La caja de colección |
Laila corrió los visillos y abrió las ventanas de par en par. El ambiente se iluminó con el tibio sol invernal. Se apoyó a mirar el exterior. Se le encendió el rostro con una gran sonrisa y exclamó, ¡San Telmo! Mi tan deseado reducto de Buenos Aires, ahora soy parte de ti. Estaba inaugurando un coqueto apartamento, de un segundo piso: el apartamento 202. Su número de suerte. ¡Qué casualidad! Anteriormente vivía en una casa de La Boca. Su madre, una mujer montevideana, al casarse dejó atrás su casa paterna, una construcción antigua, donde ya habían muerto sus abuelos, sus padres, sus tíos, dejando allí, sola, a su hermana, o sea a mi tía Eulalia, que con Ana (mi madre) eran los últimos eslabones de una extinguida familia. Ana se fue al casarse, a probar suerte a Bs.As., con remordimiento de dejar a Eulalia. Se instaló en La Boca y tuvo cuatro hijos. La mayor, Laila, fue la que al final nunca se fue al lado de su madre. Sus hermanos, todos, hicieron sus vidas, estudiaron, se casaron, formaron sus propias familias. Primero murió su padre, en un accidente de trabajo. Un día enfermó Ana. Laila no se apartó de su lado, hasta que le llegó la muerte. Para Laila, la muerte se convirtió en una impronta de terror. Veía a su madre por todos los rincones. La casa la ahogaba. No pudo jamás ir al cementerio. El solo pensar que debajo de una loza estaban los restos de su madre, la hacían transpirar. Logró con el tiempo superar la muerte, pero no lo que había detrás. Entre otras cosas, un cuerpo desintegrado. Iba mensualmente a la oficina del cementerio y dejaba allí una cuota para que el encargado de mantenimiento higienizara la tumba de su madre. Comenzó a trabajar con más ahínco en su profesión de escribana, para reunir dinero a fin de comprarse un apartamento. Disminuyó sus viajes. Venía muy seguido a la casa de su tía Eulalia. Allí tuvo siempre su dormitorio. A Laila le encantaba, porque había allí muchas antigüedades. Una puerta muy alta y vidriada, con cortinas de "crochet", que había hecho su abuela. En una repisa alta había una colección de cajas de roble, talladas a mano. Laila las veía desde que era niña. Muchas noches cuando no podía dormir se entretenía contándolas. Eran ocho. Sus arabescos cambiaban de forma, en su mente, a veces imaginaba figuras chinescas y otras, pequeños animales de juguete. Desde niña el ocho se hizo parte de sí misma y lo convirtió en su número de suerte. Cuando empezó a buscar apartamento, centralizó su energía en Montserrat o San Telmo, lugares cercanos a donde vivió siempre. Sentía fascinación por San Telmo, sus shopping, sus galerías de arte, la gran feria. Para ella, un lugar mítico. Y allí se quedó. Estaba feliz. Sentiría por Ana, su madre, el recuerdo más amoroso y no como en su casa de La Boca donde la vio morir. Un día recorriendo las calles de su barrio encontró en una vidriera, una hermosa caja de roble antiguo con sus incrustaciones de nácar. Exclamó: ¡Qué hermosa pieza de colección! La compraré para mi dormitorio de Montevideo. Llegaba la época de las fiestas. Sacó pasaje, envolvió su caja en el más hermoso papel con un gran moño y partió. "¡Tía Eulalia! Feliz Noche Buena. ¡Mirá lo que te traje!" "¡Ah, qué belleza! No podías haber hecho nada mejor. Esta caja la guardaremos para Ana" -Pero Tía, Mi madre ya no existe. Te olvidas de que ha muerto. Que está en el cementerio.- -No querida, jamás me olvido, pero pronto cuando se cumpla el tiempo va ha haber que sacarla de la tierra, entonces la cremaremos como a todos los de la familia, tus abuelos, tus tíos abuelos, tus tíos. Te me adelantaste, ya me iba a poner a buscar una caja para guardar sus cenizas y ponerla junto a las demás en la repisa del cuarto. |
Ma.Magdalena Ceol
Taller de Escritura y Estilo de la Biblioteca "Carlos Roxlo", barrio
La Teja (Montevideo)
Juan Ramón Cabrera - Coordinador
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