De tratos y contratos
En Cuba se percibe y se respira, tal vez como en ninguna otra parte del
mundo actual, la presencia de un pacto social nuevo y poderoso el cual,
más allá de sus contrastes, vaivenes y necesarios reajustes críticos,
sorprende e invita a la reflexión; y cuando decimos ''pacto'' no nos
estamos refiriendo únicamente al proceso revolucionario que resultó
triunfante en 1959, sino a una mixtura cultural, étnica y filosófica
mucho más profunda, que es a la vez causa y consecuencia de dicha
revolución: se trata del sentimiento, arraigado en el espíritu del
pueblo cubano, de que debía abandonarse (y destruirse) un orden viejo,
considerado falso, vicioso y caduco, no solamente en lo político y en lo
económico, sino también en sede del pensamiento, el enfoque, la visión y
la narración del mundo, para fundar un orden nuevo, liberador, natural y
arreglado a las condiciones históricas, sociales y culturales más caras
a ese pueblo.
Cuando se transita por las rutas cubanas, es frecuente hallar enormes
carteles al pie del camino, los cuales también pueden verse en las
ciudades, en los mercados agrícolas, al frente de las escuelas y de los
institutos de investigación científica; en plazas y en estaciones de
ómnibus o guaguas. Contrariamente a lo que ocurre (por desgracia) en
nuestro país, ni uno solo de ellos es de publicidad comercial; refieren
a pensamientos, mensajes y recordaciones de variada índole, con algunos
denominadores comunes: están dirigidos al pueblo cubano, y su objetivo
primordial es mantener viva la llama del compromiso y la esperanza,
presentes fuertemente en el tejido o estructura de esa sociedad, cosa
que se advierte a poco que el viajero se interna en la geografía viva de
ese pueblo. El cubano se queja, muchas veces, en la calle o en un taxi;
habla de la escasez de artículos de consumo, o de los bajos salarios,
como hace todo el mundo, en todas partes. Pero de inmediato, a
cualquiera de ellos, le brota en la mirada un brillo de alerta, y
entonces exclaman: ''Queremos cambios, pero no vamos a permitir que
nadie pise nuestra soberanía. Los cubanos no tenemos miedo. Los cubanos
no damos marcha atrás''. Estas frases las escuché varias veces, tanto en
Santiago de Cuba como en la Habana, de boca de los más variados
personajes: taxistas, artesanos, vendedores callejeros y músicos de
academia.
Se trata del orden de Caliban, que no es un símbolo negro, ni blanco, ni
amarillo; ni es tampoco un símbolo indio, ni europeo, ni mestizo en
sentido estrictamente étnico, sino eminentemente americano, de profunda
raigambre local y regional, de hondo sentido de lo propio y de orgullo
por lo conseguido mediante el sacrificio, la convicción y la lucha; y
cuya simbología ha transitado por variadas etapas y derroteros
interpretativos, hasta que otro cubano, el filósofo y poeta Roberto
Fernández Retamar, elevó esa figura a un sitial de preeminencia en la
identidad latinoamericana, al afirmar que ''somos Caliban''.
Caliban comenzó siendo, en verdad, ya desde comienzos del siglo XVII,
una referencia al nativo de las Indias, desde la aparición en Inglaterra
de la obra La tempestad, de W. Shakespeare, en la que nace el personaje;
así, el término se vincula, en orden temporal, primero al antiguo caribe
y al taíno, mal llamado caníbal por el europeo, y su primera connotación
fue la de un ser estúpido, bestial, vicioso y malintencionado. Sin
embargo, a lo largo de los últimos cien años la interpretación ha venido
cambiando y, con ella, la transformación simbólica de Caliban ha cobrado
insospechadas aristas, de manera que hoy se erige en signo de lo
americano, y engloba también al africano y al europeo que mezcló su
sangre y su historia con ambos. Indígenas, africanos y europeos
convergen así en un producto nuevo cuyo sello distintivo es la
americanidad, y cuya manifestación por excelencia ha sido, en Cuba, la
de constituir un pacto social nuevo, surgido del fuego revolucionario.
Sin embargo, debe precisarse que el proceso que llevó a la constitución
de dicho contrato social no comienza, en puridad, en 1959, sino que sus
raíces más hondas se originan a fines del siglo XIX, con la primera
guerra de independencia, tardía respecto al proceso libertario del
continente, y por ello mismo contemplada en el mundo entero con una
expectativa singular, aunque de muy variado signo: los españoles no
querían perder el último bocado de su pasado colonial que aún mantenían
aprisionado entre sus garras; los Estados Unidos echaban sus cuentas y
vigilaban; y el resto de los países latinoamericanos apoyaba en mayor o
menor medida, y con mayor o menor vehemencia, el proceso de
independencia de la isla.
Es un hecho notorio que los cubanos siempre han estado muy expuestos a
los avances de los imperios de turno, ya desde su propio enclave
geográfico, situado a las puertas del Atlántico, y ese enclave ha
pautado, de algún modo, el desenvolvimiento histórico de la isla desde
los mismos comienzos de la conquista española, con todas las
connotaciones que el término ''conquista'' conlleva: la idea de
colonizar, pero también la de invadir, saquear y avanzar, no solamente
para ocupar y explotar la tierra, sino además para apoderarse de sus
frutos, entre los que se incluyen los ganados, las plantas, el oro y los
seres humanos. Y con esta afirmación, no nos estamos refiriendo
únicamente a España, como es obvio. Pero, dado que ''principio quieren
las cosas'', hemos de comenzar por el papel que le cupo en esta historia
a la península ibérica, a fin de rastrear los orígenes hermenéuticos de
Caliban, en el tiempo y en el espacio.
Los tuyos, los míos y los nuestros
No obstante, antes de pasar a abordar dicho tema, creemos necesario
introducir en la cuestión el problema del Otro, al que nos hemos
referido en algunas ocasiones; contextualizándolo en este caso, en lo
referente a la extraordinaria mezcla étnica que ofrece el mapa humano
latinoamericano y más precisamente caribeño o antillano. Así, menciona
H. Achugar que ''no hay una única historia de las filiaciones o
genealogías del Otro, sino muchas''.
Faltaría definir qué se entiende por el Otro; pero en cualquier caso, el
Otro es siempre el que no se percibe como igual a uno mismo: el Otro
caníbal, inferior, salvaje o bárbaro; el Otro temido y relegado,
ignorado hasta el límite de su no existencia. El Otro necesario para
que, a través de su negación, el yo emerja y se constituya como sujeto.
Tal como expresa Ricoeur, existen dos significaciones importantes de la
identidad, según que se entienda por idéntico el equivalente del ídem o
ipse latino; la identidad en el sentido de ídem, sugiere una permanencia
en el tiempo a la que se opone lo cambiante, en el sentido de variable.
El término ''mismo'' tiene como contrarios, dice Ricoeur, a las nociones
de ''otro, distinto, diverso, desigual, inverso''; de tal modo que
cuando pretendemos remarcar nuestra identidad (sea cual sea el
significado que le demos a ésta), nuestra primera acción y nuestro
primer pensamiento es el de establecer diferencias, cortes y líneas
fronterizas.
Para los conquistadores-dominadores europeos, que se apoderaron de los
espacios visibles del poder y desde allí manipularon el mapa social y
político del continente americano, Caliban era el Otro por excelencia,
porque en Caliban se resumía lo dominado, lo sometido, lo relegado: el
indio, el negro, el mulato el mestizo, en fin, al que no se visualizaba
(porque no se quería visualizar) con su innegable rastro de sangre
europea, venida a su vez de múltiples entrecruzamientos étnicos de
celtas, latinos, moros, judíos, visigodos y la lista podría ser acaso
interminable.
Para la construcción de la figura de Caliban, como para toda
construcción simbólica, los seres humanos echamos mano a nuestra
imaginación (es claro), pero lo hacemos a través de lo que algunos
teóricos han denominado estructuras sociales y mentales, las que actúan
como verdaderos filtros, a través de los cuales dejamos pasar, de siglo
en siglo, sólo algunos significados, mientras que procedemos a enterrar
otros. Esa destilación hermenéutica, que es por un lado construcción y
por el otro, mutilación, conlleva omisiones, malinterpretaciones y
olvidos, que no pocas veces resultan injustos. Las preguntas que nos
hacemos al respecto son las siguientes: ¿De dónde pueden haber surgido
las primeras interpretaciones sobre lo americano, en relación a Caliban?
¿Y por medio de qué procesos históricos vinieron a determinarse los
entrecruzamientos étnicos de los que hemos hablado? Y finalmente, ¿es
posible que tales entrecruzamientos determinen, a su vez, nuevas y
distintas narraciones del mundo y nuevas y distintas construcciones y
visiones acerca de pasado?
Veamos de qué modo y mediante qué hilos, comenzó a tejerse esa urdimbre.
Colba, Juana y Fernandina
La primera avanzada de España en las Indias se asentó en la isla
Hispaniola o Española, a partir del 5 de diciembre de 1492. Allí se
encontraron los españoles, por vez primera, con los indios taínos y
caribes; y más allá de los ríos de tinta que han corrido para dar cuenta
de lo que se ha denominado, con alta dosis de hipocresía y de edulcorada
temperancia, ''encuentro de dos mundos'', ésa fue esa la primera
aparición de Caliban, encarnada en el nativo y cargada de una explícita
connotación negativa, degradante de su humanidad.
En 1511 Diego Velázquez, poderoso colono de la Española, pasó a la isla
de Cuba (a la que los nativos denominaban Colba, término del cual
derivará a su vez la palabra Cuba, aunque entremedio fue llamada Juana
por Cristóbal Colón, y posteriormente Fernandina) y fundó la villa
Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa. Sin embargo, ya Colón había
llegado a entrever tierra cubana el 27 de octubre de 1492; tenía la
esperanza de que se tratara del mítico Cipango, el lugar de las perlas y
del oro, cuyo rastro tan obsesivamente perseguía, pero en esta primera
incursión no se cumplieron, al parecer, sus expectativas.
En 1513, Diego Velázquez fue designado Gobernador de la isla, y a medida
que se extiende la conquista, se multiplican los enfrentamientos con los
indígenas taínos y caribes, y se acelera la fundación de nuevos
poblados: la ya nombrada Baracoa, San Salvador de Bayamo, la Santísima
Trinidad, Sancti Spíritus, San Cristóbal de La Habana y Santa María del
Puerto Príncipe (Camagüey); la Habana fue establecida primeramente en
algún lugar de la costa sur (aunque en 1517 la villa será tasladada a la
costa norte), y a fines de 1515 se funda Santiago de Cuba. Los
propósitos iniciales de la conquista estaban, a esa altura, mucho más
claros para los españoles: en primer término se buscaba oro, y en
segundo lugar, se pretendía asentar la colonización, mediante la
construcción de edificios y el establecimiento de emprendimientos
comerciales como minas y plantaciones, para todo lo cual se necesitaba
mano de obra indígena, que para entonces era escasísima, debido al veloz
exterminio de la población nativa.
Tales propósitos, sumados a la necesidad de prevenir los continuos
ataques de corsarios, determinó una gran movilidad en el proceso
fundacional de las incipientes poblaciones castellanas en la isla. Pero
por sobre todas las cosas, Cuba se convirtió, con el correr de los años
y al amparo del cálculo y la ambición de los conquistadores, en la base
o punto de partida para los viajes de exploración y conquista de la
tierra firme, o continente americano. Contaban para ello con la
benevolencia más o menos explícita de la Corona, que no podía ejercer un
control directo sobre las prácticas de los colonos y que se veía, a su
vez, interesada en extender los planes de conquista.
Conquistas que matan
Desde Cuba se tenderá uno de los grandes arcos de esa conquista,
organizado entre los años 1516 y 1518, cuyas flechas caerán sobre México
de 1519 a 1522, provocando la destrucción del sistema político azteca.
Como hemos dicho, a esas alturas ya la población indígena de las
Antillas estaba prácticamente exterminada, aunque el mestizaje viniera
creciendo a paso lento pero seguro. Durante los primeros veinte años de
la conquista española en la región, el primer Caliban (identificado
exclusivamente con el indígena) sucumbirá diezmado por la guerra, las
enfermedades, los tratos abusivos y la destrucción de los sistemas
económicos, sociales y culturales de los nativos. Los colonos
introducirán en La Española nuevos contingentes de indígenas trasladados
desde otras regiones, pero la mortandad continuó siendo tan elevada que
llegó a provocar una oleada de indignación moral en la propia isla (uno
de cuyos mayores portavoces fue Fray Antonio de Montesinos) y en España.
La llegada de los españoles a Cuba no modificó en lo más mínimo este
orden de cosas, sino que lo agravó. El radio de destrucción se amplió;
donde se posaba la bota española se sucedían los abusos, los saqueos y
la muerte, al punto de provocar también la despoblación de esta isla,
que siguió así el destino de las otras. La primera y más terrible
consecuencia de ello fue la muerte de millones de seres humanos en muy
poco tiempo: se calcula que la mortandad ocurrida en la isla la Española
fue casi completa (es decir, del 100%), y tan sólo en la meseta mexicana
habrían perecido, de 1519 a 1532, 17 millones de personas.
La segunda consecuencia fue que, a partir de 1505, comienzan a ser
introducidos en el Caribe los primeros esclavos africanos, bajo los
auspicios de Carlos V, quien concedió licencia a un miembro de la Casa
de Borgoña para traer unos cuatro mil esclavos a América en el lapso de
ocho años; cifra que creció en forma desmesurada al extenderse el
comercio de la esclavitud.
Lo demás es cuento conocido, como dice el refrán. No obstante, en
próximos artículos iremos desgranando el concepto de las dos grandes
vertientes de América que nos hemos negado, hasta ahora, a conocer y
reconocer en la plenitud de su integridad: Indoamérica y Afroamérica;
ambas son entidades o dimensiones de nuestra América de contundente
realidad, de innegable importancia y de insondable riqueza. Y
trabajaremos dicho concepto centrándonos principalmente en el Caribe, y
más específicamente en Cuba. Allí José Martí proclamó, en 1895, muy poco
antes de su muerte: ''Hombre (y mujer, agregamos) es más que blanco, más
que mulato, más que negro''. Abona Fernández Retamar esas palabras con
esta cita de Ho Chi Minh: ''A pesar de la diferencia de colores, no hay
más que dos razas en el universo: la de los explotadores y la de los
explotados''. Estas frases nos invitan a todos (americanos blancos,
americanos mestizos, americanos indios y negros) a meditar, a
reconsiderar; en suma, a pensar: el desafío que entraña el ejercicio
viviente del pensar es, en tal sentido, el de lograr desnudar los
fantasmas de nuestros viejos prejuicios, recelos y malinterpretaciones,
y atrevernos a hacer lo que nos recomienda C. Castoriadis: no renunciar
a la filosofía, no renunciar al pensamiento, porque ésa es y será
siempre la peor y más peligrosa de las renuncias.
BIBLIOGRAFÍA:
Achugar, Hugo. Sobre el ''balbuceo teórico latinoamericano''. En
Filosofía latinoamericana, globalización y democracia. Comp. Alvaro
Rico y Yamandú Acosta. Ed. Nordan. 2000.
Galich, Manuel (1966) El indio y el negro, ahora y antes. Casa de las
Américas. Nº 36-37, dedicado a Africa en América.
Fernández Retamar, Roberto (1971). Calibán: apuntes sobre la cultura en
Nuestra América. México. Diógenes.
Ricoeur, Paul (1996) Sí mismo como otro. S. XXI. Ed. México.
Regine, Robin (1994) Identidad, memoria y relato. Universidad de Bs. As.
Shakespeare, W. La tempestad. Editorial Losada. Barcelona. 2006.
Al respecto señalan autores como Mörner, Magnus (La mezcla de razas en
la historia de América Latina, Bs. As., 1969) y Claude Lévi-Strauss,
entre otros, que en no existe parte alguna del planeta tierra en que se
haya producido un entrecruzamiento racial tan formidable como el
acaecido en América Latina y en el Caribe a partir de 1492.
Achugar, Hugo. Sobre el ''balbuceo teórico latinoamericano''. En
Filosofía latinoamericana, globalización y democracia. Comp. Alvaro Rico
y Yamandú Acosta. Ed. Nordan. 2000:129.
Ricoeur, Paul. Sí mismo como otro. Ed. S. XXI. |