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Traigo un cantar desde Cuba Marcia
Collazo Ibáñez
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“… me rondaba, insistente, la idea de la pasión por Cuba que permanece, que no hemos perdido, que compartimos, aun desde circunstancias de vida y posiciones muy diferentes y en un contexto global y nacional donde el descomprometimiento con proyectos colectivos ha sido un signo de época”. Mayra P. Espina (Socióloga cubana) |
Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán; empezando por el propio Hegel, que en sus profundos análisis sobre la historia, la filosofía y sus frutos humanos, sociales y políticos, se negaba insistentemente a realizar profecías, a pesar de que se las pedían como si se tratara de un oráculo. Sabido es, también, que el pensador alemán se refirió a América con su típico y soberbio desdén eurocentrista, afirmando como si tal cosa, que se trataba de un enorme continente vacío. Vacío de pensamiento creador, vacío de acción autosustentable, vacío de voluntad resolutiva y de carnadura de alma y espíritu: América era la tierra sin conciencia y sin historia, sin comienzo de filosofía y sin verdadera humanidad. Y a pesar de semejante visión lapidaria, quebrando su propia máxima, Hegel auguró a este continente un importantísimo papel en el porvenir. Desde las páginas del semanario Bitácora me he dedicado a preludiar éstas y otras reflexiones de variado signo, siempre desde el centro temático de la historia de las ideas americanas, disciplina joven aún y en permanente proceso de elaboración. Lo hice y lo sigo haciendo en relación a nuestro continente en su conjunto, procurando mostrar que no hay una sino muchas Américas, y que en esa compleja diversidad se encuentra su riqueza y su carácter mismo; y si bien la tendencia general de mi discurrir se ha dirigido, por enlaces circunstanciales (de algún modo inevitables), al enclave territorial del Río de la Plata, no por ello he descuidado –en la medida de lo posible-, la vinculación con las ideas de algunos grandes pensadores como el cubano José Martí. Y al cubano José Martí volveré muy pronto; pero lo haré desde una óptica nueva, pautada por la particular e intransferible experiencia vital de haber tenido el privilegio de conocer su tierra, de haber transitado por las calles de su Habana natal, y por las de Camagüey, Sancti Spiritus, Trinidad, Santa Clara y Santiago de Cuba, una de las ciudades más viejas de América; de haber visitado su mausoleo, ubicado en esta última ciudad, tan llena de sol y de recuerdo, de construcciones venerables, de tejados irregulares y encantadores, de poetas, músicos y rebeldes, de vida y de veneración altiva a quienes consideran sus grandes héroes, entre los cuales José Martí ocupa quizá el primer sitio. Lo haré después de haber contemplado las ásperas estribaciones de la Sierra Maestra, que albergó en su seno a los patriotas revolucionarios que, a su hora, forjaron las dos grandes etapas ferméntales de la liberación cubana: la de fines del siglo XIX, que dio la independencia a la isla, y la de 1959, que le permitió llevar al poder una revolución triunfante. En la entrevista que sostuve con el filósofo y escritor cubano Roberto Fernández Retamar, expresó éste que el pensamiento de Martí aún debe ser objeto de interpretación, en variados aspectos, para las generaciones venideras. No está claro lo que quiso decir Martí en algunos de sus conceptos fundamentales, como el del “hombre natural” y el de “naturaleza”. Y es bueno, saludable y prometedor que su pensamiento no esté cerrado, que no existan respuestas concluyentes al respecto. Es más: es imposible que así sea, porque cada generación, cada momento histórico, cada pensamiento humano, posee su aporía particular, su necesidad vital propia, que incluye la urgencia de entender el mundo bajo significados siempre nuevos. Ya Alberdi sostenía (antes que Martí) allá por 1843, que América necesita una filosofía propia, una filosofía resolutiva, que dé cuenta de los problemas que aquejan al ser americano en su momento histórico personal. Y poseer una filosofía propia no significa en modo alguno renegar del importantísimo legado de la filosofía occidental, del cual también somos herederos, acuñado a lo largo de dos milenios y pico; pero tampoco significa obnubilar nuestra propia visión del mundo, renegando del problema, la circunstancia y la necesidad del aquí y del ahora de América. Se trata, en todo caso, de una falsa oposición o un paralogismo de los que tan claramente expone Carlos Vaz Ferreira. Por último, coincido con la socióloga Mayra Espina, al afirmar que la pasión por Cuba no se ha perdido. ¿Cómo había de perderse, si el proceso revolucionario de la isla marca, ya desde fines del siglo XIX, un derrotero por el cual han transitado, una y otra vez, los destinos de todos los latinoamericanos? ¿Cómo había de perderse, si fue Cuba el último reducto del poder español, el último jalón de la agonía de un imperio, la batalla final contra el espectro colonial castellano, la resistencia heroica de un puñado de patriotas injustamente relegados por la suerte, a los que el resto de América contemplaba con angustia, admiración y asombro? Y finalmente, ¿cómo había de perderse cuando fue Cuba, una vez más, la que arrancó de las cenizas el pensamiento vivo de Martí y lo enarboló triunfante, en 1959, frente a las narices del imperio norteamericano, como diciéndole: aquí seguimos vivos? Remarco desde ya que lo dicho no supone (ni tiene por qué suponer) la adhesión al modelo ideológico de marxismo, comunismo o socialismo real que pueda haberse adoptado en su momento por parte de la revolución; lo que importa a nuestros efectos es otra cosa: la demostración de que es posible ejercer de modo concreto y efectivo la historicidad radical del ser humano en determinada coyuntura o circunstancia vital, de cara a un sistema de opresión y abuso desenfrenado. Cuba se ve enfrentada, en la actualidad, a múltiples problemas; uno de ellos, el que mayores expectativas provoca (por lo menos desde el exterior) es el de su futuro político, social, cultural, económico e ideológico. La interrogante sobre tal futuro convoca a la apertura de instancias de intercambio, con miras a las transformaciones que, sin desmedro de su soberanía inalienable, han de sobrevenir en la isla. Intercambio que podrá desplegarse en múltiples contextos disciplinares, institucionales, ideológicos, históricos y filosóficos. Tal como acertadamente expresa la socióloga Mayra Espino, “parece relevante y alentador que autores con diferencias irreconciliables o con propuestas difícilmente armonizables, acepten “mostrarse juntos”, polemizar sin descalificar, entender al otro y sus argumentos, para oponer un argumento que se considera mejor, más elaborado de cara al contexto y la historia”. Es que aquí, como en cualquier terreno ético (es decir, en sede de valoraciones, elecciones y decisiones fundadas en determinada concepción del bien) se trata de ser capaces de generar diálogo inteligente, creativo y enriquecedor; quienes apuesten a otra cosa, quienes no sigan el juego limpio de la discusión encaminada a la construcción, no podrán erigirse jamás en interlocutores válidos, ni en la teoría ni en la praxis. Es verdad que el diálogo y la argumentación sólo tienen verdadero sentido cuando se establecen desde la diferencia, ya que escuchar las mismas opiniones que uno sustenta es, además de aburrido, inútil e inconducente. Pero el diálogo y la argumentación exigen el respeto a unos requisitos mínimos de conducta, sin los cuales ninguna comunicación verdadera es posible. Es lo que Habermas denomina acción social comunicativa: oír opiniones que no compartimos, darle la razón al otro cuando la tiene, lograr convivir en la diferencia y aceptar esa diferencia como parte irrenunciable de la vida, es el reto más difícil al que nos enfrentamos los seres humanos, en todas las dimensiones de nuestro ser. Nadie es profeta en su tierra, y no somos proclives a las profecías (en lo que coincidimos con el viejo Hegel); y sin embargo, me atrevo a sostener que la pasión por Cuba ha existido, existe y seguirá existiendo en los más variados ámbitos de esta sufrida tierra latinoamericana. Uno de esos ámbitos es el de la filosofía. Otro (vecino al primero) es el de las historia de las ideas. A ello me referiré en futuros capítulos. |
Marcia Collazo
collazomarcia@gmail.com
(*) Escritora, poeta, abogada, docente y ensayista. Autora de las novelas “Amores cimarrones: las mujeres de Artigas” y “La tierra alucinada”.
Publicado, originalmente, en "Bitácora", del diario "La República" - Montevideo
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