Domingo F. Sarmiento por Osvaldo Crispo Acosta |
Faustino Valentín Sarmiento, conocido por Domingo Faustino Sarmiento,
nació de familia muy pobre aunque de antiguo conocida, en San Juan el 15
de febrero de 1811, a los nueve meses de haber estallado en Buenos Aires
la Revolución de Mayo. Su padre que fue peón y arriero, sirvió a los
patriotas en el paso de los Andes, encargado de transportar los bagajes;
asistió a la batalla de Chacabuco y tomó parte en varias revoluciones de
San Juan. De su madre ha hecho Sarmiento en los Recuerdos de Provincia un
retrato interesantísimo, en el que física y moralmente se descubre su
propia fisonomía. Alta de cara huesosa y rasgos muy acentuados, la
frente desigual y protuberante, de inquebrantable energía moral, severa y
modesta, educada su alma con una elevación superior a toda idea, con
igual firmeza nunca desmentida en las circunstancias difíciles y en las fáciles:
así fue la madre, y así, modestia aparte, iba a ser el hijo. La pobreza
le fue maestra de virtudes oscuras y por eso más nobles; vivió de su
trabajo; con él mantuvo muchas veces sola a su familia mientras le
faltaba
la ayuda de su marido; teñía telas, tejía anascote para hábitos
religiosos, hacía pañuelos, corbatas y ponchos con lana de vicuña, «añasjados»
para albas, randas, miriñaques, mallas y otras labores de hilo. Jamás
quiso pedir a sus parientes ricos el más ínfimo socorro; ocultó las
miserias de su vida, no por vergüenza del trabajo, sino por respeto de sí
misma y de los suyos, por un sano orgullo de familia. Su inteligencia
aunque poco cultivada era clara; supo escribir cuando joven pero lo
olvidó más tarde; en las clases de gramática que daba a sus hermanas
Sarmiento, ella de sólo oír mientras escarmenaba su vellón de lana
por la noche, resolvía todas las dificultades que dejaban paradas a sus
hijas. «Dios ha entrado en todos los
actos de aquella vida trabajada», — escribe Sarmiento. «En mil
conjeturas difíciles he visto esta fe profunda en la Providencia no
desmentirse un solo momento, alejar la desesperación, atenuar las
angustias y dar a los sufrimientos y a la miseria, el carácter augusto de
una virtud santa, practicada con la resignación del mártir que no
protesta, que no se queja, esperando siempre, sintiéndose sostenida,
apoyada, aprobada. No conozco alma más religiosa y sin embargo no vi
entre las mujeres cristianas otra más desprendida de las prácticas del
culto». La madre de Sarmiento, —el rasgo es interesante— rezaba en común
con sus hijas el rosario o dejaba de hacerlo, sin especiales motivos, según
sintiera su ánimo. Esta firmeza de carácter que admite las resoluciones
sin causa, los movimientos oscuros de la voluntad, pasa de la madre al
hijo, y marca muchos actos de su vida con un sello de gallardía original
y extraña. La época de su formación tiene una gran influencia en Sarmiento. Su
padre, patriota, ambiciona para él un porvenir de grandezas en el destino
que la nueva democracia abre por igual a todos. En 1816 se estableció
en San Juan la Escuela de la Patria. En ella Sarmiento es
distinguido entre todos los alumnos con el título reservado al mejor,
de Primer Ciudadano. Sus aptitudes naturales, una tranquila confianza en
ellas que siempre tuvo y mostró hasta con insolencia y la lectura
continua de cuanto libro estaba a su alcance, colocaron a Sarmiento en
una situación privilegiada. En 1823 es designado, por sus
merecimientos, para seguir su educación a cargo del Estado; pero las
protestas y reclamaciones de personas pudientes hacen que la elección
se decida por sorteo; y así después de reconocida su superioridad, no
figura entre los favorecidos y ve por eso llorar silenciosamente a su
madre y a su padre tener la cabeza sepultada entre las manos. Las
esperanzas puestas en él fuerzan su natural orgullo a un destino
glorioso. «En el seno de la pobreza, críeme hidalgo —dice— y mis
manos no hicieron otra fuerza que la que requerían mis juegos y
pasatiempos». Desde entonces se entrega en todas las horas libres del día
y de la noche a la lectura de cuantas obras caen en sus manos; le
interesan especialmente la Biblia,
una Vida de Cicerón y una Vida
de Franklin. Esta despierta sus mayores ambiciones: quiere ser doctor
ad-honorem como Franklin y tener como él un lugar importante en las
letras y la política de América. Pobre y humilde como Franklin, se
siente su igual en el vigor y la tenacidad del esfuerzo necesario para
ser lo que aspira. Un presbítero de quien habla con veneración, José de
Oro, le sirve durante dos años de maestro. Entretanto es dependiente en
una tienda. En 1829 teniendo su casa por cárcel a consecuencia de una
intentona revolucionaria, aprende el francés en menos de seis semanas; en
1833 empleado de comercio en Valparaíso, se levanta a las dos de la mañana
para estudiar el inglés y paga la mitad de su sueldo por las lecciones
que recibe; poco más adelante, mayordomo de mineros en Copiapó, continúa
el aprendizaje de esas lenguas, traduciendo novelas y otros libros; en
1837 aprende el italiano; en 1852 se familiariza con el portugués.
Gracias a la biblioteca de un amigo, Manuel Quiroga Rosas, puede dedicarse
a leer durante dos años desde 1838, los más reputados libros modernos
sobre filosofía, política y literatura. De esta manera tras veinte años
de lecturas desordenadas pero constantes se considera preparado por la
ciencia ajena para la busca del pensamiento propio y a esa empresa, que
fue toda su vida y que él mismo caracterizó llamándola traducción del
espíritu europeo al espíritu americano. Cuenta Sarmiento que a los dieciséis años salió de la cárcel con
opiniones políticas formadas: «Era yo tendero de profesión en 1827 y no sé si Cicerón, Franklin o
Temístocles, según el libro que leía en el momento de la catástrofe,
cuando me intimaron por la tercera vez cerrar mi tienda e ir a montar
guardia en el carácter de alférez de milicias, a cuyo rango había sido
elevado no hacía mucho tiempo. Contrariábame aquella guardia, y al dar
parte al gobierno de haberme recibido del principal sin novedad, añadí
un reclamo en el que me quejaba de aquel servicio, diciendo: «con que se
nos oprime sin necesidad». Fui relevado de la guardia y llamado a
presencia del coronel del ejército de Chile, don Manuel Quiroga,
gobernador de San Juan que a la sazón tomaba el solcito, sentado en el
patio de la casa de gobierno. Esta circunstancia y mi extremada juventud
autorizaban naturalmente el que al hablarme, conservase el gobernador
su asiento y su sombrero. Pero era la primera vez que yo iba a presentarme
ante una autoridad, joven, ignorante de la vida y altivo por educación, y
acaso por mi contacto diario con César, Cicerón y mis personajes
favoritos, y como no respondiese el gobernador a mi respetuoso saludo,
antes de contestar yo a su pregunta: ¿es esta su firma, señor?, levanté
precipitadamente mi sombrero, cálemelo con intención, y contesté
resueltamente: sí señor. La escena muda que pasó en seguida habría
dejado perplejo al espectador, dudando quién era el jefe o el subalterno,
quién a quién desafiaba con sus miradas, los ojos clavados el uno en el
otro, el gobernador empeñado en hacérmelos bajar a mí por los rayos de
cólera que partían de los suyos, yo con los míos fijos sin pestañear,
para hacerle comprender que su rabia venía a estrellarse contra un alma parapetada contra toda intimación (sic).
Lo vencí, y enajenado
de cólera,
llamó un
edecán y
me envió a
la cárcel». El despotismo local lo había arrancado a sus libros,
a su trabajo, a
su familia: así pasó de la vida privada a la vida pública. El heroísmo
que en su imaginación alimentaba la historia antigua, encontraba en la
realidad circunstante ocasiones dignas de sus proezas. El ultraje
recibido se convertía en lección provechosa: «no era en Roma ni en
Grecia donde había de buscar yo la libertad y la patria, sino allí, en
San Juan, en el grande horizonte que abrían los acontecimientos...»
Desde aquel instante Sarmiento entra en acción. En 1829 sublevado
contra Facundo Quiroga en una revolución victoriosa al principio, después
vencida por el fraile Aldao, cae prisionero y en peligro de ser fusilado
salva la vida gracias al comandante enemigo José Santos Ramírez. Era la
época más turbulenta y anárquica
de la República Argentina; toda ella ardía en revoluciones. Sarmiento
llega a ser por entonces con los unitarios en San Juan, capitán de
coraceros y de las milicias locales. Poco más tarde emigra a Chile; se
hace maestro de escuela, empleado de almacén, mayordomo de minas; pero
enferma gravemente de la cabeza y vuelve a su provincia (1836); allí enseña
dibujo y trabaja como procurador. Ciertas operaciones aritméticas que el
gobierno de la provincia no tenía a quien encomendar y que Sarmiento
resuelve, lo ponen en buenas relaciones con aquél. Funda con algunos
amigos una sociedad literaria e inaugura una escuela de ésta; compone
sus Bases para la unión de la
juventud americana (1837) y por fin en 1839 se inicia en una labor
nueva en su vida pero fatal en ella por su espíritu batallador: se hace
periodista; publica en la imprenta oficial, única de la localidad, su
periódico, de corta existencia, «El Zonda». El gobernador que no
quiere ver tratados en él las cuestiones políticas, encuentra mal
ciertos artículos sobre costumbres locales, y por despecho o para que el
periódico cese, dispone que se pague cierta suma por publicarse «El
Zonda» en la imprenta oficial; Sarmiento no conforme con ello, manda
imprimir el número sexto y se niega al pago; preso y encarcelado tiene
al fin que ceder. Once años habían transcurrido en 1850, cuando
interrumpía en sus Recuerdos
de Provincia la
narración
de este suceso para apostrofar con su habitual vehemencia al funcionario
que le impuso aquel pago: «¡Don Timoteo Maradona, hoy
presbítero! usted que se confesaba cada ocho días y que hoy perdona a
los otros sus pecados, interrogue su conciencia y si no le dice que ha
robado arrancando por la violencia veintiséis pesos, que debe usted a
todas horas, si no pesan éstos sobre su conciencia, le diré yo que
usted, señor presbítero, es un corrompido malvado». De nuevo encarcelado más tarde por razones igualmente políticas,
oye la gritería de las tropas indisciplinadas que frente al Cabildo,
donde está preso, piden les sea entregado para degollarle. Sarmiento es
sacado de su calabozo; se le manda que baje al patio en que lo esperan sus
asesinos y se le castiga a sablazos para que obedezca. No obedece; no baja
y así logra salvarse. «Quería morir —escribe— como había vivido,
como he jurado vivir, sin que mi voluntad consienta jamás en la
violencia.» Conjurado por la intervención del gobernador el peligro de
muerte, Sarmiento es afeitado en son de burla por la misma canalla que
momento antes pedía su cabeza. Al día siguiente, saliendo desterrado
para Chile (1840), escribe en un escudo de la República «on ne tue point
les idées», el mismo pensamiento que repetirá después tantas veces
en buena frase criolla: «las ideas no se degüellan». Sarmiento permaneció en Chile desde noviembre de 1840 hasta octubre de
1845. En setiembre de 1841 intentó inútilmente unirse a uno de los
grupos unitarios sublevados contra Rosas; no bien había pisado el suelo
patrio supo la derrota de aquellos y tuvo que volverse. Su destierro le
fue provechoso: gracias a él salió del círculo estrecho de las pequeñas
cuestiones provinciales. Bien acogido por los hombres más eminentes del
país y por los emigrados argentinos, pronto se puso en primera línea
entre los periodistas y ocupó ventajosos puestos públicos. De aquella época data la serie ininterrumpida de sus polémicas. Fue
la primera de resonancia, con don Andrés Bello. Bello era por su
temperamento, por su educación, por su cultura, opuesto en todo a
Sarmiento;
hombre de estudio y de reposo tenía sobre éste la superioridad de su
vastísima ilustración y de su buen sentido. Sarmiento en lucha contra la
barbarie gauchesca, proclamaba la europeización o más exactamente
por aquellos años, el afrancesamiento revolucionario de lo americano en
costumbres y en ideas y encontraba en Bello el tipo formado por el
tradicionalismo europeo, poco amigo de novedades, sosegado, satisfecho
con la situación que los acontecimientos habían elaborado
insensiblemente a su rededor. Bello era el hombre de la disciplina social;
Sarmiento el de
la innovación, el de la protesta. Las relaciones entre ambos fueron
amistosas al principio: para Sarmiento, saber que Bello no encontraba malo
su primer artículo en la prensa, había sido un verdadero triunfo. Elogió
mucho en 1841 el pobre canto elegíaco de Bello sobre El Incendio de la
Compañía y se preguntó en esa ocasión, ¿por qué no había poetas
chilenos? si acaso sería porque el clima benigno sofoca la imaginación,
o porque entre los chilenos faltaba instrucción suficiente? Estas
consideraciones hirieron el amor patrio de la juventud chilena, que
inmediatamente bajo la dirección de Bello se consagró a la poesía. Un año
más tarde Sarmiento, olvidándose de todo esto, iba a imputar a las enseñanzas
de Bello la pobreza de la inspiración poética, el agarrotamiento de
la imaginación de los chilenos. Su ataque era a todas luces injusto y
lo hacían inicuo algunas acusaciones más o menos veladas contra la
lealtad patriótica de Bello; pero eliminadas sus exageraciones, eran
exactas las ideas que sostenía Sarmiento; eran, y él mismo después lo
confesó, las ideas que al iniciarse el romanticismo proclamó en España
Mariano José de Larra. Entre
sus muchas polémicas de entonces deben señalarse la que mantuvo con
Domingo Santiago Godoy, porque Sarmiento la acabó acusando criminalmente
a su contrincante, y la de Juan N. Espejo, porque dio lugar a una pelea
a brazo partido. En
Chile trabó Sarmiento amistad con nuestro compatriota Juan Carlos Gómez.
Ambos con igual apasionamiento combatían en la prensa chilena la
nefanda tiranía de Rosas y eran partidarios de la anexión nacional del
Uruguay y la Argentina. Durante
este período de su vida compuso Sarmiento una Memoria sobre ortografía
americana (1843) para la Facultad de Filosofía y Letras de la que fue
miembro, un Método de lectura gradual (traducción), las Apuntaciones
sobre un nuevo plan de gramática (1844), los Apuntes biográficos
sobre el fraile Aldao y Facundo, universalmente considerado como su
mejor producción. Estas dos últimas obras salieron a luz en los
folletines de «El Heraldo Argentino». De
Chile vino Sarmiento a Montevideo de paso para Europa. Aquí permaneció
dos meses con los argentinos que el despotismo sanguinario de Rosas había
hecho emigrar. Recorrió en seguida diferentes puntos de Francia, España,
África, Italia, Suiza, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Cuba y Perú.
Trató en estos viajes al general San Martín, a Ferdinand de Lesseps el
gran promotor de la idea que había de ser el canal de Suez, a Pío X, al
barón de Humbolt, a Horace Mann el célebre educacionista. En París fue
nombrado miembro extranjero del Instituto Histórico; en España sostuvo
alguna polémica sobre cuestiones de lenguaje y combatió por la prensa
la campaña que preparaba allí contra el Perú para adueñarse del
poder, el general Juan José Flores cantado por Olmedo. De estos viajes
nació su entusiasmo por la civilización industrial y eminentemente práctica
de los Estados Unidos, donde estudió especialmente el régimen escolar
y los adelantos de la instrucción pública. En
1848 estaba en Chile de regreso. El año siguiente contrajo allí
matrimonio con doña Benita Martínez Pastoriza, sanjuanina como él, que
había sido casada en primeras nupcias con Domingo Castro y Calvo y tenía
de éste un hijo llamado como su padre y como Sarmiento, Domingo.
Sarmiento había conocido a esta señora en sus mocedades, cuando aún vivía
su marido. Al encontrarse lejos del suelo natal, ella rica y bien
acomodada en la sociedad chilena, él célebre, concertaron su matrimonio,
que tal vez no fue sino de conveniencias mal entendidas y fundadas. No
hubo entre ellos ninguna armonía, ni la conformidad necesaria para la
simple convivencia. Por el año 1863, después de muchos anteriores de
indiferencia y disgusto, se separaron definitivamente. El hijo de ella,
Domingo Fidel, conocido por Dominguito, había adoptado el apellido
de su padrastro y era una de las más grandes satisfacciones y
esperanzas de Sarmiento, quien siempre lo trató como a verdadero hijo y
escribió su biografía, titulada Dominguito, cuando murió de un
balazo, siendo capitán, en Curupaytí, durante la guerra del Paraguay
(1866). No tuvo Sarmiento descendencia legítima; había tenido antes de
su matrimonio una hija, la que casada con Julio Belin, le dio los nietos
que acompañaron su vejez. De
nuevo radicado en Chile y asociado a su futuro yerno estableció Sarmiento
una imprenta. Publicó
por entonces entre muchas otras de menor importancia, sus obras
siguientes: Viajes por Europa, Asia y América. De la educación
popular (1849), Argirópolis, o la Capital de los Estados
Confederados
del Río de la Plata y Recuerdos de Provincia (1850). En
1851 se produjo el levantamiento de Justo José de Urquiza, gobernador de
Entre Ríos, contra Rosas. Sarmiento pasó por Montevideo a Gualeguaychu
para tomar parte en la guerra e incorporado a las fuerzas como teniente
coronel, fue encargado de redactar el Boletín del ejército. Tuvo,
—no podía dejar de tenerlas, — algunas diferencias con Urquiza.
Cuando éste entró en Buenos Aires, vencedor de Monte Caseros (febrero 3
de 1852), y en el gobierno siguió sin grandes modificaciones la política
de Rosas, su enemigo de ayer, Sarmiento se alejó a Río de Janeiro y
después
a Chile. Allí, resentido con don Juan Bautista Alberdi, que era
partidario de Urquiza, escribió contra éste la Campaña del Ejército
Grande Aliado de Sud América y por sarcasmo se la dedicó a aquél.
Durante mucho tiempo estuvieron Sarmiento y Alberdi trabados en una
continua y agria polémica sobre todos los asuntos posibles. En
1855 pasó de Chile a San Juan, donde el gobernador le hizo intimar que
abandonase la provincia en el término de veinticuatro horas. Esta orden
fue sin embargo levantada y Sarmiento quedó allí breve tiempo. Electo
dos veces diputado, una por los porteños sublevados contra Urquiza y otra
por los tucumanos, renunció a ese cargo por no compartir con sus
electores el propósito de separar a la provincia de Buenos Aires del
resto de la República. Más adelante diría con frase típica de su carácter,
refiriéndose a esta cuestión, que era «porteño en las provincias y
provinciano en Buenos Aires». Sometido en esta ciudad poco a poco, en
lucha diaria contra Urquiza, a la influencia del porteñismo, acabó por
plegarse al partido bonaerense y sostuvo en la prensa ardientes debates,
que para sus contendores Nicolás A. Calvo y Francisco Bilbao, concluyeron
con una acusación criminal instaurada por Sarmiento. Se le eligió
senador en la provincia de Buenos Aires (1857) y durante cinco años formó
activamente parte de la legislatura. Después de la derrota de los porteños
mandados por Bartolomé Mitre en Cepeda (octubre 23 de 1859) figuró en la
Convención provincial que debía fijar las reformas constitucionales
necesarias para que Buenos Aires se reincorporase a la Confederación. Fue
Ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores (1860) bajo la presidencia
de Mitre en Buenos Aires, que siguió todavía separada de las otras
provincias. La situación creada en San Juan por sucesivos movimientos
revolucionarios, obligaron a Sarmiento, partidario de una revolución
vencida por el gobierno federal, a renunciar su ministerio para combatir
con entera libertad a los confederados. La
batalla de Pavón (setiembre 17 de 1861) ganada por Mitre sobre Urquiza,
dio a los porteños el dominio de toda la República. Sarmiento fue
entonces (febrero de 1862) elegido Gobernador por sus coprovincianos los
sanjuaninos. Mejoró durante su gobierno cuanto pudo tanto en la
administración política como en la situación material. Uno de sus
primeros actos de gobernante fue la reaparición de su antiguo periódico
«El Zonda». Pronto absorbieron sus reformas todos los recursos del
erario. Sarmiento poseído por un furor de progreso y dueño del poder más
fuerte, concentró en sí todas las facultades y llegó hasta imponerse a
la misma legislatura y dirigirla. No
era posible que extralimitándose así con los demás poderes regulares,
se contuviese ante el dominio de hecho que ejercía el caudillaje. De mala
gana y por recomendación del gobierno federal tuvo al principio algunas
atenciones con el caudillo de la región Ángel Vicente Peñaloza, más
conocido por sus fechorías y su sobrenombre El Chacho. «Era
— dice Sarmiento — de ojos azules y pelo rubio cuando joven, apacible
de fisonomía, cuanto era moroso de carácter. A pocos ha hecho morir por
orden o venganza suya, aunque millares han perecido en los desórdenes que
fomentó. No era codicioso y su mujer
mostraba más inteligencia y carácter que él. Conservóse bárbaro toda
su vida sin que el roce de vida pública hiciese mella en aquella
naturaleza cerril y en aquella alma obtusa. Su lenguaje era rudo, más de
lo que se ha alterado el idioma en aquellos campesinos con dos siglos de
ignorancia, diseminados en los llanos, donde él vivía; pero en su rudeza
ponía exageración y estudio, aspirando a dar a sus frases, a fuerza de
ser grotescas, la fama ridícula que las hacía recordar mostrándose así
cándido y al igual del último de sus «muchachos». Habitó siempre una
ranchería en Guaja, aunque en los últimos tiempos construyó una pieza
de material para los «decentes» según la denominación que él daba a
las personas de ciertas apariencias que lo buscaban. Hacía lo mismo con
sus modales y vestidos: sentado en posturas que el gaucho afecta, con el
pie de una pierna puesto sobre el muslo de la otra, vestido de chiripá y
poncho, de ordinario en mangas de camisa y un pañuelo amarrado a la
cabeza. En San Juan se presentaba en las carreras después de alguna
incursión feliz; si con pantalones colorados y galón de oro,
arremangados para dejar ver calcetas caídas, que de limpias no pecaban,
con zapatillas a veces de color. Todos estos eran medios de burlarse
taimadamente de las formas de los pueblos civilizados. Aun en Chile en la
casa que lo hospedaba fue al fin preciso doblarle la servilleta, a fin de
salvar el mantel que chorreaba al llevar la cuchara a la boca. En los últimos
años de su vida consumía grandes cantidades de aguardiente y cuando no
había correrías pasaba la vida indolente del llanista, sentado en un
banco fumando, tomando mate o bebiendo». A
Sarmiento que había combatido siempre con la mayor tenacidad el
caciquismo bárbaro del gauchaje sin cultura, se le hacía imposible la
situación del Chacho. Este mismo preparó con una sublevación su término.
No debió sorprender a Sarmiento ni disgustarle en el fondo la actitud
rebelde del caudillo: era al fin una ocasión propicia para destruir
materialmente el poder que tantas veces había atacado de palabra en la
prensa y en sus libros. San Juan y Buenos Aires no tenían entonces
facilidad de comunicaciones; corrían muchos días entre el ir y el venir
de las noticias. Sarmiento aprovecha esta circunstancia: declara en
estado de sitio a la provincia, hace atacar a las fuerzas enemigas: el
Chacho vencido es degollado y su cabeza expuesta para escarmiento en una
pica (1863). En Buenos Aires el Gobierno Federal niega a Sarmiento el
derecho de declarar a la provincia en estado de sitio y desaprueba la
muerte del Chacho; pero ya las cosas están hechas: Sarmiento ha realizado
lo que quería, ha dado un buen golpe de muerte al caciquismo; puede
discutir tranquilo: contesta al doctor Rawson, Ministro del Interior,
defendiendo, por absolutamente necesaria, su declaración de estado de
sitio y aplaude sin reserva, con pública satisfacción, la muerte del
Chacho. Cuando el Gobierno Nacional inspirado por el doctor Rawson
publique El estado de sitio según la Constitución Argentina, Sarmiento
contestará con un folleto irónico, equivalente para él al anterior: El
estado de sitio según el doctor Rawson. En
1864, violentamente atacado por todos, renunció Sarmiento la Gobernación
de San Juan y se alejó de la política argentina. Fue como enviado
diplomático
a Chile, Perú y los Estados Unidos. En Chile, al presentar sus
credenciales, pronunció un curioso discurso contra España, que en
aquellos momentos con nuevos propósitos de política colonizadora, se
apoderaba de unas islas peruanas. Residió en los Estados Unidos durante
tres años (1865-1868) ocupado en estudiar la instrucción pública del
país y en escribir varias obras; entre ellas, Las escuelas: base de
la prosperidad de la República de los Estados Unidos, la Vida de
Horacio Mann (traducción) y la Vida de Abraham Lincoln, Por
ese tiempo la viuda de Horacio Mann tradujo en inglés el Facundo y
partes de Recuerdos de Provincia. La Sociedad Histórica de Rhode
Island nombró a Sarmiento miembro honorario y la Universidad de Michigan
le confirió el título de doctor en leyes. A
principios de 1868 un oficial argentino, el después general Lucio
Mansilla, proclamó desde los esteros paraguayos, la candidatura de
Sarmiento a la presidencia de la República. Sarmiento no pertenecía a
ninguno de los partidos que estaban en lucha. Puede afirmarse que jamás
estuvo afiliado a ninguna fracción política y que sólo por causas
ocasionales figuró momentáneamente en alguna. Esta condición es la
que le permitirá decir cuando se le impute algún cambio, que «Sarmiento
no ha sido fiel a nadie, porque nunca ha servido a nadie». Ni los
mitristas ni los alsinistas lo contaban entre los suyos y quizá esto
mismo sirvió para que en la lucha, su candidatura menos resistida que las
otras al principio, acabase al fin por ser la más popular. En agosto de
ese año el Congreso Nacional lo elevó a la presidencia. Estaba él
entonces de viaje en París con licencia de su cargo diplomático en los
Estados Unidos y supo la elección a su regreso a Nueva York. Lanzada su
candidatura, los contrarios a ella habían agitado para combatirla, la ya
olvidada y vieja cuestión del Chacho, y Sarmiento en contestación a sus
ataques, había escrito la biografía de El Chacho, último caudillo
de las montoneras de los Llanos. La
acción presidencial de Sarmiento fue duramente combatida por Mitre y sus
partidarios y tuvo que empeñarse contra dificultades de todo orden;
pero ni la guerra del Paraguay (1865-1869) ni las graves desinteligencias
con Chile respecto de los límites internacionales, ni una epidemia de
fiebre amarilla que hizo morir más de 13.500 personas en Buenos Aires, ni
las revoluciones de San Juan y Entre Ríos, bastaron para esterilizar sus
gestiones de gobernante progresista. Buscó
el apoyo de Urquiza para oponer sus prestigios en las provincias
circunvecinas a los ataques sistemáticos de los porteños mitristas y
llegó hasta visitarlo personal y solemnemente en Entre Ríos cuando
supo que podía contar con él. Su cooperación fue sin embargo poco
duradera: en 1870 Urquiza moría asesinado. Un yerno suyo y
probablemente el instigador de sus asesinos, Ricardo López Jordán, se
alzó en seguida en armas contra Sarmiento. Este quiso para sofocar la
rebelión, poner a precio la cabeza del caudillo pero no lo consintió
el Congreso. El mismo López Jordán a lo que parece, pues su intervención
no pudo comprobarse, usó poco después contra Sarmiento de un medio análogo
al que éste propuso contra él entonces: dos italianos pagados por
persona desconocida, atentaron contra Sarmiento en las calles de Buenos
Aires descerrajándole un tiro. Son
de notar en la actuación de Sarmiento durante su presidencia dos rasgos
característicos: el uso frecuente del veto contra las leyes sancionadas
por el Cuerpo Legislativo y su participación en las contiendas periodísticas.
Esta fue por las instancias de sus ministros, menos seguida y más
serena de lo que Sarmiento hubiera querido. Nunca pudo resignarse a no
contestar los cargos que se le hacían; transigió a pesar suyo en lo demás,
pero no en esto. Sarmiento
dominado por el carácter práctico de la sociedad norteamericana, procuró
que su gobierno fuese de adelantos materiales y morales: hizo celebrar
en Córdoba, la primera exposición nacional y extender las líneas de
los ferrocarriles; creó la Escuela Militar, el Observatorio Astronómico
de Córdoba, dos escuelas para el profesorado, el Banco Nacional, las
bibliotecas populares y otras varias instituciones. Muerto
el tirano López, terminó la guerra del Paraguay; y a pesar de estar
Sarmiento en la presidencia argentina y de su soñada reconstrucción del
Virreinato del Río de la Plata, planeada en Argirópolis y
recomendada
en una proposición dirigida al presidente Mitre desde Estados Unidos,
para cuando concluyese la guerra, el Paraguay y el Uruguay siguieron
siendo tan libres y tan poco argentinos como lo eran antes y como lo son
ahora. Sarmiento
en la gobernación de San Juan y en la presidencia de la República,
sostuvo siempre la necesidad de un poder público fuerte, capaz de
imponerse en el desempeño de sus funciones con toda libertad y energía.
En San Juan su fracaso fue completo; en la presidencia sólo pudo realizar
a medias su programa. Los partidarios de Mitre, que lo había precedido en
el gobierno y que había empleado precisamente la política de
componendas y transacciones condenada por Sarmiento, fueron el mayor obstáculo
de su acción gubernativa y del progreso nacional. Terminó su presidencia
el 12 de octubre de 1874. Le sucedió en ella su Ministro de Instrucción
Pública, el doctor Nicolás Avellaneda. Sarmiento
fue inmediatamente elegido Senador por San Juan y nombrado Director
General de Escuelas en la Provincia de Buenos Aires. En el Senado combatió
valientemente contra la costumbre y las ideas recibidas de blando
humanitarismo y contra sus colegas, el proyecto de amnistía propuesto
para los revolucionarios de su gobierno, y fue el más tenaz y decidido
contrario a la guerra con Chile en la cuestión de sus límites con la
Argentina. El nuevo gobierno, atendiendo vivísimos deseos suyos, lo
ascendió en el ejército grado de general. Las relaciones entre el
antiguo y el nuevo presidente no fueron siempre amistosas. Avellaneda
concedió alguna participación en su gobierno a los opositores de
Sarmiento, quien se disgustó profundamente. Sin embargo al plantearse
la cuestión presidencial fue llamado a ocupar el Ministerio del Interior.
Sarmiento ambicionó, después de la primera, durante toda su vida, una
segunda presidencia y creyó contar con la autoridad de Avellaneda para
hacer que triunfase por segunda vez su propia candidatura. Pronto conoció
su error, o más bien supuso que Avellaneda lo traicionaba, y nuevamente
disgustado abandonó su cartera de gobierno para entregarse con la
desesperación de su derrota a una campaña antigubernista. Este desengaño
le costó una enfermedad. Triunfó
en la lucha presidencial la candidatura del general Julio A. Roca.
Federalizada la ciudad de Buenos Aires, Sarmiento pasó de la Dirección
General de Escuelas que desempeñaba en la Provincia, a la
Superintendencia
Nacional de Educación, como Presidente de su Consejo. En éste se puso
en pugna con los vocales y acabó por crearse una situación que hacía
imposible su cometido. Resuelto a concluir con ella pidió al Congreso sin
contemplaciones, que suprimiera por innecesaria, la retribución de los
consejales. Por entonces publicó su obra Conflicto y Armonía de las
Razas en América (1881), sostuvo las más ardorosas polémicas y
contestó al folleto de Avellaneda La Escuela sin Religión, con
otro titulado La Escuela sin la religión de mi mujer. Comisionado
de acuerdo con un plan suyo para obtener que Chile costease con la
Argentina una publicación en castellano de libros para la ilustración
del pueblo, logró de paso por Montevideo, que el general Máximo Santos
se adhiriera a su proyecto. Por ley de 1884 se destinaron a
iniciativa del Poder Ejecutivo argentino veinte mil pesos para publicar
las obras de Sarmiento, que hoy forman cincuenta grandes volúmenes en
cuarto. Estas deferencias del general Roca no eran tal vez más que un
medio para conquistarse las simpatías de Sarmiento o apaciguarlo.
Cuando éste entabló su campaña contra la candidatura oficialista de Juárez
Celman, el general Roca prohibió a los militares que discutieran en la
prensa la política del Gobierno; pero todo fue inútil, porque Sarmiento
con su inalterable entereza de carácter y una osadía a toda prueba,
contestó a la resolución del presidente, que la disciplina militar no
obligaba a los que eran como él generales y estaban fuera de servicio.
El
favor popular que jamás había acompañado a Sarmiento en su patria,
empezó a entregársele entonces. Era ya demasiado tarde: en junio de
1887 tuvo que retirarse por enfermedad, en busca de clima más propicio, a
la Asunción. Pasó el verano siguiente en Buenos Aires y de nuevo volvió
a la capital paraguaya. Todavía continuó trabajando para la prensa. Un
artículo sobre Solano López le ocasionó un incidente con un Ministro
de Estado pariente del tirano; Sarmiento con más de setenta y seis años
estuvo a punto de tener un duelo. Este asunto le costó el ministerio a su
contrario y le valió a Sarmiento una quinta que le regalaron sus
admiradores. Al salir para la Asunción aún pensaba Sarmiento en su
segunda presidencia; a sus amigos que al despedirse formulaban votos por
su restablecimiento, contestó con socarronería que lo hicieran
presidente si querían verlo sano. Murió el 11 de setiembre de 1888. Como
Renán había protestado anticipadamente contra lo que en su conducta y
por la ofuscación de sus últimos instantes o de la edad, desdijera
en materia religiosa, de la actitud de sus mejores años. «Que no haya
sacerdote junto a mi lecho de muerte —había dicho. No quiero que una
debilidad pueda comprometer la integridad de mi vida». La
vida de Sarmiento es sin disputa posible su mejor obra: asoció en ella
a su grandeza de alma las más nobles ideas, los más generosos designios
de la humanidad y fue de este modo el genuino y puro representante, en
su tiempo, del espíritu democrático en lucha, no ya con los antiguos
principios de realía y absolutismo gubernativos, sino contra la barbarie
inculta del caciquismo y de las masas populares. En él la integridad
moral tiene para nosotros un atractivo candoroso de aniñamiento que
agrega al respeto que impone, una especie de ternura cariñosa. Sarmiento
no fue sólo el hombre recto, inquebrantable, que desafió con intrepidez
al despotismo; fue también el hombre bueno, dulce, inclinado sin
complacencias culpables al amor del pueblo y de los niños; fue más aún,
fue a veces el hombre aniñado, de caprichos y resoluciones bruscas,
inmotivadas. Los porteños lo llamaban el loco Sarmiento, y es
verdad que tuvo mucho de alocado en sus genialidades intempestivas, en la
despreocupada naturalidad de sus rarezas, en su franqueza hiriente. ¿Quién
más que él hubiese escrito sobre la escuela sin la religión de su
mujer? ¿quién más que él hubiera confesado, cuando no parecían fáciles,
sus ambiciones de pequeño Franklin? ¿quién más que él ha arremetido
jamás contra todos y contra todo, sin quijotismos, con la impavidez
heroica de las resoluciones incontrastables? Sarmiento
es por temperamento y por educación, irregular; hay en él una falta
sensible de equilibrio; tiene momentos, ocurrencias desconcertantes. «¡Pobre
mi madre!» —exclama en los Recuerdos de Provincia y cuenta
esta curiosa anécdota: «En
Nápoles, la noche que descendí del Vesubio, la fiebre de las emociones
del día me daba pesadillas horribles en lugar del sueño que mis
agitados miembros reclamaban. Las llamaradas del volcán, la oscuridad del
abismo que no debe ser oscuro, se mezclaban que sé yo a qué absurdos de
la imaginación aterrada y al despertar de entre aquellos sueños que
querían despedazarme, una idea sola quedaba tenaz; persistente como un
hecho real: ¡mi madre había muerto! Escribí esa noche a mi familia,
compré quince días después una misa de réquiem en Roma, para
que la cantasen en su honor las pensionistas de Santa Rosa, mis discípulas;
e hice el voto y perseveré en él mientras estuve bajo la influencia de
aquellas tristes ideas, de presentarme en mi patria un día y decirles
a Benavídes, a Rosas, a todos mis verdugos: vosotros también habéis
tenido madre; vengo a honrar la memoria de la mía; haced pues, un paréntesis
a las brutalidades de vuestra política, no manchéis un acto de piedad
filial; dejadme decir a todos: quién era esta pobre mujer que ya no
existe! ¡Y vive Dios que lo hubiera cumplido, como he cumplido tantos
otros buenos propósitos y he de cumplir aún muchos más que me tengo
hechos!
«Por
fortuna, téngola aquí a mi lado y ella me instruye de cosas de otros
tiempos, ignoradas por mí, olvidadas de todos». En
Santiago el 26 de mayo de 1848 recuerda que han transcurrido diecinueve años
desde el día en que José Santos Ramírez evitó que fuese fusilado después
de la derrota del Pilar, y sin tener para nada en cuenta la situación de
éste al lado de Rosas, le escribe una carta agradeciendo el beneficio
recibido y ofreciéndole su ayuda para cuando el despotismo de Rosas
cayese «por el ridículo, por el oprobio, por la humillación, por la
esterilidad de los resultados obtenidos en veinte años de desastres, de
persecuciones y de crímenes». Semejante carta a ser interceptada
hubiera bastado para hacer que Ramírez pasara muy malos ratos. Este al
recibirla se apresuró a elevarla a manos de Rosas con otra en la que
prometiendo hacer lo mismo con cuantas le dirigiera Sarmiento, llamaba a
su agradecido corresponsal, «loco, fanático, salvaje y judío unitario». Son
infinitas las anécdotas de esta especie; en la vida de Sarmiento los
actos semejantes no fueron excepción sino regla. Sin embargo no debe
atribuírseles mucha importancia; porque en él estas sus anomalías no
obstaron jamás a las mayores cosas. Con ellas realizó el plan que se
propuso de niño: como Franklin fue doctor ad honorem y ocupó un puesto
de los más eminentes en la política y en las letras americanas. No hay
en la historia un solo personaje a cuyo lado Sarmiento desmerezca.
Trabajando por ellas hizo suyas las glorias de su patria. Toda
su vida está encaminada a destruir el caudillaje y a propagar la
cultura; desde su juventud hasta sus últimos instantes, en el seno de la
familia, en la prensa, en los puestos públicos, en el destierro,
constantemente,
fue educacionista y enemigo infatigable del caciquismo. Puede creerse que
aprendió con los que no podían enseñarle y enseñó lo que él mismo no
sabía. Un veterano analfabeto de las campañas napoleónicas y un
diccionario le bastan para estudiar el francés; en Chile, contra los
profesionales de la enseñanza, inaugura instintivamente excelentes
procedimientos pedagógicos, como la lectura silábica en lugar del
deletreo. Inspirado al principio por las ideas francesas de libertad y democracia y más tarde por el ejemplo inglés y norteamericano, se hace apóstol o mejor dicho pioneer de la civilización y del progreso: todo lo ve a través de su concepción política como en proyección hacia un ideal definido, preciso. Cada suceso argentino le recuerda un momento de la historia de Francia, de Inglaterra o de Estados Unidos. No por eso es un principista iluso: es hombre de acción y la acción lo pone en contacto con la realidad; conoce perfectamente lo que hay de fatal en las resistencias que ésta opone a los cambios repentinos. «La constitución de la República se hará sin sentir, de sí misma, sin que nadie se la haya propuesto. Unitaria, federal, mixta, ella ha de salir de los hechos consumados». Así piensa ya en 1845. Pero este positivismo sereno no es una valla para sus ambiciones optimistas. Sabe que la marcha regular de los sucesos no se altera ni ajusta al capricho inestable de los hombres y esto lo ayuda a penetrar hondamente en el sentido de las cosas, a prever en él un desarrollo de gloria para su patria y a conformar sus proyectos políticos con el determinismo de las fuerzas sociales, contando como es natural entre ellas, a su propia acción, a la fuerza irreductible de su espíritu. En 1859 se discutía en la Legislatura de Buenos Aires una cuestión sobre ferrocarriles; los legisladores encontraban exagerada la suma de ochocientos mil pesos como avaluación de una línea; Sarmiento al contrario la reputaba exigua hasta lo ridículo y afirmaba que los ferrocarriles argentinos valdrían pronto no ochocientos mil pesos, sino ocho millones. «Risas de incredulidad. El orador se exalta y exclama con provocadora convicción: ¡Ochenta millones! Nuevas risas estruendosas: ¡Ochocientos millones! Carcajada homérica. Y entonces Sarmiento enfurecido: Pido a los taquígrafos que hagan constar esta hilaridad en el acta. Quiero que las generaciones venideras aprecien mi inquebrantable confianza en el progreso del país. Y al mismo tiempo (abarcando con ademán despreciativo las bancas); ¡con qué clase de hombres he tenido que lidiar![1] Es
precisamente esta disposición de su espíritu, mezcla de realismo e
idealismo, lo que a pesar de su pobreza literaria, hace interesantes y de
muy subido valor a sus obras. El es el único escritor rioplatense de su
tiempo que ha prestado atención a una forma peculiar de nuestra vida: al
caudillaje. Su
obra está formada por artículos de la prensa destinados en su mayor
parte a las cuestiones del día, por libros y folletos de ilustración, de
polémicas, de propaganda, de viajes y finalmente por un pequeño grupo de
narraciones sobre gentes y costumbres argentinas. Las principales de
estas narraciones son los Apuntes biográficos sobre el fraile Aldao,
Facundo, El Chacho, último caudillo de las montoneras de los Llanos y los
Recuerdos de Provincia; las tres primeras están comprendidas bajo
un título común: Civilización y barbarie; la última es casi
totalmente autobiográfica. No hay que buscar en ellas más que el
cuadro de las costumbres, el retrato de las gentes y el apasionamiento del
autor. Sarmiento como Dante, anima con las exacerbaciones del odio a sus
enemigos muertos. Para reflejar con exactitud su estado de ánimo habría
que cambiar las palabras de Villemain que ha transcripto al frente de Facundo
«sa justice impartiale ne doit etre impassible». Sarmiento nunca
es impasible, muy rara vez es imparcial. Facundo
está
dividido en tres partes. En la primera trata del aspecto físico de la República
Argentina, de los caracteres, hábitos e ideas que engendra; presenta los
tipos originales del país, el rastreador, el baquiano, el gaucho malo, el
cantor; pinta la asociación, la pulpería; explica la revolución de
1810. La segunda parte que da su título al libro, cuenta la vida del
caudillo Juan Facundo Quiroga. La tercera contiene algunas consideraciones
sobre la forma de gobierno y el estado presente y futuro de la nación.
Toda la obra es genial; publicada en 1845 y reproducida por «La Revista
Española de Ambos Mundos», encierra clara y categóricamente el
pensamiento capital del determinismo histórico desarrollado mucho más
tarde por Taine. En ella figura «Facundo en relación con la fisonomía
de la naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa
extensión de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una
manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo
en fin, siendo lo que fue, no por un accidente de su carácter, sino por
antecedentes inevitables y ajenos a su voluntad»; porque «un caudillo
que encabeza un movimiento social, no es más que el espejo en que se
reflejan en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades,
preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia».
Las últimas páginas del libro son una apreciación del gobierno rosista;
en ellas aparece evidenciado el aniquilamiento fatal de la tiranía. Quizá
no ha escrito Sarmiento otras más elocuentes. Como todo lo que salió de
sus manos, son irregulares, defectuosas, hasta pueriles, pero asimismo
impresionan por la fuerza segura del razonamiento; están hechas en la
furia del destierro con la lucidez de un pensador tranquilo. Son
pálidas comparadas con Facundo, las otras biografías que
escribió Sarmiento. En cambio sus Recuerdos de Provincia interesan
más aún que aquél El cuadro tiene en éstos menos amplitud pero es más
vivo;
es una parte del mundo argentino y de la vida humana, más reducida es
cierto, vista de más cerca y mejor sentida: cada recuerdo es como un
pedazo de alma que se conserva en las cosas o en los hechos y los anima
con un sano y poderoso deseo de sobrevivirse. Nadie ha dejado sobre su
madre páginas más hondas y sencillas que Sarmiento. Recuerdas de
Provincia
es el libro de las confesiones de Sarmiento, el más propio de cuantos
escribió y por eso el que más se presta para definir a un tiempo su
personalidad de hombre y de escritor. Sarmiento
no compone sus libros; éstos se van componiendo solos y como pueden a
medida que Sarmiento los hace. Tienen el orden natural que no podía
faltarles, el orden que impone a las narraciones en los datos
fundamentales, la cronología de los sucesos, el orden que en el
desarrollo de las ideas nace del pensamiento y de sus leyes; obedecen a
estas rudimentarias y fatales exigencias de vialidad; en lo demás
siguen libres y antojadizas el impulso de la inspiración irreflexiva,
la veleidad de una ocurrencia, el azar del momento; son algo así como un
árbol del tronco doble o triple, con ramas y follaje desparejos. La
narración
se corta o prolonga a capricho; en unos puntos es prolija y pintoresca,
en otros apenas roza los hechos o los enuncia secamente. Hay páginas
espontáneas, fáciles y a vuelta de ellas, otras cargadas con el
aparato de la pedantería o el alarde estrafalario. De la emoción efusiva
se pasa bruscamente a un sermoneo de empaque. El detalle preciso de una
observación positiva se mezcla al apostrofe y la depreciación
chocantes de un romanticismo hueco. En
todos estos cambios hay sin embargo una misma y constante preocupación de
utilidad. Sarmiento se entretiene o distrae a menudo en lo que expone; se
complace en lo que narra sobre todo si narra algún pasaje de su vida;
pero siempre, una vez pasado el momento de su natural complacencia, mira
derecho a su propósito de propaganda o de enseñanza. La palabra no es
para Sarmiento más que un medio de acción política y educadora. No
hay una sola página suya escrita sin un fin utilitario. Este
carácter docente no perjudica en nada al interés literario y personal
de su estilo. El fin de Sarmiento es siempre igual al que otro
cualquiera pudo fácilmente proponerse; no obstante la obra no es sino una
especie de refracción de ese fin, de esa tendencia en la idiosincrasia
del autor. Por lo mismo que Sarmiento no planea ni sistematiza sus
libros, éstos brotan como un fruto natural de su espíritu y son
realmente
la transcripción literal de su estado de ánimo sometido a todas las
influencias ocasionales de lucha, de triunfo, de enojo, de alegría, sobre
todo de alegría, bajo un propósito definido y claro de aleccionamiento.
La condición más genuina de su personalidad es el arrebato jovial que
desecha toda traba y se da rienda suelta. Su frase traduce admirablemente
ese aire de familiaridad que en las conversaciones acentúa o altera el
sentido de las palabras con el gesto intencionado y la mueca. Esto hace de
Sarmiento un escritor popular por excelencia. Sus obras son verdaderas
conversaciones, y no de salón o gabinete sino de calle y de casa. Nada
menos pulido y culto que sus expresiones y sus brusquedades. Sarmiento
no escribe correctamente. Su pretensión de «educar el lenguaje» puede
muy bien ser el resultado de una insuficiencia para dominarlo y hacer que
sirviese en las normas delicadas que había alcanzado, sus intenciones
intemperantes y repentinas. A cada paso hay en Sarmiento frases informes,
mal construidas, de sentido defectuoso y con frecuencia falso, recargadas
de proposiciones incidentales que entorpecen y trastornan el
pensamiento. Es fama que alguien se le ofreció para rehacer en buen
castellano el Facundo y él contestó que no era necesario,
porque si no estaba escrito en el español lamido y académico del siglo
XVIII, lo estaba en la lengua sana y vigorosa del siglo XVI. La contestación
es digna de Sarmiento por lo contundente y por lo equivocada. El
lenguaje que éste emplea es siempre el castellano empobrecido en el Río
de la Plata, contaminado con frecuentes galicismos y expresiones criollas.
Su escasa cultura literaria no le permitía otra cosa. Gustaba decir que
no sabía latín, pero sí latines: fue amigo de citarlos; ha llegado a
ponerlos en boca del gauchaje aunque por manera figurada: en los Recuerdos
de Provincia, — sólo allí podía ser, — una turba de montoneros
asesinos grita frente a la cárcel contra Sarmiento, «crucifije eum». De
vez en cuando las citas son chistosas; en cierto lugar habla Sarmiento
de un tema «desde ab initio». Las abundantes incorrecciones de lenguaje
imprimen a su estilo un viso de abandono y descuido propios de su habitual
manera de ser; más bien que escritos sus libros parecen hablados: tienen
la frase imperfecta que brota de los labios impensada. Con todo choca a
veces ese balbuceo, esa indecisión de la palabra que se organiza mal y
no se somete por completo a las ideas. El mayor encanto de su estilo es la
ingenuidad candorosa de Sarmiento, la transparencia de sus intenciones
y su espíritu, la revelación patente de sus sentimientos en los
relatos y en las descripciones. Sería exagerado decir que Sarmiento
cuenta y describe con maestría. Sus narraciones son mejores que sus
cuadros
y sus retratos. Parece que tuviera el don de sorprender el gesto y el
acto que sintetizan el sentido humano de los acontecimientos. Presenta
bien lo humano, lo moral; pero no las sensaciones físicas. Marzo
de 1914.
Referencias: [1] Leopoldo Lugones, Historia de Sarmiento.
|
Osvaldo
Crispo Acosta ("Lauxar")
Motivos
de crítica - Tomo I
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1965Texto
escaneado y editado por el editor de Letras
Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de Crispo Acosta, Osvaldo |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |