La búsqueda de la verdad y el sentido de lo americano en José Enrique Rodó
Marcia
Collazo Ibáñez |
|
Acápite: En
la edición del año 2008 de la revista La Tertulia publiqué un artículo
sobre el Ariel de José Enrique Rodó. Vuelvo ahora a su pensamiento desde
una visión circular que, más que rodear o reiterar, pretende profundizar
y “volver a pasar” por sus ideas, en una marcha en todo caso hermenéutica,
reflexiva y siempre abierta a nuevas concepciones. Hago
también un breve –aunque sentido y hondo-
homenaje a la figura
de mi abuelo, Roberto Ibáñez, quien desde el Archivo de Investigaciones
Literarias contribuyó de manera decisiva a la recuperación, análisis,
clasificación y publicación de miles de papeles inéditos del escritor
que, de otro modo, se habrían perdido casi seguramente en un irreparable
olvido. El
nombre de José Enrique Rodó forma parte, a estas alturas, de la historia
y de la identidad nacional.
Su obra, en cambio, por la fuerza de las circunstancias y por el peso
transformador de las mentalidades, parece haber caído en el olvido.
Durante varios años en mis clases de Historia de las Ideas en América,
al abordar el libro Ariel y
realizar la obligada pregunta de rigor: “¿Cuántos de ustedes lo han leído?”, recibí por respuesta un
silencio casi absoluto. Hemos naturalizado así en el imaginario
colectivo, la figura de un hombre de mirada bondadosa y de poblados
bigotes, en la creencia más o menos vaga de que ese hombre es importante
y trascendente para nuestra historia; pero no sabemos muy bien por qué, y
tampoco nos importa demasiado averiguarlo. En este sentido ha dicho Carlos
Real de Azúa (1967:71) que la obra de Rodó es algo así como el Palacio
Legislativo: “solemne, mayestática,
suntuosa, casi siempre fría. Todo el mundo sabe que está allí, pero la
inmensa mayoría sólo la conoce por fuera”[1].
El elegante acierto de estas palabras no nos exime de responsabilidad por
el aparente olvido en que hemos dejado caer al autor de obras que han
tenido y tienen resonancia continental y mundial. La
aludida naturalización de la figura de Rodó es en buena medida ciega y
sorda a las profundidades vivas de su obra. Este es, sin duda, uno de los
más frecuentes y terribles peligros
que acechan a los hombres y las mujeres que pasan al acervo identitario de
la simbología nacional: integrados a calles, monumentos, discursos y
textos oficiales, han apartados sin remedio de la libre comunicación con
el espíritu vivo de las generaciones. La
publicación de Ariel, en 1900, conmovió de manera radical las
concepciones de su tiempo a través de la invocación a la América latina
y la advertencia contra la América sajona. La obra fue recibida con
entusiasmo en los más variados ámbitos disciplinares. En los primeros años
del siglo XIX se multiplicaron de tal manera las reediciones que su propio
autor perdió la cuenta; y mereció en su momento elogiosos comentarios de
escritores y filósofos como Miguel de Unamuno, Juan Valera, Pedro Henríquez
Ureña, Alfonso Reyes, Francisco García Calderón y muchos otros. Y
agrega Real de Azúa que ni
una sola de las mayores autoridades de las letras iberoamericanas dejó de
colocarlo entre los más grandes –es decir, entre gentes como Sor Juana
Inés de la Cruz, Garcilaso de la Vega, Andrés Bello, Sarmiento, José
Martí, Ruben Darío-[2].
Más
allá de tales consideraciones, bueno es detenerse un momento en los
propios contenidos de la obra rodoniana, a la manera de quien desentierra
los estratos latentes de un pensamiento vivo que yacen debajo del ilustre
bronce. Lo
haremos desde su exhortación a la persecución de la verdad y desde su
americanismo: de todos los escritores uruguayos de la generación del 900,
sólo él se empeñó totalmente en la construcción de una dimensión
americana, como señala Martha Canfield[3]
-aunque en el elenco de las voces continentales no haya sido por cierto el
único-. Dimensión que abarca aspectos o facetas políticas, sociales,
literarias, educativas y económicas, todas ellas vinculadas a las grandes
y persistentes ideas de unión y necesidad de un pensamiento propio[4].
Tales son los insoslayables rasgos del mensaje de Rodó, que no pueden
disociarse de la doble condición de escritor y periodista del autor
quien, al igual que José Martí – contemporáneo suyo-, se revela honda
y visceralmente preocupado por los destinos humanos, políticos y sociales
de América. Agrega
Canfield (2000:19) que su mensaje fue “olvidado,
cuando no ásperamente tergiversado y criticado”. Su apelación a la
juventud fue entendida como una especie de ensoñación lírica totalmente
apartada de la realidad histórica del continente. Se le acusó, además,
de imaginar un modelo que respondía al arquetipo occidental y del cual
estarían excluidos el indio, el negro y el mulato –además de la
mujer-. En cuanto a su idea de democracia, se le consideró clasista,
elitista y en fin, antidemocrático. Hay ciertamente en su obra
–especialmente en Ariel- una
referencia constante a “los
mejores”, que no escapa del todo a la influencia filosófica de la
Francia decimonónica, la misma que experimentó una virulenta reacción
contra su propio proceso revolucionario, no solamente en cuanto a las
instituciones políticas mismas, sino fundamentalmente en el campo social[5].
Sólo parece haber tenido relativo eco y mérito su fuerte prevención
contra los Estados Unidos, que alcanza tintes de radical confrontación y
supone una demoledora crítica hacia el modelo de vida, la filosofía
utilitarista y la vocación imperialista del pueblo norteamericano[6]. Sin
embargo, una ligera aproximación a la totalidad del pensamiento rodoniano
demuestra que, en todo caso, lo que rechina e inquieta en su obra
-fundamentalmente en Ariel- está mucho más centrado en la interpretación de los términos
lingüísticos utilizados que en la profundidad de los conceptos. En Rodó
debe atenderse –desde un abordaje analítico- a lo que se dice, pero
también a la forma en que se dice. El particular refinamiento estético
que impregna su discurso obedece por un lado a los parámetros del
modernismo, en cuanto se ocupa de la potencia innovadora del lenguaje;
pero por otro lo desborda y supera a través de la intención integradora
de diversas estéticas y géneros, ideales y visiones sobre el mundo; todo
ello vertebrado en una ética que no admite claudicaciones, aquiescencias
o imitaciones de ninguna índole. Y esto es lo que permanece a veces
soterrado, hundido o sobrepujado por la arrolladora trama y el recargado
ornato exterior de la forma lingüística. Debe
tenerse en cuenta, además, que el particular mensaje ético que impregna
el significado general de su obra, implica una constante apelación a la
superación del ser humano por la vía del mensaje cifrado en clave de
universalidad, como para que trascienda no solamente aquel utilitarismo y
aquella “nordomanía” que
tan acerbamente denunciara, sino también las momentáneas o
circunstanciales perspectivas de tal o cual enfoque sobre los grandes
problemas que aquejan a los americanos[7].
Si la realidad es por esencia, transformación y creación –y ello es
objeto de profundas reflexiones en Motivos
de Proteo-, el ser humano no puede permanecer atado a rígidas
concepciones sobre sí mismo
y sobre su entorno, así como tampoco puede permanecer ajeno e insensible a los riesgos potenciales cifrados en el empuje
imperialista de un pueblo como el norteamericano, que Rodó consideraba
cultural y espiritualmente extraño al ser latinoamericano. Supo
el autor en fin, a lo largo de toda su producción, mantenerse fiel a sí
mismo. Entendió esencial la formación del americano como sujeto
integral, capaz de pensar de manera original y propia, de sustentar una crítica
y una acción consecuentes con la reflexión, y de tomar decisiones
responsables y autónomas. Sobre todo, apeló a la búsqueda de la verdad,
aún cuando ello pudiera implicar el enfrentamiento con las más aceptadas
y consolidadas proposiciones de su época. Estas ideas, reiteramos,
recorren la totalidad de su obra, tanto en su dimensión literaria como en
la periodística, la política y aún la filosófica. Nos
ofrece, en la parábola “La
despedida de Gorgias”[8]
–tan reiteradamente citada y, sin embargo, tan pobremente comprendida-,
su idea de la verdad. En esa cena, Gorgias procura demostrar a sus discípulos
el profundo error que implica el intentar permanecer fieles a sus enseñanzas;
deben, en todo caso, guardar afecto hacia su persona y no hacia su
doctrina. “La verdad que os haya
dado no os cuesta esfuerzo, comparación, elección; sometimiento libre y
responsable del juicio, como os costará la que por vosotros mismos adquiráis,
desde el punto en que comencéis realmente a vivir”. De
ahí el brindis que Gorgias enuncia: “¡Por quien me venza con honor en vosotros!”. La idea de victoria es
complementaria a la de lucha. Ello supone, en el sentido señalado por las
filosofías contemporáneas de la sospecha, la confrontación de dogmas
reverentemente instalados en nuestras conciencias más en orden a
construcciones arquetípicas que en cuanto verdaderos productos racionales
de reflexión e interpretación. Tal
ejercicio crítico alude no solamente a la ya mencionada idea de
responsabilidad por el pensar propio –aquel sapere
aude kantiano tan hondamente vinculado a la responsabilidad ética y
estética- sino también al rigor y vigilancia continua del proceso
creador[9];
tarea que impone, en aras de la persecución de la verdad y la
autenticidad, la revisión de nuestros pensamientos, ante el peligro que
acecha desde la sombría y vaga región en que moran los ya mencionados
arquetipos. Cabría preguntarse en este punto si los géneros mismos
–literarios, filosóficos, estéticos- no constituyen otras tantas
construcciones más o menos estereotipadas de la realidad, que en su
absurda pretensión de dar fijeza al mundo, suelen caer en la mutilación
o negación de las formas de la vida; ya que –como señala Jorge Luis
Borges con su característica e irónica puntería- “sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la
palma final”[10]. Así,
Rodó expresa en sus Bosquejos para los Nuevos Motivos de Proteo: “No
hay géneros: hay obras… Hay obras que crean su género, que son género
único…”[11]. Este
es tal vez uno de los motivos por los que, a pesar de los pesares, la crítica
internacional y la uruguaya nunca permanecieron indiferentes al
pensamiento de Rodó, y así ha sido estudiado en nuestro país, entre
otros, por Roberto Ibáñez, Arturo Ardao, Emir Rodríguez Monegal, Mario
Benedetti, Carlos Real de Azúa y Eugenio Petit Muñoz. En
particular Roberto Ibáñez (1967:14) refiere al “optimismo
heroico” de Rodó, en contraste con la visión ciertamente
tergiversadora y por lo mismo difamante que del escritor han dado muchos
críticos[12].
Desde su labor como creador y continuador del Instituto de Investigaciones
y Archivos Literarios, se dedicó Ibáñez a rescatar una enorme parte de
la obra inédita de Rodó, contenida en miles de documentos guardados por
los hermanos del escritor en latas de galletas, cajas de cartón y otros
precarios recipientes. La
selección de tales escritos fue editada por Ibáñez bajo el nombre Otros
Motivos de Proteo, y coadyuvó a echar luz sobre aristas inesperadas e
inquietantes del pensamiento
rodoniano. En
referencia al optimismo heroico del escritor, expresa Ibáñez que se ha
dado en su obra una permanente lucha contra la desesperanza y el pesimismo
nunca señalada con suficiente énfasis. Sobre el principio de
personalidad, señala que hay en Rodó una apelación a “un
prójimo íntimo, para incitarlo a crearse incesantemente, por lúcida
participación de la voluntad y la esperanza en la obra de la necesidad, o
a rehacerse con paralela disciplina, en el agotamiento y el fracaso”[13]. Tal es el significado del “Reformarse
es vivir” y su complementario “cambiar
sin descaracterizarse”; es decir, sin traicionar la originalidad que
nos ha otorgado la naturaleza. Rodó
expresa en sus Bosquejos: “Ofrezco
a los demás la manera cómo triunfo de mí mismo en la lucha… No se ve
el pecho negro del pájaro: se ve la pluma blanca del pájaro negro. Son
los momentos triunfales –los grandes- los que deben… tenemos que hacer
como los marinos: perdidos sobre el mar, animarnos unos a otros en medio
de la tempestad deshecha…”. Y agrega más adelante: “Sofoqué
para los demás el grito de mi cobardía hasta encaramarme otra vez sobre
la roca y allí, de nuevo, lanzar el grito de triunfo y el saludo al sol,
irguiéndome en toda mi talla para que los otros náufragos que luchan me
viesen…” (III, 47). Hay
en estas palabras un rotundo llamado a la causa común; hay la expresión
de un nosotros y de un otro
(revelado en la frase “para los
demás”) enmarcada en cierta historicidad desde la que el sujeto
interactúa con otros en un universo discursivo y en una trama vital
signada por la peripecia. Hay, en fin, una marcada apelación ética a la
solidaridad y a la salvación a través de la obra colectiva. En Motivos
de Proteo, señala: “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos (...) Y
estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen
ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes (...) Muertes
cuya suma es la muerte; resurrecciones cuya persistencia es la vida”[14]. Esto
implica, para el pensamiento americano, la sacudida de dogmas
reverentemente instalados, más en orden a construcciones arquetípicas
que en cuanto verdaderos productos de reflexión e interpretación crítica
de la propia e intransferible realidad. La invocación a un sujeto
comprometido con la causa de la vida y enfrentado a sus propias
posibilidades alude a “lo que está
en ti y en ninguna parte sino en ti: tierra que para ti sólo fue creada;
América cuyo descubridor posible eres tú mismo…” (XVIII). Puede
vincularse el apasionamiento de estos párrafos con la invocación a la
lucha por una causa que es, por esencia y por vocación, americana. En Rodó
se asume con nuevos bríos la vieja reivindicación de la conciencia
continental que aparece ya en Simón Bolívar, Andrés Bello, Bautista
Alberdi y otros pensadores de comienzos y mediados del siglo XIX, y que
resurge a fines de esa centuria en el discurso de Ruben Darío, Roque
Saenz Peña y José Martí[15], entre otros. Sin embargo, no debe verse este llamado como una mera y en todo caso absurda oposición latinoamericansimo-sajonismo o espiritualismo-utilitarismo, sino como una exhortación a buscar el camino, la originalidad y la verdad propias, en tanto particularidades distintivas de cada ser humano, de cada generación y de cada pueblo. Acaso porque Rodó vislumbró las dificultades que para el cumplimiento de esos objetivos entrañaba la profunda diversidad cultural, social y política de América, promovió una búsqueda de la verdad que transita por canales ciertamente universales, al enlazarse fuertemente con las angustias del ser humano por su salvación. Ello incluye, en el marco de la ya aludida diversidad, la tolerancia y el respeto hacia las ideas del otro y hacia las manifestaciones de su ser, y la prevención -que podríamos denominar metodológica- de que los estereotipos sobre el amor, la belleza y la estética están llamados a obstruir, más que a mostrar, la aspiración suprema a la verdad. De ahí la apelación –que ya surge en su Ariel- al esfuerzo intelectual, a la comparación, a la elección, y al sometimiento libre y responsable del juicio. Nota: [1]
Real de Azúa,
Carlos (1967) El problema de la valoración de Rodó. En
Cuadernos de Marcha, Nº 1, Mayo de 1967. Montevideo. [2]
Ibídem. Pág.
72 [3]
Canfield,
Martha (2000) Persistencia del mensaje ariélico. Prólogo. En Ariel,
edición de la Biblioteca Nacional y del MEC. Montevideo. [4] Señala María Gracia Núñez que, “bajo el punto de vista de Ardao, las fases “americanistas” que se distinguen en la obra de Rodó “no se sustituyen, etapa por etapa, sino que se adicionan sin desaparecer ninguna, de suerte que a través del proceso se va integrando en una sola unidad el conjunto de su americanismo a secas” (1970:17)”. En José Enrique Rodó. Metamorfosis del crítico. El americanismo literario. http://letras-uruguay.espaciolatino.com/nunez/rodo.htm [5] Devoto, F. (1992) Entre Taine y Braudel. Itinerarios de la Historiografía Contemporánea. Bs. As. Biblos [6] Denuncia que, por otra parte, tuvo en su momento una verdadera resonancia continental. Rubén Darío proclama ya en 1898: “No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros” (artículo publicado en El Tiempo de Buenos Aires, el 20 de mayo de 1898, recogido en la edición crítica de Carlos A. Jáuregui, “Calibán: icono del 98. A propósito de un artículo de Ruben Darío” y “El triunfo de Calibán”, Edición y Notas. Balance de un siglo (1898-1998). Revista Iberoamericana. Número especial. Coord. Aníbal González. 184-185 (1998:441.455). [7] Recuérdese que Proteo es el dios de las metamorfosis constantes. [8] Motivos
de Proteo, fragmento CXXVII. [9] Real
de Azúa, Carlos. Op. Cit. [10] Borges, J. (2005) El duelo, en El informe de Brodie. Ed. La Nación. Bs. As. [11] Bosquejos
para los Nuevos Motivos de Proteo. VIII:29. [12] Ibáñez,
Roberto (1967) El ciclo de Proteo. En Cuadernos de Marcha. Nº 1.
Mayo. Montevideo. [13]
Ibáñez, Roberto (1967) El Ciclo
de Proteo. Marcha. Nº 1. Mayo. Pág. 25. [14] Rodó, J. (1909) Motivos de Proteo. Editorial Santiago. Santiago de Chile 2000. [15] “El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en el hombre y desconfiar de lo peor de él”. Martí, J. (1890) Nuestra América. Ediciones de La Plaza. 1988. |
Marcia Collazo
collazomarcia@gmail.com
Ver, además:
José Enrique Rodó en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a página inicio |
Ir a índice de ensayo |
Ir a índice de de Collazo, Marcia |
Ir a índice de autores |