Vacas profanas |
¿Qué tipo de
animal vio Rubén Darío[1] echando vaho un día, en su niñez
de Nicaragua? ¿Era un buey, un novillo, una vaca?: "Buey
que vi en mi niñez echando vaho un día bajo
el nicaragüense sol de encendidos oros, en
la hacienda fecunda, plena de la armonía del
trópico; paloma de los bosques sonoros del
viento, de las hachas, de pájaros y toros salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía”.[2] En todo caso y sin
lugar a dudas era cuadrúpedo, un contundente animal tan repleto de carne
densa e indiferencia que se apartaba inmóvil de su sexo, estaba castrado
o en todo caso ocultaba, oprimía o asfixiaba las esferas genitales con su
mole. Por eso el que iba a ser poeta pensó que lo que veía era un buey,
una tonelada de materia prima, de fibra incomestible y densa presta a
arrastrar la lengua del arado. Fuerza pura. La masa estaba viva, unida a
tierra por sus extremidades inferiores, que eran cuatro. Al otro lado,
hacia el sitio del cielo, el animal tocaba con las puntas de los cuernos
las nubes que pasaban, pinchándolas, haciéndoles salir jugo de agua,
agua de nube, gotitas transparentes aptas para la nefelimancia, para el
descubrimiento dichoso o agorero. En ese mismo sitio bajo el cuero, bajo
el casco craneano y las raíces de los cuernos, dormitaba el cogollo
cerebral vacuno, el deseo del toro que había sido.
Rubén Darío,
hasta su muerte natural, previa a la cual los médicos le quitaron catorce
litros de agua de causa alcohólica del vientre, dipsómano, jamás dejó
de pensar en eso. En su lecho de muerte imaginó el vaho del buey, la
doble nube bestial de la nariz.
Quizá los cuernos
no eran fieros. Ni felices. No eran más que el recuerdo de las armas
naturales que llegaban de la prehistoria, -"dinosaurios
del siglo de las máquinas", cantó Zitarrosa en "Guitarra
Negra"- cuando el ungulado pastaba y deglutía, cuando molía harina
de trébol con sus cuatro estómagos.
Aquella nube de
vaho respiratorio que vio Rubén terminaba por unirse en lo alto a otras
nubes de Mesoamérica, nubes nicaragüenses, vapores de agua, formas
volantes que echarían sombra más tarde sobre Sandino, sobre Somoza,
sobre Ernesto Cardenal y su alma en Solentiname.
Aquellos cuernos
que vio Rubén probablemente no eran afilados, no tan penetrantes como
podría imaginarse sino romos o quizá, desparejos: uno mocho y otro en
punta.
Uno impar: la aguja
de un ser terrestre capaz de atravesar el mundo, aguda como debe serlo el
pensamiento.
El cuadrúpedo
también estaba unido a otro de los cuatro elementos, al aire, por el vaho
que echaba por la boca y las narinas, aros nasales flexibles, negros y húmedos,
abiertos en el hocico como pozos vivos.
Eran ojos de buey
los que vieron a Darío esa mañana, ojos de una montaña lenta asomándose
al poeta. Pero no había mar ni barco por ninguna parte. Darío estaba
solo, sólito y su alma. Era un niño en Nicaragua.
Por los costados de
los caminos rurales, de las carreteras interiores que serpentean la dócil
penillanura uruguaya, sobre algunas quebradas o serranías en Lavalleja,
en Maldonado, sobre los pedregales de la Sierra de los Caracoles, cerca de
las orillas de humedales de Rocha, en Artigas y en Paysandú, en Florida,
hay vacas, terneros, toros espesos.
En la India, las
vacas intocadas son la flacura de la especie humana. En Pakistán
decapitan al mundo. Las cabezas cornamentadas en hilera mueven, aun después
de separadas del cuerpo, los ojos, lunas blancas, bolas en los párpados.
Al ganado le cortan
el cuello.
Para la fiesta se
sacrifican decenas de reses. Existe una cuchilla especial estriada, curva
de acero templado, con la que la operación se realiza. La carne del cuerpo
se asa y se come, y las cabezas quedan mirando. Del asombro corren ríos
de sangre por las acequias, hasta que las frutas vacunas cortadas se
marchitan y secan. Los bueyes perdidos
de los que se habla, los bueyes perdidos del mundo se juntan en un punto,
hacen un plomo infinito, condensado, sólido.
Tira más un pelo
de pubis que una yunta de bueyes.
Un pendejo tiene más
fuerza.
Los bueyes andan
apareados. El cabello corto, arrollado, genital, es un tallo del vientre,
una fuerza mayor por lo que busca.
Por eso los bueyes
andan tristes, caminan sin consuelo. Puede más el ansia del buey que la
misma fuerza, puede el olor del sexo más que el buey, su apariencia
compacta o su fuerza lenta disminuye cada vez que en la tierra se asoma
una sola burda flor. ¿Qué puede el
buey? Puede cansarse, tirar del yugo.
Echar vaho
solamente. Ser animal en Nicaragua.
Lo vio Darío, ¿quién
más lo vio?
Los ciegos ven al
buey cuando lo sueñan, ven sus cuernos caídos marchitarse. El buey es
una flor pesada, masculina.
En cambio, frente a
la grieta vaginal todos ven algo, un vaho de otra esencia, más liviano,
un humo poderoso. Nadie se asombra de ver la vaca, el buey, o aun de ver
al animal feroz dentro del tiempo, al animal sin fondo, océano invisible. La vejez, mientras
tanto, se come todo. Nadie se asombra de
ver una arruga. Dos arrugas, tres arrugas, cuatro arrugas.
Un elefante molesta
a mucha gente, dos elefantes molestan mucho más. Tres elefantes molestan
mucha gente, cuatro elefantes molestan mucho más. Cinco elefantes
molestan mucha gente.
Siete elefantes...
Etcétera. Rubén Darío era
un poeta, un elefante poeta. Con el vientre hinchado, bebedor de alcohol.
Un indio chorotega o nagrandano.
La
princesa está triste. ¿ Qué tendrá la princesa ?
La princesa ve al elefante, ve con asombro y miedo los pétalos gruesos de
las orejas repletas de sonido, ve la panza de buey pleno. Sonatina. Un
buey es un elefante pequeño, un mamut disminuido en sus errores.
Los
suspiros escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha
perdido el color. La princesa está pálida en su silla de oro.
El elefante es la
princesa mustia, flor de un día, flor gris, piel de mamífero. El buey es
una cosa seria, grito de multitud lenta. La princesa mira al
buey. El buey a la princesa. ¿Habrá romance? La princesa está
triste, el buey también. La mañana de
Nicaragua es dura, amarga y pesa. Darío al buey no lo ve. Ve el vaho en
Nicaragua.
Y en un vaso
olvidada se desmaya una flor. La princesa es
buey.
Frente al buey
todos son indiferentes, todos caminan. Todos siguen de largo frente al
buey. Nadie se detiene junto al animal de América, junto a sus cuatro
patas vacunas llenas de agua, llenas de miedo del peso que propagan. Nadie
repara en su baba. Frente al buey
todos son poetas de agua sucia.
Frente al buey
todos se creen vivos y despiertos.
Frente al torpe
animal todos son listos, ligeros.
El buey se mueve,
conmueve, se cocina. Se hace en su vaho, en su lengua mamífera, poética.
Un centímetro, un
milímetro solo en Nicaragua, una nube pequeña de vaho en la mañana de
América Latina, abre el amanecer del mundo. Todo buey es un
deseo oculto.
Notas: [1]
Félix Rubén
García Sarmiento (Metapa, 1867-León, 1916). [2] Rubén Darío, "Allá lejos", "Cantos de Vida y Esperanza". |
Rafael Courtoisie
El cuento uruguayo
Narradores uruguayos de hoy
Ediciones La Gotera - Junio 2002
Editado por el editor de Letras Uruguay
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