El amor en la poesía de Antonio Machado por Osvaldo Crispo Acosta ("Lauxar")
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- I - Confiesa Antonio Machado abiertamente en su Retrato, de Campos de Castilla, que si no ha sido, en la seducción y la elegancia, ni un D. Juan de Manara ni un Marqués de Bradomín, supo sin embargo amar en las mujeres «cuanto ellas pueden tener de hospitalario», y esta locución, donosa y traviesa, a la vez que declara íntimas ternuras del alma, insinúa con ellas velados secretos de la carne sensual y pecadora. Dice además, en el Cancionero Apócrifo, que Abel Martín fue hombre «mujeriego» y «en extremo erótico», y es bien sabido que, entre veras y burlas, se representa él mismo en ese personaje ficticio. Según lo consigna en el Retrato, no quiere él recordar los «casos» que son la historia de su juventud «nunca vivida», sólo soñada. ¿Qué pudieron ser esas tempranas aventuras del poeta enamoradizo? Pretende una filosofía decepcionada que el hombre busca, en todas las mujeres que ama, a una misma y sola mujer que no encuentra. Abel Martín, escéptico e idealista, explicará, cuando Antonio Machado lo invente, que el enamorado, ciego ante la amada, sólo ve en ésta, como ante un espejo mágico, la imagen de su propio sueño. Es, de acuerdo con esto, natural que la amada cuente muy poco, o no sea más que un pretexto necesario, en los amores del poeta soñador. No esperemos, pues, de sus versos, ni la narración de las aventuras, ni el retrato de las amadas. Ellos dicen el amor, pero callan los amores. Todo lo que es exterior al poeta mismo, es también ajeno a su poesía, y en ésta el sueño desaloja siempre, en lo posible, a lo vivido. Ella tiende a lo quimérico y lo misterioso. Está hecha de impresiones aladas, que truecan lo percibido en fantasías, y de efusiones íntimas que persiguen imágenes irreales. Elimina así el poeta, de su mundo, cuanto le es impropio. En su obra aparece únicamente él, y no en lo casual y adventicio, sino sólo con su alma y con la hechicería de los sueños. En su primer libro, Soledades (1902, datado 1903) dedica Antonio Machado varias composiciones al amor; pero allí siempre la amada, desdeñosa o imposible, lejana o muerta, es una ilusión, un fantasma. No es fácil entrever siquiera en esa poesía una figura distintamente caracterizada con rasgos precisos. Son diversas las que en ella asoman o pasan, pero ninguna se perfila o dibuja con aspecto particular: todas son formas vagas y confusas que sólo dejan la impresión de su presencia desvanecida. Una de las primeras a que alude el poeta era ya desaparecida en la muerte cuando se la menciona. Apenas se nos dice de ella que el aire de la mañana recuerda su «veste blanca» y su nombre, y que en la montaña queda el «eco» de sus pasos. Ya nunca la verán los ojos, aunque siempre el corazón la aguarda (Poesías Completas, XII). ¿Es la misma o es otra ésa que en el crepúsculo del ocaso, cuando en el cielo apunta la primera estrella, engaña, con ilusión defraudada, en el encuentro callejero, la sorpresa del amante solitario y vagabundo? «¿Es ella? No puede ser...» (Id., XV). Otra vez aparecerá efectivamente «ella» en la bendita soledad, pero no será entonces más que una «sombra» (Id., XXIII), y será también sólo una «ilusión velada», con la mano como una rosa blanca sobre la negra túnica, la que atraiga en su busca al poeta al atrio de la iglesia, donde se eterniza los mendigos harapientos, de viejos mantos y de rotas capas (Id., XXVI).[1] A juzgar por estas y otras referencias semejantes, se creería que para Antonio Machado la mujer es sólo una fuente de emoción lastimera. Todo en su amor y en sus amores parece íntimo, delicado y triste. Sin embargo también conoce la sed y la embriaguez de la sensualidad que amarga. Discretamente lo dice en versos de sentido un tanto enigmático, y no podría hacerlo de otra manera, sin miramiento y recato, porque así falsearía su ingénito decoro. Es la suya una sensualidad que se impregna de ternura y de gracia. En el estremecimiento de la carne le palpita el alma arrobada en sueños alucinadores. Son los ojos vivos de una mujer morena y ardiente, y es el gesto desdeñoso de otra pálida que parece buscarlo y esquivarlo al mismo tiempo, lo que en él provoca una voluptuosidad que trasciende a efusión idolátrica y a arrebato compasivo (Id., XL y XVI). Son excepcionales en el primer libro de Antonio Machado las páginas en que se manifiesta, o más bien apenas se descubre, esa concupiscencia. A las dos composiciones aludidas, que hacen de la mujer la causa inmediata de la incitación carnal, pueden agregarse otras dos en que esa incitación proviene sea de la naturaleza lujuriante o de una camarería perturbadora (Id., XLII y XXVIII). Es de notar que en este último caso el mismo poeta se revela descontento contra el desorden a que ha sido arrastrado por la ocasión, y que siempre asocia y sobrepone al incentivo de la sangre, que se disimula, imágenes de poesía y belleza, que lo cohonestan y lo ennoblecen. Nada es grosero o torpe en estas composiciones eróticas. Sorprende, al contrario, cómo en ellas las impresiones de los sentidos se funden y confunden con ideales figuraciones de correspondencias misteriosas. Estas, ciertamente, no motivan la excitación sensual, pero la transforman y la acendran. La imaginación y el sentimiento prestan, a la realidad palpable, el prestigio de lo soñado, de lo indefinido, de lo infinito. Así en los versos del Inventario Galante, el poeta ve en los ojos de la amada negras noches de verano, de cielo negro y bajo, sin luna, con el chispear de las estrellas a orillas del mar salado, y en su carne morena, los requemados trigos y el suspirar de fuego de los campos maduros, y hace de ello el deleite que lo embriaga con la canción que deja cenizas en los labios (Id., XL). Poéticamente identifica el deliquio del amor a la embriaguez del sueño. Dice en esos mismos versos:
de tu mirar de sombra Repite en otros: Nosotros exprimimos
la penumbra de un sueño en nuestro vaso (Id.,. XVI) El sueño es para Antonio Machado la quintaesencia del amor, lo que en éste pone el amante, no la amada. Hay en Soledades una página curiosa, de singular interés, que tiene sin embargo un motivo común, y que por esto mismo revela, en su originalidad privativa, la idiosincrasia del autor. Son no más que unos pocos versos que dicen la exaltación repentina que, a su paso, produce, en casual encuentro, una mujer desconocida. Nada se sabe de ella: no se hace más que verla un momento; es sólo una visión fugaz que aparece y desaparece con la rapidez del relámpago, pero, como la fulguración del rayo en la negrura del cielo, deslumbra y estremece profundamente el alma. No es el amor, sino a la vez su presentimiento, su anuncio y el temor o la certeza de no poder lograrlo, o más bien es el amor que se presiente, que podría ser, que se querría que fuese, y que no será. Baudelaire, en el soneto A une passante, prorrumpe: O toi que j'eusse aimée, ô toi qui le savais! y recuerda, casi con las mismas palabras, la exclamación de Senancour, en situación idéntica: «0 femme que j'aurais aimée!» José Martínez Duiz, probablemente inspirado en Les Fleurs du Mal de Baudelaire, atribuye a Azorín, su «pequeño filósofo», una perplejidad juiciosa ante «esas mujeres» que, sólo con ser vistas, hacen pensar en lo infinito. Señala Antonio Machado en la mujer que así lo fascina varias particularidades que, todas, tienen algo misterioso: la actitud huraña en los encuentros frecuentes, el gesto despectivo, la palidez del rostro, el negro manto en que se envuelve: es ella una sombra luctuosa, que atrae y subyuga con la evidencia de una desazón permanente, y que se encierra y aparta en el secreto de su vida ignorada. ¿Qué enigma hay en ella? ¿Qué es lo que ella busca en la calle, sola, de noche? Parece la víctima errante de un amor desdichado. No acierta el poeta a explicarse de otro modo su inquietud recelosa. Un ciego impulso de compasión y de halago, que es a la vez doloroso y voluptuoso, lo conmueve hondamente. La compasión se le hace acariciadora y sensual para la belleza atormentada, y le brota de lo más íntimo y oscuro una ansia de acercamiento, de fusión, que no distingue entre alma y cuerpo, y le anticipa, en el mismo deseo, la amargura de los amores carnales:
Besar quisiera la amarga, Podría entenderse, —claro está—, que la amargura en este caso proviene de que la mujer es retraída y hosca, pero son del todo otras las condiciones en los versos del Inventario galante, y es, también allí, un gusto de ceniza, el que pone la concupiscencia en la boca. En la poesía de Soledades, riquísima toda ella en sensaciones e imágenes sensitivas, son raras las notas de amor carnal. La realidad se le resuelve a Antonio Machado en sueños; y no escapan a esta suerte ni el amor ni la mujer. El no necesita que la amada lo acompañe a su lado, y lo más a menudo la deja lejos de sí, porque le basta que la imaginación se la finja, atrayente inaccesible, a su modo y a su gusto. En la esperanza y en el recuerdo puede contemplarla mejor, sin estorbos ni contrariedades, más íntima y cordialmente que en su presencia. Ella es, de esta manera, más suya: nada la separa de su corazón; nada la hace distinta a sus deseos. Nunca es una criatura de carne y hueso tan acomodaticia, tan complaciente, como un fantasma a quien se presta alma y vida en sueños. Y al fin y al cabo ¿qué sabe uno de lo más hondo y secreto de un corazón ajeno? El amor junta, entrelaza dos vidas, tal vez para siempre, y sin embargo siempre, hasta en el frenesí de la pasión compartida, los enamorados son, uno para el otro, un misterio. ¡Desgraciados los amantes que, desilusionados, creen que se conocen plenamente! Su amor ha muerto, y, —lo que es peor—, parece haber sido sólo un engaño, porque él aspira siempre a lo imposible, a lo infinito, que sólo puede esperarse de lo que se ignora. Algo de esto presume o presiente ya en Soledades Antonio Machado. Más adelante, en el Cancionero Apócrifo, lo expondrá alambicadamente como filosofía de su ingenioso maestro Abel Martín. Entre tanto hace de la amada, en su poesía de amor, una vaga figura ideal, sin fisonomía propia, y sobre ella derrama una ternura y una tristeza deliciosas. Ella es el objeto de su exaltación emotiva. No tiene otro destino, y llena ése cumplidamente, no tanto por lo que ella es, cuanto por lo que el poeta le atribuye. Ella es la arcilla blanda en que él modela un fantasma animado que sólo vive en su mente. ¿Qué importa cómo sea ella en realidad? Ni aun sabe de ella el poeta si es el motivo eficaz de su amor, quién lo produce y excita, o si al contrario su función y su destino es apagarlo y extinguirlo. Así, a la compañera inseparable, que unida a él atraviesa el desierto de la vida, le pregunta:
¿Eres la sed o el agua en mi camino? Repetidamente llama Antonio Machado «esquiva y compañera» a su amada. Con fruición la evoca lejos a apartada. La acaricia sólo con el pensamiento. Dice el deseo ardiente, pero nunca el placer, del beso. El amor se le convierte en embriaguez de sueño, y se le hace triste o amargo, pero nunca dichoso o alegre. Es el amor de su corazón que se complace en el recogimiento de la soledad. Por eso del primer libro del poeta se llama Soledades. Duplica el número de las composiciones de ese libro, pero apenas cambia algo en el carácter de su poesía, cuando lo reedita unos cinco años después, con el título alargado, Soledades, Galerías y otros Poemas (1907). El cree, y ha escrito en el tomo de sus Páginas Escogidas (1917), que en lo nuevo, que agrega, todo es idéntico a lo anterior, ya conocido. Se engaña en esto: hay una diferencia importante, que anuncia e inicia la transformación que se producirá radicalmente más tarde, en su obra Campos de Castilla (1912). En las primeras Soledades la realidad cuenta sólo como elemento de sueño: carece de consistencia propia; se disipa en figuraciones imaginarias; desaparece, o más bien dicho no aparece nunca. En la reedición de 1907, sin llegar a imponerse y dominar, se muestra a lo menos claramente, y retiene la atención, y es a veces motivo de nostalgias y melancolías. Allí están el poeta mismo, que anda mal vestido y triste, por la calle vieja, frente a la arruinada casa de la novia querida: y la madre, con sus macetas de albahaca y hierbabuena; y el hermano, que vuelve, tras larga ausencia, a la familia, y es un extraño en ésta; y el patio de la mansión paterna, con recuerdos infantiles; y la reja de la novia, que aguarda, frente a la plaza, entre la iglesia sombría y la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras; y la abierta sepultura a que se baja el cuerpo de un amigo; y un naranjo y un limonero de la rica Andalucía, ateridos en tiestos de Castilla; y que brilla en su corbata... (Soledades, Galerías y otros Poemas, LXXI, VII, X, IV, LUI, LXXXI). Allí hay en fin una poesía particularizada con las Orillas del Duero, que se adelanta a los temas de Campos de Castilla (Id., IX). Incuestionablemente aunque Antonio Machado afirme lo contrario algo ha cambiado su poesía de una a otra edición.[2] Como para lo demás, ella se ha hecho para el amor más precisa más directa, más clara, en las impresiones de los sentidos y en el sentimiento. Ya no cierra el poeta los ojos para sumirse en lo íntimo. Sigue prefiriendo siempre para su obra lo puramente imaginario a la realidad percibida, pero algo de ésta pone ahora en sus versos cuando en ella siente reflejada una emoción o prendido un recuerdo. Así, entre otros, cada uno de los ejemplos citados, que no son los únicos. Bien dice Antonio Machado que El alma del poeta se orienta hacia el misterio (Id., LXI) y que De toda la memoria sólo vale el don preclaro de evocar los sueños (Id., LXXXIX). Sueño y misterio es y será siempre toda verdadera poesía íntima. No puede la suya ser otra cosa. Acaso en ella ninguna composición tenga, antes de Campos de Castilla, la consistencia exterior, la claridad, la precisión palmaria del cuadro lugareño en que resalta, frente a la plaza desierta, entre el paredón sombrío de una iglesia ruinosa y la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras, la casa de la enamorada, con la reja en que ella está esperando a la hora de una cita. Todo es nítido en la sencillez de esa descripción primorosa (El autor ha corregido para el libro la única nota rara que afeaba la redacción primitiva publicada en Helios: antes: «y los cristales túrbitos que empañan»; ahora: «ante el cristal que levemente empaña»...) Pero no se trata sólo de una descripción objetiva: su remate, que es lo que más importa, es de otra índole. Si está la primera parte hecha toda ella de humildes sensaciones de forma y de color, la segunda encierra, en cambio, bajo su aparente espontaneidad, la insinuación de un sentimiento complicado y una imagen etérea de cosa impalpable. La amada esperará esta vez en vano tras la reja; no acudirá a ella el galán, porque la primavera que llega, incorpórea y vaga, como una caricia de luz en el aire, lo tienta y aparta con la indefinible seducción de su presencia maravillosa:
Me apartaré. No quiero (Id., X) A la dicha del amor, que es permanente, continua, de todas los días, el poeta prefiere una vez el goce de sentirse envuelto en el efluvio de la naturaleza renacida. No por eso deja de amar, sino que el amor, que es lo mejor de su vida, no es todo en ésta. Lo más querido cede así al encanto imprecisable de un momento pasajero. La primavera, que todo lo penetra, que en todo se difunde, que está en todo, adquiere ser y forma particular como criatura quimérica en la imagen etérea, inaprensible, que hace de ella una hermana digna del alba en Nuits de Juin de Víctor Hugo, y de la noche en Recueillement de Baudelaire. Más poder que la primavera y la naturaleza tienen, sobre el amor, el tiempo y el olvido. Lo dice Antonio Machado en la composición titulada Elegía de un madrigal, que es como la anterior, un apunte sagaz de experta psicología. El canto se hace en ella silencioso recogimiento, sorda reflexión emotiva. Relee el poeta en horas de hastío sus viejos versos de un amor lejano; intenta así distraer su aburrimiento. Ni busca ni espera otra cosa de su lectura: pero de pronto encuentra en ella una mención elogiosa para la rubia cabellera de la antigua amada, y quiere entonces representarse vivamente ese pelo, que él admiraba con pasión y hechizo. En vano se esfuerza por lograr una imagen patente de lo que fue un tiempo objeto de su culto. Bien sabe, por supuesto, que era el cabello copioso, largo, ondulado y rubio, como lo ha consignado en sus versos, pero esa noción abstracta ni reanima en su memoria un recuerdo efectivo, ni despierta en su pecho la emoción perdida. ¿Será que irremisiblemente ha muerto en su vida todo su pasado? ¿Hasta lo que más quiso antes en ella? Amargamente piensa que ni siquiera puede evocar, a manera de sueño, la sombra de su amor disipado. Y un día —como tantos—, al aspirar un día aromas de una rosa que en el rosal se abría, brotó como una llama la luz de los cabellos que él en sus madrigales llamaba rubias olas, brotó porque un aroma igual tuvieron ellos...
Y se alejó en silencio para llorar a solas
Se engañan, pues, el poeta apático: bajo el olvido aparente, conserva el alma el tesoro oculto de sus venturas y desventuras, sólo que más que el ahínco de la voluntad, logra reanimarlas una impresión ligera y casual de los sentidos: en este caso la fragancia de una flor. Más adelante comprobará Antonio Machado, una y otra vez, con renovada experiencia, esta verdad. En alguno de los Proverbios y Cantares, en Los ojos y en Esto soñé, de las Nuevas Canciones, volverá sobre el tema insistentemente, con variaciones distintas, (CLXI, Cvra, CLXII). Habrá comprendido entonces que no muere del todo lo que parece olvidado, y que tal vez todo lo que fue perdura en lo presente y se prolonga a lo futuro. Es cierto que ahora escribe:
Un día es como otro día: hoy es lo mismo que ayer (Id. LV, Hastío) y también al contrario:
Hoy dista mucho de ayer, ¡Ayer es nunca jamás! (Id. LVII, Consejos) Pero después repetirá sin cansarse y casi hasta el cansancio, con más agudo pensamiento: Hoy es siempre todavía (Nuevas Canciones. CLXI. VIII) No es la agudeza del pensamiento lo que principalmente distingue la obra de Antonio Machado en su primer libro. Asoma en él apenas; se manifiesta bastante más en Campos de Castilla, y finalmente, con el Cancionero Apócrifo, las Nuevas Canciones y, en grado sumo, con Juan de Mairena, se hace característica y dominante lo mismo de su verso que de su prosa. Son cualidades prominentes del poeta en las producciones de su juventud la sensibilidad más delicada y una imaginación vaga unas veces, clara y nítida otras, que reproduce aspectos e inventa figuraciones de las cosas, con lo más típico y esencial de ellas, como las crean los sueños. ¿Hay en la poesía antigua y moderna, española o extranjera, nada más rico de ternura, y más diáfano y sutil de expresión, que esta estrofa de sólo seis versos, dedicada al mirar inocente de unos ojos candorosos de mujer?
Yo sé que no responden a mis ojos, que ven y no preguntan, cuando miran, los vuestros claros. Vuestros ojos tienen
la buena luz tranquila, desde los brazos de mi madre un día.
Nada aparentemente más sencillo y lúcido que estas pocas palabras. Llama a eso el mismo poeta «una estrofa de agua» y dice que es como en el mármol blanco, el agua limpia. Hace así dos veces del agua término de comparación para ese madrigal exquisito. Examínese éste con atención, y se verá que no es sencillo, sino, al contrario, complejísimo, el sentimiento que lo inspira, y que, para insinuarlo, se ha recurrido a una técnica preciosa de imágenes imprecisables. 5e habla allí de unos ojos que no responden ni preguntan; se dice de ellos que tienen la buena luz tranquila que lucía sobre el mundo en flor; se pondera que ésa es la luz que el poeta vio, en su extrema infancia, desde los brazos de su madre. Y todo eso no es más que una manera de querer significar el encanto inefable de un mirar ingenuo que nada pide a la vida, porque ignora todavía las inquietudes y promesas del amor. Siente el poeta la seducción de esa inocencia en la mujer; mira a ésta con requerimiento amoroso, pero sólo encuentra en ella el seguro sosiego de un alma imperturbable, y asocia, con veneración, el sentimiento que recibe de la doncella que él amaría, a la impresión de sorpresa y curiosidad que todo pudo producirle cuando sólo era un niño pegado al regazo materno, y cuando, por lo mismo, todo lo asombraba, porque todo le era nuevo y nada comprendía. Comprende él ahora perfectamente, como hombre experto en amoríos, cuanto vale esa ignorancia virginal de toda intención amorosa, y por eso, para exaltarla, evoca lo más limpio y lo más puro, en la primera luz que vio de niño, sobre las cosas, confundida en su recuerdo o en su pensamiento, con la santa presencia de su madre. Visión de luz, mundo en flor, culto de recuerdo filial, tales son los elementos que Antonio Machado ha reunido, en leves representaciones, para infundir por ellas, en la poesía, la ternura que emana de la mujer inocente y de su delicadeza de virgen. Así, pues, el primer libro de Antonio Machado, Soledades y Soledades, Galerías y Otros Poemas, escrito entre los veinte y cuatro y los treinta y dos años de edad, obra de su plena juventud y su acercamiento a la madurez, está naturalmente inspirado, en gran parte, en el amor. En él canta además la naturaleza y el hastío. Su hastío es indiferencia y apatía para todo cuanto entra en su vida sin llegarle al corazón: es una manera de sentir con desgano y pesadumbre lo que le permite arrancarse a la realidad. De la naturaleza, o toma aisladamente unos pocos detalles para expresar por ellos algo íntimo, o hace con esta misma intención paisajes quiméricos. El amor es siempre, en su poesía, exaltación estéril, que espera todavía o que ya desespera, y le brinda únicamente la dicha de ilusionarse o le rememora viejos recuerdos perdidos. La amada en ella no es más que una sombra distante o ausente, sin fisonomía clara, de la que sólo retiene un rasgo o un gesto. Celebra el poeta con frecuencia la embriaguez que se debe a lo imaginario, y canta con dejos de melancolía o de amargura lo verdaderamente vivido. El tono de la emoción es siempre de tristeza o de congoja, pero nunca pasional. Dice de su juventud que no la vivió nunca, y de ella sólo añora no poder volverla a soñar:
¡Juventud
nunca vivida, (Id., LXXXV) Hasta el enternecimiento del amor se le figura facticio, falto de causa real, como producido por la fruición del propio sentimiento, y así repite de su «mal de amor» que llora y canta sin pena (Id., XXXIX) y que sabe llorar sin pena (Id., XLV) Evidentemente el poeta dirige en su poesía su atención a su íntimo sentir y descuida a la criatura, ideal o idealizada, que le sirve de ocasión o de pretexto para enamorarse o tenerse por enamorado y complacerse en sí mismo y en los deliquios de su amor. Conviene retener esto porque es singularísimo, y también porque después, en el Cancionero Apócrifo de Abel Martín, esa actitud curiosa adoptará las formas sistemáticas de una filosofía escéptica. - II - Campos de Castilla, la segunda obra de Antonio Machado, no canta amores y dice apenas algo del amor. Dice desde luego, en el Retrato del poeta, que éste, ni seductor ni donjuanesco, aunque desaliñado en el vestir, ha amado «cuanto ellas pueden tener de hospitalario», lo que no es decir poco. No es una jactancia ni de grandes ni de fáciles conquistas, sino la confesión modesta de un fuerte gusto sentimental y sensual. La sentimentalidad sabe llegar por el mimo al deleite, y la ternura compasiva se hace acariciadora y muelle. Se publicó este nuevo libro en 1912. En 1906 había obtenido Antonio Machado, por concurso, una cátedra de lengua francesa en el Instituto de la Segunda Enseñanza, y se radicaba, al año siguiente, para desempeñarla, en Soria, donde buscó hospedaje en casa de una viuda que lo daba a unas pocas personas para poder sustentarse con su familia. Transcurrido un año, llegó allí Leonor Izquierdo Cuevas —hija de la hospedadora—, que había estado viviendo ese tiempo alejada, con otros parientes. Debió de conocerla Antonio Machado hacia setiembre u octubre de 1908. En julio de 1909 se casaba con ella. Algo raro hubo en el casamiento; en carta escrita mucho más tarde manifiesta Antonio Machado que la ceremonia fue para él una pesadumbre («La ceremonia fue entonces para mí un verdadero martirio)». Tenían él treinta y cuatro años, y ella, diez y seis: le doblaba, pues, la edad. Ella era menuda, rubia, de ojos azules. En la revista Cuadernos Hispanoamericanos de setiembre-diciembre de 1949 se reproduce una fotografía de los recién casados. Ella, de pie, le lleva apenas la cabeza al poeta, que está sentado. A juzgar por ese retrato, hay en la novia una expresión de enérgica voluntad, que nunca tuvo su marido. Vive el matrimonio dos años de felicidad sin historia. El llamaba a su esposa «mi niña» y solía salir con ella a paseo, de la mano, por las afueras de la ciudad. Aunque no era religioso, la acompañaba a la misa mayor. De esta vida matrimonial nada trasciende, a lo menos directamente, a los versos de Campos de Castilla. Entre 1907 y 1911 había estado el poeta ocupado en la composición de las poesías que forman este libro. Los pocos meses del noviazgo y los dos primeros años del matrimonio corresponden a ese tiempo. La que atañe propiamente en esa obra son dos únicas estrofas breves incluidas en la sección de Proverbios y Cantares. Dice una de ellas: Cosas de hombre y mujeres, los amoríos de ayer, casi los tengo olvidados,
si fueron alguna vez. (Id., CXXXVL XXII) Raro parece que así desdeñe ahora los amores que fueron el sueño de su vida, quien antes los cantaba con íntima delectación y todavía en su Retrato confiesa haberse entregado con gusto al atractivo femenino. Poco representa en la poesía de Antonio Machado ese cantar: es en ella de íntima importancia, y bien pudiera pasarse por alto; pero, aunque sea de escaso o ningún valor poético, si para uno mientes en el aire de ligera espontaneidad que su forma ofrece, en seguida advierte que esos versos, como improvisados al descuido, resultan de un tipo o un arte sutil e intencionado. A las propias aventuras, para quitarles significación, las llama el poeta despectivamente «cosas de hombres y mujeres» y «amoríos». Dice de éstos que son «de ayer», y de este modo los aleja de sí, y al mismo tiempo los desdeña, y así recalca su indiferencia. Agrega todavía que los tiene «casi olvidados», lo que implica a la fuerza que algo los recuerda, y concluye sin embargo, con cierta impropiedad contradictoria, que ni siquiera sabe si existieron. Afirmar de lo que fue, que es lo mismo que si no hubiera sido ¿no es la mejor manera de renegar de ello y reducirlo por consiguiente a la nada? Acaso deba explicarse este inesperado alarde, que no se aviene con los anteriores embelesos, como una treta del novio o del marido, para convencer, a la que es dueña actual de su corazón, de que éste nunca perteneció antes a ninguna otra. Es verdad que los amores muertos dejan a veces malos recuerdos y uno trata de imaginarse que se engañaba cuando creía querer, sobre todo si de nuevo se ha enamorado; pero ningún resquemor denuncian, sino al contrario dulces nostalgias, los amores vivos y muertos que había cantado el poeta en Soledades. Que Antonio Machado era capaz de resolver el sentimiento en vanas quimeras, cuando no bastaran a patentizarlo sus poesías anteriores, lo confirmarían plenamente las paradojales ideas que él presta a su ingenioso maestro Abel Martín. Y no es otra cosa lo que él mismo declara, con irónico gracejo, en la segunda estrofa de los Proverbios y Cantares aludida antes, que reza: Las abejas, de las flores, sacan miel, y melodía, del amor, los ruiseñores. Dante y yo —perdón, señores—, trocamos —perdón, Lucía—, el amor en Teología. (Id., CXXXVI, XXV) Este hacer «teología» con el amor, declarado así, en tono ligero, como de burla para su propia actitud, ¿no será otra manera de querer quitar importancia, ante la novia o la esposa, a las demasiado patentes muestras de sentimentalismo y enamoramiento de su poesía anterior? Porque en verdad, ni era entonces ni había sido antes el amor, en su obra de poeta, objeto de raciocinio o de pensamiento agudo o profundo, sino de emoción viva y soñada. Apenas si en los versos de Soledades se preguntaba si era la mujer la «sed» o el «agua» de su pasión amorosa. Casi no había hecho en ellos más que repetir una y otra vez que la amada es una sombra y el amor es un sueño, y no parece juicioso que sin propósito escondido, llamara a eso «teología», como si fuera lucubración arcana, oscura y enmarañada. Mientras de este modo aparentaba Antonio Machado en sus versos desentenderse del amor y divertirse con desembarazada libertad en irónicas ocurrencias, aquél entraba en su vida como nunca lo había hecho antes, y lo conducía al matrimonio. Es posible y probable, pero no seguro, que aluda en Campos de Castilla a la que había de ser su novia una composición (de 1909, según la primera edición de las Poesías Completas, 1917) titulada En tren y perteneciente a un grupo de Humoradas. Da en ella el poeta las impresiones de un viaje, que ha de ser de regreso de Madrid a Soria. Cuenta allí cómo viaja, siempre ligero de equipaje, en su vagón de tercera, y cómo nunca duerme en el camino, distraído en sueños, con el traqueteo de la marcha. Desabrido, pondera el «placer de alejarse» de todo, y lo molesto de llegar sea donde sea. De pronto fija la mirada en la plácida hermosura virginal de una monjita que va en el mismo coche y
tiene la expresión serena y piensa, como Hamlet, desilusionadamente: ¡Todas las mujeres bellas fueran, como tú, doncellas, en un convento a encerrarse!
¿Qué es lo que inspira estas melancólicas palabras? ¿Será un resabio caprichoso de romántico descontento? ¿Será la desolación amarga de una existencia gastada en vanos desarreglos? Toda la composición denota desapego, fastidio, hastío. No sería juicioso admitir o suponer en ella un propósito insincero. Es de creer por lo tanto que la causa de ese voto compasivo sobre el destino de las mujeres delicadas responde verdaderamente a lo que irrumpe en seguida en su meditación dolorosa:
¡Y la niña que yo quiero, ¡ay! preferirá casarse con un mocito barbero!
La condición modesta de la familia permite sospechar que no era ni imposible ni extravagante el interés de la futura novia por un pretendiente de baja categoría social. De ser el hecho cierto, sería ésa la única referencia, en la obra poética de Antonio Machado, a la que sería después su esposa. Él no la cantó viva, a lo menos para el público; pero habría de cantarla sublimemente después de muerta. La observación es importante y curiosa, porque revela pudor para lo íntimo en los sentimientos y en el trato personal mientras la muerte no los santifica. No cerremos todavía el libro Campos de Castilla. Nada hemos hallado en él que seguramente corresponda a la vida amorosa de Antonio Machado, y muy poco o nada que revele su pensamiento en orden al amor en las dos únicas estrofas de los Proverbios y Cantares que algo dicen de él. Una de las composiciones del libro, Pascua de Resurrección, que no es personal por su tema, lo es mucho por la sensibilidad que la inspira y la impregna. El poeta, afligido por las penurias de los pobres labriegos en las áridas tierras de Castilla, exhorta allí a las doncellitas al amor con el incentivo de la primavera que se inicia. Quieren esos pocos versos de conmiseración apenada lisonjear, con promesas de ventura, un destino desgraciado. El amor se ofrece en ellos a las juveniles «entrañas» de las «madrecitas en flor», como una sonrisa pasajera de la vida. La composición querría ser alentadora y es triste. Cuando Antonio Machado busca un alivio de entrevista felicidad, contra el infortunio de las campesinas condenadas a una existencia dura y trabajosa, acierta sólo a pensar en el amor. No concibe otra dicha posible para ellas, porque es la sola que él aprecia fuera del sueño y del arte. Pero al mismo tiempo sabe que esa ventura es corta y fugaz en la vida, como la primavera en el año. De los hijos, mientras sus madres puedan tenerlos en sus brazos, recibirán éstas su mayor alegría pero ellos serán después hombres sometidos a la misma férrea fatalidad que ha pesado sobre sus padres. ¿No han de mirar, un día, en vuestros brazos, atónitos, el sol de primavera, ojos que vienen a la luz cerrados,
¿No beberán, un día, en vuestros senos, los que mañana labrarán la tierra? No es por cierto muy halagadora esa perspectiva de un contento efímero para una existencia de cargas y afanes permanentes. Es claro que el poeta no ha escrito esos versos para las campesinas a quienes los dedica. Ellas son el motivo del canto, pero no pueden ser su público, porque no los comprenderían. Interesa, pues, la composición, no por lo que finge ofrecer a las míseras labradoras castellanas, sino porque pone de manifiesto el sentir de Antonio Machado, para quien el amor es, en la desgracia, la única ilusión posible de felicidad. Interesa también, y sobre todo, en otro sentido, por su belleza hecha de impresiones las más sencillas y naturales (campo verdeante, manantial de piedra, sol de primavera, etc.) y de imágenes que estilizan el pensamiento en figuraciones primorosas (arco de la vida, agua que ríe y sueña, madrecitas en flor, cigüeñas garabatosas, etc.). - III - En 1911, con la subvención que le asigna la Junta de Ampliación de Estudios, se traslada Antonio Machado a París para perfeccionar su conocimiento del idioma que enseña y para asistir al mismo tiempo a algunos cursos de conferencias filosóficas y literarias. Lleva consigo a su mujer. Allí la noche del 13 de julio, víspera de la magna y siempre tumultuosa fiesta nacional, ella tiene sorpresivamente un vómito de sangre. Es difícil o imposible por el momento encontrar un médico. El día 15 la enferma es conducida a un sanatorio. En setiembre regresan marido y mujer a Soria. En un cochecillo de manos saca Antonio Machado a su «niña» por las calles de Soria, hasta los alrededores, para que respire mejor que en la ciudad. Ocupa, en fin, por ella una casita con jardín; pero todas sus atenciones y desvelos fracasan con la persistencia y agravación del mal. Ella muere el 19 de agosto de 1912, a los trece meses de haberse revelado repentinamente la enfermedad. Antonio Machado abandona a Soria lo más pronto que puede, y pasa de Castilla, donde vivió desde niño, a Andalucía, donde había nacido. Unos cinco años después, en 1917, la Residencia de Estudiantes publica la primera edición de las Poesías Completas de Antonio Machado. En ese volumen incluye el poeta un corto número de composiciones dedicadas a la esposa muerta, y alude a ella incidentalmente en otras, de temas diversos, con sobresaltos y recuerdos que brotan de asociaciones imprevistas. Nada es, por supuesto, nuevo en el dolor de esas poesías. Siempre la muerte de la mujer amada fue motivo de canto para los poetas apenados. Dante y Petrarca en Italia y en España Gracilazo de la Vega son ejemplos típicos y preclaros de ello. Casualmente al mismo tiempo que Antonio Machado también lloraban ese duelo Francisco Villaespesa y Amado Nervo. Lo había hecho pocas décadas antes Federico Balart. Llenaron éstos con su lamentación todo un libro: Dolores, Inmemoriam, La Amada Inmóvil. Más contenido Antonio Machado, es también más hondo y fuerte en el sufrimiento que Federico Balart y Francisco Villaespesa, y no menos emotivo que Amado Nervo. Sobre el libro de Federico Balart escribió alguien horrores: es muy posible que él se deba menos al cariño que al remordimiento, y es indudable que peca de artificioso y declamatorio; pero a pesar de una y otra cosa, impone respeto, aunque sólo sea por urnas pocas explosiones de intensa amargura que se destacan vivamente como flores de sangre en la hojarasca marchita de esa corona fúnebre. Poco significa para un incrédulo que el autor se ofrezca a los eternos suplicios del infierno por la salvación de la que fue su esposa: para un creyente católico no puede haber abnegación más heroica: Si ha de perderse un alma, toma la mía. En toda la tradición multisecular de la Iglesia, únicamente de San Pablo, encendido en el amor de Cristo, se conoce una actitud parecida. En lo puramente humano, en lo terreno, la posición de Federico Balart no ofrece nota alguna que la singularice. El pide y llama a la muerte: ¡Oh tumba solitaria y fría... desecha todo consuelo, se resiste al olvido: ¿Decís que el tiempo calmará mi duelo y el eco extinguirá de mi querella? Pues bien, por eso sucumbir anhelo: ¡porque quiero morir pensando en ella! y se aferra al dolor con ansia inaplacable: Y no diera este amargo dolor profundo por todos los placeres que ofrece el mundo.
Son viejos lugares comunes, pero ni se han descubierto ni se han. inventado otros, ni originales ni menos gastados, para lamentar la muerte de un ser querido. Es cierto, sin embargo, que la expresión es pobre, desmayada, sin aliento de emoción trágica, y más parece resultado prolijo de un esfuerzo laborioso que espontáneo efecto de un arranque afectivo. Uno recuerda por contraste los nítidos versos de Garcilazo de la Vega:
No me pondrán quitar el dolorido sentir si ya, del todo, primero, no me quitan el sentido. No es endeble, en la obra de Francisco Villaespesa, el estilo. Ella corresponde a una época de renovación literaria caracterizada precisamente por el esmero de la forma, y aunque no sea este poeta de los que más y mejor se distinguieron con ese cuidado, algo tienen sus versos del gusto dominante en su tiempo. Al sentimentalismo romántico se junta en él la afición por la riqueza de las sensaciones. En la sensibilidad confunde el espíritu y la carne. Los sentidos nobles, —la vista y el oído, que reciben a distancia las impresiones de las cosas,— pierden mucho de su primacía sobre el tacto y el olfato, —de más directa afectación material,— en el campo de la poesía. Se hace ésta menos ideal, más humana, más atenta a lo instintivo y a los oscuros fenómenos de la vida interior. Da así entrada a toda clase de anomalías y desórdenes. En los versos que Francisco Villaespesa compone a la muerte de su esposa hay, ciertamente, lamentaciones sentidas, pero choca la indelicadeza, por no decir la grosería, de su alarde egolátrico y de sus recuerdos sensuales, y desconcierta sobre todo el rápido olvido. Más que el amor que él siente por la muerta, exalta el que ella le profesaba. Tiene como una obsesión tenaz del tálamo con el cuerpo incitante. en la nupcial blancura de las sábanas. Evoca las manos acariciadoras, la cabellera olorosa, la piel cálida, los pechos agitados, los besos pasionales. Ni siquiera calla la impaciencia que le hizo rasgar los velos de la novia el día del casamiento. Sin embargo, recién viudo, ya no puede representarse claramente a su compañera: unas veces la ve de pelo castaño, y otras, de pelo negro. Ni esto es lo peor: ya sabe por experiencia que la boca de otras mujeres no apaga la sed que sufre por la desaparición de la amada. Quien así canta no es un marido respetuoso: es un amante impúdico. Amante, y no marido, fue Amado Nervo, y él también habla de halagos y deliquios sensuales, pero de tal manera impregnan su cariño y su dolor todos sus recuerdos e ilusiones que nada en éstos ofende la más severa exigencia del honesto recato. Lo que más distingue su libro es la inquietud, la desazón metafísica, por el destino de su amor roto. Naturalmente no puede menos que resignarse a lo irreparable, pero de ningún modo quiere admitir que todo acabe en la vida con la muerte, y que su corazón, que ama todavía, que seguirá amando siempre, sea al fin defraudado en su esperanza más generosa. El sólo pide lo que necesita como parte de su propio ser, la criatura a quien se ha dado entero y sin quien su existencia no tiene objeto. El cree ver que todo en el universo proclama un orden maravilloso, lo mismo en el cielo que en, la tierra, lo mismos en las estrellas que en las flores, y de ese concierto que obedece a leyes indefectibles en los mundos y en los átomos pretende inferir que su ternura amorosa no puede ser vana, y que de una manera o de otra él ha de reunirse a la qué fue su compañera y es alma de su vida. La obra de Antonio Machado es palmariamente más breve, más honda y más viril que esas prolijas lamentaciones de Federico Balart, Francisco Villaespesa y Amado Nervo. No hay en ella ninguna rareza. Todo es en ella puro y noble, sobrio y claro. Es la espontaneidad misma de la angustia que empieza a hablar después de haber permanecido largo tiempo callada en el silencio de la estupefacción. Estalla en un grito ahogado y baja en seguida al tono de una quejumbre contenida. No dice sino lo que todos han sentido y podido pensar en situación semejante, pero lo dice con maestría insuperable, todo compenetrado y fundido en ajuste indiscernible. Son igualmente naturales y trabajados el sentimiento y la idea, la imagen y la frase, pero el trabajo se disimula, por su misma eficacia, en el efecto logrado. Es evidente que los poetas no cantan con el ciego instinto de los pájaros. Siempre el verso, cuando es bueno, supone estudio y pericia. El mismo año 1917 que se publicaban las Poesías Completas, escribía Antonio Machado, en el tomito de sus Poesías Escogidas, aludiendo a Soria: «Allí me casé; allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre», y repetía, casi con las mismas palabras: «allí me casé allí perdí a mi esposa, a quien adoraba». En esas dos colecciones de sus versos figura una composición dedicada A un olmo seco. Es el canto de un árbol que está muñéndose y quiere revivir al influjo de la primavera. Tiene el tronco hendido por un rayo, podrido a medias, cubierto de musgo amarillento. No hacen ya nido en él los ruiseñores, y las arañas cierran con telas sus huecos para guarecerse allí. Ya no puede ser dudoso el destino del pobre árbol: será cortado por un leñador o arrancado por las tormentas: acabará en brasas de hogar o servirá de madera a un carpintero. Vive, sin embargo, todavía. Con la primavera le han brotado a una rama unas pocas hojas verdes. ¿Es simplemente una impresión de la naturaleza lo que inspira esa poesía? Tres versos finales, de claro sentido inmediato y de vaga insinuación misteriosa, desvían la atención del árbol seco para fijarla en el poeta:
Mi corazón espera No es el próximo aniquilamiento de un árbol lo que aflige al poeta: es la inminencia de la muerte, que va consumiendo a su esposa. El espera todavía: quiere esperar lo que sabe que sería un milagro; abriga la esperanza de lo imposible: la afirma en la primavera, en la naturaleza. Después la muerte hará que, en la confusión, acuda, amarga y desesperadamente, a Dios.
Es cosa mil veces comprobada que, ante la muerte de un ser querido, los
incrédulos de hondo sentimiento buscan su último recurso, contra la
desesperación y el desconsuelo, en las mismas creencias que rechazaban,
por infundadas o por absurdas, en el tiempo de su descreimiento y de sus
lucubraciones tranquilas. Se cuenta que Federico Balart se convirtió al
catolicismo en ese trance. Es probable que poco o nada preocupara la
religión a Francisco Villaespesa mientras pudo vivir a su gusto,
desarregladamente, pero ante el cadáver de su esposa recurrió
aturdidamente al cielo con lamentos y plegarias. Es muy distinto el caso
de Amado Nervo. El no profesaba ningún culto positivo, pero tenía el
alma religiosa. Era creyente a su manera, sin más idea clara que la de
un orden espiritual superior, hecho de inteligencia soberana y de
necesaria justicia. Nada tuvo que abdicar de su pensamiento para
sentirse unido, a pesar de la muerte, a la que fue su amada en vida.
Esto le permitió soñar, en la incertidumbre todo lo imaginable, o una
correspondencia afectiva de la amada muerta con el amante vivo, o una
final reunión de ultratumba en el seno de las almas dichosas. Saber, nada sabemos: de arcano mar venimos, a ignota mar iremos...
(Poesías Completas, CXXXYI, XV) Con eso entretenía su mente en la apacibilidad; pero cuando para él sonó la hora de un quebrantamiento profundo, no halló razón que le valiera contra la idea de un poder oculto, de una voluntad soberana sobre el destino de los hombres. Olvidó entonces lo aprendido en libros, lo meditado en ocios, lo absorbido en la atmósfera intelectual de la época, y sintió que se le disipaba todo eso en el pensamiento, y que se imponía a su conciencia, con dominación irresistible, la idea de un Dios muy distinto al que había motivado antes sus reflexiones y chanzas. Era el Dios terrible de los desastres y las catástrofes. Antonio Machado se inclinó confundido, pero no sumiso, ante él. Nada pide, nada espera del cielo. En sus palabras de queja vibra un reproche rebelde, una protesta reprimida: Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye, otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
(Id., CXIX) Será ésta la única vez que el nombre de Dios suene seriamente en la obra del poeta. Adviértase como a la divina voluntad opone el amante abatido su resistencia. No es la rendición absoluta de Job cuando exclamaba: «El Señor lo dio, el Señor lo quita. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» Hay un sordo resentimiento en ese dolor que llora lo irreparable. Para el poeta, el cuerpo inánime de la esposa, que él llamaba «su niña», es una acusación muda contra Dios. No puede la estrofa ser más sencilla. Ella se compone de cuatro únicos versos, que son, cada uno, una frase completa. En todos se dirige a Dios el poeta; en todos repite su nombre, sea con la palabra «Señor» o con las palabras «Dios mío». Los cuatro versos, cada uno de manera diferente, dicen lo mismo: la inmensa pena del poeta anonado frente a Dios impasible e inexorable. Todo es allí sencillo y grande y estupendo. ¿Es también todo perfecto? Acaso pueda señalarse en el lenguaje algún detalle de ligera impropiedad. Se dice que el poeta clama «otra vez» como si ya lo hubiera hecho antes y no sabemos que así haya sido. Se mencionan dos «voluntades», contrarias una a la otra, la de Dios, que se supone haber decidido la muerte, y la del enamorado, que se oponía a ella; pero ¿es realmente, estrictamente, la «voluntad» lo que en el poeta se resistía a la muerte de su esposa? ¿No sería más bien su deseo? ¿Es acaso lo mismo «querer» y «desear»? ¿Puede uno querer con «voluntad» que no se produzca lo que de ningún modo está subordinado a su arbitrio? Carecen de toda importancia estos reparos nimios. Es nadería detenerse en ellos cuando la misma inmensa angustia del poeta los explica y los justifica. Conviene, en cambio, aunque sólo sea como compensación a las precedentes futilezas, señalar otra anomalía de expresión, que es importantísima. En el último verso, Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar, se rompe la concordancia obligada entre el sujeto y el verbo: el sujeto «mi corazón y el mar» es de tercera persona, y el verbo «estamos», de primera. Incuestionablemente la concordancia está rota; pero poéticamente esa ruptura es una maravilla. El corazón representa allí al poeta y lo representa bien, del mejor modo posible, porque lo identifica y lo reduce a lo que es el centro vivo de su dolor anonadante, y es por eso natural y plausible que sean él y su corazón confundidos el sujeto que determina la forma del verbo «estamos». Ese último verso, que iguala al poeta o su corazón con el mar siempre agitado y revuelto, en soledad sin fin, con tumulto inaplacable, da la estrofa brevísima una repercusión de cosa infinita. Es difícil resignarse a la ineludible fatalidad. Contra los más fuertes argumentos de la razón, contra la evidencia misma, siempre una esperanza persiste, que no ceja en su empeño y sabe encontrar motivos para lo imposible en nuestra ignorancia ante lo misterioso. Se habla de fantasmas y aparecidos; el espiritismo es profesado por eminentes hombres de ciencia; algún filósofo de renombre piensa que el espíritu de los muertos, antes de reducirse a una disolución o apartamiento definitivos, ronda, inquieto, los sitios que le eran familiares y procura comunicarse con las personas de su intimidad más requerida. Los que mueren dejan siempre un vacío abierto entre los vivos que los evoca y los resucita con los mejores recuerdos. ¿Y qué es la muerte después de todo? ¿Qué sabemos nosotros, de ella y de la vida, para tener por cierto que no puede haber en ellas posibilidades superiores a nuestro más atrevido pensamiento? Antonio Machado escribía, con sosegada reflexión, Saber, nada sabemos: De arcano mar venimos, a ignota mar iremos. ¿Cómo hubiera podido, en la turbación de la congoja, no confiar en la fuerza de su cariño para atraer a su lado a la que había sido, a la que él sentía que era todavía y que sería siempre su «niña»? La idea de hallar de nuevo a la que había perdido, tenía necesariamente que obsesionarlo, aun sin creer del todo en ella, hasta sólo con la más débil esperanza. Este es el teína de una composición breve y honda como la anterior: Dice la esperanza: Un día la verás si bien esperas. Dice la desesperanza: Sólo tu amargura es ella. Late, corazón... No todo
se lo
ha tragado la tierra. (Id., CXX) Todo parece claro en estos pocos versos; pero su verdadero sentido no está ni única ni principalmente en lo que las palabras declaran, sino en lo que ellas callan y sugieren a medias. Desde luego la contraposición de incertidumbre que se da en los cuatro primeros versos, — por un lado la esperanza, y por otro la desesperanza,— indica el desarreglo de un espíritu inseguro, vacilante, no solamente sobre lo que puede ocurrir con la muerte, sino también sobre toda ideología acerca del humano destino. Sin esta perturbación no podría ser aquel desconcierto. Aquí no se nombra a Dios como en los anteriores versos, ni se alude a él; pero lo supone, y lo calla, la esperanza que promete el encuentro de ultratumba. Se diría que una repugnancia intelectual se resiste a la clara manifestación del sentimiento, que tiene algo de religioso. Lo que dice la desesperanza en los versos que siguen a esto es la parte más interesante y más viva de la composición. Es además la que, sin duda, responde mejor al pensamiento del poeta. Ella contrasta del todo en todo con la precedente: Dice la desesperanza: sólo tu amargura es ella. La amada habrá desaparecido para siempre; no será ya nunca lo que fue para su enamorado; pero existirá aún porque se habrá convertido en la amargura que él sufre. La que fue su contento será en adelante su pena. Son algo enigmáticos y anfibológicos los dos últimos versos: Late, corazón... No todo se lo ha tragado la tierra. Es probable que muchos, y los más, de sus lectores hayan entendido con estas palabras que fuera de la tierra subsiste la muerta en su condición de persona. Así pueden ellos interpretarse en efecto. Correspondería esta conclusión a la esperanza de los primeros versos, pero así quedarían como en el aire, sin consecuencia, los versos de la desesperanza. Nótese que de la esperanza ha pasado el poeta a la desesperanza; nótese que es ésta, y no aquélla, lo que está más cerca, lo que inmediatamente precede, a la conclusión. Y sobre todo nótese que es la desesperanza, y no la esperanza, lo que da a la conclusión el sentido más personal, más doloroso, más trágico. (¡Si el otro es casi de alivio optimista!..) El poeta, que siente a la amada convertida en amargura de su corazón, quiere su pena. Tiene, a lo menos, la satisfacción, el orgullo, de que por él y para él ella sobreviva, en cierto modo, a la muerte, como desconsuelo. Es el «dolorido sentir» de que no quiere ser privado Garcilaso de la Vega. En Federico Balart y Amado Nervo se repite la misma actitud; pero en ninguno tiene la sorda vehemencia de Antonio Machado. Y así acaba esta composición, como la anterior, con palabras de significado impreciso y resonancia indefinida, que es decir eminentemente poética. Son éstas las dos solas composiciones en que Antonio Machado intenta exprimir directamente el dolor de su viudez en el tomo de sus Poesías Completas de 1917. Las dos son breves e intensas, como conviene a la expresión de un sentimiento anonadante. En las dos, bajo una sencillez aparente, palpita un trastorno profundo.
Esas dos composiciones, con otras nueve, casi todas cortas, forman el
grupo de las poesías que recuerdan a la «niña» muerta. Algunas de ellas
están fechadas en 1913. Entre todas llenan diez y siete páginas. ¡Ay, lo que la muerte ha roto era un hilo entre los dos!
(Id., CXXIII) Otra, acaso la más delicada entre ellas, refiere un sueño: ha soñado el poeta que andaba por el campo y tenía en su mano la mano de su «niña» y oía su voz, que le hablaba:
¡Eran tu voz y tu mano, en sueños, tan verdaderas!
(Id., CXXII) Todo es maravillosamente límpido en estos versos, que reflejan el campo verde, los montes azules, la mañana serena, y sobre todo la doble sensación emotiva de la mano en la mano y de la voz, cristalina y pura como el sonido de una campana nueva en una alba primaveral. Todo es límpido, y sin embargo ¿no dice allí el poeta que ha oído en el sueño la voz de la amada? Pero ¿es que en los sueños se oye lo que realmente no suena? En Las Adelfas, comedia de Manuel y Antonio Machado (1928), escena IV del a cto I, se declara que La voz, en sueños, se escucha, pero no suena.
No pongamos en duda, por eso, la sinceridad poética de los versos. Puede
el poeta despierto o dormido haber recordado vivamente el tono de la voz
como si le sonara en el oído y creer que ese recuerdo es la impresión
directa que le proviene del sueño. La sinceridad no es, por otra parte,
condición indispensable de los buenos veros; los hay, sin ella,
admirables; pero no sentaría bien que el enamorado que llora la muerte
de su amada finja o simule impresiones falsas. No imputemos a artificio
lo que puede y debe atribuirse a engaño involuntario. (Volverá Antonio
Machado a incurrir en esa misma confusión, con la voz de otra mujer,
cuando le escriba a Guiomar que la ha oído soñando). En otras varias composiciones del mismo grupo, aunque su elemento principal siempre es el amor de la muerta, él sólo aparece como incidente adventicio en el desarrollo que arranca de un tema ajeno a aquél. De ese modo se hace más impresionante, contra lo que pudiera suponerse, la angustia de la viudez, porque todo la provoca y ella surge de cualquier circunstancia, cuando menos se la espera. Así el poeta, radicado en Baeza, vaga solitario por el campo, en las afueras de la ciudad. Todo lo observa, distraído en el atardecer ya que anochece. De pronto fija la atención en los caminos que se cruzan y se alejan entre los dispersos caseríos del valle y de la sierra, y entonces lo asalta impensadamente el recuerdo que se le hace deseo imposible: Caminos de los campos... ¡Ay, ya no puedo caminar con ella!
(Id., CXVIII, Caminos). O desde su tierra andaluza recuerda las tierras altas de Castilla que circundan a Soria, y se representa el hosco paisaje de encinares raídos y cerros plomizos, con álamos de ramajes yertos en las márgenes del Duero. Le reproduce la imaginación el lugar de las plácidas andanzas con su compañera, y como si, alucinado, allí la tuviera todavía consigo, la invita a los acostumbrados vagabundeos: ...dame la mano y paseemos
(Id., CXXI) A los primeros indicios de la primavera en Baeza, evoca una por una, todas las manifestaciones que ya la nueva estación del año ofrece en las cercanías de Soria, y cuando termina ese cuadro vistoso, pide a un amigo del lugar que lleve los primeros lirios y las primeras rosas al alto Espino, donde está su tierra (Id. CXXYI, A José María Palacio) Con el mismo procedimiento de un asunto extraño que deriva inopinadamente al duelo del enamorado están hechas también las composiciones Otro viaje y Poema de un día. Es, pues, claro que se trata de una técnica aplicada con propósito reflexivo, y no de una coincidencia de inspiración casual. En el poeta dolido hay un artista que trabaja su pena con lucidez solería. Es una manera de rendir el más alto homenaje posible a la memoria de un ser querido. No sería eso la poesía si el autor se hubiera abandonado a una producción febril y desaliñada. Puede pensarse que mejor que esa ofrenda hubiera sido el silencio; pero quiso Antonio Machado que su esposa tuviera en su obra un recuerdo perdurable, de generación en generación, y para ella compuso con su dolor, en las buenas palabras de todos los días, versos que pueden ser eternos. El arte parece en ellos naturalidad: es la más noble y difícil conquista del esfuerzo que sabe disimularse. Hizo Antonio Machado con sentimientos comunes la poesía de su viudez. No podía él inventarse otros. Pero su poesía es honda, fuerte y grande. En ella tuvo a la fuerza que repetir lo que otros sufrieron y dijeron antes que él. Tal vez se repitió él mismo: la composición de la esperanza y la desesperanza tiene en Soledades, Galerías y Otros Poemas un paradigma en los versos que lamentan la muerte de una amada antes de que el poeta conociera a la que fue su esposa: No te verán mis ojos, mi corazón te aguarda
(Id. XII)
Cantar no puedo: se ha dormido la voz en mi garganta, y tiene el corazón un ritmo quedo. Ya sólo reza el corazón, no canta.
La poesía se le convertía en rezo, y aunque dijera que no podía ya cantar, cantaba sin embargo, magistralmente, con ideas y hasta palabras de Lamartine a Elvire: «Ma voix était changée.. . Toutes mes fibres, attendries de larmes, pleuraient ou priaient au lieu de chanter». ¿Imitación estudiada, reminiscencia inconsciente, semejanza natural y fortuita? Poco importa. No hay en lengua española, después de Garcilaso de la Yega, canto mortuorio de amor comparable a la poesía que dedica Antonio Machado a su «niña» bien querida. Por esos pocos versos vivirá ella siempre en la memoria de los hombres como un fantasma de ternura dolorosa .
Casi al mismo tiempo se despertaba en su espíritu una curiosidad traviesa por las nuevas corrientes del pensamiento filosófico y veía con asombro que todo cambiaba de pronto en la producción literaria. No quiso tratar en serio las quimeras metafísicas ni mostrarse del todo reacio a la transformación que se operaba en la poesía e inventó, para descargar en ellos sus juegos y caprichos de pensador y poeta, primero, a su acomodadizo maestro Abel Martín, después al jocundo y estrafalario Juan de Mainera. Ellos expondrían lo que él ideara entre) burlas y veras. Emprendía así nuevos caminos y se alejaba de su pasado. No desechaba de éste nada sin embargo. Hubiera querido, sobre todo, mantener vivos los recuerdos y la pena de su amor a su «niña»; pero la vida se los iba apagando insensiblemente con las impresiones y las distracciones de cada momento. En las primeras páginas de las Nuevas Canciones (1925) ya se patentiza, con los Apuntes sobre Andalucía, con los comentarios Hacia tierra baja, con las Canciones de tierras altas, el contraste de lo que le entra por los ojos y lo que se le sale del corazón. Son notas finas y rápidas, que, por su brevedad, parecen ligeras, y que, sin embargo, al menor estudio, sorprenden y admiran, las unas con la nítida agudeza de la visión, las otras con el punzante sentir que las inspira y se calla, algunas con su ironía amarga o con su gracia ingeniosa. La manera de Antonio Machado se estiliza en la sutileza. Insinúa o alude más que dice. Pasa el poeta, en sus vagabundeos, frente a una reja donde una mujer está a la espera. Sueña ella acaso con aventuras pasionales; pero a la postre habrá de contentarse en casamiento juicioso con alguno de los que por allí discurren, — mi escribano, un boticario, un usurero, un devoto. Y termina el poeta: También yo paso, viejo y tristón. Dentro del pecho llevo un león. ¿Es un candidato más? ¿Un partido mejor? Por supuesto y sabido que no puede serlo, porque agrega: Aunque me ves por la calle, también yo tengo mis rejas, mis rejas y mis rosales.
(Poesías Completas, CLV, Hacia tierra baja). Estas rejas y estos rosales son meras figuraciones de su amor perdido: son cosa de su alma y no las trocaría por otra ninguna del mundo; pero él es criatura sensual y, a pesar de su noble propósito, experimenta los ciegos impulsos del instinto dormido. Lo detiene un momento, en su andanza arrabalera, la algazara de un festín de borrachos a quienes sirve una moza varonil que desdeña los requiebros y a nadie mira. La mira él con viva atención, y exclama para sus adentros, con erótica sed repentina: ¡Oh, mujer, dame también de beber!
(Id. CLV. Hacia tierra baja) Nadie contará estas dos pobres composiciones entre las mejores páginas del libro. Son ligeras y hasta anecdóticas; pero la anécdota en ellas no es más que un recurso para llegar a su remate: en el primer caso, la persistencia de la vieja llaga amorosa (algo cicatrizada ya: «tristón» es menos que triste); en el segundo caso, el fácil arrebato erótico al azar de tentaciones callejeras. En la poesía Los ojos reproduce Antonio Machado, con más viva emoción, con desgarramiento más doloroso, el tema que él mismo había tratado, unos veinte años antes, en Elegía de un madrigal. Es la cuita del enamorado que en vano intenta representarse, allá el cabello de la amada sumida en el olvido, aquí los ojos de la amada muerta. Allá es el perfume de una rosa, casualmente respirado, lo que resucita la impresión de la cabellera rubia; aquí son los ojos de otra mujer, vistos de improviso, andando por la calle, lo que realiza el milagro de una súbita reaparición pasmosa:
Salió a la calle un día de primavera, y paseó en silencio su doble luto, el corazón cerrado... De una ventana, en el sombrío hueco, vio unos ojos brillar. Bajó los suyos, y siguió su camino... ¡Cómo ésos! Es de toda evidencia que Antonio Machado sólo ha podido escribir estos versos pensando en su esposa muerta, porque de ella están llenas las Nuevas Canciones y no es creíble que hiciera así, a un lado, su recuerdo, para confundir, con lo vivido, una invención incongruente. Puede haber, y hay sin duda en la composición, detalles inventados, que no provienen de lo que ha podido ocurrir efectivamente, pero a la fuerza tiene que ser verdad la ineficacia del esfuerzo en que no lo sea que ha olvidado el color de los ojos. Del color de los ojos no se olvida al cabo de unos años quien de veras ha amado. Es también seguramente verdad la resistencia que opone a la seducción sentida a su pesar ante la belleza análoga —o distinta— de otras mujeres encontradas al acaso. No son culpables ni el involuntario desvanecimiento de la fisonomía en los recuerdos ni la honda conmoción que se debe a una presencia subyugante no buscada. Lo que más enaltece la actitud de Antonio Machado en la poesía de su viudez, lo más sentido en ella, es precisamente ese dolor por el recuerdo que se pierde. Lo llama, con estupendo acierto de expresión vivísima, «doble luto», porque a la pena de la muerte se añade la pena del olvido. Ese dolor inspira otras dos páginas del libro,: El amor y la sierra y, la más admirable entre ellas, Los sueños dialogados. No es la ejecución de la primera mayormente feliz. Choca en ella, por su artificio, la transformación del retumbar de los truenos con los ecos de la serranía, en balón que rebota de monte en monte. Esa imagen ni realza ni siquiera consigue el efecto de espanto que se atribuye a la tormenta: es inútil y de mal gusto; nada gana el repetido estallar del trueno en resonancias lejanas, con esa idea de una pelota que va y viene por el espacio a través de enormes distancias. (La tormenta se convierte así en confusión en un partido footbolero o de balompié, como diría Mariano de Cavia). Quitada esa nota inconveniente, y con ella algún otro defecto (rima de caballo con rayo, una desinencia verbal impropia, las cuatro últimas palabras del verso final), el soneto sería un prodigio. Lo es su idea madre. Cabalga el enamorado por unas sierras abruptas; estalla una tormenta horrorosa; cuando aquél costea un precipicio, el relámpago encabrita al caballo, que está a punto de rodar al abismo. En los peligros extremos, ante la amenaza de la muerte inminente, se recurre a Dios, la idea de Dios se presenta, sorpresiva, a la mente: ¿será eso lo que se produzca en este caso?
Y hubo visto la nube desgarrada, y, dentro, la afilada crestería de otra sierra más lueñe y levantada,
No se dice en el soneto ni que el enamorado no vea corrientemente a su amada, ni que ésta haya muerto, ni que él haya perdido su recuerdo; pero lo sobreentiende cuanto el poeta ha expuesto en otras partes de su libro, y sin ese antecedente, que se calla, la conclusión del soneto se menoscabaría: si fuera habitual la presencia de la amada, o nada o muy poco de extraordinario tendría su aparición visionaria en el supremo trance. Para que ella sea un sorpresa entonces, hay que suponerla difícil e inesperada. Ella surge de lo más hondo y oculto del alma, de allí donde sólo se esperaría encontrar, en la tremenda angustia a Dios. Fue espléndida invención del poeta cerrar el soneto haciendo que la imagen de la amada sustituyera a la cara de Dios ante la muerte, y que después de esa visión, ya el enamorado sólo pensara y quisiera morir. Había al fin podido ver impensadamente a la que en vano buscaba, con desesperado ahínco, en sus perdidos recuerdos. Ya nada más podría la vida ofrecerle, y como quien ve a Dios, siente que ha llegado su hora. No menos admirable que el pensamiento es la sencillez de la expresión final. (¡Lástima que en el verso último sobren las palabras necesarias para llenar con siete sílabas el metro, y cumplir con rima!) Son Los sonetos dialogados la poesía más fina, más exquisita, que Antonio Machado haya dedicado a la memoria de su esposa. No figura ella, en ellos, como su «niña»; no es aquí la criatura menuda a quien paseaba, con mimo, de la mano, por el campo. La muerte la ha retraído y alejado. Es ahora un fantasma de gracia y de ternura, que vive en el misterio y que visita al poeta en sueños de recuerdos. El la llama «dueña de la faz velada» y «señora». El cariño se ha convertido en adoración y culto, y el sentimiento se impregna de religiosidad fervorosa. El canto, como decía Lamartine, como repetía Antonio Machado, acaba en rezo. No es ésta, aquí, una fórmula vacía de sentido. Con los versos que enuncian cosas claras, perfectamente definidas (aspectos del suelo, especies de árboles, rasgos característicos de las cercanías y lejanías de Soria, nombres propios de regiones, ríos y montañas), hay otros de significación espiritual imprecisa o indirecta, que sugieren más que dicen (Nadie elige su amor... Mi corazón está donde ha nacido, no a la vida, al amor... El incendio de un amor prendido al turbio sueño... Tornar no puedo... Soledad, mi sola compañía... Este que soy será quien sea... El íntimo espejo...), y de unos y otros emana y se difunde, por secreta correspondencia, una emoción dolorosa que llora lo perdido y se complace en la pena, y evoca el espíritu de la esposa muerta como un ser vivo y misterioso. La composición no describe ni cuenta: alude a lugares y hechos que supone sabidos. Quien ignore que Antonio Machado está en Andalucía, que en Soria conoció a su amada, y allí se le murió y fue sepultada, que él va perdiendo su recuerdo, y antes había concentrado en sí mismo toda su atención de poeta, y ahora la dirige y quiere darla toda a lo que de su dicha desvanecida le queda, que es sólo una imagen borrosa de mujer, mal podrá descifrar esa poesía enigmática. Para su inteligencia es necesario el conocimiento previo de la situación en que el autor se encuentra, porque una disimulada influencia que se ha impuesto en la literatura excluye a la vez, de ella, lo narrativo por un lado, y por otro, los desenvolvimientos lógicos. No es, sin embargo, poesía que deba o pueda cada uno interpretar a su modo. Es poesía que tiene un sentido único para todos, pero se resiste a la facilidad, se hace difícil, por cierta incoherencia aparente de las partes que la constituyen, y por el estilo trabajado, que desecha lo vulgar o prosaico y acendra la expresión con palabras y giros de que sólo es capaz el verso culto. No vale citar, como ejemplo de esto, partes aisladas. Fuera del contexto que las precede y las sigue, ellas perderían mucho de su eficacia. El lector hallará, verso por verso, frase por frase, en la composición entera, materia abundante para entretener su curiosidad. Esto es decir que Los sueños dialogados son, al mismo tiempo que poesía de alma, obra de artista consumado, como toda la producción de Antonio Machado. Nada hay de raro en eso. La sinceridad no es incompatible con el arte y con el artificio. No se canta cuando se está bajo la opresión del agobio, pero se puede cantar después el dolor sufrido. Hacía trece largos años que había muerto su esposa cuando Antonio Machado publicaba, en 1925, las Nuevas Canciones. Era ya tiempo de que se hubiera resignado y consolado. ¿No confiesa él mismo que se le ha borrado ya de la memoria la imagen clara de la que fue su «niña»? Lamenta ahora, con el amor perdido, la apatía en que se va sumiendo a su despecho, contra su voluntad. Querría sufrir todavía y siempre y tiene que reanimar la pena que se le extingue a manera de fuego que se apaga
Creí mi hogar apagado y revolví la ceniza: me quemé la mano.
Si bien se mira, en su lamentación, la amargura de la soledad sustituye a la pena de la pérdida experimentada. Lo que llora al fin es el dolor de no seguir sufriendo. No se le podría pedir más. Había hecho feliz, en vida, a su esposa. La había cantado, muerta, en versos que serán inolvidables. Había cumplido así, doblemente, con ella. Ella será, para siempre, en la poesía española, una figura hecha de gracia y de cariño. La sabiduría griega llama dichoso a quien muere joven. Leonor Izquierdo Cuevas, la humilde niña criada en apartado lugar de Castilla, debe a Antonio Machado una dicha de amor que la sublima y la inmortaliza con la gloria de la poesía. - V - Antonio Machado, poeta, se aficiono mucho, desde 1910, al estudio de la filosofía. Había sido siempre algo afilosofado, pero no fue nunca un filósofo. Solitario y reflexivo, razonaba su desilusión y su poesía. A fuerza de analizarse, acababa por no saber seguramente si eran verdaderos los sentimientos que experimentaba. Dos composiciones de su primer libro, Soledades, — Fue una clara tarde... y ¡ Oh, dime, noche amiga, — son bien significativas en tal sentido. Cuando creyó haber agotado la poesía del ensimisma-, miento, quiso descubrir la que se le había ocultado en la realidad que lo rodeaba, y miró hacia fuera, con «ojos cargados de razón», como él mismo dice. Cantó así lo más hondo, lo permanente, lo «esencial» de Castilla, que fue otra manera de hacer filosofías con nuevo asunto. En eso estaba cuando la desgracia, con la muerte de su esposa, lo volvió al tema personal momentáneamente. Llevó después su canto, de la admiración comprehensiva de la naturaleza en Castilla, al vituperio de lo deleznable en el espíritu de Andalucía y de toda la España contemporánea. Es verdad que puso en ese acometimiento más pasión que filosofía; pero al mismo tiempo troquelaba aparte su idealismo irónico y escéptico en Proverbios y Cantares, porque no podía resistirse al placer de jugar con la inteligencia. Aunque era sentimental, era también más que medianamente ingenioso y chancero. Lo era sobre todo en cuestiones metafísicas y abstractas, pero no dejaba de serlo a veces para lo afectivo y lo íntimo. En las Nuevas Canciones, tan llenas de su amor lastimoso, y precisamente junto a versos que recuerdan a su «niña» muerta, ¿no canturrea, jocoso, que A las palabras de amor les sienta bien su poquito de exageración? La vida es buena y mala, prodiga y niega sus favores, trueca las alegrías en penas, y ella misma cicatriza frecuentemente las heridas que hace. Todo esto es filosofía barata, de sensatez juiciosa, en apotegmas de Perogrullo. No es, por cierto, la filosofía que interesaba la mente de Antonio Machado; pero sin que él lo quisiera, se verificaba en su existencia. Desde la primera reedición de sus Poesías Completas, en 1928, figura en esta obra la glosa De un Cancionero Apócrifo, que él atribuye a un «poeta y filósofo», Abel Martín, de tal manera parecido a él mismo en el pensamiento, que si no es su retrato, es a lo menos su caricatura. Dice y repite allí que Abel Martín era «en extremo, erótico» y «mujeriego», y aun agrega a esto, sobre ese personaje inventado, algo que no estaría bien que se consignara acá por su crudeza indecorosa. De la supuesta filosofía de Abel Martín hace Antonio Machado una exposición sumaria, que es un tanto ligera y por demás festiva, acerca del imposible conocimiento de la realidad. Eso no es más que un eco, intencionalmente deformante y cómico, de la escuela existencialista, que está de moda y que él acepta sin angustia y, al contrario, con regocijo escéptico. Algo de eso trasciende a lo que expone sobre el amor, a cargo siempre de Abel Martín. Nada tienen de halagadoras para el ser amado las ideas que él presta a su maestro sobre este punto. Ellas derivan, en parte, del idealismo absoluto, que niega al espíritu humano toda aprehensión extraña así mismo, y en parte, de la teoría sobre la «cristalización» amorosa creada por Henri Beyle, que tanto se difundió, más o menos libremente, de una u otra manera, entre novelistas y poetas. Nace el amor, no del efecto que parece producir quien lo recibe, sino de un exceso de vida en quien lo experimenta, y nunca el enamorado llega a conocer a la persona amada. Antes de haberla encontrado, ya tiene en sí, aunque no lo advierta, la propensión a amarla. Amará necesariamente a la criatura, cualquiera y como que ella sea, sobre quien proyecte una ilusión de cuerpo y alma que responda a su deseo ansioso. Quien así piensa o de esta manera entretiene su inteligencia con juegos sutiles, parece, más que un amante fervoroso o desesperado, un espíritu recalcitrante, y sin embargo cuando Antonio Machado exponía, a cuenta de Abel Martín, esa ideología irónica, se hallaba entre dos amores, el de su esposa muerta, a quien había llorado amargamente, y el de una mujer oculta a quien llama Guiomar en cartas y poesías. No esto decir que la filosofía o el canto de amor han de ser, en la obra de Antonio Machado, sospechosos de falsedad. Los más extremados idealistas, que niegan el conocimiento del mundo exterior, viven de éste y en él, como cualquier criatura de barro humano, porque la inteligencia puede muy poco sobre el corazón y el instinto. Es indudable el escepticismo ideológico de Antonio Machado, establecido sobre sólidas bases, con excelente argumentación, pero acaso no irrebatible, y no hay motivo valedero para poner en duda el claro sentimiento de su poesía, aunque no se olvide que a él no le parece mal, en las palabras de amor, su cántico de exageración. Son poquísimos los versos dedicados a Guiomar, pero, en cambio, no escasean las cartas que le escribía. De ellas ha dado a luz, en fragmentos, una buena parte, la Sra. Concha Espina, con farragosos comentarios, bajo el título De Antonio Machado a su Grande y Secreto de Amor. (1950). Según la Sra. Concha Espina, las relaciones amorosas de Antonio Machado y Guiomar habrían comenzado hacia 1928 y fueron rotas o interrumpidas, tras siete años de asiduo trato platónico, a fines de 1935 o principios de 1936. Primero una desinteligencia, después la desastrosa guerra española (1936-1939) habrían sido causa de la separación definitiva[3]. Guiomar, refugiada en las provincias del norte o fuera de España, no había logrado comunicarle con el poeta, y habría sufrido la tortura de no poder, por eso, desengañarlo, cuando él lamentaba, sin fundamento serio, su desvío, y hasta renegaba de su amor, en estos versos:
Guiomar, Guiomar, mírame en tí castigado: reo de haberte creado, ya no te puedo olvidar. Habría sido, su amor, un secreto para todos: los enamorados se encontraban a escondidas, y tenían, para ello, un «rincón» fijo. Muerto el poeta, ella le habría sobrevivido unos cuatro años, hasta 1943. No da más noticias la Sra. Concha Espina, aunque seguramente algo más sabría y ha querido sobre ello ser reservada. Aunque nuestra curiosidad lo resienta, es justo reconocer, en esa prudencia, una actitud respetable. Confiemos en que, descubierto ya el secreto, no ha de faltar quien todo lo ponga en claro, o por lo menos amplíe esos informes. Hay en el amor de Antonio Machado y Guiomar algunos puntos muy oscuros. Desde luego la ocultación induce a considerarlo irregular. ¿Sería casada la dama? Las cartas se han publicado truncas. Se dice que así estaban cuando llegaron a las manos de quien las publica. Poco importa saber quien las haya mutilado, pero no es explicación satisfactoria que la destinataria debió de eliminar de ellas, con recelo de peligros, partes que podrían ser comprometedoras en la bárbara guerra de España. Las cartas eran anteriores a la guerra, y no es de creer ni que en ellas la política fuera tema corriente, ni que, por lo mismo, pudieran ellas prestarse a aquel temor. La explicación, que es mala, refuerza los motivos de sospecha. ¿Habría, en las cartas, indicios de conducta libre o desarreglada? No da fundamento seguro a semejante conjetura lo que se conoce; antes, al contrario, parece rechazarla, y esto es otro problema delicado en el asunto.
Según la Sra. Concha Espina, el amor fue «platónico» siempre. Hay buenas
razones para admitir que, por lo menos durante algún tiempo, acaso
largo, no fue carnal. Habla una carta de cómo, cuando Antonio Machado
conoció a Guiomar, estaba elaborando la comedia La Lola se va a los
Puertos y agrega que el primer acto, que ya estaba, en gran parte,
escrito, fue modificado para personificar en la protagonista a Guiomar.
Dice más todavía: que a no haber conocido a ésta, nunca al poeta se le
habría ocurrido «santificar» a una cantadora: «Escrito estaba ya gran
parte del primer acto antes de conocerte. El propósito de sublimar a la
Lola es cosa mía. Se me ocurrió a mí pensando en mi diosa... A ti se
debe, pues, toda la parte trascendente e ideal de la obra. Porque yo no
hubiera pensado jamás santificar a una cantadora». Y se lee en otra
carta: «En todo lo que escribo y escribiré hasta que me muera estás tú,
vida mía. Todo lo que en la Lola aspira a la divinidad, todo lo que en
ella rebosa del plano real, se debe a ti, es tuyo por derecho propio.
Mío no es más que la torpe realización de una idea que tú y sólo tú
podías inspirarme». Ahora bien, la Lola, en la comedia, es un dechado
impoluto de castidad, y mal sentaría que el amante la presentara, como
su retrato, a una compañera que en eso, precisamente, desmereciera del
personaje inventado.
Porque más vale no ver fruta madura y dorada que no se puede coger». No prosigamos solicitando textos. Otros hay concordantes con los transcritos, pero bastan los aducidos para tener por cierto que, si el amor no fue «platónico» en el deseo, fue, de hecho, retenido en su impulso carnal, por lo menos, durante algún tiempo. ¿Fue siempre así? La Sra. Concha Espina lo asegura, y nada hace que eso fuera imposible. Para las personas maduras que han conocido los tormentos de las pasiones sensuales, el amor casto puede tener el encanto de una voluptuosidad noble tranquila que sabe defenderse de la intemperancia y la monotonía del placer ya imposible o gastado. Bien hubiera podido ser ése el caso de Antonio Machado con Guiomar. No es argumento de fuerza decisiva en contra que los enamorados tuvieran su «rincón» fijo para encontrarse. Ese «rincón» de las citas pudo ser, lo mismo que una pieza reservada, un sitio elegido en algún café oscuro. La Sra. Concha Espina publica una fotografía en la que se ven el ángulo formado por dos paredes, una mesa con un botellón, dos tazas y dos vasos, dos sillas y un calorífico y.....nada más. Las paredes lucen un zócalo decorativo y el piso es de baldosas. En las cartas se habla del frío que molesta a Guiomar y de una estufilla que se podrá encender para confortarla. Cuadra bien con tales indicaciones la fotografía, pero no deja de sorprender ese rincón, así aislado, sin ningún otro detalle del lugar. Hay en las cartas dos líneas desconcertantes: Guiomar acaba de marcharse del «rincón» después de una entrevista dichosa; Antonio Machado se ha puesto a escribirle en seguida, allí mismo, porque de ese modo prolonga su alegría del momento, contra la impresión de soledad que lo asalta. Las últimas palabras de la carta son éstas: «Son las diez y media. Comienzan a venir gentes alegres. Es día de moda —me ha dicho el mozo— en esta casa. Yo me voy a la mía». ¿Qué especie de sitio puede ser ése que tiene, para la gente alegre, sus días de moda?..... Vivían Guiomar en Madrid y Antonio Machado en Segovia. En Madrid estaba el «rincón» de los encuentros, pero alguna vez iría Guiomar a Segovia para visitar al poeta. «Tengo unas matas de romero que aroman la habitación y me han puesto un brasero en la camilla, que no calienta demasiado. Pero todo se arreglará. Tú no dejes de venir un momento a hacerme compañía. Si vieras cómo me consuela esta ilusión... Aquí, en esta soledad, con este silencio, soy feliz a veces pensando que estás realmente a mi lado. Muchas veces, pudiendo quedarme en Madrid, he venido a Segovia sólo para esperarte aquí, para pensar en tí en este rincón. Porque es aquí donde pienso que me quieres más, que es más mío el corazón de mi diosa». No le bastan al enamorado las citas convenidas; quiere ver siempre a su amada, y pasea disimuladamente su calle a «la hora del último sol», con la esperanza de sorprenderla en el balcón; pero debe al fin desistir de esta ventura furtiva, porque ella no se la permite, para prevenir toda sospecha. «Es otra imagen adorada para el recuerdo, y sólo para el recuerdo; el balcón de la diosa. Pero fiel a tu mandato, no he vuelto a pasar por allí. ¡Adiós, altar de mis oraciones, donde, a mi manera solitaria, tanto peregriné! Compadece a tu pobre poeta, siempre luchando con la distancia». Como todos los que aman, y mejor que el vulgo de ellos, sabe Antonio Machado acompañarse imaginariamente con su amada cuando está solo. La lleva siempre consigo en sus vagabundeos de solitario. La ausencia, cuando no median motivos de inquietud, se le puebla de buenos recuerdos e ilusiones halagadoras. Evoca, a solas, su compañía en el cuarto que habita en Segovia. «Adiós —le escribe, al cerrar, con la despedida, una carta—. Me voy a soñar contigo por esas calles de Segovia», y en otra: «Sueño con tener aquí a mi diosa y pasear con ella, con lo imposible...». Sueña con Guiomar, despierto, y sueña también, por supuesto, con ella, dormido. Despierto, se forja y escoge a su gusto las imaginaciones que más lo contentan; pero dormido, el sueño se las compone, buenas o malas, y él nada puede contra lo que su propio espíritu le ofrece. «La maravilloso del espíritu es el poder milagroso de elegir entre las imágenes y cambiar a voluntad unas por otras. CÍaro está que esto no siempre es posible. Sobre todo en los sueños y en los estados de abatimiento, nuestras imágenes son más impuestas que elegidas». En la más extensa de las cartas publicadas, refiere un sueño de casamiento imposible con Guiomar, que le trae recuerdos tristes de su casamiento verdadero con Leonor, pero no acaba el relato: lo corta con la expresión «de alegría y de orgullo» que le proporciona la ceremonia soñada, porque ella hacía público su amor secreto. «El resto del sueño» —termina— «no te lo quiero contar. Es demasiado feliz, aún para sueño». Romeo, enamorado instantáneamente de Julieta, a primera vista, después de haberse mostrado loco por Rosalía, se pregunta a sí mismo, atónito y perplejo, ¿si amó antes jamás? Shakespeare hace a Romeo joven, apenas más que adolescente, pero Antonio Machado contaba ya más de cincuenta años, cuando conocía a Guiomar, y enamorado en el umbral de la vejez, piensa y dice, como Romeo, que no pudo haber amado antes nunca. Es fama que el amor es ciego y loco: hace perder, con el juicio, la memoria, y cuando no puede tanto, procura, por lo menos, engañar y engañarse con sofismas y paradojas: «. .yo no he tenido más amor que éste. Ya hace tiempo que lo he visto claro. Mis otros amores sólo han sido sueños a través de los cuales vislumbraba yo la mujer ideal, la diosa. Cuando ésta llegó, todo lo demás se ha borrado. Solamente el recuerdo de mi mujer queda en mí, porque la muerte y la piedad lo ha consagrado». Hubo, entre los más devotos admiradores del poeta, quien se indignara contra esta aparente renegación del hondo y largo culto profesado, con ternura angustiosa, a la «niña» de Soria, y hasta haya supuesto que la última frase transcrita debía de ser una interpelación falsaria. Es una impertinencia. La letra es, desde luego, idéntica en esas palabras y en lo demás de la carta. Por otra parte, sin esa frase, las precedentes dirían lo mismo, y lo que es peor, desaparecería la diferencia que ella hace entre el amor de la esposa y los otros amores o amoríos. No está bien que se exija del amor lo que no consiente la vida. Antonio Machado había cumplido omnímodamente con su esposa. La había hecho feliz, en vida, con su cariño callado. La había atendido, con solícita abnegación, durante su lenta enfermedad. La había encumbrado, muerta, al honor de las raras criaturas que la poesía eterniza en la memoria de los hombres. No pudo hacer por ella nada más. Poco a poco, imperceptiblemente, había el tiempo realizado su obra desgastadora. El había desvanecido, en vagas lejanías, la imagen de la amada. De ésta no le quedaba, al corazón dolido, más que un vacío inmenso. La inesperada aparición de Guiomar vino a colmarlo de pronto con irresistible avasallamiento. Antonio Machado amaba de nuevo, y de otra manera, como no había amado antes. Podía sinceramente decir que no había amado así nunca, porque era ahora su amor muy otro. Había sido para Leonor, un sentimiento, casi paternal, de protección, de amparo, de condescendencia. Era, para Guiomar, de subyugante admiración, de sumiso acatamiento. Leonor había sido su «niña»: era, Guiomar, su «reina» y su «diosa». No sabe Antonio Machado cómo explicarse este amor, que es toda su vida. Piensa que, sin conocer a Guiomar, la estuvo esperando hasta que dio, al fin, con ella en su camino. «Toda una vida esperándote, sin conocerte, porque, aunque tú pienses otra cosa, toda mi vida ha sido esperarte, imaginarte, soñar contigo». Una fuerza fatal, soberana, un poder avasallador, al que ni siquiera puede suponer resistencia alguna, lo ha entregado rendidamente a ella: «¿Cómo has conquistado a tu poeta? Tú, tan serena, tan suave, ¡tan fuerte! ¿De qué sustancia invisible es la cadena que me echaste al cuello? Y todo sin pretenderlo. Esa es la diferencia entre la mujer y la diosa. La mujer se propone atraer, a la diosa le basta ser para dominar. En verdad que ya podría yo morirme, porque ¿qué más puedo yo esperar de la vida?» Y entonces comprende o cree sentir que no es lo que experimenta un afecto nuevo que simplemente se infunde en su existencia, y se posesiona de ella, y la acrecienta en lo presente, con perspectivas de futuro, sino que también se vuelve a su pasado y le da un sentido cierto de vacío, de preparación, de espera, en la ausencia del ser que ha de amarse, que se ama ya sin advertirlo «Porque esto tiene el enamorarse de una mujer, que nos parece haberla querido siempre. ¿Cómo te explicas tú esto? Yo me lo explico pensando que el amor no sólo influye en nuestro presente y nuestro porvenir, sino que también revuelve y modifica nuestro pasado. ¿0 será que, acaso, tú y yo nos hayamos querido en otra vida? Entonces, cuando nos vimos, no hicimos sino recordarnos, A mí me consuela pensar esto, que es lo platónico». Suele acompañar a las grandes pasiones eróticas una ansiedad que se hace atormentadora, particularmente si el amor no es bien correspondido o concibe desconfianzas, tropieza con dificultades o recela peligros; porque el enamorado vive pendiente del arbitrio ajeno, del capricho, del azar, de las circunstancias. Antonio Machado atribuye esa inquietud de su amor, que puede acaso deberse, como un- remordimiento oscuro, a las disipaciones o ligerezas de sus desarreglos anteriores, a una causa menos vulgar. Ella sería el agobio que le resulta de no haber encontrado antes a Guiomar, de no haberla podido amar siempre. «Esta teoría del recuerdo en el amor puede también explicar la angustia que va siempre unida al amor. Porque el amor verdadero —no lo que los hombres llaman así— empieza con una profunda amargura. Quién no ha llorado —sin motivo aparente— por una mujer, nada sabe de amor. Así el amante al enamorarse, recuerda a la amada, y llora por el largo olvido en que la tuvo antes de conocerla. Aunque te parezca absurdo, yo he llorado, cuando tuve conciencia de mi amor hacia tí, por no haberte querido toda mi vida». El no acierta a decir la impresión que la presencia de Guiomar le produce. Es probable que ella le escribiera una vez que había notado, como a él se le cambiaba la fisonomía de pronto en algún encuentro, delante de otras personas, que hubieran podido observar esa transformación, porque él le contesta: «Sí, es verdad, se me ilumina el rostro cuando te veo». Estar con ella es revivir, renovarse, acopiar fuerzas, para sobreponerse al abatimiento en que lo postra la separación: «Después de tantos días de esperarte, diosa mía, al fin te he visto, y de ese modo vuelvo a plena vida cuando ya se me iba acabando... Después de verte, salí de nuestro rincón como hombre nuevo... ¿Qué mágica virtud hay en tí, diosa mía?» «No estoy bueno, diosa mía. Sólo a tu lado me siento vivir intensamente, con olvido de todo. Sí, en estos momentos soy feliz, fuerte, joven, sano... Después empiezo a decaer y recaer en mi abatimiento». Por eso, y para atraerla a sí más y más, le repite que ella es el mejor remedio para todos sus males y dolencias, y le ruega que no deje de visitarlo cuando sepa que está gravemente ennfermo: «Y de toda terapeútica, es la tuya, diosa de mi alma, la única eficaz, la de tus letras y la de tus palabras ¿Sabes? Sobre todo, la de tu presencia». «Si algún día sabes que estoy enfermo —muy enfermo— no dejes de venir a verme. Será para mí un gran consuelo. Porque tú eres, no dudes, el gran amor de mi vida. No dejes de recordarme en tus oraciones, como yo te tengo siempre en las mías». Ama Antonio Machado a Guiomar con fruición de los sentidos, pero sobre todo la ama de corazón, con toda el alma. Le estalla la sensualidad repentinamente, con palabras ardorosas: «Todo es amor, diosa mía: lo que te digo y lo que me callo». «A tí, y a nadie más que a tí, en todos los sentidos ¡todos! del amor, puedo yo querer». «Lleno estoy de tí, diosa mía. Abrasado me tienes en un fuego de que tú eres inocente. En él quiero consumirme». Pero más que estas explosiones de la sangre encendida, sorprenden y asombran por su índole y por su intensidad, los arrobos y desmayos de la entereza viril, los deliquios sentimentales, bajo la fuerza avasalladora de la pasión que lo subyuga: «.. .a tu lado, apenas hablo; te miro, nada más. Aparte de eso, sólo sé llorar o besar tu mano de diosa». ¡«Ay! Tú no sabes bien lo que es tener tan cerca a la mujer que se ha esperado toda una vida, al sueño hecho carne, a la diosa.. . Ahora que estoy solo, quiero llorar un poco, de amor, de gratitud, si no se me rompería el corazón». Contemplar a la amada, en éxtasis, entretener con ella la imaginación con recuerdos y quimeras, — cosa propia de todo amante cumplido — es, para Antonio Machado, una manera de culto religioso: a eso le llama él «rezar». El amor, que es toda su vida, hace, naturalmente, que él piense en la muerte: «Sin tí, hace ya tiempo que yo no viviría, y así, mi vida no es más que un homenaje a mi diosa». «¡Tantos días de ausencia!... La hora del último sol[4] es hoy para mí la más triste de todas. ¡Dios mío! Otra vez vuelvo a pensar en morirme». «... Has de perdonarme que yo más de una vez haya pensado en la muerte para curarme de esta sed de lo imposible». Vive así, en adoración perpetua. Es un esclavo devoto y contento, que sólo pide, como gracia inmerecida, la presencia de su «reina» y de su «diosa», y está siempre dispuesto a contentarse con lo que ella le conceda. Por ningún lado se descubre, en las cartas, ni el más leve indicio de altivez o de impaciencia. Es cierto que las cartas publicadas pudieron ser escogidas para que en ninguna apareciera Guiomar en situación desfavorable, pero de cualquier modo, lo que resulta de las cartas conocidas está fuera de toda sospecha o duda.
Las cartas, que tanto abundan sobre lo que siente y piensa Antonio
Machado, sobre su intimidad fervorosa y triste, apenas exponen algo
sobre lo que es efectivamente Guiomar. Quisiera uno conocerla en su
aspecto, en su vida, en su alma. La Sra. Concha Espina, que no la vio
nunca, informa, por referencias, que era de origen andaluz, «alta,
esbelta, de arrogantes apostura, morena clara, de cabello negrísimo,
grandes y bellos ojos, labios de encendido color, fina mano señoril». Se
sabe, por una carta, que ella vivía con personas de su familia, y se nos
dice que estuvo sola durante los cuatro años que precedieron la muerte
del poeta. Puesto que él la llamaba «reina» y «diosa», hay que
imaginarla de estampa soberbia y de temple gallardo. Alaba Antonio
Machado en ella el pelo negro, «único» y, por eso, «inconfundible», qxie
le permite reconocerla de espaldas, en la concurrencia de un teatro.
Pondera su voz, que se le queda en los oídos y que recuerda como si la
estuviera oyendo, con la que también sueña (como soñaba con la voz de su
esposa). Los ojos, «preciosos», «maravillosos», se le hacen
«indefinibles». No encuentra elogios suficientes para ellos y para los labios; los nombra,
nada más, con exaltación y pasmo: «¡Ojos y labios de mi diosa!» Habla,
con mimo gracioso, de su cuerpo, que no consiente en separar de su alma:
«Cuida tu cuerpecito, diosa mía, que aunque tú eres sobre todo el alma,
él es también de Dios, y por cierto de los que hace cuando está de buen
humor y se esmera en sus obras»[5] Tres únicas preocupaciones de Guiomar, —fuera de su interés en ocultarse—, descubren las contestaciones que recibe ella de Antonio Machado. Es una el cuidado que le causa la mala salud del poeta, y otra, el disgusto de verlo siempre descompuesto en su indumentaria. Más que éstas, importa la que se debe a la condición de mujeriego de su enamorado. La había confesado él en su Retrato y se la atribuía a su caricatura Abel Martín. Ella no podía ignorarla, y sabía además que, al tiempo de entablar relaciones con ella, mantenía trato íntimo con otra mujer. ¿Qué pensaba acerca de las explicaciones, un tanto estrafalarias, de su amigo, sobre la inconsistencia de los amores y amoríos que precedieron a su gran pasión actual? ¿Podría acaso creer que en todas sus aventuras no hacía más que buscar a la mujer que no encontraría hasta conocerla a ella? ¿Qué efecto le produciría la idea de que era su amor de ahora la necesaria prolongación de un amor concebido en una existencia olvidada? Es muy probable que todo eso la pareciera a la vez halagador y ridículo. No estaba mal para homenaje de la «reina» y de la «»diosa», pero la mujer «salada» seguramente sonreiría para sus adentros, y aun reiría con donaire burlesco, a esos requiebros filosóficos. Lo que no le sentaba de ninguna manera bien era que su poeta pudiera solazarse con la daifa de sus desahogos anteriores. Antonio Machado protesta contra semejante sospecha: «No, preciosa mía, ni por un momento pienses que hablé con esa mujer, que no es nada para mí. ¿Lo fue alguna vez? Mal me conoces si piensas otra cosa. En mi corazón no hay más que un amor, el que tengo a mi diosa. Tu poeta no te miente, no podría hacerlo aunque quisiera. Tampoco tu poeta es capaz de acompañar un amor verdadero con caprichos de la sensualidad. Esto es posible cuando el amor verdadero no tiene la intimidad que el mío, su hondura, su carácter sagrado. Yo te agradezco tu poquito de rabia, saladita mía, porque es señal que me quieres, pero no la tengas». Es posible que entre Antonio Machado y Guiomar haya habido, como en todos los amores largos, sus diferencias y altibajos, aunque el absoluto dominio de ella y el entero rendimiento de él hayan favorecido la buena armonía en su trato difícil y espaciado. No delatan las cartas ni la menor desavenencia. Separó definitivamente a los amantes la guerra española. «¿Qué va a ser de mí cuando te vayas?» preguntaba Antonio Machado en ocasión de un alejamiento pasajero, y apenas separados, al quedar solo después de una de las acostumbradas entrevistas, se ponía a escribir en seguida a su amada: «¡Adiós, mi diosa, mi vida, mi gloria! Aquí se queda tu poeta con la ilusión... con la conciencia de que es una ilusión el tenerte todavía a su lado... Y cuando pasen estos momentos del tránsito de tu presencia a tu recuerdo, que son los verdaderamente trágicos, volveré a ser feliz con tu imagen, rememorando y recordando una por una tus palabras y tus labios ¡y tus ojos!» El cuenta, para aliviarse el tormento de la ausencia, con el consuelo de los recuerdos, que reanima, y de las ilusiones que se forja. Sobrepuja así, con su imaginación, a la realidad, y se compone una dicha con lo imposible mientras puede alimentar la certeza de reunirse a ella tras una pausa más o menos larga. Pero llega el momento de la separación que puede ser final, de la que no hay motivo razonable para esperar que cese pronto o que termine algún día. Guiomar abandona a Madrid amenazada por la guerra; Antonio Machado queda con el presentimiento, o por lo menos con el temor, de haberla perdido para siempre. Escribe entonces la última carta que de él recibe su amada. En ella quiere mitigar la pena de la despedida. Procura infundir una confianza dudosa, que él no tiene. Calla y guarda para sí la tristeza que lo abruma. Apela malamente a sus filosofías de soñador escéptico para dar ánimos contra la adversidad. ¿No puede acaso revivirse imaginariamente la dicha que se ha gozado? ¿No está el amor hecho de quimeras? «Ya se fue la diosa: ¿la volveré a ver? Quisiera apartar de mi pensamiento toda tristeza para que mis letras no lleguen a ti impregnadas de una melancolía que por nada del mundo quisiera yo que fuese, contagiosa. Hay que buscar razones para consolarse de lo inevitable. Así pienso yo que los amores, aún los más «realistas», se dan en sus tres cuartas partes en el retable de nuestra imaginación. Por eso la ausencia tiene también su encanto, porque al fin es un dolor que se espiritualiza con el recuerdo de las presencias... Mientras podemos recordar —recordarnos— viviremos, y la vida tiene un valor, el de nuestras imágenes. Ahora te veo diciéndome adiós con la mano, el día de nuestra última entrevista, y tras esa imagen se me va el corazón tantas veces como la evoco. Adiós, mi diosa, Dios contigo y el corazón de tu poeta». ¡Pobre consuelo para un amor desesperado es aconsejarle que sueñe su felicidad perdida! Dante hacía del recuerdo feliz en la desgracia la pena más dolorosa, pero Musset protestaba contra esa ingratitud del corazón ulcerado. No sabía Antonio Machado inventar, para su enamorada, otro recurso, y alguno tenía que ofrecerle. Sería indudablemente decepcionante eso del amor reducido casi todo a vanos sueños si no se viera en ello la sola intención de confortar a una criatura desesperada, con lo único posible, en su pena irremediable. Mucho nos hemos extendido con las cartas de Antonio Machado a Guiomar, porque está en ellas, más que en los versos que le dedica, la expresión de su amor. Son muy pocos los versos, y además no son claros, ni de los mejores del poeta. Los conocieron los admiradores de éste, como invención caprichosa de su ingenio, en varias ediciones de su obra (1933, 1936), sin que en ellos advirtieran ni llegaran a vislumbrar la pasión que allí se esconde con sutil artificio. Es posible, pero no probable que hubiera otros versos que no han sido publicados y que pudieron perderse con la guerra. En las cartas dice Antonio Machado que necesita dos años de vida para preparar, entre otras cosas, un libro que consagra a Guiomar, y se declara insatisfecho con lo que ha producido hasta ese momento: «quisiera hacer algo que no se parezca en nada a lo escrito hasta aquí. Porque tú me has hecho otro hombre con tu cariño, y ese otro no ha cantado todavía». Confiesa, como su más alta ambición, el deseo de cantarla dignamente: «¿No soy tu poeta? Con ese título quisiera yo pasar a la historia». Ese propósito de hacer «algo que no se parezca a lo escrito hasta aquí» es lo que da a los últimos versos de Antonio Machado, a partir del Cancionero Apócrifo, una fisonomía desconcertante de enigma difícil o indescifrable. Parece cosa más de la inteligencia que del corazón, más para escrutada que para sentida. Tiene con frecuencia el aire de una paradoja irónica, porque envuelve y revuelve un conceptismo filosófico en formas —imágenes y locuciones— de sentido inmediato llano, que apenas corresponden a lo que se quiere significar en ellas. Es evidentemente una poesía ardua y que se propone serlo. Aunque Antonio Machado haga, con Abel Martín y Juan de Mairena, la más entusiasta apología de lo folklórico y lo popular, y proclame que «en poesía —sobre todo en poesía— no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa», es lo cierto que él se ha esforzado hasta el extremo límite de lo posible, que raya con lo imposible, para rehuir toda llaneza en el estilo e intrincar el pensamiento en fórmulas oscuras. No se vale, para ello, ni de palabras desusadas ni de frases retorcidas. Su vocabulario, preciso y exacto, no ofrece tropiezo alguno a las personas cultas; la sintaxis que emplea se permite escasas libertades que el más severo buen sentido y una sobria elegancia toleran cuando no justifican y aplauden plenamente. La dificultad estriba en que todo lo dice a medias, lo insinúa apenas, y sobre todo lo figura con representaciones que, siendo o pudiendo ser ellas mismas perfectamente claras, sólo denotan de modo incierto lo que es su objeto. Desecha, como antipoético, el desarrollo lógico de la composición, porque la poesía es razonable y razonada, pero no debe ser razonamiento. Rechaza, pues, lo explicativo para que la poesía se reciba, como afluencia del fondo emocional que la constituye, por obra y gracia de estímulos imaginarios. El exponía en las Nuevas Canciones que la poesía es «canto y cuento», que es una manera de sostener, contra las exageraciones de la pretendida poesía «pura», que no la hay de ninguna clase cuando se elimina de ella todo acaecer humano. En la época de su iniciación, con las primeras Soledades, anotaba cómo en los cantos de los niños, la historia se hace confusa, pero se advierte, clara, la pena, y él mismo, en sus composiciones de entonces, ya aplicaba esa manera de esfumar lo anecdótico en la expresión del sentimiento. Con las Canciones a Guiomar, esa técnica se extrema. Del todo elude el poeta la historia, el «cuento», y hasta la simple mención del hecho, real o ficticio, que presta asunto o sirve de pretexto a su poesía; o cuando los indica, hace esto en forma tan ligera y rápida, que ello pasa inadvertido o se confunde con lo que fragua y agrega la imaginación para producir el efecto perseguido sobre la sensibilidad. Queda así la poesía desvinculada, como flotante en el vacío, sin arraigo ni enlace aparente con situaciones o hechos conocidos que la motiven y, por lo mismo, faciliten su inteligencia. Tiene uno que adivinar o suponer, sobre conjeturas dudosas, a qué ha de referirse lo que se dice. Y, por otra parte, lo que se dice no es explícito ni llano. Así, pues, siempre la expresión es indirecta, y sugiere más que declara, y alude vagamente a ideas o cosas que sobreentiende. Eso es, en la obra de Antonio Machado, el reflejo de las nuevas tendencias literarias hacia lo raro, lo difícil y lo recóndito. El no se doblega a las novelerías de la moda, pero quiere mostrar que sabe y puede satisfacer el gusto exigente que huye de la facilidad. A su manera, sin descartar de su poesía el interés primordial del sentimiento, de la emoción fina y delicada, se ha hecho difícil con dos técnicas radicalmente distintas: Por un lado, infunde en su obra de poeta un pensamiento filosófico impreciso, que no se pone de manifiesto, pero en todo se injiere y de todo trasciende; por otro lado, se vale de una forma caprichosa, de un estilo hecho de imágenes inventadas lo más lejos posible y fuera del orden que, en la naturaleza y en la vida, ofrecen las cosas. Algo, por no decir mucho, de barroquismo nuevo hay en ésto. Es seguro que no lo aplaudiría Juan de Mairena, porque, para éste, «la dificultad no tiene en sí misma valor estético, ni de ninguna clase. Se aplaude con razón el acto de atacarla y vencerla; pero no es lícito crearla artificialmente para ufanarse de ella». Las Canciones a Guiomar están divididas en dos grupos. El primero de sólo tres composiciones, fue incluido, con ese mismo título, en las Poesías Completas de 1933; el segundo, Otras canciones a Guiomar comprende ocho composiciones publicadas en 1936. Son, tanto unas como otras, pocas y breves; caben todas en seis páginas. Las llama el autor «canciones», con nombre impropio, porque realmente no canta; más bien, discurren poéticamente acerca del amor y de Guiomar. A esas composiciones hay que agregar una estrofa de ocho versos que figura en Juan de Mairena y un soneto, admirable entre lo más admirable de cuanto salió de manos de Antonio Machado, que es parte de la producción inspirada por la guerra española. El primer grupo, Canciones a Guiomar, corresponde, según lo revela su contenido, al momento inicial del amor. En el segundo grupo, Otras Canciones a Guiomar, puede entenderse que se ha producido un distanciamiento, y después una ruptura, entre los enamorados. El soneto lamenta, en el amor que persiste, la separación obligada, que había de ser definitiva. Canción I. El poeta ha visto a Guiomar, que tiene en la mano algo que parece un limón o un ovillo y ella le sonríe largamente. Eso es todo lo que él recoge de la realidad, o todo lo que inventa con elementos de ella, —si la escena es fingida—, como origen o punto de partida para el poeta. ¿Es el primer encuentro de los amantes? O si ellos se conocían ya ¿arranca de ese momento el interés recíproco del uno con el otro? Así lo indica lo que sigue y constituye el tema conjetural de la composición. En lo que puede ser un ovillo en las manos de Guiomar el poeta imagina o presiente que está encerrada la suerte del amor que entonces le nace y que todavía no sabe cómo será. Ese ovillo inseguro recuerda el que las buenas hadas entregan a algunos ahijados para que ellos vayan desenvolviendo a su antojo su vida, y puede también ser el símbolo de los hilos con que las parcas tejen el destino de los hombres. ¿No será con él urdida la trama del amor incierto que se anuncia en la sonrisa de Guiomar con la promesa de una ventura indefinida? El poeta querría naturalmente que se le descifrara ese enigma. ¿Es Guiomar una mujer hecha para darse toda, como fruta madura, al amor? ¿O sólo ha de esperarse de ella el entretenimiento ligero de un trato vano? ¿Se abandonará ella a la pasión compartida, o al contrario, el encanto que en ella seduce y hechiza tienta engañosamente una esperanza irrealizable? ¿Es ella una ilusión elusiva, defraudadora, o trae para su enamorado un verdadero renacimiento a la vida y al amor?
Yo pregunté: ¿Qué me ofreces? ¿Tiempo en fruto que tu mano eligió entre madureces de tu huerta? ¿Tiempo vano de una bella tarde yerta? ¿Dorada ausencia encantada? ¿Copia en el agua dormida? ¿De monte a monte encendida la alborada verdadera? ¿Rompe, en sus turbios espejos, amor la devanadera
de sus crepúsculos viejos? Tales son las preguntas que el poeta se hace y que interiormente dirige a la mujer que le sonríe con algo que parece un limón o un ovillo en la mano. Tengamos por sabido que no era un ovillo, sino un limón eso que ella tenía y no creamos que el poeta no lo ha visto claramente. Lo que él necesitaba para su poesía en las manos de Guiomar no era ese limón desconcertante, incongruente, sino el ovillo de las conjeturas sobre la naturaleza del amor que se le ofrecía. Así pues, si lo ha puesto en los versos, no es porque lo haya inventado, sino porque en efecto lo ha visto en las manos de Guiomar y ha querido introducirlo en la composición como un detalle curioso de la escena verdadera. El limón, que no era indispensable, no resulta de este modo un desacierto en la invención del poema, puesto que es, al contrario, un recuerdo vivo de su verdad. El poeta ha trasmutado en ovillo de Ja suerte el aspecto del limón, y éste en las manos de Guiomar es el símbolo que representa la acción decisiva de las parcas y de las hadas sobre el destino de los hombres. La mitología griega y los cuentos orientales autorizan así con preclaros antecedentes, que no se enuncian, pero se sobrentienden, la imaginación poética. Tiene, pues, Guiomar en sus manos la ventura del poeta. Con esta idea callada elabora él, en su nuevo estilo, el pequeño poema de la esperanza y la incertidumbre. Lo inspira la primera impresión de inquietud amorosa que experimenta, fascinado, ante la subyugante sonrisa de Guiomar. Es todo esto demasiado sencillo para que Antonio Machado bajo la influencia de una literatura que no quiere ser fácil, consistiera en exponerlo y explicarlo. Lo pasa por alto, y sus lectores o lo suplen con su pizca de ingenio, o lo admiran, —o dicen que lo admiran—, sin comprenderlo. No escribe ahora Antonio Machado, ni escribió nunca, para los cortos de inteligencia y de cultura.
Lo esencial de la poesía, es decir toda la poesía, está en las preguntas
que el poeta se formula con imágenes de «tiempo», de «ausencia», de
«espejos» y «copia en el agua», sobre la índole del amor que le brinda
Guiomar sonriéndole. Es una poesía de interrogaciones fluctuantes. El
tiempo significa en las filosofías de Antonio Machado lo vivido, lo
sentido, lo «auténtico»,en contraposición a lo abstracto y puramente
conceptual, a las entidades lógicas. La ausencia referida a la amada no
es la mera separación de hecho, sino la falta de íntima y efectiva
correspondencia entre los amantes, la imposible compenetración recíproca
del uno en el otro, la fatal inadecuación de la criatura soñada, a la
que va el amor, y el ser de carne y hueso que lo recibe («La amada no
acompaña: es aquello que no se tiene y vanamente se espera». Abel
Martín). El espejo y la copia en el agua simbolizan el engaño que, en
las apariencias percibidas mediante los sentidos, figuran las
fantasmagorías de la esperanza y el deseo: es la proyección del sujeto
sobre las cosas que lo interesan. Es claro que en lo poético ha de
atenuarse y corregirse un tanto el radicalismo de esas concepciones
filosóficas; pero algo más que tina sombra o un eco de ellas hay. en los
versos, que sin tales presupuestos no se entenderían[6] Canción II. Tiene la segunda canción dos partes extrañas la una a la otra, lo mismo por su fondo que por su forma. Hasta la métrica es en ellas diferente, — de octosílabos en una y de endecasílabos en otra. Más que dos partes diversas de una misma composición, se diría que son dos composiciones independientes. Trata la primera del amor, que es para Antonio Machado soñar lo imposible; la segunda elogia hiperbólicamente cómo todo en el mundo se transforma y embellece por Guiomar. Está ya el poeta hondamente enamorado y es correspondido en su pasión, pero no logra ésta arrancarlo a sus filosofías. Ama filosofando: filosofa su amor con imágenes poéticas de sentido enigmático. Hace de Guiomar la criatura de un sueño despierto: sueña con ella el amor, en doble sueño, como la fusión de sus dos vidas separadas, en las que ellos quisieran compenetrarse, pero piensa al mismo tiempo que sólo una embriaguez de sueño puede permitirle esa dicha de sentirse unido a la que es una persona aparte, con existencia propia y distinta, de la que en verdad nada sabe, a pesar de que de hecho todo lo sepa. Juntos los enamorados, sueñan la unión imposible de sus dos almas y es cada uno fatalmente una alma secreta y cerrada en soledad inquebrantable, contra el vano empeño mutuo de abrirse y darse una a la otra por entero. Sueña el poeta a Guiomar en un jardín «alto», de «tiempo cerrado» con verjas de hierro, sobre un río. Desde un árbol del jardín, junto al agua, canta una ave «insólita», que es «toda sed y toda fuente». ¿No será ese jardín alto, de tiempo cerrado, la parte de su vida interior y exterior que los amantes, separan de sus menesteres y trajines ordinarios, para su amor? ¿No es símbolo de su amor esa ave insólita que en el jardín canta y es al mismo tiempo sed y fuente, como la virgen esquiva y compañera de la composición de Soledades, señalada con el número XXIX en las Poesías Completas? Del jardín el mismo poeta declara que es invención de los enamorados para unirse, y agrega todavía que, juntos en él, exprimen «los racimos de un sueño» en «limpia copa», con palabras que recuerdan una expresión idéntica también de Soledades, Poesías Completas, XXVIII, para indicar otra vez que el amor todo es sueño. Aquí esa indicación, puesto que se dice que la copa es «limpia», para referirse al efecto espiritual incominado con goces de la carne, según pretende la Sra Concha Espina que fue siempre el trato amoroso de Antonio Machado con Guiomar, y según resulta de las cartas que lo fue a lo menos al principio. Ese amor que los amantes sueñan hace que, en su embriaguez, olviden que es imposible la dicha que anhelan y persiguen: No puede ser amor de tanta fortuna: dos soledades en una La segunda parte del poema, enteramente ajena a la ideología filosófica, repite el consabido tópico de la reverberación que, a los ojos de los enamorados, produce la presencia de la amada sobre todas las cosas. A través de las generaciones y de los siglos, los poetas han cantado, unos tras otros, cómo la mujer querida irradia, a cuanto la rodea en el mundo, resplandores de belleza, Antonio Machado no se queda corto en ese encarecimiento acostumbrado. Lo hace en pocas palabras, con espléndidas figuras amplísimas de olas y espumas en el mar, del iris en el cielo, de canto y colores en la aurora, y de asombro en la inteligencia. Estas imágenes raras, de preciosismo estudiado, absolutamente fuera de lo común, son la nota distintiva de su originalidad en el tipo corriente de la composición. Es una manera nueva de repetir lo gastado. Bien merece destacarse, en el esfuerzo por salir de lo conocido, cómo representa la sorpresa de la admiración, con el búho de Minerva, que para Guiomar agranda con asombro los ojos:
Por tí, la mar ensaya olas y espumas, y el iris, sobre el monte, otros colores, y el faisán de la aurora canto y plumas, y el búho de Minerva ojos mayores. Por tí, ¡oh Guiomar! Canción III. Está constituida también por dos partes la canción tercera, que parecen de igual modo composiciones independientes, porque no las unifican ni el tema ni la forma, que son distintos. En la primera parte el poeta va de viaje. Se aleja de Guiomar, pero la lleva consigo, en su corazón y su mente. Corre el tren hacia la mar y lo infinito devorando tiempo y espacio. Van quedando atrás las cosas del camino y de la tierra; en el cielo sigue a los enamorados que huyen juntos e inseparables, una luna llena y jadeante. Dios mismo, así cabalgara «a lomos del mejor corcel del viento», no podría alcanzarlos. Puede —si se quiere— pensarse que está aquí infusa, inexpresada, aquella idea de la imaginación acerca del amor que hace innecesarias la presencia y hasta la existencia de la mujer, por-ella, más eficaz para las soñaciones que ella misma si ésta pudiera llegarse a conocer; pero sin ese ingrediente filosófico, nada pierden los versos, que se bastan solos como hiperbólica explosión de contento en el amante dichoso. El jadeo de la luna y Dios montado en el viento son las notas un tanto estrafalarias del buen humor ingenioso a que Antonio Machado se entregaba con gusto desde que se dio a las filosofías con Abel Martín y Juan Mairena. La segunda parte de esta canción es una carta breve. El poeta, que está lejos de Guiomar (Recuérdese que viven ella en Madrid y él en Segovia), se recoge en su «celda de viajero» a la hora que él llama «de una cita imaginaria», y se pone a escribirle. Anota unos pocos rasgos del lugar y del momento. Es una tarde «viva y quieta» de abril. Llueve con sol; el iris rompe, en el aguacero, la tristeza «planetaria» del monte. Se oyen las campanas de la «torre vieja». Todo parece detenido en el tiempo. A la idea de Heráclito sobre el constante fluir de cuanto existe, opone ese estancamiento de las cosas la impresión de una inmutabilidad permanente. Eso es lo que rodea al poeta, lo que está fuera de él, a su alrededor Cuando lo ba consignado en sus versos, vuelve la atención a su intimidad, que es toda su vida y se resume toda en la nostalgia del amor que lo lleva a la amada ausente:
Todo a esta luz de Abril se transparenta; El final es admirable. En él hace el poeta, de su vida entera y de su alma, una sola efusión pasional espléndida hacia la mujer que ama y en quien se arroba. Esta canción última tiene, por supuesto, como las otras, su entresijo filosófico y sus galas de rareza y de oscuridades. Ahí están las filosofías del «panta rhei» heraclitano y la permanencia del pasado en lo presente, a que tan aficionado se mostró siempre Antonio Machado Poesías Completas, CI, CXLIV, CLXI, viii y xxxiii; LXXIX, vii, De mi Cartera, etc.). Ahí están, para que el lector entretenga su ingenio y su paciencia en descifrarlas, expresiones como «celda de viajero» (sin viaje o ¿en el viaje de la vida?), «rompe el iris al aire el aguacero» (¿quién rompe a quién?), «tarde niña» y «día adolescente»... «cuando pensaste a Amor, junto a la fuente, besar tus labios...» (¿?) No es imposible que haya quien prefiera estas ideologías «apócrifas» y este lenguaje trabajoso a la emoción y al pensamiento límpidos y al claro estilo de Soledades y Campos de Castilla. Es máxima bien sabida que so" bre gustos no hay nada escrito ni lugar a disputas, (pero también se dice que hay gustos que merecen palos...). Las Otras canciones a Guiomar parecen inspiradas por un distanciamiento, y finalmente por una ruptura, de los enamorados. En la primera exalta el poeta el recuerdo obsesionante de la amada, que lo persigue siempre, en el sueño y en la vigilia, como «a traición»: «¡siempre tú!» Reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar.
No está del todo claro en lo que dice, pero a lo menos algo indica allí
que el recuerdo, en vez de halagar como antes al poeta, lo aflige ahora y lo apesadumbra como un castigo («mírame en ti castigado»).
Algo denuncia a demás una sensualidad que se irrita y amarga con
remembranzas de «carne rosa y morena» y de beso en el «nácar frío» de la
oreja. Todo amor es fantasía, pero esa frase no se aplica a los detalles mencionados, sino al amor mismo, como si todo hubiera sido nada más que un sueño con la sola realidad verdadera del sentimiento en el amante, sin que importe lo que fué, —ni si fué—, la amada: No prueba nada contra el amor que la amada no haya existido jamás. Evidentemente no es un requiebro para la mujer eso de que ella no cuenta para nada en la pasión de su enamorado. Es una manera despectiva y maligna de licenciarla y anularla por completo, y puede ser lo mismo una chanza ligera del buen humor extremado que una ofensa cruel del malo que sabe ser hiriente y disimularse. Juega en seguida el poeta, en las Canciones III a VI, con la idea que hace del olvido una purificación del amor en el recuerdo. El tono es aquí irónico y amable a la vez. Se figura escrita esa idea en el abanico de la amada y puesta en boca de un papagayo para que se la cante en el balcón, y así no sería! aparentemente razonable entender sin más ni más, con esas particularidades, que se trata de un motivo serio:
Escribiré en tu abanico: te quiero para olvidarte, para quererte te olvido.
Te abanicarás con un madrigal que diga: en amor el olvido pone la sal
Te mandaré mi canción «Se canta lo que se pierde» con un papagayo verde que la diga en tu balcón. Pero Antonio Machado era muy capaz de las tretas más endiabladas, (Quien lo ponga duda consulte a su Juan de Mairena), y no es cosa de creer fácilmente que la artimaña en él no llegase a convertir la apariencia del chicoleo en befa sarcástica. Eso que parece festivo por su tono puede ser, al contrario, malintencionado y rencoroso. ¿No es la más altiva contestación de un desengaño al desprecio demostrado con alegría? En Puan de Mairena (parte YIII) se atribuyen esas coplas a los años juveniles de Abel Martín, y se agrega que están dedicadas a una señorita «o que lo fue, en su tiempo». La intención de estas palabras, si no es del todo inocente, es venenosa. No cabe en ellas término medio. ¿Las pudo escribir Antonio Machado en ese libro de travesuras y donaires sin pensar que, publicadas sus canciones en esa obra y en las Poesías Completas el mismo año, llegase alguien a presumir o entrever una posible correspondencia entre la que fue su «reina» y su «diosa» y la señorita de quien se dice que pudo serlo, «o que lo fue, en su tiempo»? No incurramos en juicios temerarios con suspicacias de poco fundamento, ni confiemos demasiado en la famosa «bonhomía» del poeta. Bueno era éste de corazón, pero también era chusco y seguramente sabía indignarse. Cuando él entregaba a la prensa en Madrid los originales de Juan de Mairena, allí vivía Guiomar, y no es posible que no le pasara por el pensamiento que ella leería esa obra y que para ella a lo menos, tendría que ser afrenta y escarnio lo que para el público desentendido podía ser mera chanza. Más dudas y perplejidades ocasionan todavía las dos últimas de las Otras canciones a Guiomar, que aparecen con las Poesías Completas de 1936 y no forman parte de Juan de Mairena. Es difícil o imposible comprenderlas en todos sus detalles, aunque es claro, en su forma contradictoria, el sentido amplio, general, de la composición. Cantan ellas el amor en el olvido que, para sentirse incólume y puro, desecha todos los recuerdos particulares de su historia —inclusa en ellos la amada—, y sin embargo de esos mismos recuerdos hay algunas figuraciones ingratas, crudas, que denotan repugnancia y encono. Deja Antonio Machado a los poetas de voz engolada, a los cantores «baratos», el triste oficio de celebrar sus pesares con lira enlutada cuando «apenas de amor el áscua humea». El sólo quiere cantar el amor en su «destello», con estrofa que sea, como la fuente del monte, «anónima y serena», «Bajo el azul olvido», ni siquiera dirá «el agua santa» los nombres de los amantes:
Sombra no tiene de su turbia escoria limpio metal: el verso del poeta lleva el ansia de amor que lo engendrara como lleva el diamante sin memoria —frío diamante— el fuego del planeta trocado en luz, en una joya clara. ¿Será esto, en verdad, lo que hace ahora Antonio Machado? Puesto que él lo proclama, querría hacerlo, y es cierto que hizo aun mucho más, después, porque volvió, con tristeza desesperada, al amor de Guiomar; pero entretanto mezcla a su poesía, como si las rechazara, imágenes de una pasión que se exacerba recordando al mismo tiempo que se ufana con alardes engañosos de olvido. ¿Cómo, si hubiera olvidado realmente, menciona la «escoria» del metal en que representa su amor, y la califica además de «turbia»? Contra lo que él pretende, le emponzoña todavía el alma el resentimiento de su malaventura amorosa. Algo, y pésimo, de esa «turbia escoria» asoma y se muestra en la postrera de estas Otras canciones. De la podredumbre y la inmundicia puede brotar la belleza: en la «carroña» da su flor el rosal; del fondo mismo de la sepultura sale volando una mariposa: de igual modo abre el olvido, «con mano creadora», un «abanico de milagros», cuando consigue deshacerse de los recuerdos afligentes, porque así lo quiere «el ángel del poema». Hay un paralelismo riguroso y redundante de términos opuestos en esa triple enunciación. Se contraponen la flor y la mariposa, por un lado, a la carroña y la sepultura de que ellas emergen, por otro, y esto no es más que el antecedente necesario que prepara y condiciona el verdadero motivo de la poesía, el «abanico de milagros» que nace de «la mano creadora del olvido». Nada raro ni —menos— chocante habría en esta correspondencia sencillísima de analogías si a ella se limitasen los versos. Pero eso no es todo ni lo que más importa. Jamás habría Antonio ¡Machado escrito cosa tan pobre de sentido como esa mera correlación de semejanzas forzadas. Lo que importa es precisamente lo que se da por olvidado y sin embargo se indica en representaciones extrañas, sorprendentes, enigmáticas:
Con el terror de víbora encelada No se ve, desde luego, ninguna afinidad posible entre «los montes de plomo y de ceniza» convertidos en visiones de belleza, y las dichas y desdichas de los enamorados. Solía Antonio Machado transformar así en Campos de Castilla, los montes y las sierras en espumas y lejanías tornasoladas, azules o violetas, pero eso no hace al caso ahora. Se comprende en cambio que, —aun rompiendo el orden propio de la naturaleza y de la sintaxis—, presente al sapo absorto en la contemplación de una libélula, que puede ser una manera irrisoria de figurar al amor imposible o absurdo. Son frecuentes en la poesía las invenciones análogas, que exhiben, por ejemplo, al ruiseñor y a Pierrot enamorados, aquél de una estrella o de una rosa, y éste, de la luna. Antonio Machado, que se refiere evidentemente a sí mismo, y no a los hombres en general, ha querido por extravagancia que el enamorado sea aquí un sapo. No puede esto causar mayor asombro a quien sabe que él desdeña altivamente las preocupaciones de aliño en su aspecto personal y manifiesta que los años han hecho de su cara una «fúnebre careta» (Recaerte el lector el Retrato de Campos de Castilla y Glosando a Ronsard en las Nuevas Canciones. No está mal que el poeta divierta de ese modo su talante abandonado en imaginaciones caprichosas. ¿Pero cómo no advertir que es otra, radicalmente distinta, la intención que lo inspira cuando muestra a la «víbora encelada» junto a un «lagarto frío»? Si él es el lagarto, ¿quién es la víbora? Y ¿por qué, sobre todo, llama «encelada» a la víbora, y dice del lagarto que es «frío»? Podría ser, y se desearía que sólo fuese, una simple figuración de ánimos contrapuestos, apasionado y vehemente en ella, tranquilo y apático o despectivo en él; pero nada puede la mejor voluntad contra el sentido sexual que estalla en esas palabras demasiado crudas... [7] Sea, pues, de esto lo que fuere, aunque Antonio Machado cante insistentemente el olvido y sus depuraciones serenadoras, está bien claro que él no olvida y que, al contrario, lo irrita aún el resentimiento de su amor mal venturado. Es curioso que no haya recogido en sus Poesías Completas un poema corto y delicado que aparece en Juan de Mairena precisamente junto a varias de las Otras canciones a Guiomar y con el nombre de ella. Habla también de olvido y hace de éste una purificación para el sentimiento definitivo del amor que ha de subsistir y prevalecer en ella cuando el poeta haya muerto. Son apenas ocho versos que dicen:
Sé que habrás de llorarme, cuando muera, Mal se concierta sin duda, con los denuestos de la canción últimamente referida, ese deseo, hecho esperanza, de un recuerdo amable en la mujer ultrajada. Parecería natural que sólo después de pasado algún tiempo, y ya desvanecidos los resquemores del rompimiento, pensara Antonio Machado que, lo mismo en ella que en él, su afecto recíproco de siete largos años sobreviviera a los agravios y las injurias de su trato final. Pero esos versos que fían al futuro la reconciliación de Guiomar con su amor desdichado son estrictamente simultáneos con los otros. Es que el enamorado experimenta a la vez, conjuntamente, la aversión de la amada, contra quien se indigna, y la tristeza voluptuosa de su amor perdido, que lo enternece. «Nessun maggior segno d'essere poco filosomo e poco savio che volere savia e filosófica tutta la vita», según escribía Giacomo Leopardi. Eran distintos y contrarios, pero se daban juntos y confundidos en el corazón del poeta, esos dos sentimientos de atracción y desvío por Guiomar. Por eso quiere olvidar y espera del olvido para sí y para ella el contento melancólico de sentirse en. la ausencia unidos todavía por su antiguo amor.
Lo anuncia para Guiomar en los versos transcriptos de Juan de Mairena.
Lo dice de sí mismo, como cosa ya cumplida, en los sonetos inspirados
por la guerra española. Uno de los sonetos está dedicado a las «tierras
de Soria», donde vivió Antonio Machado con su esposa, pero no se
recuerda allí a ésta, o se disimula y se calla 6U recuerdo. Otro soneto
recuerda a Guiomar con nostalgia penosa y angustias de muerte por «la
soñada miel da amor tardío», que se ha convertido en «sombra infecunda
de llama» y en «flor imposible» de tronchada planta. Quisiera el poeta
enamorado creer que su amada, en la separación, piensa en él con
dulzura. El amor se le ha hecho al él doloroso: De mar a mar, entre los dos, la guerra, más honda que la mar. En mi parterre, miro a la mar que el horizonte cierra. Tú, asomada, Guiomar, a un finisterre,
mirás hacia otra mar, la mar de España, que Camoens cantara, tenebrosa. Acaso a tí mi ausencia te acompaña; a mí me duele tu recuerdo, diosa.
La guerra dio al amor el tajo fuerte. Y es la total angustia de la muerte, con la sombra infecunda de la llama
Y la soñada miel de amor tardío y la flor imposible de la rama
que ha
sentido del hacha el corte frío.
Es la poesía más rica de sentimiento y menos complicada en el estilo de cuantas compuso Antonio Machado para Guiomar. El pedía dos años de vida para poder cantarla dignamente en libro que eternizara su amor. «¿No soy tu poeta? —-le escribía—. Con ese título quisiera yo pasar a la historia». No habrá sido necesario todo un libro, bastará un soneto para que sea inolvidable en la poesía española su amor hecho pasión, con el doble sentido' de esta palabra. Las Canciones y Otras canciones a Guiomar quedarán probablemente, sólo porque son obra de Antonio Machado, como cosa rara en él y como signo de una época literaria caracterizada por el gusto del artificio y de la extravagancia.
El cantó primero en blandas efusiones de ternura y de halago los amores
de su juventud, que fueron como un sueño indistinto con fantasmas
cambiantes y diversos. Cantó después con angustia compasiva el amor de
su esposa muerta, la «niña» que se le desvaneción penosamente en los
recuerdos y acabó por no ser más que una sombra, la «dueña de la faz
velada». Cantó por último, intrincando caprichosamente el pensamiento y
el sentimiento en formas de extremado artificio, bajo la influencia de
una literatura extravagante, a su enamorada oculta, Guiomar, la «reina»
y la «diosa», a quien amó con devociones de idolatría, con despecho
hiriente y con nostalgia atribulada[8]. No pueden estos versos dedicados a Guiomar parangonarse a los que dicen los amores juveniles y la pena de la viudez inconsolable. Apenas si hay en ellos, como perdidas en el fárrago de la expresión atormentada por el gusto de lo raro, algunas palabras sencillas y lúcidas con algo de la hondura y la delicadeza de alma que eran antes la nota característica del poeta. No es por cierto que se le hubiera secado a éste la fuente de las emociones vivas, porque en sus cartas de enamorado ella se derrama con abundancia espléndida. Es que de ningún modo convenía a su idiosincrasia emotiva el aparato de las sorpresas buscadas y rebuscadas en el estilo trabajoso y árido. Ni la dicha ni la desdicha de este amor de su última edad consiguen verdadera eficacia poética en ese derroche de imaginaciones revueltas. Fuera de unas pocas explosiones pasionales citadas en los versos transcritos, ¿qué hay en las Canciones y Otras canciones a Guiomar que deleite a satisfaga el gusto menos exigente de los espíritus juiciosos? En vano pondera Antonio Machado las maravillas que espera de su olvido en el amor. El «abanico de milagros» que él tanto encarece no se abre en sus composiciones: es un abanico cerrado. Notas: [1] Ramón del Valle Inclán recordó seguramente en la Sonata de Primavera esta composición de Antonio Machado: «Cuando volví al Palacio hallé a María Rosario en la puerta de la capilla repartiendo limosna entre una corte de mendigos que alargaban las manos escuálidas bajo los rotos mantos... Yo sólo distinguía sus manos blancas: el cuerpo era una sombra negra». [2] Indico los números de las composiciones según la cuarta edición de las Poesías Completas hecha en Madrid por Espasa-Calpe en 1936, que es la última realizada en vida del autor. En la primera parte de este trabajo me he referido indistintamente a las composiciones de Soledades y de Soledades, Galerías y Otros Poemas cuando no había razón para separarlas. Así Amada, el aura dice... e Inventario galante son composiciones que aparecen por primera vez en la segunda edición, de 1907, y no hago diferencia entre ellas y las que figuran en el tomo de 1903. Espero que no se vea en esto una confusión de parte mía. [3] Es error indudable de la Sra. Concha Espina decir que la guerra española transformó en separación definitiva un desacuerdo entre Antonio Machado y Guiomar producido por motivos de poca importancia. Lo que ella misma reproduce de las cartas patentiza, al contrario, que si hubo primero una desinteligencia entre ellos, debió disiparse ésta antes de la guerra. No se explicaría de otro modo la última carta de Antonio Machado, escrita, según la Sra. Concha Espina, cuando la guerra los separó ya para siempre, al salir Guiomar de Madrid; porque esa carta supone una relación actual y porque en ella se alude a un encuentro inmediatamente anterior de loa enamorados. La Sra. Concha Espina, por otra parte, parece no haber conocido ni el pequeño poema de acercamiento amistoso publicado en Juande Mairena junto a las Canciones ni el soneto nostálgico aparecido en la revista Hora de España, N? XVIII, de junio de 1938, al que pertenecen estos dos versos: Acaso a ti mi ausencia te acompaña. A mí me duele tu recuerdo, diosa. [4] Era la hora en que, pasando frente a sn casa disimuladamente, solía verla en el balcón, hasta que ella le negó que lo hiciera. [5] Compárese con lo que se dice de la Lola en la comedia: Lo que hace Dios cuando está de buen humor, y se esmera
una miajita en
sus obras. [6] Pretendía Paul Valéry, y repetía Antonio Machado, con Stephane Mallarmé, que sólo es bueno en verso lo que de ningún modo puede ser algo en prosa. Es probable que ellos estuvieran en lo cierto respecto de su poesía. No he intentado reducir a prosa la esencia de las Canciones a Guiomar. Sería lo que hago un atentado indisculpable a esa obra si con mi explicación prosaica me propusiera sustituir el «hechizo» de los versos. Nada ha sido más extraño a mi propósito. Sólo pretendo facilitar la inteligencia de una poesía oscura o difícil con mis puntualizaciones aclaratorias. Para el público profano no puede ser inútil mi empeño. Los entendidos, y sobre todo los que presumen de tales, harán naturalmente ascos a mi tarea, ociosa para ellos. Es bien sabido que nada reemplaza convenientemente, en las glosas de la crítica, el conocimiento directo de una obra de arte, así sea ella una poesía, una música, un cuadro o un monumento escultórico o arquitectónico. No lo es menos, tampoco, que si bien cada uno siente como puede las obras de arte, algo o mucho ayuda para gustarlas empezar por comprenderlas. [7] Se omiten aquí algunas consideraciones que en nada ofenden la memoria de Antonio Machado, pero pueden molestar a personas vivas. [8] Quedan fuera de estas glosas las composiciones De un Cancionero Apócrifo. Son algunas de ellas —Primaveral, Rosa de fuego—- de los mejor producido por el poeta. Otras, que valen menos —Consejos, Coplas, Apuntes y Recuerdos de sueño, fiebre y duerme-vela— importan sin embargo mucho por su tema personalísimo de amores y amoríos confundidos y revueltos en remembranzas y pesadillas. |
por Osvaldo Crispo Acosta ("Lauxar")
Publicado, originalmente, en:
Revista
Nacional : literatura, arte, ciencia / Ministerio de Instrucción Pública Año
XVII Montevideo, mayo de 1954 Nº 185
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/390
Ver, además:
Antonio Machado en Letras Uruguay
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