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La oveja negra, Julio da Rosa
por Helena Corbellini

 

En octubre de 1998, da Rosa participó del programa "La ciudad, los libros y los niños": se trasladó hasta la biblioteca popular del Paso de las Duranas para contarles sus historias a cien escolares que allí se habían instalado acompañados de sus maestras. En el local habían cortado la luz, tuvimos que abrir las puertas para que entrara el sol y poder vernos un poco. Da Rosa, en ningún momento pareció contrariado: narró caminando a lo largo del salón, abriendo corrientes de simpatía entre los chicos que lo seguían atentos. Era el Tata Viejo y también un caballero cordial y generoso. Lo campechano y el gesto urbano conviviendo en la misma persona como para demostrar la falsedad de la polarización ciudad y campo. Alguna vez el escritor afirmó no haber dejado nunca su pago de Treinta y Tres al venirse a la capital: "No lo dejé. Me lo traje".

Sobre da Rosa albergaba un recuerdo negativo: era el único contemporáneo permitido en los programas de Literatura Uruguaya del I.P.A. Eso, a los jóvenes, nos llenaba de desconfianza. Y aunque nos gustaba, lo veíamos "tradicional". Veinte años después, es posible redefinir lo "tradicional" y otorgarle otro signo.

Sobre su pertenencia a la generación del 45, da Rosa ha declarado: "Fui la oveja negra del grupo porque ellos integraban una generación muy exigente, muy erudita, muy docta... Yo era nada más que un campesino que se había puesto a escribir". Ya dos maestros anteriores habían roto con el campo, un campo que había quedado imposible de arar de tan lleno de las piedras arrojadas por Periquito el Aguador. Sobre la creación de una literatura urbana se consumó nuestra nueva literatura. Tres maestros del 30 quedaron como expositores del nativismo que no habrá de volver.

Hoy podemos comprender que en ese contexto de aparición, da Rosa arriesgó. El escritor jamás sostuvo una posición ingenua sobre su oficio, como podría pensarse en el caso de tantos continuadores del género criollista. Convivió con la generación crítica, se apartó de ella y elaboró su propia ars poética sin importarle pagar el precio del desdén por "la oveja negra". Incluso teorizó en sus ensayos y sembró la polémica a través de sus declaraciones. Diríamos que sobre el criollismo mantuvo una actitud literario-militante.

''Ellos -mis compañeros de época- contraponían el regionalismo al universalismo y sigo pensando que estaban equivocados". Entre estos "compañeros de época" estaba Mario Arregui. quien, como recuerda Heber Raviolo, en una entrevista realizada por Wilfredo Penco declaró: A mí el criollismo me suena un poco a carnaval. El desafío de Arregui, como el de Borges, era hablar del paisano -o del gaucho- sin dejarlo hablar, tener al hombre puramente enfrentado a su existencia, a partir de su contingencia social, y mostrar al hombre saliendo al cruce de su destino, era el asunto de Borges. En realidad, el personaje podía estar en cualquier parte: su conflicto lo trascendía. Ese universalismo quiso eludir da Rosa. Y se apegó a su tradición con un ademán transgresor frente a los que blandían "lo nuevo". Para nuestro escritor, el regionalismo seguía siendo un camino válido para el conocimiento del hombre. Podría afirmarse que se trata de un modo inductivo de trasmitir la experiencia: desde la singularidad vivida por el hombre de campo, su experiencia trasciende a todos los hombres. Su experiencia particular se generaliza en conocimiento del mundo.

Da Rosa supo inscribirse en un regionalismo que abarcaba tanto La Eneida como Pedro Páramo, según sus propias declaraciones. En su estudio, Raviolo señala que este camino darrosista quedó sin exploradores: "El campo uruguayo, hoy por hoy, no existe para nuestros escritores". Y señala cómo ni Tomás de Mattos ni Mario Delgado Aparaín son criollistas, pese a pertenecer al interior del país. Raviolo reconoce, sin embargo, ciertas excepciones como Milton Stelardo, Alberto Bocage y Omar Moreira. La lista se detiene allí.

También reconoce dentro de las características de la literatura de da Rosa el enfoque realista de los ambientes, los temas y los personajes y la preocupación por el rescate de un lenguaje popular. Tal vez cabría agregarle el optimismo, a veces malentendido como "tono arcádico"; no se traía de la idealización paradisíaca del que mira de lejos, sino el hombre que ha vivido, conocido profundamente su pago y registra en sí mismo las huellas del amor. Un amor que lava dolores y muertes y lo hace recordar con gozo lo aprendido. Cabe agradecer este nuevo optimismo sobre los hombres, que lo aleja radicalmente de la amargura de Paco Espínola y de Juan José Morosoli.

Hay trayectos vitales que luego se dibujan como trayectos literarios: los hombres habían abandonado el campo para radicarse en la ciudad buscando recursos de sobrevivencia. La literatura continuó el "Rumbo Sur" de los hombres. Tal vez sea tarea de la teoría de la recepción analizar cómo es recibida hoy la literatura criolla cuando hay gente que, harta de la polución deshumanizadora de la gran urbe, y agotadas las posibilidades de inexistentes recursos económicos, busca hacer su hogar entre árboles y arroyos, o cerca de las playas y los pájaros. Esta vuelta a los campos tal vez traiga nuevos criollismos, quién sabe. Pero en el camino hubo un escritor que lo sostuvo con riendas y apero desde su corazón, y nunca será olvidado. Ese es nuestro Julio da Rosa.

Helena Corbellini
Boletín de la Academia Nacional de Letras Nº 11
Enero - Junio 2002

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