Los
sótanos Hiber Conteris |
Es
cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no,
es decir, pensé que no llegaríamos a encontramos nunca, y al no
encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el
proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos
para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del
comienzo. 1 La
primera vez que vi a Manés, ella vestía un "tailleur" azul, ceñido
al cuerpo, que no volví a verle después. No soy de los que reparan en el
modo de vestir de la gente, pero esa tarde fue el color de la tela lo que
me obligó a volverme hacia ella; es decir, a recorrer primero el contorno
de su cuerpo y detenerme un instante en el rostro. Ahora no sería capaz
de describir ese color, y de todos modos no creo que fuera lo más
importante. Era azul, simplemente, un tono que sentaba a los cabellos
platinados de Manés y a sus ojos oscuros, indefensos, tenazmente
evasivos. Estábamos
a mediados de un octubre lluvioso y desteñido, y yo vagaba un poco harto
de mi soledad. Era la época del año en que indefectiblemente se
interrumpía mi abulia melancólica de alguna manera imprevisible. Al
llegar esos meses comenzaba a vivir en un estado de perpetuo sobresalto.
Los olores del aire, de la lluvia, el brotar de los árboles en las
aceras, actuaban como estímulos para un estado de permanente excitación.
Con esto no creo que mi caso resulte excepcional ni mucho menos. Es algo
que ocurre de manera general al llegar esa época, algo que todo el mundo
respira y que acaba por fermentar en la sangre. Sólo pienso que en mi
situación, en mi lánguido existir diletante y abstraído de entonces,
ese efecto debía adquirir proporciones inusitadas y bien pudo ser causa
de la serie de hechos que se inició con el descubrimiento de Manés. Esa
tarde llovía. Por esa razón no eran aún las seis cuando ya estaba
oscuro. La oscuridad de un atardecer lluvioso es diferente de cualquier
otra. Probablemente se trate de un efecto cromático. Es una penumbra
calidoscópica; la ciudad se proyecta en el espejo de la lluvia; el
resplandor del neón atraviesa la noche. Si hubiera aprendido a pintar
alguna vez no hubiera resistido el intento de captar a la ciudad bajo la
lluvia. Recuerdo ahora una pintura de Marquet. Es una calle de París
vista desde lo alto de un edificio. Predominan los grises en toda la tela;
una rítmica secuencia de árboles, en el plano inferior, en realidad sólo
manchas de un verde amortiguado y lúgubre, contribuye a impregnar de
mayor melancolía el paisaje. En
aquel entonces ya había contraído el hábito de asistir al concierto
vespertino de los sábados. Me hallaba en el vestíbulo de la sala,
aguardando la hora de comienzo, cuando el "tailleur" azul me
condujo hasta el rostro de Manés. Me demoré observándola, y al cabo de
un instante ella volvió la cabeza y encontró de manera absolutamente
inequívoca mi mirada. Aquel acto no pudo ser casual ni mucho menos; en
ese mismo momento comprendí que yo había reclamado ese gesto, o quizás
que una determinación imponderable lo había establecido para ambos. De
cualquier modo ya no pude dejar de recordarlo, especialmente porque el
resto de la noche permanece bastante confuso. Otro momento puede ser
rescatado con cierta precisión: fue en mitad de los "Cuadros",
de Moussorgsky. Al llegar a esa altura del concierto, Manés dejó de ser
una idea fija. Yo conocía la obra, la había escuchado buen número de
veces. Pero al llegar al cuadro segundo, "le vieux château", el
tema grave y profundamente melancólico del saxo me apartó de aquella
mirada obsesiva. Tal vez me equivoque. No podría decir si esa abstracción
significó olvidar el encuentro con Manés, o, por el contrario, algo así
como la recuperación total del instante. Era un estado de absoluta
identificación, en que el pensamiento no vuelve reflexivamente sobre los
hechos, sino que los penetra o abstrae, rescatándolos de su disolución
inevitable en el flujo del tiempo. Algo
más de esa ocasión puede ser reconstruido con relativa exactitud: mi búsqueda
infructuosa en los dos intervalos del concierto. Siempre acostumbraba
fumar un cigarrillo en esos minutos. A veces esto era sólo un pretexto
para alejarme un poco, sumirme en la plenitud de la noche. Esa vez busqué
ansiosamente a Manés. Intenté localizar el "tailleur” azul y
sorprender en un rostro de mujer la repetición de aquella mirada. Fracasé
y fue entonces que vino el final. Moussorgsky, "le vieux château",
y ese modo particular de olvido que pudo llegar a ser definitivo. 2 Probaré
una reconstrucción de lo ocurrido después valiéndome de unos cuantos
hechos estandarizados: los sucesos del sábado a la noche. Al finalizar el
concierto acostumbraba vagar un poco por el centro. Antes de las diez me
hallaba en el teatro o en el café donde solía reunirme con el grupo del
sótano. En aquel entonces, el diletantismo o la vaga curiosidad de que
padecía por todo lo artístico me había llevado a integrar un grupo de
teatro experimental. Funcionaba éste en un sótano húmedo y penumbroso
de la ciudad vieja. El lugar era, deliberadamente, un tanto
"snob"; yo lo advertía pero no me disgustaba. Me fascinaban los
experimentos a que nos entregábamos, y no recuerdo nada que me absorbiera
tanto tiempo en aquella época de mí vida como las reuniones con el
grupo. Pero una de ellas importa especialmente por su relación con la
historia de Manés. El hecho ocurrió muchos sábados después del primer
encuentro, y no sé si a esa altura yo recordaba con toda claridad el
incidente. Esa noche iniciábamos un nuevo programa en el sótano.
Nuestras funciones revestían cierto carácter esotérico, y sólo tenían
acceso a ellas un reducido núcleo de iniciados. La pieza elegida esa vez
era el "Sleep of Prisoners", de Christopher Fry, para la que habíamos
creado dentro del sótano un verdadero clima de experiencia onírica, tal
como la obra solicitaba. Nos hallábamos en medio de la representación
cuando desde el escenario creí tropezar súbitamente con una mirada
inconfundible. De inmediato recordé el incidente: me vi otra vez en el
vestíbulo del Auditorio, rodeado de personas, y de pronto inmovilizado al
encontrar el rostro de Manés. Esa visión debió turbarme, pues recuerdo
que algunos me lo hicieron notar al final. Sé que dejé atropelladamente
los camarines y me lancé a la platea sólo para conocer un nuevo fracaso. Es
verdad que algunas personas se habían marchado apenas terminada la función;
pero la mayor parte del público acostumbraba quedarse para discutir con
nosotros el espectáculo, y entre éstos no había ninguna mujer en quien
yo pudiera reconocer a Manés. Consideré esa vez dos hipótesis posibles:
intenté convencerme, al comienzo, de que había sido victima de una ilusión,
o que la súbita aparición de aquel lejano recuerdo en la conciencia me
había llevado a proyectarlo en la realidad objetiva. Pero no pasó mucho,
antes de que otra hipótesis menos racional pero más cierta para mis
propios fueros comenzara a ganarme. No voy a pretender explicarlo. Baste
decir que a partir de esa vez la convicción de que el encuentro
definitivo con Manés se produciría más tarde o más pronto no sólo ya
no me abandonó, sino que fue echando sólidas raíces y constituyéndose
en algo que por ese tiempo pude creer mi esperanza, mi razón de vivir, la
persistente sensación de que en cualquier momento, y del modo menos
previsible, podía ocurrir algo que trastornase completamente y dotara de
sentido la opaca existencia de aquel entonces. 3 A
partir de ese momento comencé a obrar con una paciente seguridad,
convencido esta vez de que el destino no me ¡ría a jugar una mala
pasada. Me decía que todo se limitaba a saber esperar, y
consecuentemente, como puede entenderse por lo recién anotado, en esa época
comprometí mi fe en una incierta religión del destino, en la certeza de
que una fuerza oculta e irracional, un azar demoníaco, estaba conduciendo
los hechos hacia un acontecimiento decisivo. Mí estado más frecuente era
por lo tanto una curiosa combinación de paciencia o resignación, y a la
vez cierta expectativa nerviosa, aguardando el momento en que los sucesos
unánimemente desechables del día alcanzaran su justificación póstuma
en el desenlace presentido. El
acontecimiento se produjo. La circunstancia inicial y desencadenante
revistió, tal como yo mismo lo esperaba, las características más extrañas,
pero a la vez todo resultaba susceptible de ser explicado mediante un
razonamiento natural. Es decir, hay estados de conciencia y ciertos fenómenos
del pensamiento que pueden explicarse perfectamente por las teorías
psicoanalíticas. Pero aunque nunca descreí del todo de esa interpretación,
me inclino por otro tipo de causas no racionales, sobre las que la ciencia
aún no ha logrado pronunciarse en forma clara. Divagaciones aparte, lo
cierto es que el hecho original participó de ese carácter ambiguo, pero
aún así me llevó al convencimiento de que el encuentro con Manés era
inminente. Corrían
los últimos días de noviembre. Había transcurrido (según contabilizaba
yo meticulosamente) más de un mes desde el primer encuentro con Manés. A
esa altura del año las actividades del sótano habían sido clausuradas,
pero unos pocos del grupo seguíamos encontrándonos cada tanto. Era una
tarde cálida y lluviosa (otra vez), muy semejante a aquella del
concierto, y yo, que habitualmente recorría las pocas cuadras entre mi
trabajo y el sótano demorando los pasos bajo la lluvia, decidí en esa
ocasión subir a un ómnibus. En el viaje tuve una extraña revelación.
Supongo que debí dormirme, aunque dudo en llamar a aquel estado peculiar
con el nombre demasiado preciso de sueño. Era más bien la disposición
que se alcanza durante un trance hipnótico o con la ayuda de ciertos
alcaloides. En ese estado, abstraído de la 4 Dos
días después del incidente referido se produjo el encuentro. Debo
decir que durante las ultimas semanas las actividades en el sótano me habían
absorbido de tal manera que hube de suspender la asistencia a los
conciertos. Después del episodio en el ómnibus resolví agotar todos los
recursos posibles para encontrarla. El sábado de esa misma semana, por lo
tanto, volví al Auditorio. Al principio, las cosas no fueron como yo
esperaba. La interrupción de casi un mes me había movido a suspender el
abono de las localidades de galería, únicas que podía permitirme, y esa
tarde encontré que no había una sola entrada disponible, excepto unos
pocos sillones de platea mal ubicados. Era la última semana de noviembre,
sin embargo, y el exceso no implicaba otro sacrificio que dos o tres
noches aún no programadas de cine, de modo que pagué la entrada y me
ubique en la platea, sin haber superado todavía la noción de estar
permitiéndome un disparate. Al comienzo creí reconocer a Beethoven. En mi precipitación no había tenido tiempo de, consultar el programa de la tarde, y en ese instante experimenté cierto sentido de culpa porque mi presencia en el concierto se debía a razones ajenas a la música misma. Pero Beethoven comenzó por reinstalarme poco a poco en mi mundo, y luego vino Bach, un concierto que ya casi había olvidado para clave y orquesta, y cuando el piano inició su monólogo en el "largo" y cada frase dibujada límpidamente en el teclado comenzó a desencadenar en mi las emociones por varias semanas contenidas, me sentí invadido por una inexplicable felicidad, la sensación de plenitud, de perfección, que sólo un acto de comunión total con la música podía otorgarme. Y fue recién al terminar el "largo" cuando por un simple descuido, por un modo casual e indolente de voltear la cabeza hacia el costado, mi mirada absolutamente desprevenida tropezó con el rostro de Manés. Sé que la reconocí desde el primer momento, pero luego me enfrasqué en una pormenorizada observación de sus facciones, y comprendí que todo lo que había retenido de ella eran uno o dos rasgos esenciales. Los ojos, desde luego, el esquivo pavor de su mirada. Tal vez el brillo del pelo era el mismo que yo podía recordar, y el arco pronunciado de las cejas En lo demás, el perfil que examinaba en la penumbra cómplice de la sala, sumido en el fondo de mi butaca, no guardaba estrecha relación con la imagen que yo había conservado celosamente. Si se piensa que en las dos únicas oportunidades en que vi a Manés todo había ocurrido con gran precipitación, no puede resultar muy extraño que e1 rostro, hasta cierto punto me pareciera nuevo e imprevisto Sin embargo, ahora estaba allí, expuesta a la voracidad contenida de varias semanas de búsqueda infructuosa, y yo me sentía en un incierto estupor, ligeramente defraudado, como si por fin advirtiera una distancia, un desconocimiento entre ella y yo que hasta entonces no me había detenido a considerar. De todo esto, lo único que importa es que esa tarde establecí el primer contacto con Manés. Al encender se las luces en el intervalo ella paso delante de mi butaca. Yo me puse de pie. Levantó los ojos un segundo para agradecérmelo, y en ese acto volvimos a encontrarnos por tercera vez. Se detuvo, vacilo un instante y siguió avanzando hacia el pasillo. Tras ella pasó un hombre y luego otra mujer. Yo me volví y observe el modo como estaba vestida, la piel echada indolentemente sobre los hombros. Me había parecido súbitamente avejentada, o poseída por el hastío, amenazada por cierta mediocridad de la existencia o un escepticismo devorador. Aunque eso duró apenas un segundo, llegué a pensar; "Y para esto comprometí yo mi fe en el destino, mi credulidad, largas semanas de búsqueda, una ciega confianza en las vías irracionales del conocimiento”. Pero entonces era aun temprano para comprender el fondo de la historia y yo no podía saber lo que vendría después. 5 Ese
estado impreciso, mezcla de perplejidad y desasosiego, se prolongo durante
algunos minutos, hasta ocurrir los hechos que paso a relatar ahora. Seguí
a Manés hasta el vestíbulo. Ya he dicho que estaba acompañada por otra
mujer y un hombre, éste visiblemente mayor. Hubo un instante en que el
hombre se alejó del lugar. Manés abrió su bolso y extrajo un
cigarrillo. Antes de que pudiera concluir el rito me acerqué y extendí
la llama del encendedor. Levantó la mirada, seguramente me identificó
con la persona que había encontrado antes en la sala, vaciló nuevamente
y por fin inclinó el rostro sobre el fuego. Luego volvió a mirarme,
"Gracias", dijo sencillamente. "¿Su nombre es Manés,
verdad?", acerté a preguntar. Esta vez me observó atentamente.
"¿Ya nos conocemos?", preguntó, intrigada. "Yo la he
visto antes", dije, "la primera vez, a mediados de octubre, aquí
mismo. Cuando estaba por comenzar el concierto". Exhaló el humo del
cigarrillo; su mirada estaba dominada por la curiosidad. "No
recuerdo", dijo. "Una 6 Ese
año el verano nos invadió de golpe. Sin transición alguna cesaron las
lluvias de noviembre y el cielo se explayó con una limpidez insólita.
Durante meses no supe nada de Manés, pero es mejor consignar ciertos
acontecimientos. Hasta
entonces yo trabajaba en un Banco. No es difícil adivinar que esta
ocupación, si no irreconciliable, por lo menos nada tenía que ver con
mis preocupaciones fundamentales. No es que no lo hubiera percibido antes,
pero fue en ese verano cuando llegué a una decisión. Atribuyo el hecho a
una obstinada necesidad de reflexión, de íntimo coloquio, experimentada
entonces. De ese modo descubrí que el Banco me imponía la tortura de
contener durante varias horas una libertad elemental, el diálogo conmigo
mismo. Así rompí con todo y de pronto me encontré libre y con un único
problema: sobrevivir, es decir, atender a una serie de necesidades
ubicadas en la periferia, pero sin lo cual no podía entregarme a las
cuestiones por entonces fundamentales. Abrevio.
Me hospedé, al principio transitoriamente, en el sótano. En verano la
inactividad era total. Superada esa dificultad quedaban otras. Comer, por
ejemplo; alimentarme. Y, no menos importante, disponer de algún dinero
para mi irrenunciable necesidad de frecuentar los medios artísticos. Todo
se fue solucionando ventajosamente. Comencé a escribir para un periódico.
Los ingresos no eran muchos, pero en cambio obtenía libre acceso a casi
todo lo que me interesaba: cine, teatro, conciertos. Por otra parte, la
función de critico despertó en mí una verdadera vocación. Fue en esa
época, en fin, que me hallé viviendo plenamente, en total acuerdo con mí
conciencia; y la perseverante soledad que me rodeaba comenzó a aparecérseme
como el cumplimiento de un destino ineluctable. Creo
que era feliz. La felicidad, naturalmente, es una fórmula personal. No
creo en una felicidad absoluta. Yo me sentía viviendo intensamente, en el
ámbito de las cosas que me pertenecían y a solas conmigo mismo. Después,
Manés, el misterio aún inaccesible de sus apariciones, era el
complemento de esa felicidad. Lo irrealizado, lo por venir, el símbolo de
una búsqueda que podía tener su imprevista consumación en el tiempo. 7
Debo
permitirme otra divagación. Ya
he descrito las características del sótano. Mientras nos reuníamos allí,
sin embargo, gracias a la actividad constante que significaba ensayar una
pieza, preparar escenografías, instalar luces, reflectores, todo eso, el
reducido espacio de que disponíamos podía parecer habitable. Ahora, en
el verano, estaba solo y mudo. La luz del día no llegaba hasta esa
profundidad. Yo volvía por las noches, abría la puerta insuficientemente
alta, y me preparaba para que el hálito del encierro me golpeara de lleno
en el rostro. Luego descendía ocho escalones en espiral, alumbrando el
recorrido con la indecisa llama del encendedor. Mi cama se hallaba en el
fondo; me había provisto de un ropero y una mesa. Sólo poseía una única
lámpara que funcionaba a pilas de linterna, porque durante el verano,
para eliminar gastos, cortábamos el suministro de energía eléctrica. No
recuerdo haber tenido un solo visitante en todo el verano. El sótano se
había convertido, así, en el lugar más propicio para mi soledad, y yo,
aunque no pasaba allí otras horas que las del sueño (leía y escribía
en cualquier mesa de café) le había cobrado un afecto inusitado. Lo
llamaba para mí mismo "la guarida", hasta que se me ocurrió un
símil menos literario. Comencé
a pensar que era una tumba. Un sepulcro vacío e ilimitado, una cripta
poblada únicamente por las sombras. Esto me ocurría durante las noches.
Al acostarme apagaba la luz, pero no me dormía de inmediato. Permanecía
un buen rato con los ojos abiertos, sin lograr penetrar la oscuridad,
cavilando, escuchando. Los ruidos indeterminados de la calle llegaban a
través del tamiz de las paredes. A veces encendía un cigarrillo y me
quedaba observando la brasa roja y oscilante, diminuta sobre el telón de
oscuridad, único punto exterior de referencia en todas mis cavilaciones. Llegué
a comparar el sótano con una tumba por la reaparición del tema de la
muerte. Yo había padecido intensamente de esa crisis en la adolescencia.
Ahora pensaba en la muerte sin temor, sin angustia, con serena
objetividad. Sabia que la muerte era lo único cierto de mi absurda religión
del destino, y ese término incondicional, ese fracaso ultimo era menos
importante cuando lo transfería al padecer de todos. "Dentro de cien
años", pensaba. "todos, absolutamente todos los que ahora
vivimos, amamos, nos fatigamos y sufrimos, estaremos muertos. La tierra
estará poblada de hombres totalmente nuevos, que no se acordarán de
nosotros ni de nuestros padecimientos, ni de lo poco o mucho que hicimos
para prepararles un mundo más feliz". Y no es que mediante ese
razonamiento llegara a una fácil resignación, porque no necesitaba
resignarme a nada; era,
simplemente, que ese modo de pensar me llevaba a una aceptación lisa y
llana de la muerte, a una cierta clase de reconciliación con el destino.
Y, sin embargo, el símil del sótano con una tumba no me libraba
enteramente de un pánico indescriptible y erróneamente superado. Ya no
era pensar en la muerte como un acontecimiento futuro y normal, sino que
me veía a mi, a mi en persona, no muerto, hundido en el sepulcro,
consciente de mi situación pero apartado, escindido para siempre del
mundo. 8 Vuelvo
a Manés. Dije que no supe nada de ella durante algunos meses. Eso no es
estrictamente cierto, pero es verdad que no la vi y que no hubo ninguna
variante en la situación después de los acontecimientos últimos. El único
hecho relacionado con ella se había producido una tarde hacia el fin del
verano, mientras escribía mi crónica en una mesa de café. En esa
oportunidad reparé en una mujer que me observaba indisimuladamente desde
un lugar vecino. Me levanté y fui a su encuentro, y en 9 El
sótano, al entrar el otoño, se hizo más frió y lóbrego. El grupo
parecía haberlo abandonado definitivamente y yo me convertí en su único
dueño. Eso no significó ninguna transformación. Continué prescindiendo
de la corriente eléctrica, y mis costumbres no variaron en nada. Llegaba
bien entrada la noche, a veces a la madrugada, me tendía sobre la cama y
a la mañana siguiente volvía a abandonar el sótano. Y después de ese
acto solitario, el dejarme caer con mí cansancio, y mis notas del día
siguiente sentí bosquejadas en la tumultuosa actividad del cerebro, y mi
módico aporte de esperanzas frustradas y propósitos diferidos al único
gran sueño multitudinario; después de aflojar los músculos y extender
los brazos en cruz sobre una cama demasiado estrecha, demasiado fría, y
saberme solo y mezquino en la oscuridad, como antes, como pudo ocurrirme
en las primeras noches del verano, me daba por comparar el sótano con una
tumba, y sentirme, no muerto, consciente aún, en un estado intermedio y
fantástico, yaciendo en un sepulcro definitivo. Un sepulcro vacío, sin
hombres, sin Dios; una insólita figuración de la nada, en la que la
muerte no era en realidad la extinción de la conciencia, sino más bien
la posibilidad de captación de un vacío absoluto. En ese vacío
solamente yo, un reflejo de mi ser, un demiurgo sin sentidos y sin la
capacidad de pensar más que un único pensamiento, habla penetrado y se
había instalado para siempre. 10 Fue
entonces, recién entrado el otoño, cuando volví a encontrarme con Manés.
Una
fría mañana de abril salía del sótano rumbo al café. De pronto se me
acercó corriendo un chico. Traía el rostro empapado por la fina
llovizna. "Dice la señorita si puede ir un momento", casi gritó.
"¿Qué señorita?", pregunté desconcertado. Extendió el brazo
hacia la vidriera de un bar en la acera de enfrente. Le alcancé dos
monedas y crucé la calle. Junto al panel de vidrio estaba la amiga de Manés.
"¿Qué sorpresa, verdad?", me dijo, "Siéntese". Me
quedé mirándola, sin atinar a nada. "¿Va a seguir todo el tiempo
callado?", preguntó ella. "Pensé que iba a encontrarme con Manés",
respondí. "No es muy gentil de su parte", dijo, y luego rió.
"De todos modos me alegro de verla", afirmé al cabo de una
pausa. "La verdad es que tengo noticias para Ud.", dijo,
"Manés ya está de regreso. ¿Todavía tiene ganas de verla?".
"¿Por qué no?", contesté elusivamente. "Dígame por qué
le interesa Manés", solicitó ella. Medité unos segundos, sin poder
formular ni siquiera para mi una respuesta. "Me encontré con Manés
hace meses", dije por fin, "y desde entonces no dejé de pensar
en ella un solo día". "Si, recuerdo aquella tarde del
concierto", manifestó un poco impresionada por mi efusividad.
"Fue antes que eso; uno o dos meses antes, en otro concierto",
dije. "Oí su historia", replicó ella, "creí que se
trataba de su técnica". La miré sin comprender. "Un pretexto
cualquiera para acercarse a Manés", explicó con una sonrisa.
"Es totalmente cierto", dije yo; "después de eso, unas
semanas después, volví a verla en el sótano". Ella enarcó las
cejas. "¿En el sótano?", repitió. "Un lugar donde hacíamos
teatro", expliqué. "Oh, ¿no dirá Ud. ... ", alcanzó a
decir antes de que su boca se paralizara en un gesto de asombro. "El
sótano", insistí yo, "todo el mundo conocía el lugar por ese
nombre". "Lo recuerdo", dijo, y de pronto se dejó ganar
por una seriedad insólita; "Fui dos o tres veces al sótano, siempre
con Manés. De esto hace mucho tiempo. No creí que existiera todavía".
"El grupo parece haberlo abandonado", referí; "yo vivo ahí,
ahora". Se sumió en un hondo silencio, y aunque yo deseaba volver a
preguntarle por Manés no quise perturbarla. Pero al rato ella dijo, sin
superar del todo su ensimismamiento: "Manés y yo éramos muy jóvenes
y hasta muy puras en aquella época; las dos esperábamos mucho más de la
vida". Sacudió, su letargo y continuó: "Le contaré a Manés;
trataré de convencerla para que ustedes se encuentren. Ella tendrá que
burlar la vigilancia de alguien, seguramente". Sonrió, y sus ojos me
observaron con insistente ternura: "¿Ve?",
continuó: “Es lo que le decía. En aquellos años creíamos en la
inocencia". Extinguió el resto de su cigarrillo en el borde de la
laza y agregó: "Mañana aquí, a las 11 Es
cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no,
es decir, pensé que no llegaríamos a encontrarnos nunca, y al no
encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el
proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos
para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del
comienzo. Pero
Manés descendió la escalera del sótano en el preciso instante en que yo
había decidido que no esperaba más; el día había llegado a su fin, la
penumbra comenzaba a llenar el recinto, y yo que había pensado decir
"Deseaba verla" fui a su encuentro y dije sin pensar
"Deseaba verla", y Manés sonrió, se detuvo un segundo al pie
de la escalera y me aguardó. Yo pense; "Ahora buscará apoyo en la
pared, pasará una mano por su rostro, volverá a mirarme, sonriendo, y
dirá..." "¿Y bien?", dijo Manés. Y entonces desapareció
la menor sombra de duda. Aquel instante que nos había pertenecido una
vez, en otro mundo u otra vida, había sido rescatado del borroso
sedimento del tiempo. "Manés", exclamó, convencido de una súbita
revelación. "Manés ¿recuerda la primera vez que nos vimos, nuestro
primer encuentro?". "Fue hace meses", dijo ella, "en
un concierto", "No", repliqué, piense; mucho antes. Fue en
un concierto, tal vez, pero no hace meses. Muchísimo antes; trate de
recordar". "Puede ser", dijo". Vaciló. Su mirada,
tensa, impaciente, se aquietó de pronto. "No consigo recordar nada,
prosiguió; "Sólo una borrosa imagen de algo que otra persona vivió. Como
si hubiera escuchado una historia, hace ya tiempo".
"Piense", insistí, buscando la manera de hacerle compartir mi
asombroso descubrimiento; "¿Cómo era esa historia? ¿Que ve en la
imagen que se le aparece?". "Hace ya tanto tiempo..,".
repitió; "ella, yo ... "¿Era Ud. misma la protagonista de esa
historia, verdad?", sugerí; "Era Ud. con su
"tailleur" azul, y probablemente se hallaba en el vestíbulo de
una sala de conciertos". "Sí, eso es", dijo ella; "es
verdad, era yo; esperaba la hora del concierto, en compañía de alguien;
y luego se apagaron las luces y fuimos hacia. . .". "Pero
antes", interrumpí yo; "unos minutos antes, recuerde, cuando
Ud. aún se hallaba entre la gente. Algo pasó ¿recuerda? Quiero que
vuelva precisamente a eso". "Si", dijo, "creo que
puedo recordar. Era una extraña sensación, como si alguien estuviera
mirando, reclamándome". "Exactamente eso", exclamé yo;
"alguien que la estaba llamando. Piense. Manés, ¿que ocurrió en
ese instante?". "Era Ud.", dijo-, "Me volví y lo vi a
Ud. con su impermeable suspendido del brazo. Después entramos a la sala.
Tocaban los "Cuadros" de Moussorgsky". Me acerqué más a
ella, buscando el fondo de su mirada rescatada. "¿Cuánto hace de
eso?", pregunté. Era lanzarme a penetrar una cifra irresuelta de
tiempo. "No sé", dijo Manés; "Años, o siglos. Sé que
ocurrió una vez, no sé cuando ni si fue un sueño o un suceso realmente
vivido". "Escuche",
dije entonces: "Cierre los ojos. No piense en esto. Olvide que
estamos aquí, en el sótano, que es otoño y que la humedad y esta
penumbra nos rodean, olvide que ha vivido desde entonces. Piense sólo en
aquello. Vuelva a escuchar la música. Imagine una remotísima tarde de
octubre". Me detuve; observé que sus párpados caían como una frágil
cortina sobre el tiempo. "¿Puede hacerlo?", pregunté,
"trate de hacerlo". "Si", respondió, y a partir de
ese instante su voz comenzó a llegar muy lejana; "Ya no escucho otra
cosa que la música. Aquí llueve, también; y es verano; o primavera,
quizás. Y me veo joven, con mi
"tailleur" azul, recién puesto. Y todo se halla mudo y oscuro,
y la música misma parece ser parte del silencio". "Es algo que
Ud. escucha por primera vez", susurré. Y yo también cerré los ojos
y me hallé en un |
Hiber
Conteris
Montevideo
gentes y lugares
Bolsilibros ARCA, julio 1968
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Conteris, Hiber |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |