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La
mujer adúltera Helena Corbellini |
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?" Esto le decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. "E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer que estaba delante. Incorporándose Jesús le dijo: "Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: "Nadie, Señor". Jesús le dijo: " Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más". |
Evangelio según San Juan, capítulo 8. |
Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió
adulterio con ella en su corazón. Evangelio según San Mateo, capítulo 5, versículo 27. |
Cada
mujer lleva tras de sí un pasado luminoso y otro oscuro. En los médanos
de la memoria de esta mujer, vive un hombre que aunque alumbró su vida,
lo escondió en el silencio y la oscuridad.
Ahora es una vieja y quiere que su historia se sepa.
En realidad piensa que puede morir y quiere que la nieta viva con
la historia. Quizás se la
juzgue y condene, pero lo que está escrito en la tierra no puede
borrarse: Isabel Vives fue una mujer adúltera.
La
nieta va a protestar qué ganas de venir con cosas viejas, ¿a quién
le importa ahora lo que hiciste o lo que no? Y cuando el relato
finalice puede que grite que hubiera preferido no saber y arroje una y
otra y otra piedra, para enterrar todas las palabras, mientras la vieja
repite que lo siente, querida, lo
siento pero tenías que saber, para
que las cosas se muestren como son. La verdad es que Isabel parece
orgullosa de su pecado, por lo menos lo declara con el mentón erguido.
También cierra los ojos en el intento de retener las imágenes de
aquellos otros días. Son gestos de confianza en su pasado que la
escritura no muestra, y ella quiere que cuando la nieta conozca entera
esta historia secreta de pasión, le brille la mirada como le brilló a
ella cuando conoció a ese hombre. Quiere que también un día la nieta se
enorgullezca de sus amores, de todos sus amores, incluso de los
prohibidos. Te llevarás mi orgullo,
dice.
Fue
en el último julio que comenzó este ejercicio que muchos viejos hacen:
revivir la vida en la memoria. Repasa los hechos como si deslizara la mano
sobre un tejido intrincado, confeccionado de seda y arpillera, de algodón,
de cuero y de nailon, con zurcidos invisibles y gruesos costurones. Huele,
toca y bebe su vida, desliza la punta de la lengua por los labios cuando
las gotas son dulces, tratando de alargarles el sabor, y da tragos rápidos
en las horas amargas. Estas fueron muchas. Cree que siempre -en toda vida-
son las más.
Por
esta comprobación declara que no desearía vivir otra vez. Con una fue
suficiente. Y no es que se
queje, ya que tuve y tengo mucho más de lo que muchos tienen, como siempre repite. La palabra
más se refiere a los momentos felices. Como decía él, lo que me llevaré puesto: los
manjares que comí, los vinos que bebí, la música que escuché, y con los ojos amarillos clavados en el
horizonte, agregaba: las horas que
pasé con vos.
Y
entonces, por la boca cercada de arrugas aspira el nombre de ese hombre,
lo retiene en el paladar, lo acaricia con la lengua, lo aprieta sin
morderlo y lo traga para que nunca se vaya, como antes aspiraba y lamía
su lengua, su sexo, sus dedos. Su sexo y su nombre conservan el gusto áspero
y pesado de un jack daniels sin hielo, la armonía imprecisa de una
canción bajo la lluvia. Isabel dice: Su nombre
será mi oración de gracias cuando muera.
Espera
que la nieta también encuentre sabores y músicas para hablar de sus
amores. Isabel le dice que
podrá recordarlos por el sonido, el color y el olor conque los guarde.
Reconoce que hay amores blandos y fétidos como bosta de vaca, pero
otros son dulces como un racimo de uvas, o lejanos como una playa de
Arzadum.
Isabel
ha vivido tanto por el afán de saber más de sí y piensa que apenas si
lo ha conseguido. Pero sí sabe que quiso a ese hombre con la certeza de
que nada de lo que sucediese cambiaría ese amor; mi
sentimiento ni siquiera dependía del suyo. Yo podía quererlo aunque él
no me quisiera, lo quería más allá de mí y de él. Aquello era
como caminar por un desfiladero de la cordillera de los Andes. Todo podía
despeñarse, pero ella avanzaba apacible con los pies sucios y desnudos.
¿Por
qué se le ocurre la imagen del desfiladero? Isabel piensa que se origina
en él: se trataba de un hombre que había vivido al filo del abismo.
Piensa en él y lo ve por ese mismo sendero serpenteante, apoyando el pie
en una roca que se desprende y cae al vacío, el cuerpo se le tambalea,
por un instante vacila, suspendido con un gesto atónito en el rostro,
pero el pie logra apoyarse nuevamente y él se contrae de pánico, se
dobla sobre el estómago y vomita.
Con
tantas reflexiones está retrasando demasiado el inicio de esta historia.
Tal vez éste sea el modo de contar de los viejos, dar vueltas sobre el
asunto para ir preparando el terreno del cuento, abonarlo y regarlo para
que la historia florezca por entero. Pero tal vez también sea el modo de
confesar que tienen los pecadores, demorarse como pidiendo la comprensión
de los demás, con la esperanza de ser perdonados brillando en lo alto.
Isabel
había cumplido cuarenta años y él los cumpliría pronto. Eso los
obligaba a ser adultos. Esta historia no es por lo tanto un amorío de
juventud, sino la pasión que surgió entre una mujer y un hombre maduros.
Ambos estaban casados, tenían hijos, pagaban mensualmente las facturas,
almorzaban en casa de sus padres los domingos.
Eran
gente socialmente respetable. Al decir estas dos últimas palabras, Isabel
no puede evitar sonreír con sarcasmo. Hay que subrayar esto porque nadie
puede ver su sonrisa mentirosa, claramente mentirosa, la ironía que se le
escapa entre los dientes. Su
matrimonio era armonioso, perfecto, le decían las amigas, ya todas
divorciadas y vueltas a casar, y otra vez aburridas o ansiosamente solas. Desde
jóvenes, ella y su marido, se apoyaron mutuamente en sus profesiones.
Juntos compraron un apartamento en la ciudad y una casa en la playa, el
marido llenó las habitaciones de libros y caracoles, ella de pinturas y
de gatos. Tuvieron hijos. Regaron plantas. Siempre fueron amables con sus
amigos.
Uno
se pregunta entonces por qué se enamoró de otro hombre. Y ella dice que
uno no elige enamorarse, sólo sucede. El
amor arremete como los huracanes asuelan las costas caribeñas, aquellas de
aguas más claras y cálidas; el amor divide como los rayos encienden
y parten los árboles más altos del bosque.
Entonces,
la nieta querrá preguntarle por qué no se fue con él, con el huracán,
con el fuego del rayo, con ese otro hombre. Es
que las acciones que acompañan
al amor, nunca son libres, explica Isabel. Es
una estupidez afirmar lo contrario. Sentir el amor nos hace libres,
ejecutarlo nos confronta a la falta de libertad que la existencia lleva
consigo. Hoy esta mujer es una vieja muy vieja que alcanzó el nuevo
siglo. Y confiesa que la segunda mitad de vida que le tocó vivir, se la
debe a él.
En
cuanto a la oscuridad del pasado, él cargaba una enorme zona turbia, que
procuraba dejar atrás como un auto que a alta velocidad se aleja de una
ciudad en ruinas. Había viajado por un cuarto del mundo traficando
drogas, volando en aviones de carga, haciendo autostop en las fronteras,
durmiendo a la intemperie alentado por la benevolencia de un clima
mediterráneo. Había tocado la guitarra en bailes de travestis y fumado
hash entre una ronda de árabes que cenaban los sesos calientes de un
mono. Había discutido los precios de su mercadería en inglés con
alemanes, y en español con italianos. Había tenido una novia húngara y
otra judía. Había soñado que una estrella se le quemaba en el pecho y
el cuerpo le saltaba en pedazos.
Después
de ese sueño volvió a Montevideo. El apartamento había sido allanado
por la policía, su mejor amigo estaba preso desde hacía tres meses.
Cambió de casa, enterró un nombre que lo maldecía y consiguió un
empleo en una empresa de importaciones.
En un festival de rock conoció a la muchacha que se casaría con
él. Se inició un capítulo nuevo en su vida. Ya avanzadas muchas páginas,
entró Isabel en esa historia. Y
él en la suya.
Por razones de trabajo, ella y el marido
no podían ir juntos de vacaciones desde hacía dos veranos. Así que habían
decidido repartiese para disfrutar con los hijos: la primera quincena de
enero la pasaban con Isabel, la segunda con el marido. El primer verano
que estuvo sola, conversaba a diario con el matrimonio que siempre
alquilaba la casa de enfrente. Pero el segundo enero, el vecino también
vino solo, su mujer no había podido por ciertos asuntos familiares.
Isabel por la noche lo escuchaba tocar la guitarra en el jardín.
Una
mañana la invitó a ir a la playa con los niños. Y mientras él atajaba
goles entre dos piedras sobre la arena, ella inventaba castillos absurdos
con veinte torres y un foso infestado de cocodrilos. Las niñas de ambos
le agregaban cantos rodados que luego convertían en medusas y estrellas
de mar. Al atardecer bajaban nuevamente a la orilla para destruirlos,
antes que les ganaran las olas con la subida del agua. Después dejaban
los ojos prendidos en el horizonte, viendo la lenta huida del sol. Dos
horas después él volvía a silbar en la puerta de la casa de Isabel,
llegaba con una botella de vino en la mano, encendía el fuego para el
asado y comenzaba con esas historias que ya se parecían más a los
cuentos de las mil y una noches.
Los
días se les fueron más rápidos que las ganas de estar juntos. Al
despedirse intercambiaron direcciones y teléfonos. Él le acarició la
cabeza, le dio un beso en la frente y luego ella lo escuchó subir al auto
silbando un aire de Piazzolla. Isabel se reintegró al trabajo y empezaron
las llamadas. Le telefoneó todos los días desde su oficina. A veces eran
largos monólogos en los que contaba sueños, deseos, temores.
Al fin no aguantaron más las ganas de verse. Isabel viajó a
Montevideo para encontrarlo.
La
ciudad, en invierno, le pareció menos aburrida que otras veces. Sería
porque él estaba allí, entre esos miles que se movían por calles que el
tiempo no había tocado: los mismos plátanos de troncos grises, las
marquesinas desaforadas colgando sobre 18 de Julio, la rambla atormentada
por un viento que nunca cesa.
¿Te gusta mi ciudad? No. La
primera vez la miró desilusionado, después se lo preguntaba para reírse.
¿Te gusto yo? Tampoco. Y
hacer el amor conmigo? Menos.
Isabel le besaba los lunares, eran cinco, que trazaban una línea
recta por la espalda, desde la cintura hasta el cuello.
Estuvo
en Montevideo cinco días. Se alojó en un hotel por el Centro y él vino
por ella todas las mañanas. Se quedaban en la cama hasta el mediodía,
entonces salían a almorzar. Después él la dejaba sola hasta las cuatro
de la tarde. Isabel salía a caminar la ciudad. Entraba a los museos, a
las galerías de arte y, a veces, al cine. Se interesó por un par de
pintores e hizo arreglos para llevar obras suyas para ciertos clientes que
seguramente, tendrían interés. Se suponía que a eso había venido.
Todos
los días telefoneó a su casa. A los hijos los extrañó muchísimo, más
que otras veces, aunque estaba acostumbrada a separarse de ellos así, por
unos días. En el marido prefería no pensar. ¿Qué
te pasa?, por la línea
su voz pareció preocupada. Ella aseguró que nada, que estaba bien, ¿por qué? Te noto rara. Es la ciudad,
no me gusta, le dijo y todo quedó allí.
Pero
él le dijo lo mismo al tercer día, enroscando un dedo entre su pelo, te noto rara; extraño a mis hijos, y era verdad. Los
extraño porque soy feliz y no están
conmigo. También era
verdad. Con él no podía dejar de tocarse, se tocaban con las manos, con
la boca, con las rodillas, con las palabras. Se tocaba con la memoria, con
los suspiros, con la risa. Se amontonaban entre las frazadas como gatos
para ronronear una dicha que sentían única.
Sólo
la primera vez se sintió culpable. A Montevideo llegó segura, se alojó
en la habitación que él le había reservado con la misma seguridad y lo
esperó en la recepción tomando un café. Él llegó con portafolios,
traje y corbata. A Isabel le hizo gracia, nunca lo había visto así. Él
se acercó sonriente, le estrechó las manos y la besó en las dos
mejillas. Después se acercó al conserje y se registró en la habitación
con ella. Cuando
se metieron en el ascensor, a Isabel le temblaron las rodillas. En
realidad, ella no sabía bien a qué había venido, sólo sabía que quería
verlo pero no se puso a imaginar lo que ocurriría después. Él hablaba
velozmente, haciendo comentarios que ella no oía. Él puso la llave en la
cerradura, se descalzó, tiró el saco, la corbata y el portafolios sin
ningún orden y enseguida le dio el abrazo más largo del mundo. ¿Qué
te hiciste en el pelo?, preguntó después. Me
lo corté. Estás distinta. Soy distinta. Sacate eso. Ella no sabía
por dónde empezar. Eso era todo. Fue como una batalla en que perdió la culpa. Tapados
con la sábana, fumaron un cigarrillo a medias. La culpa se alejaba en los
espirales de humo. Le dijo: Nos
merecemos esto. A mí la vida me lo debía. Seguro que a vos también.
Dos
veces más volvió Isabel a viajar a Montevideo ese año, pero sólo por
dos días. Eran días de amor desesperado. Cuando llegó el verano, el
marido le anunció feliz que esta vez sí iban a coincidir sus vacaciones.
Entonces ella lo convenció de que sería mucho mejor ir al Brasil. Por
nada del mundo quería encontrarse con su amante de esa manera: sin poder
estar juntos. Anticipó los celos que cada uno sentiría por la vida del
otro y prefirió no verlo.
El
nuevo año fue como el anterior. Sólo que los meses que ella no viajó,
fue él a verla. Parecerá
extraño, pero de a poco dejaron de ocultarse. Se tomaban de la mano en
plena calle, almorzaban en restoranes conocidos. Pero nunca pasaron una
noche juntos y nunca hablaron de posibles divorcios.
Empezaba
diciembre. Por primera vez en casi dos años, Isabel no tuvo noticias
suyas durante una semana entera. El tiempo pone mojones de crueldad en el
amor. Fija eternidades de desesperación, cuando las agujas paralizan las
horas, y vuelve instantáneas las de la felicidad, hasta reducirlas a
fotografías en la memoria. Esa semana de silencio fue la espera más
angustiosa de su vida, fue un ramalazo de ortigas en el pecho. Cuando al
fin la llamó, era el mar de la tristeza. Su mujer había hecho un intento
de suicidio, permanecía internada en un hospital psiquiátrico y sólo
por las tardes la veía. Creo que
por ahora no voy a poder comunicarme con vos, le dijo. No preguntó
por qué ni quiso decirle algo que guardaba. Él nunca volvió a llamarla.
Pasaron
varios años antes de volver a verse y fue, nuevamente, en el balneario.
El marido de Isabel los vio primero, ¿te
acordarás de esa familia? Eran vecinos nuestros, le dijo señalándolos.
Ella vio su pelo brillar -ahora enteramente canoso- bajo el sol. La mujer
le pareció mucho más delgada cuando les hizo un saludo amable con la
mano. Se acercaron a ellos.
Se dijeron simpatías y trivialidades y a Isabel el corazón se le
escapaba como un insecto zumbador por la garganta.
Su
marido los invitó a cenar. Vinieron con los dos hijos, ahora tan
adolescentes, resplandecientes y desaprensivos como los dos mayores de
Isabel. Pero entonces entró Eva, de cinco años, con gesto de ciervo
herido, y se le sentó en la falda. ¿Y
esta niña tan bonita?, preguntó él, extrañado. Es mi hija menor, le dijo Isabel y por un instante, él siguió
preguntando con la mirada. Pero en los ojos de ella no encontró nada. Había
puesto un muro contra el mundo. Y en el mundo también estaba él.
Isabel
Vives había logrado separar el hombre que era él, su cuerpo, su
existencia, del sentimiento que siempre siguió viviendo por dentro. En
eso, el amor se parece a la muerte. El cuerpo, la presencia, se extingue,
pero la memoria sigue ardiendo y dando sentido a cosas que si no, no lo
tendrían.
Ahora
un vecino le ha dicho que él murió, después de haber cuidado hasta sus
últimos días a la esposa ajada y enferma.
Pero todo eso, carece de interés. Isabel y él continuaron siempre
juntos dentro de ella, lo que ha pasado afuera, es otra historia
que nada le importa. Por eso llegamos al final. Esta mujer ha confesado el amor, la falta de culpa y una maternidad que la cubrió de juventud y de luz. Mira a la nieta y dice: Tú y tu madre han heredado, de él, su desparpajo ante la vida; de mí, la entereza. |
Helena Corbellini
El
cuento uruguayo
Narradores uruguayos de hoy
Ediciones La Gotera - Junio 2002
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