, con aventuras deprimentes, a la que tal vez sólo era para él una ama de casa, relegada a los servicios de la familia?

En 1869, por desacuerdo entre sus propietarios y directores, sucede a El Museo Universal, que desaparece, La Ilustración Española y Americana; se funda, en competencia con ella, La Ilustración de Madrid en 1870 y se designa a Gustavo Adolfo Bécquer para que la dirija. Lo acompaña, naturalmente, su hermano en la nueva revista; pero no sería ya, en lo futuro, de larga duración esa compañía fraternal, que en lo pasado contaba nueve años de permanente convivencia y trabajos compartidos. Los dos hermanos estaban condenados a muerte próxima. Murieron Valeriano el 23 de septiembre de 1870, y tres meses después, el 22 de diciembre, Gustavo Adolfo, aquél de treinta y seis años, y éste de treinta y cuatro. Los Bécquer no llegaban nunca a los cuarenta, según había anunciado el poeta. Nombela había encontrado a su amigo en la calle, al atardecer de un día muy frío; juntos subieron a la imperial de un ómnibus para regresar cada uno a su casa. El enfriamiento causó en el poeta una fiebre que, unida a la pena que lo tenía abatido y a su vieja tuberculosis, consumió en menos de cuarenta y ocho horas, su vida.

La muerte, según datos de Julia Bécquer y Coghan, la sobrina del poeta, se produjo en casa de Ramón Rodríguez Correa, a la que se habría mudado aquél a la desaparición de su hermano. Cuidaba del enfermo su mujer. ¿Habría ella vuelto espontáneamente a su lado para asistirlo en la aflicción de su luto? ¿Habrá sido llamada por su marido enfermo que presentiría su fin? ¿Se habían buscado ellos, tiempo atrás, en reconciliación afectiva? ¿Los había reunido, en mutua indiferencia, el interés de los hijos o cualquiera otra causa ajena al cariño recíproco? ¡Triste destino del poeta que había soñado amores infinitos y pedido, para su muerte, (en la rima) una mano amiga que estrechara la suya!

Todavía insepulto su cadáver, resolvieron sus amigos reunirse para acopiar su obra dispersa y publicarla. Tuvo lugar la reunión al día siguiente. Manuel Silvela, que era ministro de Estado, acudió, sin que se le llamara ni avisase, a la comisión formada con ese propósito, para contribuir a su cometido. Eulogio Florentino Sanz propiciaba el requerimiento de fondos recitando las rimas dondequiera que se ofreciese oportunidad para ello. Tanto fue lo recaudado que, una vez cubiertos los gastos de la impresión, restó un sobrante cuantioso, después invertido en socorros a huérfanos y viudas.

Publicado el libro en 1871, primero en sólo un tomo, después en dos y en tres con sucesivos acrecimientos, la fama del autor se extendió a toda España y toda la América de habla española. A su influjo, surgieron, de todas partes, imitaciones de las rimas, que formaron escuela. Muy pronto el nombre del poeta se hizo tan conocido y célebre como los más populares y gloriosos de otros escritores de su tiempo.

En 1883, nuestro compatriota, el poeta oriental José G. del Busto compone, y recita en la Academia sevillana de Buenas Letras, un Canto a Bécquer para que, en las márgenes del Betis, como lo había soñado el autor de las rimas, se le dedique, a manera de lápida sepulcral, «una piedra blanca con una cruz y su nombre»

Venid conmigo, donde extiende el Betis

         Su plácida ribera,

A grabar, en la piedra solitaria,

Con su nombre, su postuma leyenda;

Venid a realizar, junto a la orilla,

Los sueños de su hermosa adolescencia.

Cuando sintió surgir, en su cerebro,

Las hijas de sus noches sin tiniebla,

Y abrasado en la luz de su Sevilla,

¡Se halló feliz y se sintió poeta!

Cuatro años después, en 1877, realizaban los sevillanos la idea que un poeta extranjero y becqueriano había encontrado perdida en las Cartas desde mi Celda.

Sevilla erigió a Gustavo Adolfo Bécquer, a fines de 1911, en uno de sus parques, un monumento, obra del escultor Lorenzo Coullant V alera, que ostenta su busto sobre una columna, y tiene, a su pie, a un lado, un grupo de tres mujeres, inspirado en la rima del «amor que pasa», y a otro lado, la figura del Amor caído, con el pecho atravesado por un puñal. Fue en parte, costeado por suscripción del pueblo en toda España; se debe la idea de ese homenaje a los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que, no satisfechos con haberla proclamado con un discurso en ocasión de los Juegos Florales celebrados en el Ateneo de la ciudad, en mayo de 1910, compusieron la comedia La Rima Eterna, para que se la representara en todos los teatros de España y, con su rendimiento, se pagase el precio de la obra.

Los restos de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer fueron trasladados, en 1913, de Madrid a Sevilla, y guardados en la iglesia de la Universidad. Abierta, en el cementerio de Madrid, el arca de los restos del poeta, una anciana enlutada y llorosa, que había estado arrodillada, se acercó, por entre la concurrencia sorprendida, y colocó sobre ellos un ramo de claveles. Francisco Rodríguez Marín, el historiador ilustre de las antigüedades sevillanas, tomó un manojo de esas flores y lo echó sobre las cenizas del pintor, para que ese tributo emocionante de amor y recuerdo llegase también a él. Un recuadro de cerámica señala, sobre la calle, la casa en que nació el poeta. La escultura de un ángel guardián vela sus despojos en la cripta de la Universidad.

II

Es opinión común, que Gustavo Adolfo Bécquer no fue justamente apreciado en vida. Se incurre en error. Debería decirse que no fue conocido. Su obra en prosa estaba diseminada y en gran parte anónima en diarios y revistas. De sus rimas apenas se había publicado unas pocas también aisladamente y no siempre con el nombre de su autor. Era imposible que en esas condiciones tuviera el público ni la menor idea sobre el poeta. No podía, pues, ni apreciarlo ni menospreciarlo porque no lo conocía. Pero de cuantos se sabe que lo hayan conocido, se sabe también que todos, menos uno, lo estimaron grandemente, y esa única excepción es bien significativa. Se trata de Eusebio Blasco. Consigna éste que «ninguno, repito, creíamos ni podíamos sospechar que al año de muerto nuestro amigo, sus versos recorrerían el mundo y él figuraría en la inmortalidad..». Eusebio Blasco es palabrero, hinchado, hueco. Es natural que no percibiera en Bécquer ni su misterioso hechizo ni su delicada intimidad. ¿No significa nada que todo un presidente del Consejo de Ministros estuviera dispuesto a escribir un prólogo para las rimas totalmente ignoradas entonces? Eso no era para él ni un compromiso oficial ni la complacencia deferente con una gran figura literaria. Puede otro tanto decirse de la espontánea actitud asumida por Manuel Silvela, también ministro de Estado, con la comisión formada para publicar los trabajos del poeta.

Pero más que el doble homenaje de esos próceres de la política, importa el proyecto repentino de sacar a luz en libro esa obra dispersa, que se forja entre los amigos del poeta reunidos junto a su cadáver. No hay mejor prueba de verdadera estimación que esa idea.

Ella surge de quienes son por su cultura y su gusto los más capaces de justipreciar la obra becqueriana y revela el pleno reconocimiento de su valor, puesto que sólo quieren difundirla para que se la admire. Recuérdese a Eulogio Florentino Sanz recitando las rimas en el Ateneo, en los cafés, en las reuniones sociales, en cuantas oportunidades se le ofrecen, para que los oyentes sepan quien es Gustavo Adolfo Bécquer y concurran, con su óbolo, a sufragar el costo del libro proyectado. Era un poeta empeñado en abrir camino a la gloria de otro, parecido a él mismo. ¡Rara avis! No son hombres de negocio en procura de lucro, sino tres poetas, Ramón Rodríguez Correa, Narciso Campillo y Augusto Ferrán, quienes se imponen la ardua tarea de recoger, en diez años de periodismo, los trabajos, casi todos anónimos que se han de publicar. En menos de un año fue llevada a cabo esa labor; a un año de la muerte se entregaba al público, en nítida y elegante impresión muy superior a las corrientes lo que pudo acopiarse. ¡Y aún hay quienes reprochan a los colectores falta de suficiente diligencia! Es cierto que en ulteriores ediciones debió lo colegido ampliarse, con páginas de igual y más alto mé-rto que las comprendidas en la primera; pero esto nada supone contra la buena voluntad y el buen tino del anterior acopio.

Si en vida fue Bécquer bien quisto y aplaudido en el corto círculo de sus compañeros, a penas reducida a libro su obra gana todos los corazones y logra una admiración unánime y forma escuela que se propaga de España a América. Son incontables, como las estrellas, aunque de escaso brillo, sus discípulos en la poesía. Citemos de paso, con distinto carácter, dos únicos nombres, los más dispares entre sí. Juan Zorrilla de San Martín descubre en Bécquer su personalísimo temperamento y, tras las juveniles Notas do un Himno, realiza en Tabaré, con alma becqueriana, el más grande poema de la América española. Rubén Darío, que nada tuvo nunca de becqueriano, intenta, sin embargo, con las Otoñales, una imitación de las rimas. Son dos maneras opuestas de comprobar la misma influencia. Uno la recibe porque la siente conforme a su índole; otro pretende someterse a ella, se la impone, obedeciendo al gusto del momento.

No se entienda con esto que Bécquer ha inventado una sensibilidad nueva en el mundo. El fue la voz que dio ser, en palabras de belleza, al alma de su tiempo. Hizo para España lo que habían hecho Heinrich Heine para Alemania y Alfredo de Musset para Francia.

III

Comprende la obra de Bécquer, además de las rimas, que es lo más importante de ella, varios artículos sobre estética y poesía, un grupo de leyendas y otro de cuadros e impresiones de la naturaleza, de costumbres y de viejos monumentos arquitectónicos. Quedan fuera de esta enunciación sus trabajos ocasionales de periodista sobre la actualidad política, social o mundana, sobre teatro, etc.

Sus leyendas revelan claramente el carácter de su espíritu. Ellas proyectan sobre lo exterior, en quiméricas invenciones de personajes y hechos inverosímiles, su gusto por lo misterioso y lo maravilloso en temas de amor y melancolía. Nunca lo que ellas cuentan se ajusta a las normas de la realidad. Esto es precisamente lo que tienen de legendario. Las más y las mejores de ellas no son propiamente leyendas, porque lo que se designa con este nombre proviene siempre de una tradición y es el relato de un suceso verdadero o supuesto verdadero, que trasmitido, largo tiempo, de boca en boca, se ha transformado, acomodándose a las creencias y los sentimientos de quienes lo reciben y a su vez lo propagan. La leyenda es invención involuntaria de sucesivas generaciones: se quiere y se cree decir lo que ha sido, se va, poco a poco, elaborando imperceptiblemente lo que se piensa que debió ser. Bécquer realiza a capricho, en su obra, esa adaptación de la vida a su idealismo. Es lo que hace, cada uno según su índole, todo autor de cuentos y novelas. A él le repugna la resistencia que la realidad grosera contrapone a la delicadeza de su alma, y se evade, por eso, de aquélla, en alas del sueño. El mundo en que vive es el punto de apoyo que necesita para emprender su vuelo.    

De algunas de sus leyendas asegura haberlas recogido, tal como las cuenta, de humildes campesinos, en lugares apartados. Puede esto ser verdad, pero como lo fabuloso es propio de esta clase de relatos, bien puede ser también que ese origen popular que les atribuye sea una inexactitud más para autorizar su inventiva. Es indudable, en todo caso, que él mismo ha inventado las mejores. Nada tiene de leyenda la narración titulada Tres Fechas, que refiere lo que, según dice, le aconteció a él en tres momentos de una permanencia en Toledo. Los ojos verdes y El rayo de luna, son de tal manera becquerianas por su tema y por su espíritu que nadie podría imaginarlas sino obra suya en cuanto comprenden. Y esto, con fundamento parecido, puede naturalmente pensarse de todas las otras o de las más de ellas.

Excepción hecha de El caudillo de las manos rojas, sus leyendas son todas breves, de acción sencilla, reducida a muy pocos hechos, para los que sería suficiente una o media página. Suelen, sin embargo, llenar hasta veinte o treinta, porque él se detiene y se extiende más en la descripción de los sitios y en el retrato de los personajes que en el movimiento del asunto.

Lo extraordinario y lo misterioso, que rompen el curso natural de la vida, son elementos indispensables en ellas, pero aunque siempre decisivos en la trama y el desenlace de los sucesos, ellos no invalidan ni menoscaban nunca el interés de lo humano y de lo terreno. No son, al fin y al cabo, más que recursos curiosos de enredos y soluciones. Desempeñan un papel importante, pero secundario, ya se trate del mismo Dios y la Virgen o de genios y espíritus extraños a la religión cristiana.

Bécquer es siempre buen cristiano en su prosa. En verso duda; no acierta a decidirse ni a favor ni en contra de las creencias más comunes. En la tan conocida rima que llora a los muertos que se quedan solos, —Cerraron sus ojos—., se pregunta, vacilante, si ellos son únicamente polvo que vuelve al polvo o almas que vuelan al cielo; en la señalada con el número VIII, Cuando miro el azul horizonte, aun sintiendo, en «ansias», «algo divino» dentro de sí, confiesa dolorosamente que vive «en el mar de la duda», y en la señalada con el número LXXVI, En la imponente nave, sólo ve en la muerte un «amor callado» y un «sueño tranquilo». Francisco Blanco García, que era sacerdote agustino, reconoce en Bécquer un «instinto de lo sobrenatural» «enfriado por el espíritu del siglo» y le concede caritativamente la fe en la Providencia. No era Bécquer un pensador, sino poeta. En sus leyendas emplea lo divino lo mismo que lo humano con desenvoltura respetuosa y hace del diablo, más que un demonio eficaz, un bandolero malparado, que pierde siempre al fin la partida. En La Cruz del Diablo, aunque invisible, lo prenden, lo encierran a buen seguro en calabozo y lo hubieran ajusticiado en la horca si no escapa gracias a la excesiva confianza de su carcelero.

Bécquer no extrema en sus leyendas lo horroroso. Lo cultiva, ciertamente, porque es lo propio de esa clase de literatura y porque es elemento esencial, para todo el mundo, en cuanto se supone oculto a la clara inteligencia y mezclado misteriosamente a la vida humana. No excluye de su obra los crímenes tremendos ni las pasiones que enloquecen. Admite en ella la acción nefasta de seres incorpóreos e ineluctables. Siempre conduce los personajes simpáticos a inevitables desastres. Basta, sin embargo, comparar sus leyendas con los cuentos de Ernest Hoffman y Edgar Poe para ver como en él la invención de lo fantástico se restringe a límites que, si bien rompen el orden natural, sólo rozan lo macabro. Maese Pérez, el organista, no permite, después de su muerte, que nadie, sino él toque, en el convento de Santa Inés, el órgano para la misa de gallo la Noche Buena. Los esqueletos de los Templarios defienden contra todo intruso, la noche del día de los Difuntos, el Monte de las Animas, que fue suyo. En El Miserere las almas en pena recobran sus cuerpos y vuelven, durante unas pocas horas, a la vida terrena, para cantar su arrepentimiento y pedir a Dios misericordioso la remisión de sus culpas. Son éstas las tres leyendas más llenas con las cosas de ultratumba y no es de creer que espeluznen con espanto sino a quienes conserven el crédulo candor de su niñez. En Maese Pérez el contento de saber que el buen músico viejo triunfa de su engreído rival 6e sobrepone al miedo que provoca su aparición. La feroz barbarie de los Templarios interesa menos que el denuedo heroico del enamorado que los afronta y la vanidad perversa de la mujer que lo induce melindrosamente a esa prueba de valor. En El Miserere, si es horrible la reencarnación repentina y momentánea de los frailes muertos en pecado, ese terror se compensa con el feliz hallazgo del peregrino errante que al fin descubre la música sublime que buscaba, a través del mundo entero, para poder expresar el anonadamiento de su alma culpable ante la tremenda justicia de Dios. Todo acaba así, de cierto modo, en bien.

No es esto decir que todo lo sea. No podría serlo, porque nuestro mundo es malo, como lo explica La Creación, que es la más pobre de las leyendas. .

En La Creación, «poema indio», atribuye el origen de la tierra y de sus criaturas a unos genios torpes y traviesos que, durante el cansancio y el reposo de Brahama dormido, pretendieron imitar, en juego irreflexivo, el trabajo de la divina omnipotencia.

Brahama había llenado el cielo de mundos y seres perfectos en belleza y felicidad; ellos sólo atinaron a producir, revolviendo y confundiéndolo todo, un globo deforme, donde se mezclan bienes y males, pena6 y alegrías, y es única esperanza que eso, mal hecho, no pueda ser duradero.    

Todas las leyendas tienen, pues, necesariamente una buena parte de males. Es tema de las más de ellas el amor desdichado. Para disimular lo increíble, lo aleja el autor a un pasado remoto, pero al mismo tiempo lo mantiene cerca, porque lo radica en España. Es la España de otras edades el escenario de la vida legendaria que se nos ofrece con personajes y costumbres de raro y pintoresco prestigio. Sin embargo la historia, propiamente dicha, no ocupa nunca el primer término en las narraciones. Tal vez se nombra de paso a un rey o se designa un gran hecho cualquiera para fijar el momento, y en seguida se concreta la atención a un suceso que se desarrolla siempre entre personas inventadas para el caso. La invención es siempre caprichosa; ella se somete libremente al propósito de la leyenda, sin preocupaciones ni ataduras de exactitud histórica sobre lo que pudo haber sido lo característico de la época. Puede Bécquer entretenerse en describir una escena de palacio o de caza y una armadura de guerrero o una vestimenta de corte, pero es seguro que no se informa para ello ni en viejos archivos ni en piezas de museo, porque su imaginación le suple el estudio, que no necesita, para figurar lo que no conoce. El no es un Walter Scott; lo que le importa en sus leyendas son las almas y, sobre todo, su alma.

Las hay de misterio sobrenatural, que son excelentes (Maese Pérez el organista, La Cruz del Diablo, El Miserere), pero gustan más, son más becquerianas, las que tratan de amores imposibles o infortunados (Los ojos verdes, El rayo de luna, La rosa de la pasión, La promesa, La Cueva de la Mora, La Venta de los Gatos). De amores felices, no hay ni una sola.

Bécquer se complace en la melancolía. Piensa quizás que el contento y la risa no son los signos de la más alta nobleza en el hombre, porque nada asequible puede satisfacer una aspiración exigente y elevada. Desdeña la realidad y busca en los sueños la dicha de evadirse de ella y sentirse en otro mundo hecho a su arbitrio y su gusto. Todas sus leyendas cuentan caso9 dolorosos. Sus personajes principales son todos simpáticos y desventurados. Causan admiración por la delicadeza de los sentimientos que los animan, y piedad por su infortunio inmerecido.

Dos leyendas, idénticas en el motivo que las inspira, con distinto desarrollo, Los ojos verdes y El rayo de luna repiten lo esencial y más característico de Bécquer en su vida y en su poesía, que es el amor imposible o desgraciado. En Los ojos verdes, Fernando de Argensola, primogénito de los marqueses de Almenar, sale por primera vez de caza. Inútilmente recorre el campo en busca de una bestia, porque no se descubre ninguna. Por fin consigue Fernando herir un ciervo, pero éste se refugia y desaparece de su vista en cierto bosque de carrascas. A la voz del montero mayor, allí se detienen de pronto los cazadores, lo que naturalmente indigna a Fernando, que no quiere perder su primera presa. En vano explica el montero que no puede seguirse adelante porque la dirección que ha tomado el ciervo herido conduce a la Fuente de los Álamos, que está hechizada: quien llega a ella no vuelve nunca. Fernando no sabe ni de hechizos ni de miedos: abandonaría su alma al diablo antes que el ciervo a una superstición. El entra en el bosque y llega a la fuente, pero queda cambiado. No es ya el mismo: ha perdido el color, se ha puesto sombrío, vaga solitario, pasa el día entero en la espesura. Es que, procurando hallar el ciervo herido, ha visto, bajo el agua en la Fuente de los Álamos, algo como una mirada que se clavó en la suya y encendió en su pecho el deseo absurdo, irrealizable, de encontrar una persona de ojos verdes como aquéllos de la mirada obsesionante. En vano ha esperado junto a la fuente que se repitiera esa visión. Una tarde encuentra por fin, sentada sobre las rocas, en el mismo sitio de sus largas esperas, a una mujer imponderablemente bella, «vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz... Sus cabellos eran como el oro, sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre sus pestañas volteaban inquietas las pupilas», vistas antes, «de un color imposible... verdes». Habla, desde entonces, con ella muchas veces. (¿Qué se dicen? No lo consigna el escritor. Resignémonos, pues, a ignorarlo.) El querría saber de ella todo, y no se sabe ni quien es, ni siquiera si es realmente una mujer, pero, aunque fuese un demonio, la amaría. Ella es un «espíritu puro», pero es también mujer, que vive en las agua, «incorpórea como ellas, fugaz y transparente, y habla con sus rumores y ondula con sus pliegues», y premia con su amor «extraño y misterioso» a los mortales que osan llegar a su retiro. En el lago, su lecho es de esmeraldas y corales. Brinda allí a su amado una «felicidad sin nombre», la felicidad que él ha soñado en sus horas de delirio.

Y él, que se acerca poco a poco, no puede ya ver en la noche más que los ojos verdes que brillan en la oscuridad como fuegos fatuos, siente que lo abraza y lo atrae, y recibe en la boca «un beso frío de nieve» y cae en el agua «con rumor sordo y lúgubre». Esta leyenda reproduce la conocida figura alemana de Loreley evocada en El Regreso por Heinrich Heine. Bécquer la españoliza con personajes y costumbres de un pasado impreciso, en la abrupta región del Moncayo, y cambia además todas las circunstancias del caso. Fernando no es un marinero, sino cazador; no lo atrae la ondina a una isla de orillas rocosas que rompen las embarcaciones de los navegantes seducidos; pero lo esencial es idéntico en el símbolo de la belleza femenina que halaga con esperanzas mentidas y destruye a sus adoradores. Es el amor que diviniza a la mujer y anonada al hombre o, mejor dicho, que hace del ser amado un ídolo cruel o indiferente, y del que ama, una víctima.

La otra leyenda mencionada, El rayo de lunay reitera, con poca diferencia, esa misma significación. Manrique es un joven de alta alcurnia a quien el tumulto de la guerra y la vanidad mundana repugnan. Tiene alma de poeta y lo es de tal modo que no hay palabras adecuadas para expresar lo que imagina. No hace, pues, más que soñar despierto. Cierra los ojos a la realidad para entregarse mejor a su propio espíritu o hace de ella un motivo, un aliciente de vagas quimeras y emociones deliciosas. «¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante, a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se «cimbreaba al andar, como un junco». En sus paseos errabundos por el campo, creyó una vez divisar, a la distancia, entre los árboles, bajo un claro de luna, la blanca forma de una vestidura femenina. Era, sin duda, la mujer misteriosa que él anhelaba para llenar el vacío de su vida. Corrió hacia ella, pero no pudo verla. Había desaparecido. No la conoce ni sabe nada acerca de ella; sin embargo la busca sin descanso, hasta que, otra noche de luna, en el mismo sitio que pensó haber distinguido la tela flotante de su ropaje, se reproduce el mismo fenómeno, y entonces comprende que fue engañado por un reflejo de luna en la arboleda. Todo lo apetecible será en adelante para él una vana ilusión. «El amor es un rayo de luna». «Manrique estaba loco; por lo menos todo el mundo lo creía así. A raí, por el contrario» —concluye Bécquer— «se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio». Y antes, en la introducción a su leyenda, había escrito: «Yo no se si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste...» Es la profesión de fe de un escepticismo sentimental, que interpreta el sentido claro de la leyenda, formulada con imágenes rientes o irónicas. Todo es, en ésta, leve, aéreo. Parece un juego de la imaginación, sin transcendencia. Está, en efecto, ideada con la inconsistencia y la inverosimilitud graciosa de una fantasía absurda. No hay ni un grito ni una protesta contra la adversidad que opone el desengaño ineludible a las más queridas aspiraciones y llevan así, con promesas de ventura, a la desgracia. La obra entera de Bécquer responde, sin embargo, a esa concepción pesimista. En ella el amor del enamorado, busca el ser amable a quien darse y no lo encuentra o lo pierde o se equivoca en su elección.

Es lo que también resulta de la página, de, invención más sencilla, titulada Las tres Fechas. Se trata de un relato curioso, hecho de vagas aprehensiones, sobre un fondo incoherente de ocurrencias inconexas y apenas entrevistas. Es, a mi juicio, lo mejor y más característico de su temperamento, que haya escrito Bécquer en prosa. Habla de sí mismo, pero lo que narra como acaecido tiene bien marcado el sello de la irrealidad. Esto no impide que sean verdaderos el gusto y el cultivo de la soñación amorosa y de la emotividad melancólica.

Se halla Bécquer en Toledo; todas las tardes, para ir a tomar apuntes de San Juan de los Reyes, atraviesa una calle estrecha, tortuosa, obscura, que está siempre desierta; nunca se ve a nadie ni en las puertas ni en las ventanas. Bécquer, habituado al camino, lo recorre distraídamente, sin fijar en nada la atención. Una vez, sin embargo, se detiene a mirar una casona antiquísima y en ella repara en una ventana entoldada con azules campanillas, las infaltables, las típicas, las queridas campanillas de toda su obra. Detrás de la ventana hay una cortinilla blanca. Todo lo ha examinado ya a su antojo y se aleja; pero vuelve todavía la mirada a la ventana, y sorprende en la cortina un movimiento: ¡alguien la había levantado, seguramente para verlo! ¿Alguien? ¿quién sino una mujer podría haberlo hecho. Tras «aquella ventana, tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse», sólo una mujer indudablemente joven y bonita. Y la mujer que el poeta no vio en la ventana ocupa y exalta su imaginación mientras permanece en Toledo. El la adivina en su recogimiento inviolable; la siente en su ausencia. Pasa el tiempo. Vuelve a Toledo el poeta; hace «largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos», y cuando ya ha de partir, da al azar con una plaza vasta, sola, olvidada. Todo es en ella extraño y original. La cubren por completo escombros y hierbas; tiene también, por supuesto, campanillas, que esta vez son blancas. A su frente se levanta un palacio árabe, que sirvió de mansión a un príncipe castellano y está ahora transformado en convento. Guarda estampado en su arquitectura el carácter diverso de sus destinaciones sucesivas: está sellado con el amor del placer, de la grandeza humana y de la religiosidad mística. Es pintoresco, extravagante y espiritual. En sus piedras perdura inmovilizada la vida secular de varias generaciones. Bécquer sueña con los ojos puestos en él. De pronto una impresión inesperada lo arranca a sus, figuraciones fantásticas. Una mano, una mano blanquísima, ha salido por un hueco de los miradores y ha hecho en el aire el ademán de un saludo cariñoso. ¿Para quién sino para él? Esa mano distante, desde el encierro del convento, ha sacudido el corazón del poeta con una emoción inextinguible. Corre de nuevo el tiempo. De nuevo torna el poeta a Toledo. Vagabundea allí «sin camino cierto», sin dirección, sin propósito. Otra vez sus vueltas perdidas lo llevan a la vieja plaza. ¿Habrá sido arrastrado, conducido, por algún designio secreto? El día es tristísimo: el cielo está anubarrado, gime el viento, hace un frío que hiela. En el convento una gran campana sorda toca pausadamente; otra, ligera y aguda, repica en clara y continua convulsión de risa alocada. Se oyen, con el acompañamiento confuso del órgano, las voces graves de un cántico solemne. El poeta se acoge a la iglesia y presencia una ceremonia imponente. Sacerdotes revestidos con sus pomposos mantos pluviales ofician junto al altar mayor; escondidas en el coro enrejado, entonan las monjas un salmo. ¿No estará entre ellas la mano blanquísima que saludó al poeta desde los miradores? De lo alto de las bóvedas, lámparas de vidrios coloreados envían una-luz tenue y matizada; se consumen las velas con pequeñas llamitas pálidas; el incienso lo envuelve todo; no se distinguen más que bultos. De entre las religiosas una figura blanca se adelanta hacia la reja; tiene sobre la frente una corona de flores: se la quitan; su rubia cabellera se derrama en cascada sobre los hombros: se la cortan; se tiende ella en el suelo, y como si estuviese muerta, la cubren de flores. Es la consagración de una virgen a Dios. El poeta contempla aquello horrorizado: siente que le arrancan algo a su vida, que le hacen un vacío en ella. Después sabe que esa virgen pudo ser, que fue sin duda, quien levantó la cortinilla una vez para verlo y quien otra vez lo saludó con la mano desde lejos. Y el poeta se pregunta, si esa mujer suspira en su retiro solitario, a dónde irá el suspiro de ella.

En este relato misterioso de tres momentos distintos en que el poeta como aprisionado o perdido en la realidad siente que su alma se acerca, sin que él lo perciba claramente con el conocimiento seguro de la razón, al amor imposible y necesario de la mujer inasequible, está expuesta la actitud esencial y característica de su espíritu. Su posición permanente en la vida es la del corazón que presiente o espera o busca o extraña, y llora, en la confusión del mundo, al ser ideal hecho para él y predestinado por secretas correspondencias a compartir una dicha íntima, que la separación malogra. Bécquer es, en efecto, el poeta de la soledad en el amor...

Las leyendas están hechas todas con el gusto de la evasión a lo común y ordinario de la existencia humana. Las hay muy diferentes unas de otras; pero en todas lo misterioso, lo sobrenatural, lo imposible rompen el orden regular de la vida y abren a la imaginación una puerta sobre lo ignorado, lo indefinido y lo caprichoso. Todas, igualmente, comunican un sentimiento de noble y tierna melancolía.

En algunas de ellas, entre las mejores, encontramos un personaje que se retrae y aparta de los demás, en busca de lo quimérico, indiferente a los placeres y las glorias del mundo, soñador, absorto en su pensamiento, enamorado por el encanto de un fantasma inasequible o apenas entrevisto. Así en los ejemplos citados antes, Fernando de Argensola persigue, hechizado, los ojos verdes que vio un día en el fondo claro de una fuente, y Manrique recorre ansioso los abruptos alrededores y las viejas calles de Soria, tras la imagen de la mujer ideal que fingió en su mente, una noche, el rayo de luna, entre el follaje al final de una alameda. Como para ellos, para Bécquer, nada son las cosas reales y sólo importa lo que éstas esconden y separan de nosotros, lo que anhelamos y nos espera más allá del limite infranqueable, lejos o extemporáneamente, o cerca, muy cerca y en el instante mismo, pero sin comunicación posible con nuestros sentidos corporales.

No en vano es siempre un imposible el asunto de cada leyenda. La realidad misma repugnaba a la delicadeza de Bécquer. Su corazón insatisfecho en lo preciso y definido, se perdía en la vaguedad libre de lo inexistente y lo soñado. Se forjaba él, en consonancia con la dulzura de su temperamento, un mundo sin resistencias materiales. Sentimental e imaginativo, soñaba despierto aventuras maravillosas, y con ellas colmaba las aspiraciones más íntimas y puras de su pecho. Sus leyendas o son un sueño o se desenvuelven lejanas, en tiempos y lugares remotos y propicios a lo fantástico. La religión popular, supersticiosa e ingenua, le presta los recursos de su credulidad pronta siempre a alterar con lo divino el curso ordinario de las cosas humanas (Maese Pérez el organista, La ajorca de oro, La cruz del diablo, El Cristo de la calavera, La rosa de la pasión, Creed en Dios, La Promesa, El beso, El monte de las ánimas. El Miserere); pero no le es indispensable nada ajeno a sí mismo, ninguna tradición, ninguna creencia, ninguna causa exterior, en ese habitual estado suyo de vagueación. Todo lo que necesita es libertad, quietud, reposo, alejamiento de la vulgaridad corriente. Por ingénita propensión de su carácter, se recoge y aísla, si de otra manera no lo puede, en espíritu.

De aquí su amor de la naturaleza, de la noche y de las ruinas. ¿Qué retiro mejor para el sueño imaginativo que los viejos castillos y los templos derruidos, poblados con fantasmas de recuerdos, o el misterio de los bosques, llenos de recelos, bajo el cielo de la noche tormentosa o estrellada? La soledad es un apaciguamiento de la vida; en ella un sentimiento de sosiego reduce la existencia a un bienestar sereno, sin afanes, sin pasiones, sin contrariedades, sin fatigas. En el seno de la naturaleza, el hombre de la ciudad se abandona, libre de toda expresión externa, a las más blandas solicitaciones de una felicidad inocente, hecha de pacífica simpatía universal; su pensamiento se adormece en la contemplación del mundo que lo envuelve, tranquilo y misterioso, sencillo en sus varias diversas apariencias e incomprensible en el desarrollo de sus fuerzas ocultas. Se siente uno pequeño y débil cuando se mira solo en la tierra inmensa; pero el corazón, desengañado ya de la dicha que ha perseguido vanamente entre los hombres, se consuela, en ese alivio del apartamento, con su propia dulzura. No es otra la actitud de Bécquer en la soledad y la naturaleza; no va a ellas con graves preocupaciones de pensamiento o vivos intereses materiales, sino para confortar su cuerpo enfermo y para sentirse a sí mismo en el sosiego y la melancolía de las cosas.  

Bécquer no es un casticista, pero le gusta esmaltar su prosa, a veces, con vocablos y giros de otra época. Tampoco es siempre correcto en su lengua; suele recargar su frase, hasta confundir al lector, con largos miembros incidentales e incurre en algunas confusiones de palabra (La más frecuente es la común en su tiempo, entre «dintel» y «umbral»). Su estilo tiene tonos raros en varias leyendas, pero en general es el de la narración fácil que tiende a la expresión noble, aunque puede acercarse a lo popular cuando así conviene por el asunto. Se hace a menudo descriptivo sea para suspender la atención interesada en la inminencia de un pasaje impresionante, o para dar, en los detalles, color de extrañeza a personas y cosas. Cambia naturalmente según las diferencias del tema. Así, es solemne y medroso a propósito de la música en El Miserere, y llano en La Venta de los Gatos. En El Caudillo de las Manos Rojas ostenta la pompa y la brillantez de la imaginación oriental, rica en imágenes. Creed en Dios abunda en invocaciones líricas; la llama el autor «cántiga provenzal», como si fuera un relato viejísimo. En Maese Pérez, el organista se hace hablar extensamente a una mujer de pueblo, con profusión de formas que no pretenden imitar las de otra edad precisa? pero se apartan de las habituales ahora y gustan como cosa ingenua y rancia.

IV

Se ha dicho antes como, Bécquer de niño, gozaba del campo en los alrededores de Sevilla y visitaba las ruinas de Itálica. Se sabe que, hombre ya, en la época de su desahogo económico, solía pasar temporadas, sea en Soria o en Veruela. En Veruela están escritas las Cartas desde mi celda.

Si en sus leyendas entregaba su imaginación a lo quimérico, en esas cartas se atiene casi siempre a la realidad que se ve y se palpa en cuanto lo rodea. Es que se hallaba en un mundo extraño a su existencia ordinaria y, aunque allí se complaciera todavía, a ratos, en caprichosas divagaciones sentimentales, no podía menos de sentirse interesado, con irónica atracción, por costumbres y creencias populares. Sus cartas están, pues, hechas sobre impresiones de la naturaleza y de la gente rústica y crédula que se ha formado en ella, lejos de la civilización contemporánea.

El espectáculo de la naturaleza lo absorbe cuando está solo. La pureza del aire, la frescura de la mañana y de los atardeceres, los rumores de las aguas y del follaje y las voces de los pájaros en el silencio, las florecillas sivestres con sus manchas de varios colores, la inmensa amplitud del campo abierto en el vallo a lejanías interminables, la masa enorme de la montaña, el cielo radiante en las horas de fuerte sol y lleno de estrellas en la noche, todo lo cercano y lo remoto distrae y serena su espíritu y hace que él se abandone, sin voluntad, sin inquietud, sin deseos, sin recuerdos, a la sensación de un bienestar permanente. La sensibilidad se le hace gozosa en la caricia de ese ambiente. El pensamiento se le adormece en la contemplación de esas cosas. Es dichoso porque nada le falta en esa paz de que disfruta sin esfuerzo ni fatiga.

Es la suya una dicha sin historia porque no tiene cambios. Las horas y los días transcurren para él imperceptiblemente en Veruela. Nada lo preocupa y poco tiene que hacer. Su única obligación es borrajear libremente, con lo que observa y lo que piensa, las cuarti las que dirige a El Contemporáneo para el público. Sale al campo a. distraerse. A pie, se deja llevar al acaso por las sendas, sin rumbo fijo, o se detiene a descansar en cualquier sitio, al abrigo de los árboles, sentado sobre una piedra. Se entrega al pensamiento o la emoción que despiertan las circunstancias del momento y el lugar, y así entretiene su espíritu vagabundo. Sigue en el aire el vuelo de las golondrinas y en el suelo el remolino de las hojas caídas. Para su contemplación tanto valen, pegadas a la tierra, unas pocas florecillas (pie le sonríen, como los millares de estrellas que pueblan el espacio infinito. El susurro del viento y el murmullo del agua lo halagan corno canturía de sueño. Hace, a caballo, largas excursiones, a los pueblos de la comarca, por mera curiosidad. Dibuja, en el camino, ligeros apuntes de viejas casucas, de tipos lugareños y escenas singulares. Se informa acerca de toda antigualla: escucha con placer las tradiciones que se conservan de lo pasado y los cuentos que inventa la credulidad sobre hechos fabulosos. .

La gente que él trata en su retiro no se parece a la que ha estado vinculada a sus trajines de Madrid. Pertenece a otra clase, vive de otra manera; es tosca y ruda; no tiene con él ninguna afinidad. No traba con ella relaciones cordiales. El ha ido allí, por su organismo enfermo, en busca de salud y reposo. Su estado físico y sus gustos de literato lo reducen a una actitud contemplativa. No se entrega a hondas cavilaciones. Carece de la preparación que se necesitaría para interesarse, a manera de moralista, en la buena o mala suerte de los campesinos. Eso es, por otra parte, cosa que él considera, como todo el mundo, natural e incambiable, y que se mira, en su contraste con las complicaciones de la ciudad, como sencilla, pura y feliz. El no hace más que observar lo que tiene delante, y atiende únicamente, en los hombres y las mujeres, a lo pintoresco, lo gracioso y lo bárbaro. ¿No estará de más decir que ve lo bárbaro en los hombres y lo gracioso y pintoresco en las mujeres?

Son los trabajos y fatigas de las mujeres, y no de los hombres, los que una sola vez, por excepción, lo inducen a pensar en las injustas diferencias de las condiciones sociales; pero aún frente a ellas, acaba por mostrarse conforme con ese desorden aparente, porque todo puede estar compensado en la vida, gracias al gobierno de una Providencia oculta: «Francamente hablando, hay en este mundo desigualdades que asustan. ¿Quién puede sospechar que a la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de un lado a otro para esparcir la nieve que se les amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los troncos que caen derribados a los golpes del hacha? Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero también es cierto que todas tienen su compensación... Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria al hombro?».

Soñador y sentimental, como es, tiene, como buen dibujante, la visión clara de lo que mira, y un humorismo sagaz para lo que le choca o no armoniza con sus preferencias. En el viaje de Madrid a Veruela, son sus compañeros obligados en el ferrocarril, «un inglés alto y rubio como todos los ingleses, pero más que ninguno afeitado y limpio» y un buen señor «saludable, mofletudo y rechoncho» y además no poco molesto con su inquietud y su empeño por entablar conversación a todo trance. A quien el poeta querría poder hablar es una joven hermosa, de aspecto distinguido, con el indefinible tono de la aristocracia, que va sentada cara a él y que será, aunque no medie entre ellos ni una sola palabra, su única verdadera acompañante, porque, despierto o semidormido, no deja de soñar con ella. Cuando él pasa del ferrocarril a una diligencia, los pasajeros son otros, de condición modesta, y la estrechez a que los obligan lo exiguo del espacio y los tumbos del coche en la marcha los hacen bullangueros. El no repara mayormente en los del «sexo feo», pero ha conseguido situarse junto a una «muchacha de ojos retozones», a quien acompaña su madre, «con todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza». Va con ellos «un clérigo entrado en años, pero guapote y de buen color», que lleva consigo a su ama, «de lo mejor conservado y apetitoso a la vista».

En el monasterio sirve al poeta otra muchacha «con su zagalejo corto y anaranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que sube, cruzándose caprichosamente, hasta la media pierna». Ese prolijo examen de la ropa ¿nada le sugiere sobre lo que ella encubre y a la vez revela en sus formas? Puesto que así detalla su vestimenta con precisión minuciosa, es claro que ha tenido que verla bien. ¿Será esto simple efecto de una presencia constante, sin pizca o asomo de una voluptuosidad más o menos solapada? Ella le cuida la celda y prepara su comida. La asombra que él beba una «agua hirviente, negra y amarga», que es el café. No desordena las cosas del huésped; sus libros permanecen «cubiertos de polvo» sobre una tabla; cuelga de un clavo la cartera de sus dibujos; está arrinconada la escopeta que él lleva siempre y no usa nunca en sus paseos. Es natural que él, curioso de tipos y costumbres regionales, también se interesara por las ideas y creencias de los rústicos. Más de una vez debió de tirar de la lengua a quien mejor y más fácilmente podía ilustrarlo al respecto en las ocasiones propicias de su trato cotidiano. Por una de sus conversaciones con la moza que lo sirve, conoce de ese modo «la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz».

Del asesinato de una de esas brujas había sido informado, años antes, por los diarios de Zaragoza, y ahora, perdido en su andanza a través del campo, da con un pastor que ha sido por lo menos testigo del crimen y que lo refiere en todo su horror, como la cosa más natural y justa, con la insensata barbarie del odio y la crueldad más despiadados. La «tía» Casca era una bruja perversa. Dañaba con maleficios de hechicería a hombres, mujeres y niños, al ganado y la vegetación. Todos tenían, contra ella, iniquidades que vengar. Al anochecer fue descubierta y acosada por los pastores que la persiguieron con piedras, garrotes y cuchillos, hasta lo más alto del monte y la acorralaron entre ellos sobre un despeñadero. En vano intentaba ella esquivar a saltos los golpes. De nada le valían el llanto y las imprecaciones. Aunque seguramente invocaba en secreto la protección de los demonios, no pudo escapar a los atacantes. ¡Dios no lo quiso! Desesperada, besó los pies de unos y abrazó las rodillas de otros. Pidió por fin que) le permitieran rezar las últimas oraciones e implorar el perdón de sus pecados. Un mozo la tenía agarrada por las greñas mientras pugnaba por abrir con los dientes, en la otra mano, su navaja. Parecía que ella recitaba al revés los rezos. El pastor que hace el relato confiesa que sintió miedo, porque la vieja podía estar formulando conjuros y llamando a los espíritus infernales. De pronto se volvió ella contra los pastores con amenazas y mordiscos. Uno le hundió su cuchillo en un costado; ella dio unos pocos pasos vacilantes y rodó al precipicio. Tenía siete vidas como los gatos; iba sosteniéndose en la caída con los andrajos de su ropa, que se enredaba en las zarzas, y con las manos que se aferraban a las rocas, hasta que, gracias a una piedra enorme que le despeñaron desde arriba, desapareció en el agua. Ni muerta ha cesado en sus maldades: su alma en pena espanta a los que se acercan al lugar de su castigo; hace ruido, como lobo, entre la hierba; gime, escondida, con lamentos de criatura; los llama al abismo, con su mano seca y amarilla; los obsesiona con la mirada fija de sus ojos de buho; se les prende a los pies para precipitarlos. Además quedan todavía, de ella, una hermana que también es bruja, y una hija que va en camino de serlo. La hechicería es condición de casta y dura en la familia siglos enteros. Se las aplasta como a víboras, pero no se acaba con ellas.

Contrasta vivamente, con ese cuadro horroroso de exulta ferocidad, la risueña pintura de unas mozas que Bécquer observa en su excursión a Tarazana. Atraído al mercado por su alboroto, encuentra allí los diversos tipos de las cercanías, que, instalados en vistosos tenduchos, venden toda clase de objetos, —frutas y hortalizas, carne y panes, ollas y pucheros, pañuelos y alpargatas, etc. Distingue entre ellos el grupo que forman, con sus atavíos y maneras originales, unas muchachas de Añón. Son varoniles, de movimientos elásticos; recalcan su dicharacheo de fuertes voces, con ásperas interjecciones; ríen y contestan con alborozo las zumbas y pullas que reciben. Parecen incansables; hacen, alegres y cantando, tres rudas leguas de marcha sobre suelo pedregoso, para vender las cargas de leña que transportan a lomo de sus borriquillos lanudos y llegan y se mantienen con despejado buen humor, sin ningún signo de fatiga, horas y más horas, a la espera de una paga mezquina. Añón es un pueblecilio asentado en las faldas del Moncayo, con escasas tierras de cultivo, que subsiste gracias al acopio de leña hurtada en los montes, cuando el mal tiempo aleja a los guardianes del Estado. Son las mujeres quienes realizan esa tarea. Ellas tienen como una primacía inexplicable sobre los hombres. Supone Bécquer, a falta de otra explicación conocida para este fenómeno, que puede éste deberse a que los hombres, sin campo labrantío, se hayan dedicado a servir, en época remota, a los caballeros de San Juan, señores de la región, y así hayan aquellos abandonado a las mujeres el gobierno de sus casas. Lo cierto es que en ellas se ostenta una gallardía natural impropia de otras campesinas. «Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la elasticidad de sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de que están dotadas y la resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente regulares, mezclándose en ellas, con extraña armonía, la volubilidad y ese no sé qué imposible de definir que constituye la gracia, con esa leve expresión de la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y pliega el labio desdeñoso. Nada más pintoresco y sencillo que su traje. Un apretador de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida, morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos obscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y encarnada o amarilla, les llega justamente hasta el punto de la pierna en que se atan las abarcas con un listón, negro, que sube, serpenteando sobre la media azul, bastante más arriba del tobillo. Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de roca en roca entre las quebraduras del monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas, hasta el punto de que algunas veces da miedo cuando se las mira atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco, emparejadas con el borriquillo que conduce la leña y saltando de una piedra en otra de las que costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando, siempre de humor para cambiar una cuchufleta con sus compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o su ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza del águila, acaso porque, como ella, se ha acostumbrado a medir, indiferente, los abismos; sus miembros, endurecidos con la costumbre del trabajo, soportan las fatigas más rudas, sin que el cansancio los entorpezca un instante».

Hay en las Cartas desde mi celda páginas de prosa pintoresca en la descripción de las cosas más sencillas, como ésas de las añoneras, dignas, por su perspicacia y resalte, de los más hábiles costumbristas. En Bécquer, el sagaz dibujante de lo que se ve iguala en maestría al soñador melancólico de lo misterioso. Es un aspecto descuidado en su obra por la crítica. El paisaje y los cuadros de vida, reproducidos, sin perceptible aparato literario, como al correr de la pluma, pero no por eso menos trabajados, equiparan, a la creación fantástica del poeta, la agudeza visual del artista. Tiene para lo sensorial sorprendentes hallazgos de expresión: así dice, de una estatua de plañidera, que «llora con llanto sin gemidos», y habla de la «memoria del olfato» cuando un olor de tinta fresca en papel de diario le recuerda cosas que estuvieron asociadas a una impresión parecida. De otra clase más directa son las notas de forma y de color que recoge y reproduce para dar aspectos o rasgos de personas y cosas. Sirvan de ejemplo los «borriquillos pequeños, huesosos y lanudos» y una lagartija de «cabeza triangular y aplastada» y «ojos pequeños y vivos». Sorprenden esos toques puntuales de las apariencias en quien es sobre todo poeta de ensoñaciones e intimidades.

El dice que un pueblecillo visto desde lejos lo atrae, y cuando se le acerca, todo lo que imaginaba agradable y emotivo a la distancia se le hace vulgar y grosero. Es que el contacto de la realidad suele ser rudo y él tiene el temperamento delicado. Por eso en la naturaleza prefiere los paisajes plácidos a los borrascosos, y en lo humano rehuye las violencias del tumulto, en el recogimiento de la meditación. La campiña solitaria con su arroyo o su fuente de agua mansa y la umbría de unos árboles frondosos, los castillos en ruinas, las viejas ciudades venidas a menos y aletargadas en su abandono encantan su imaginación. El se aleja del pueblo que lo atraía y se refugia en su humilde cementerio: ¿qué puede hacer allí sino soñar despierto? Sueña, con reminiscencias de su juventud, en ese lugar de muerte, lo que hubiese querido que fuera su vida cuando todo le parecía posible. Su ambición de niño fue la gloria de poeta, pero siente o simula que la ha perdido. Dice que las palabras «amor, gloria, poesía» no le suenan ya como antes. Se contenta ahora con dejarse vivir. «¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y por último, un tapial que sirva para que no armen en aquel sitio, ni revuelvan los huesos.» «He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono»... «cada día voy creyendo más que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí».

Se cumplió sólo a medias la ambición de su niñez; fue poeta, pero no tuvo en su vida la ruidosa gloria esperada. Tuvo, mejor que eso, la admiración y el cariño de cuantos lo conocieron personalmente. Recién muerto, la amistad recogió su obra y la entregó a una gloria póstuma e inmarcesible.   

V

Gustavo Adolfo Bécquer ha expuesto su poética en el Prólogo para el libro de su amigo Augusto Ferrán, La Soledad, y en las Cartas literarias a una mujer. De él se ha dicho que es el único poeta español que ha sabido tratar de la poesía, o por lo menos quien, entre ellos, mejor lo ha hecho. El mismo ha escrito que los poetas la crean y los que no son poetas pretenden vanamente definirla: «Los críticos... la examinan, la disecan, y creen haberla comprendido cuando han hecho su análisis». El, desde luego, no intenta definirla. «¡Definiciones! Sobre nada se han dado tantas como sobre las cosas indefinibles» Sólo se propone indicar, decir, sugerir lo que ella es.

En el Prólogo de La Soledad señala dos clases de ella, —la culta y la popular. Una es «magnífica y sonora»; «hija de la meditación y del arte», se engalana con todas las pompas de la lengua; se dirige «la imaginación» y la reduce «con su armonía y su hermosura». La otra es «natural»; «brota del alma»; promueve «el sentimiento» apenas «con una palabra», sin artificio, y despierta «con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía». A ésta la llama él «la poesía de los poetas». (¿Será la otra, de los que no lo son?).

La poesía culta desarrolla prolijamente su tema, y su efecto sobre el espíritu acaba con ella; la poesía popular no hace más que enunciar el suyo, pero cuando ha terminado, repercute con resonancia emotiva que se prolonga indefinidamente. Aquélla es arte y fantasía; ésta es «sentimiento y pasión».

El pueblo es y ha sido siempre el gran poeta de todas las edades y todas las naciones. En todas las naciones canta el pueblo; en Alemania, los más grandes poetas cultivan esa clase de poesía; pero son acaso lo mejor de ella los cantares andaluces. Han sido éstos el modelo que Augusto Ferrán ha imitado con arte en su obra, que infunde, como ellos, «una especie de vaga e indefinible melancolía», «dolorosa y suave» al mismo tiempo, y un «maravilloso mundo de ideas incomprensibles» y flotantes, con lo que siempre se espera y no llega nunca, —«deseo quizá de algo divino, que no está en la tierra y que presentimos, no obstante». Resume esta frase, —en lo posible, con sus mismas palabras—, cuanto pondera Bécquer en el libro de su amigo, y es eso que dice, de estricta aplicación a sus propias rimas.

Las Cartas literarias a una mujer no limitan su objeto, como aquel prólogo, a una clase de poesía, —la popular. Hablan de la poesía en toda su amplitud, sin ninguna restricción. Supone o recuerda el poeta que una mujer le ha preguntado: ¿Qué es la poesía? Esa mujer es, naturalmente, su amada: él, en efecto, le dirá más adelante que antes de conocerla no había amado todavía. La pregunta lo embaraza y confunde. Querría poder contestarla y no sabe como hacerlo. No son su fuerte las definiciones; en vano busca en su espíritu una respuesta satisfactoria, porque no la encuentra allí. Su mirada errante y distraída en el aturdimiento, se fija de pronto en su interlocutora, y exclama él entonces: La poesía eres tú. No han sido estas palabras el fruto de una reflexión trabajosa; le han brotado, como instintivamente, en su apuro, de lo que siente, al descubrir en la mujer que ama el único o más hondo motivo de su inspiración. No la contenta a ella esa frase que le parece una galantería, y el asunto queda así interrumpido por una circunstancia cualquiera. El después medita a solas y comprueba que eso que no era, cuando lo dijo, más que la expresión repentina de un sentimiento, es, bien pensado, la idea exacta de lo que esencialmente constituye la poesía. Para explicarlo escribe cuatro cartas.

En la primera insiste sobre lo dicho. Desdeñosamente descarta del tema cuanto pueden haber opinado sobre él los pretendidos hombres de ciencia. Se atiene a lo que sabe por sí mismo, que no es, en verdad, sino lo que siente en el amor. «La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer. La poesía eres tú porque esa vaga aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia del hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto. La poesía eres tú, porque el sentimiento, que en nosotros es fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido a tu organización especial, que constituye una parte de ti misma. Últimamente, la poesía eres tú, porque eres el foco de donde parten sus rayos». En el poeta son afectos femeninos «la ternura, la pasión y el sentimiento».Quizá los poetas y las mujeres no se entienden bien sólo por lo mismo que se parecen.  

En el hombre la poesía es cosa del espíritu: «reside en su alma; vive» allí «con la vida incorpórea de la idea». Por eso necesita darle una forma y la escribe. La mujer, al contrario, es toda ella encarnación de la poesía. Son poesía su vida interior y su destino. La envuelve «una atmósfera indefinible de idealismo» que emana de ella. Ella es, en una palabra, «el verbo poético hecho carne». Sin embargo se la acusa de prosaica, porque, si bien es poesía «casi todo lo que piensa», únicamente lo es «muy poco de lo que habla».

La poesía es, como el amor, un misterio. Como en el amor, todo en ella son «fenómenos a cual más inexplicable»; todo en ella es ilógico; todo en ella es «vaguedad y absurdo».

La segunda carta vuelve sobre la semejanza de la poesía con el amor. Es creencia común que el enamorado y el poeta expresan mejor lo que sienten cuando lo hacen de modo espontáneo, en el arrebato irreflexivo y tumultuoso que los inspira y no les permite regir ni su pensamiento ni sus palabras. Sería eso maravilloso. Bécquer lo admite como posible para otros, pero piensa que no siempre es verdad lo más sublime y prudentemente aconseja: «Cuando un poeta te pinte en magníficos versos su amor, duda. Cuando te lo de a conocer en prosa, y mala, cree».  

No se produce en él ese prodigio de la inspiración súbita y ciega que opera y realiza impremeditadamente obras perfectas. «Cuando siento, no escribo» —declara. «Guardo, sí, en mi cerebro, escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en el su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez a mis ojos, como una visión luminosa y magnífica. Entonces no siento ya con los nervios que se agitan, con el pecho que se oprime, con la parte orgánica y material que se conmueve al rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión y los afectos; siento sí, pero de una manera que puede llamarse artificial; escribo como el que copia una página ya escrita; dibujo como el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde entre la bruma de los horizontes». «Todo el mundo siente» —agrega. «Sólo a algunos seres les lies dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva délo que han sentido». Son los poetas, y «únicamente por esto lo son». Será tal vez más hermoso imaginar que el genio crea en la turbulencia pasional desenfrenada; pero ese impulso del espíritu es incompatible con la atención cuidadosa que requiere la elaboración de una obra de arte.

A propósito de la poesía ha mencionado Bécquer el amor. Esta sola palabra evoca en su mente «un mundo de ideas confusas y sin nombre», «una fantástica ronda de visiones quiméricas». Si él pudiera «escribir» lo que experimenta, no se cambiaría con ningún poeta: él sería el primero entre ellos. Para que su amada lo entienda, le pide que recuerde un sueño y diga si, al despertar, ha podido alguna vez referir lo soñado «con toda su inexplicable vaguedad y poesía». Tiene el espíritu «una manera de sentir y comprender especial, misteriosa, porque él es un arcano».   

El idioma, que es «grosero, mezquino, insuficiente» para los menesteres ordinarios de la existencia, no puede nunca servir de intérprete fiel entre dos almas. En vano, pues, querría Bécquer decir lo que siente y sabe del amor. Lo intentará a pesar de todo.

Es lo que hace, —intentarlo—, en la tercera carta; lo intenta, pero no lo consigue. Describe la tenue aparición del alba en el momento final de la noche. La han contemplado una vez, juntos, él y su amada. Ella le ha preguntado: ¿Qué es el sol?, y él sólo ha podido contestarle, señalándoselo: Eso. Es lo mismo y todo lo que puede hacer respecto del amor. Amor es lo que ella siente; amor es poesía. «Que poesía es, y no otra cosa, esa aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una perfección imposible. Poesía, esas lágrimas involuntarias que tiemblan un instante en tus párpados, se desprenden en silencio, ruedan y se evaporan como un perfume. Poesía, el gozo improviso que ilumina tus facciones con una sonrisa suave, y cuya oculta causa ignoras donde está. Poesía son, por último, todos esos fenómenos inexplicables que modifican el alma de la mujer cuando despierta al sentimiento y la pasión.

«¡Dulces palabras que brotáis del corazón, asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras el rubor enciende las mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que imitáis los pasos del amante que se espera! ¡Gemidos del viento, que fingís una voz querida que nos llama entre las sombras! ¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una canción sin ritmo ni palabras, que sólo percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles exaltaciones de la pasión, que dais colores y forma a las ideas más abstractas! ¡Presentimientos incomprensibles, que ilumináis como un relámpago nuestro porvenir! ¡Espacios sin límites, que os abrís ante los ojos del alma ávida de inmensidad y la arrastráis a vuestro seno y la saciáis de infinito! ¡Sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos que formáis el misterioso cortejo del amor! ¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía, que puede encontrar un eco, producir una sensación o despertar una idea!»

«...yo creo, y conmigo lo creen todos, que las mujeres son la poesía del mundo».

En la cuarta y última carta cuenta como en Toledo, vagando por la ciudad, con la impresión melancólica de su pasada grandeza, que sobrevive allí sólo en vestigios, entró por fin al antiguo convento de San Juan de los Reyes. Sentado sobre una piedra se pone a dibujar hasta que se hace ya noche y debe suspender ese entretenimiento. No se marcha sin embargo; está solo, sumido en la oscuridad, con la imaginación abandonada a las sugerencias de su aislamiento; de lo más íntimo le surge y le llena el alma el deseo de sentirse acompañado, para compartir con alguien la emoción que lo oprime, porque no le cabe en el pecho. ¿A quién busca a su lado?

A una mujer. Las estatuas del claustro representan vírgenes, cenobitas, mártires que vivieron, como él, «sin amores ni placeres» y «arrastraron una existencia obscura y miserable, solos con su pensamiento y el ardiente corazón bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro». «¿Quién ha recogido las emanaciones de amor que, como un aroma, se desprendería de vuestras almas?» —se pregunta. Una luz «tibia y azul» de luna le permite ver que todas las figuras tienen las pupilas dirigidas al cielo, y entonces comprende que «sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios». Dios era el polo de su amor. La religión es amor, como la poesía.

No es mucho, ni muy profundo, ni tampoco muy raro, lo que Gustavo Adolfo Bécquer enseña acerca de la poesía; pero es original y curioso y, más que nada, interesante para apreciar su propia obra.

En el prólogo a los cantares de Augusto Ferrán está claro que estima sobre todo, en el fondo, la emotividad verdadera y honda ante las manifestaciones más importantes de la vida el amor y la muerte, la insuficiencia de todo lo asequible, para los sueños de ventura; en la forma, la naturalidad, la sencillez, la fuerza y viveza del lenguaje, que repercuten con resonancias indefinidas en las almas. Las Cartas literarias a una mujer reducen la poesía a la expresión del amor y hacen del amor el único objeto de la vida. Es cierto que lo extienden a la religión y que lo señalan como ley suprema, lo mismo en la materia que en las almas; pero esto no es más que una idea poética y tal vez un expediente para salvar dificultades.

Hay una poesía que no es de amor, y para dar con ella no es necesario buscarla ni afanosamente ni lejos del misino Bécquer, porque ella está en su propia obra. Recuérdense las primeras rimas y particularmente la señalada con el número IV, No digáis que agotado su tesoro. El no era un pensador aunque, según dice, pensaba mucho. En verdad, sólo pensaba en sí mismo y confiesa que sus meditaciones siempre son confusas. No se le exija, pues, la estricta lógica de un doctrinario rígido. Era un poeta del amor y escribía las cartas, —sea esto o no exacto—, para su amada. Se explica así doblemente que descuidara lo que le era ajeno o de poco interés. Lo que importa es que haya definido su poesía como nadie podría hacerlo mejor.    

Su poética distingue dos momentos en los motivos de la inspiración y dos órdenes o actitudes en el trabajo de lo que será, una vez realizada, la obra de poesía. En el motivo de la inspiración, el momento inicial es, o por lo menos puede ser, completamente extraño a un propósito poético. El poeta vive como hombre: recoge impresiones de cuanto le ocurre, y forma sin quererlo con eso que percibe y siente un fondo caótico ,de recuerdos. Después en el segundo momento, una causa cualquiera provoca la intención creadora; ya no es el hombre común, sino el poeta, quien se propone convertir en poesía esa materia amorfa de su vida. Es natural que esa decisión resulte siempre, o las más veces, de un hecho que lo afecta hondamente y lo incita al canto, porque reanima en su alma una superabundancia de sentimientos y de imágenes que no podrían manifestarse de otro modo.

Empieza tras esto el trabajo afanoso que se necesita para dar forma interior y exterior, a ese fondo intrincado y confuso, que se ha acumulado sin esfuerzo ni designio, sólo viviendo. El exige, cuando se le quiere amoldar a la expresión conveniente, la más ahincada lucha contra la insuficiencia del lenguaje, que está hecho para los menesteres ordinarios y útiles, y se resiste a un empleo que no le es propio. «Cuando siento no escribo», —declara Bécquer. Para escribir resucita lo que ha sentido antes y evoca en su memoria lo que no es ya más que recuerdos.   

Dice también: «Escribo como el que copia una página ya escrita»; pero esto es una verdad que engaña, pues al mismo tiempo agrega que el idioma es «grosero, mezquino, insuficiente» para la comunicación de las almas, y reconoce que, en el trabajo del poema, «hay una parte mecánica, pequeña, material» incompatible con el «arrebato» que lo inspira. Quien copia una página ya escrita no tropieza con dificultades (...si la entiende). En su frase la «página ya escrita» representa el fondo, lo que se empeña en expresar, no la forma adecuada que lo obliga a buscas y rebuscas penosas.

Traducido todo eso a una ideología actual, se identificaría la inspiración con el ciego impulso de la inconsciencia que suministra la materia informe y confusa de sentimientos y representaciones para la obra hacedera. Es el movimiento inicial, el verdaderamente creador, que surge no se sabe de qué fondo oculto, sea espontáneamente o respondiendo a una solicitación voluntaria. Sigue a ese afloramiento a la consciencia, de lo que estaba como dormido en la memoria, la voluntad lúcida que lo coordina y lo exprime en la palabra efectiva con estudio laborioso. No son dos momentos sucesivos, porque al mismo tiempo se producen la efervescencia de lo inconsciente que no cesa, y la atención que rechaza o retiene y disciplina lo que gratuitamente se le ofrece. ¿Qué hace el que piensa que no sea esperar, en actitud pasiva, lo que le llega de modo improviso a la consciencia? Tal vez lo busca, tal vez se le aparece con sorpresa repentina; pero siempre, lo mismo en aquel y en este caso, lo que logra es un hallazgo fortuito. Es posible que lo haya presentido y solicitado; esto no habrá sido, en realidad, sino una premonición, un acercamiento de la idea o de la imagen que ya afluían. Puede ese fenómeno compararse (no identificarse) a lo que pasa en quien necesita una palabra que no recuerda: sabe que ella existe (de aquí arranca la diferencia), la llama a su mente sin resultado, y ella se le presenta después de pronto.

La antigüedad clásica, en Grecia y Roma, atribuía a la inspiración un origen extraño al poeta mismo. Era un dios o una musa quien incitaba a cantar e infundía en el genio el ciego arrebato del canto. Esa concepción parece más propia de sacerdotes y filósofos que de poetas. Demasiado sabrían Homero y Píndaro que no les llegaba de lo alto ni el asunto, que era tradicional y de todos conocido, ni la forma, que su buen trabajo les costaba; pero debieron considerarse más dignificados con la asistencia divina que por su personal aptitud y se declararon investidos de una función privilegiada. El ejemplo fue edificante y no hubo poeta, así fuera escéptico y licencioso, que no lo siguiera. Hasta Lucrecio, que separa respetuosamente a los dioses de los hombres, le pide a Venus que le sea favorable y lo aliente en su difícil labor poética. Nada pudo en la poesía, contra el magisterio de las musas, la religión cristiana. Dante, que visita por gracia divina el otro mundo, las reverencia a su modo. Ni el subversivo siglo XVIII, que todavía las invoca, renuncia a su presencia decorativa. Se desvanece al fin su prestigio, con el romanticismo, que prefiere el soplo misterioso de los espíritus ocultos en la naturaleza a la voz clara de las musas que tienen cuerpo de mujer.

Bécquer, romántico, ni siquiera las nombra. La inspiración es en él un tumulto del alma incitada por el amor. Su poesía es toda sentimental y, con la sola excepción de unas pocas rimas, también amorosa. A ella corresponde exactamente la poética expuesta en sus cartas literarias, que son el fruto natural de una experiencia vivida. Esto explica a la vez dos consecuencias: es una el acierto de lo que enseña, cuando esto se aplica sólo a su obra; otra, la insuficiencia de su pensamiento referido a la producción ajena que trata de temas diversos. Parece haber sido su único propósito definirse él mis* mo en su función de poeta, aunque, de hecho, haya generalizado, extendiéndolo a todos, lo que le era exclusivamente personal.

Es de lamentar, que, ateniéndose a lo más importante, haya descuidado y omitido cosas que eran, sin embargo, de sumo interés. Nada podrá reemplazar nunca, en el examen de su poesía, lo que él hubiese dicho sobre su trabajo de realización efectiva. Es lo que él llama la «parte mecánica, pequeña y material» de la producción literaria. El la opone al impulso espontáneo, irreflexivo, que da sin esfuerzo lo que se siente y se imagina como raíz o fuente de lo que será, con la forma adecuada que se le imponga en lucha afanosa, la obra futura. No dice de ella más, sino que es siempre difícil e insuficiente.

Hay autógrafos sueltos de sus versos que tienen los márgenes llenos de figuras dibujadas; en otros los dibujos ocupan lo principal de la página, y la escritura aparece, como cosa agregada, arriba, al costado y abajo. Es evidente que en este caso el poeta ha aprovechado, para los versos, los espacios libres de una hoja dibujada antes; pero puede presumirse que en los otros se haya distraído haciendo bosquejos mientras esperaba la palabra o la idea rebeldes que no acudían a su llamado.    

Es más significativo que en algún papel se vean, junto a los versos, las palabras previamente elegidas para rimarlos. Un estudio inteligente podría establecer si ellas son las más propias o afines al asunto, cosa que implicaría una exigencia de buen gusto y de arte perspicuo.

La rima señalada con el número III, Sacudimiento extraño, tiene el mismo tema de las Cartas literarias a una mujer. Ella reduce a vivas imágenes relampagueantes las ideas que las cartas desenvuelven largamente en confidencias amorosas. El poeta no discurre allí como el prosista: pasa repentinamente, o mejor dicho vuela, de una a otra imagen inconexas, en lírico frenesí, para detenerse al fin, de pronto, en el verso que cierra esa enunciación rápida, con la palabra que declara y precisa el sentido, hasta ese momento, vacilante. Son ocho estrofas de cuatro versos cortos (según la tipografía; mejor sería decir cuatro de ocho versos, de acuerdo con la rima) que se suceden sin que se acierte o adivine la callada significación, que sólo aparece después de ellas, en el verso adicional. Se sabe así que se ha referido, primero, a la inspiración y después, con otras tantas estrofas de igual estructura, a la razón, que están «siempre en lucha» y que sólo el genio es capaz de someter y acordar en armonía. De la inspiración se dice allí que es inempleada «actividad nerviosa» y «locura» (como consideraban los antiguos al estro poético), y de la razón se hace un «hilo de luz» y una «mano inteligente» que enlazan pensamientos y palabras.    

Nota:

[1] Julia pertenecía a una familia de músicos; su padre Joaquín Espín Pérez o Guillen dirigió en el Teatro Real de Madrid una sinfonía dedicada a la reina Isabel II, y distintas orquestas de ópera en Francia, Italia y Rusia. Era ésta además, nieta por línea materna, de Isabela Angela Colbrand, actriz cantante, que actuó en Francia en presencia de Napoleón. Ambos, padre y abuela, debieron probablemente su destacada posición al patrocinio de Giach Rossini, casado con una hermana de la Colbrand y tío político de Espín.

 

 

por Osvaldo Crispo Acosta "Lauxar"

 

Publicado, originalmente, en: Revista Nacional : literatura, arte, ciencia / Ministerio de Instrucción Pública Segundo ciclo. Año VIII. — Montevideo, enero-marzo de 1963. — Nº 215

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/69759

 

Ver, además:

 

                     Gustavo Adolfo Bécquer en Letras Uruguay 

 

                                                                    Osvaldo Crispo Acosta "Lauxar" en Letras Uruguay

 

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