El sol resaltaba el rojo de los techos nuevos de aquellas casas: un conjunto uniforme de paredes blancas con jardincitos al frente. Era el barrio que ANCAP acababa de construir para sus operarios, y que pasó a llamarse "el barrio obrero de la Ancap". En el mismo estilo arquitectónico proyectó una escuela que desde que comenzó a levantarse llenó de perspectivas y orgullo a la zona. En la manzana que quedaba frente a la escuela había una enorme barranca. De su parte más profunda manaba agua, y se formó una cañada.
En aquellos años La Teja tenía mucho más campo que terreno edificado; y los que trabajaban en lugares distantes -como único medio de transporte- tenían el tranvía que iba al Cerro, y el punto de referencia para orientarse era una casa con mirador, que durante muchos años ofició de correo.
La cañada era el lugar de encuentro de nuestras reuniones infantiles. Había un puente de madera para cruzar, y ya en tierra firme, en la parte que daba al nivel de la calle, estaba la casa de una gallega que tenía aves de corral, y también una hija llamada Pilar, que era de nuestra barra. Pero no vayan a pensar que ese hecho salvaba de nuestras garras a sus patos y gansos. Bastaba que fueran a la cañada a tomar agua, para que corriéramos a sus nidos y les cambiáramos de lugar los huevos, o se los escondiéramos.
Todas las tardes a la misma hora, el italiano Picoriello, cruzaba el puente. Venía del trabajo, con su traje oscuro, su sombrero, y su chaleco; donde asomaba la cadena del reloj. Era serio, y nosotros le encontrábamos cara de gruñón. Decidimos hacerle una broma: nos esconderíamos en una rinconada del puente y esperaríamos a que pasara. Por supuesto, con los bolsillos llenos de piedras para tirarle. Así fue. El tano se enfureció, abrió su saco y extrajo de su cintura un trabuco que, por lo grande, parecía de la guerra del 14. Si no salimos corriendo, lo más probable sería que hoy no contásemos el cuento.
A raíz de ese incidente, entendimos lo que no deberíamos hacer, pero proyectamos travesuras menos peligrosas. A veces nos caíamos en la cañada y salíamos tan embarradas que nuestras madres nos tenían que dar baños de agua fría.
Después la rellenaron, desapareció el puente y, al estrenar la escuela en 1943; estábamos la mayoría de zapatillas y túnicas blancas, incluso algunos llegaron a presentarse descalzos, era y es un barrio humilde; dispuestos a recibir nociones de disciplina, respeto y buenos modales.
Así fue. Entonces comenzó otra etapa en nuestras vidas. Muy distinta, pero tal vez más linda aún que la anterior. La barra tomó conciencia de dos cosas: había que incentivar la creatividad, la inventiva. Mientras aprendíamos a leer, planeábamos como íbamos a encaminar nuestros juegos al salir de la escuela.
A la hora de jugar a los clásicos, como las rondas, la rayuela, el martín pescador o la cuerda de saltar, o quizás también a la payana; las hermanas pequeñas eran de gran molestia...como la mía: Emma, a quien no le daban las piernitas para entrar en el cuatro y cinco de la rayuela.
Al tiempo, Pilar se fue del barrio. Yo siempre pensé que su madre, la gallega, nos veía burlar a sus aves, y de buena que era, hacía la vista gorda.
|