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La cartica de Rivera
por Nelson Caula
zapican@adinet.com.uy
 

UN prócer "PALANGANA"

En la página 212 del primer tomo de mi libro "Artigas Ñemoñaré Vida Privada de José Artigas: Las 8 mujeres que amó. Sus 14 hijos DEVELANDO SU OSTRACISMO Y SU DESCENDENCIA EN PARAGUAY", primera edición en diciembre de 1999, se publica, casi completa, la carta de Rivera a Ramírez, cuyo original Eduardo Picerno ubicó por estos días en el Archivo de Corrientes y nuestro buen amigo Roger Rodríguez divulgó en "La República" el 23 de setiembre de 2007, causando un interesante revuelo. La vi por primera vez, gracias a Oscar Montaño que portaba el ejemplar "El Levantamiento de 1825. Preliminares. La Cruzada Libertadora" de Antonio M. De Freitas, del año 1944. De allí Montaño la transcribió en su obra "Umkhonto Historia del aporte negro-africano en la formación del Uruguay", del año 1997 (página 200) y extrajo el facsímil manuscrito del original (páginas 241 a 245). Al intentar aportar algunas nuevas reflexiones al respecto, y luego de observar los comentarios de última hora generados a raíz del artículo de Roger, llegué a la conclusión que aquel enfoque en el que incluí la tan mentada misiva, está todavía, demasiado al día, como para no volver a proponerlo. Los lectores dirán si estamos o no en lo cierto. Por lo tanto les invito a repasar aquí las páginas 203 a 225, del primer Artigas Ñemoñaré:

Hijos de Artigas y soldados de Rivera

Por tratarse esta investigación de iluminar lo mejor que podamos las vivencias de las mujeres que constituyeron familia con Artigas, también la de sus hijos, y teniendo en cuenta el solo hecho de que Fructuoso Rivera haya sido el actor aglutinante de la carrera militar de los tres Artigas y hasta el protector -junto a su esposa- del menor; alguien puede concluir, en que por esta sola actitud, fue «Don Frutos» un hombre ejemplar.

El modelo más a mano que tenemos, el del autor Thévenet, refleja perfectamente la idea que se ha hecho carne en el imaginario social uruguayo por décadas y décadas; cuando menciona a Fructuoso Rivera lo hace con términos como «glorioso» o «valeroso jefe oriental» o conceptos tales como éstos: «acude Rivera ... llevando a su lado a Santiago, al hijo del que había sido su jefe en Las Piedras y del que era su hermano en las supremas aspiraciones del patriotismo...»; insiste en otras páginas sobre «la vinculación estrecha entre ambos caudillos y el respeto que mutuamente se guardaban» ... «tan leal era el triunfador del Rincón a esa amistad con Artigas...», etc. La honestidad de Thévenet -para quienes hemos visto hasta el apasionamiento que puso en su denodado esfuerzo por hacer justicia con la estirpe artiguista que nos ocupa- está absolutamente libre de cualquier tipo de cuestionamiento. «Publicistas» de la Historia han trabajado con ahínco durante largos períodos de la vida de nuestro país, desde un ángulo estrictamente subjetivo, para darle buena imagen al «triunfador de Guayabos». Cientos y cientos de miles de uruguayos de distintas generaciones han creído en ella de buena fe.

Observemos qué depara el lado oscuro de la luna.

El 14 de febrero de 1819 -un año previo al desastre de Tacuarembó que marca un antes y un después en el destino del artiguismo; medio año previo a la separación de Melchora y José Gervasio; y con este último en el Queguay planificando el inicio de «las hostilidades de nuestra parte» en las Misiones, el ataque combinado con Andresito- en París, el «Journal du commerce» hace pública la noticia de que «...un coronel Rivero («Don Frutos») capta el favor público y se propone, dicen, suplantar a Artigas». Principios del diecinueve, muy lejos todavía de una derrota definitiva de Artigas, el plan recambio es noticia en Europa.

Lo del «favor público» se refiere, obviamente, a la elite portuaria montevideana, «goda» a más no poder, por ello tanto tiempo sitiada y por esas épocas entusiasta pro lusitana, luego ¡pro portuguesa! cuando surge Brasil -por siempre europeísta y conservadora al fin y al cabo- que, vaya si habrá buscado un nuevo «jefe de los orientales», conciliador, con «juego de cintura», «pragmático», o mejor de «utilidad práctica»... hasta que lo encontró. Para que con esa impronta capitaneara el barco de la nación en gestación hacia una futura Suiza en América, lo más distante posible del «desierto», o «el lejano norte», tan cercano de la «banda de los charrúas».

Cierta historiografía oficial ha pretendido asignarle a la batalla de Guayabos casi tanta o más importancia que a la de Las Piedras, reduciendo el tema a algo así como «cada héroe con su batalla», la de Sarandí sería la que corresponde a Lavalleja. Comparar con cualquier otra, la magnitud que significó la victoria de «nuestro mayo» del año once, sólo tendría algún valor si trasladáramos este acontecimiento al contexto continental, y aun en él pocas se le igualan; fue justamente para Indoamérica que tuvo una enorme trascendencia como envión emancipador. Pero en esta historia «uruguaya» tan tergiversada de cada día, ya no se trata, al parecer, de cuál batalla fue la mejor ganada, sino por quién. Y es por este andarivel de indagación, que seguimos un reciente enfoque de Jorge Pelfort (Busqueda. 9/1/1997):

«Fue sin duda a muy poco tiempo de la gran victoria de Artigas sobre las tropas directoriales de Dorrego, en la batalla de Guayabos (10/1/1815) que comenzó a urdirse la espuria versión de que el comandante en jefe en la triunfal jornada no habría sido el propio Artigas, sino su comandante de milicias en dicha oportunidad, el capitán Fructuoso Rivera. Sin ninguna documentación seria que la avale, ella ha sido impuesta desde tiempo inmemorial en nuestros textos de enseñanza..

En momentos en que la batalla se encontraba en su momento decisivo, Artigas envía a Bauzá por medio de su ayudante Faustino Tejera, conminándole: "Ataque Ud. de firme, no entretenga el tiempo en guerrillas, pues Ud, sabe lo escasos que estamos de pólvora"... ¿Quién era y qué hacía por allí el ayudante Faustino Tejera? ¿Pasaba de casualidad o vino de curioso creyendo que se trataba de un festejo?... Dos décadas después, cuando el coronel Faustino Tejera -sostenedor militar y político de Rivera- solicita sus reconocimientos de servicios militares, el coronel Andrés Latorre, segundo de Bauzá en Guayabos, atestiguará... "que el Coronel Don Faustino Tejera sirvió a los ejércitos de la República desde el año 1811... habiendo sido en la acción de los Guayabos ayudante directo del general Artigas"... ¿Qué andaría haciendo Artigas por Guayabos dando la orden decisiva del triunfo?... ¿Estaría pues, Artigas, actuando como comandante en jefe o como mero "apuntador" refrescándole el libreto al juvenil capitán de Blandengues (Rufino Bauzá)?... Lo hacía muy sabiamente, desde una prudencial distancia, consciente de que él y nadie más que él, representaba La Causa de sus coterráneos.

En cuanto a la teoría del capitán de milicias Rivera comandando la batalla -prosigue Pelfort-, resulta aún más absurda... Sin antecedentes militares de valía a ese momento, resulta impensable que Artigas, que no se encontraba ni enfermo, ni en goce de licencia, ni mucho menos, se le ocurriera otorgarle el mando de una fuerza cuyo núcleo principal lo constituía nada menos que el cuerpo de Blandengues... Un mes atrás... don Frutos había aplicado un bofetón a un blandengue, lo que hizo que sus compañeros, que se destacaban por un muy quisquilloso espíritu de cuerpo, le atacaran, según Isidoro de María "despojándole hasta de sus vestidos, escapó providencialmente de ser la víctima del desenfreno de los sublevados". La oportunísima llegada de Lavalleja evitó que las cosas pasaran a mayores. Narra Bauzá que Artigas convocó de inmediato a una junta en Corrales, ordenando "...se presentasen todos los jefes y oficiales para informarle de los sucesos pasados. Con más o menos detalles, refirieron todos lo que sabían... En cuanto a Rivera, no profirió palabra..." ¿A quién se le puede ocurrir que a consecuencia de tales hechos Artigas, caudillo nato, pudiera concebir la estrafalaria idea de renunciar a la dirección de la batalla tan decisiva para confiársela justito a Rivera, recientemente repudiado y vejado por bastante más de la mitad de las tropas a comandar?

(...) Si Rivera o Bauzá, militarmente dependientes de Artigas, hubiesen sido los triunfadores de Guayabos, ¿qué demonios se han hecho los insoslayables partes de su victoria?... sencillamente jamás existieron porque el triunfador, Artigas, no se iba a escribir un parte a sí mismo con la mano derecha para recibirlo con la izquierda (...) un oficio del general Viamonte al Directorio, fechado el 13 de enero en costas del Uruguay, notificándole de "...el suceso del 10 del corriente entre el Cnell. Dorrego y caudillo Artigas" (es) la única mención que se conoce de parte de los derrotados acerca de su contrincante en Guayabos».

Agregamos ahora, por intermedio de Carlos Maggi (Artigas y su hijo el caciquillo. 1992): «El día siguiente del triunfo en Guayabos, Artigas le escribe a Baltasar Ojeda indicándole que debe organizar el regreso de las familias a las costas del arroyo Mataojo», y destaca «la primera frase de esa carta... signada por el entusiasmo...: "Mi victoria, victoria, victoria sobre los de Buenos Aires, es a favor de los orientales".»

Como si hubiese adivinado intenciones de «piratearle» el comando de la batalla. Agrega Pelfort que quienes citan la frase la traducen «distraídamente al plural como "Nuestra Victoria...", útil, aunque no fundamental adulteración a los efectos de seguir ambientando la eterna falacia».

Ese formidable revisionista que fue Don Luis Alberto de Herrera, se afilia a la tesis que un gran responsable de esta batalla fue aquel que recibió el terminante oficio de Artigas: «La pasión -publicó en 1947- pretendería, luego, negar el mando superior de Bauzá, indudable, atribuyéndoselo a Rivera...». Y el entrañable negro Joaquín -Ansina- Lenzina, desde el «entrevero» consignó: «...En la isla del Guayabo ... Artigas y Bauzá, con sus hombres ardientes, Como Rivera están, Con sus milicias valientes...»(Ansina me llaman y Ansina yo soy. 1996).

En la misma obra de Maggi, ya citada, éste ubica pormenorizada documentación confeccionada por «tres espías portugueses» que detallan los movimientos inmediatamente posteriores a Guayabos. En todos ellos, José Gervasio Artigas es el único gran protagonista:

«Artigas reunió todas sus fuerzas... Artigas incitó contra Buenos Aires... Artigas tiene el mayor empeño y el mayor interés... Artigas, recelando un ataque (...) llegaron dos caciques de los indios... para unirse al partido de Artigas. Siguieron según sus órdenes... Artigas estaba muy preocupado por la falta de municiones... Artigas no tiene intención de retirarse...» (Joao Carneiro da Fontoura, «Campamento de San Diego, 15 de enero de 1815»).

Las «fuerzas actuales de Artigas exceden el número de 3.000 hombres, casi todos armados, como consecuencia de los muchos armamentos que le han tomado a las partidas de Buenos Aires (en Guayabos)... Artigas reunió todas sus fuerzas dispersas, que mandó atacar las de Buenos Aires (en Guayabos)... el día 10 del corriente se encontraron las dos columnas (...) perdieron los de Buenos Aires 200 prisioneros y muchos muertos cuyo número, dice Artigas, ha de ser de 400 hombres... Después de esto mandó a Otorgués con cerca de 1.000 hombres para la inmediaciones de Montevideo; a Fructuoso Rivera, para Colonia y otrapartida para Paysandú... mandó orden a Blás (Basualdo) para retroceder... Artigas se puso de buen humor... mandó regresar las familias a donde antes estaban...» (Joao dos Santos Abreu, «venido del cuartel general de Artigas después del ataque»). «Artigas está en buena relación con los paraguayos... él procura cumplir su plan de comandar la campaña de Montevideo...» (Antonio Remoaldo, «venido del campo de Artigas después del ataque»).

Artigas, Artigas, Artigas... manda, hace y deshace. Artigas es Artigas. Bauzá, Otorgués, Rivera, Basualdo, Ojeda... cumplen órdenes, lo obedecen.

En pleno auge del máximo caudillo le pasaban estas cosas. Qué dejamos, entonces, para alguien que ni por asomo reunía lauros similares, por más que se tratara de un destacado oficial. «Fructuoso» (como él mismo acostumbraba firmar), al parecer, tampoco ganó la batalla del Rincón en la primavera de 1825, cuando se involucró forzadamente en la Cruzada de los Treinta y Tres Orientales. Los documentos los exhumó no hace mucho Washington Lockhart(Rivera tal cual era. 1996): cuando se produce el avance de las tropas enemigas, Rivera «ficaba encerrado e irremediablemente perdido dentro del Rincón», revela Antonio Gadea de Sena Pereira, soldado de los vencidos. Su testimonio es reproducido por Brito del Pino en El Centenario de 1825: «Servando Gómez, vigilante y dedicado, apenas descubrió el cuerpo de Jardim que traía delantera a su rival Barreto (viniendo los dos a gran galope desde Paysandú, tratando de aventajar uno al otro), fue el primero en comprender, al ver el estado de esa fuerza y el desorden y descuido en que marchaban, que la victoria era fácil. Esperó Servando Gómez pues el momento favorable, y sin prevenir a su jefe Rivera cargó de golpe sobre nuestra fuerza y con tal ímpetu que apenas se pudieron poner en línea 30 o 40 hombres cuyos caballos aún se prestaban para maniobrar. Pero no pudiendo ser secundados por sus compañeros, cedieron al ataque violento del enemigo, y pagaron con la vida su pericia, disciplina y valor. Confusos, envueltos por Servando Gómez, cuyos soldados estaban todos en condiciones de combatir, y perseguidos sin descanso, debieron precipitarse sobre la retaguardia. Siguió así el desconcierto de Mena Barreto, y el triunfo de Servando Gómez fue por lo tanto completo, pues consiguió desbandar ese segundo cuerpo, hiriendo y matando casi sin resistencia y sin peligro».

En sendas cartas a Lavalleja y a doña Fragoso, Rivera se autoproclamó como el gran vencedor. Elogiando a «Servandito», entremezclado entre otros jefes. Se comenta que fue tal el enojo de Servando Gómez, que se puso de inmediato -y por el resto de su vida- a las órdenes de Manuel Oribe. Bien lejos y en contra de Rivera. No obstante ello Don Frutos vuelve a escribirle a su mujer en octubre, a unos diez días de ese choque fundamental para la liberación de los brasileños en el rincón del Uruguay y norte del Negro: «...por tan feliz resultado te felicito haciéndome cargo cual habrá sido el placer que sentiría mama al considerarme vencedor de nuestros injustos opresores...».

Tales, algunos de los hechos que hicieron famoso a don Rivera y que tal vez, terminaron por deslumbrar -entre muchos otros- a tres de los hijos de Artigas.

Al estilo «moderado» de Rivadavia y Belgrano

Entre los tantos delitos cometidos por una educación que nos ha inculcado una historia que no fue, se nos ha inducido a creer que nuestros héroes vivían en una constante amistad y camaradería y que sólo disentían cuando se producía la desbandada.

No por graciosa deja de ser llamativa esta comunicación, a poco más de un año de Guayabos: «Usted me ha escrito dos (cartas) -le expresa Artigas a Rivera el 11 de febrero de 1816-, y tengo la fortuna de que su letra se va componiendo tanto que cada día la entiendo menos. Es preciso que mis comandantes vayan siendo más políticos y más inteligibles». ¡No le dice nada! Artigas quiere a sus lugartenientes menos brutos y más políticos. Jugados a algo más que a la «viveza criolla». Y no indecisos; más inteligibles, no sólo para escribir, sino para expresarse, y para eso las ideas, fines y objetivos, y hasta sentimientos, no pueden andar tan entreverados o turbios en sus aptitudes o actitudes y mucho menos si se dirige gente, porque puede generar confusión ante los otros.

En la vida, como la entiende el Fundador de nuestra nacionalidad -en la revolución- hay que «andar clarito»: una posición bien artiguista. Intransigente. De lógica plena en ese crucial momento. Intransigentes al máximo eran entonces los directores porteños y los insaciables invasores portugueses; cosa que suelen soslayar algunos historiadores siempre preocupados en disminuir la magnitud del Jefe de los Orientales. Más pendientes de tendencias de los días que corren, traducen esa intransigencia en maneras poco «moderadas», y por ende sin probabilidades de éxito. Facilitándose a sí mismos la reflexión, concluyen: el único «terco» de aquellos tiempos fue Artigas.

¿Con quiénes debió conciliar? ¿Con los fanáticos exterminadores de indios? ¿Con quienes nada querían saber de un equitativo reparto de tierras? ¿Con los directores porteños que andaban desesperados buscando un aristócrata europeo para ofrecerle la monarquía de todas las Provincias Unidas? En 1819 «el Duque de Luca» había ganado el «casting» para ser el gran rey porque era francés pariente de los Borbones españoles y no tenía problemas en casarse con una infanta portuguesa, contemplando así los viejos intereses de estos últimos en la Banda Oriental, una vez barrida de cuajo la más mínima expresión de gauchismo. Los congresistas reunidos en Tucumán ese año estaban contentos con ese proyecto, porque Francia les daba protección militar y económica.

Sin embargo, esa idea no fue fruto de la desesperación de una guerra interminable: ya por épocas de relativo auge artiguista, el 16 de mayo de ¡¡¡1815!!!, Rivadavia y Belgrano le ponen la firma al entreguismo total y más descomunal que se pueda concebir: le «solicitan» a un ¡abdicado Rey de España! Carlos IV; le ruegan lo siguiente: «... recurrir a Vuestra Majestad (que ya no era tal, obsérvese qué capacidad para ser «súbdito») para que les conceda el remedio que encarecidamente solicitan de las manos de Vuestra Magestad. Este remedio. Su Señoría, no es otro que Vuestra Majestad ceda gustoso a favor de su benemérito hijo, Don Francisco de Paula, el dominio y la soberanía sobre estas provincias constituyéndolo Soberano independiente de ellas... hay serios fundamentos para la esperanza en el talento del joven príncipe, capaz de estimar los progresos de la época actual y de beneficiarse con ellos. (...) Cualquier otro plan que nos separe al pueblo de estos países de la influencia de la Península será impracticable o por lo menos de muy corta duración. (...) ... inclinándose ante Vuestra Majestad en nombre propio y en representación de sus constituyentes imploran a Vuestra Majestad como Su Soberano a conceder el objeto de sus fervorosos requerimientos y que Vuestra Majestad bondadosamente tenga a bien extender su paternal y poderosa protección a tres millones de sus más leales vasallos...».


Tal la manito que le dieron «grandes» historiadores del Río de la Plata a Belgrano y a Rivadavia para el engrandecimiento de sus figuras, en detrimento de otras llenas de verdad y entereza patriótica, como es el caso de Artigas. El documento, muchísimo más extenso pero con ese único sentido desde la primera a la última palabra fue publicado en Londres alrededor de 1850, conocido al poco tiempo por un importantísimo historiador uruguayo (al que no nos interesa destacar por este tema, dado que el hombre tiene sus méritos en su materia; todos cometemos errores por más que algunos parezcan imperdonables) no lo tradujo por el «oprobio -según él- que pueda recaer sobre nombres y reputaciones que como el del primero (Belgrano) son el más glorioso timbre de la hidalguía argentina»....

Tal el gran objetivo, a esas alturas, de la «emancipación independentista» del «histórico estallido» de mayo del ochocientos diez en Buenos Aires.

Artigas, Otorgués, Gay, Blasito Basualdo, Gorgonio Aguiar, Andrés Latorre, los negros Encarnación Benítez y Joaquín Lenzina, el caciquillo charrúa Manuel, Melchora la lancera guaraní, entre muchos otros gauchos tan gauchos como lo eran ellos, a diferencia de Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, se habían tomado en serio la revolución. ¿Debió Artigas poner su firma junto a las de Belgrano y Rivadavia en ese documento, para que, los historiadores aludidos, le hubiesen dejado tranquilo sin acusarle de ésto, de aquéllo o de lo otro? Una declaración del actual «Director del Ateneo de Montevideo» -según una reciente publicación del maestro Gonzalo Abella-, es la siguiente: «Hay que bajar a Artigas de esa estatua (de la Plaza Independencia); él se fue, no quiso volver. Ahí hay que poner al fundador de nuestra Patria, a Rivera». Alguien -además del Profesor Guillermo Vázquez Franco honestamente cuestionador hasta de la nariz aguileña del Prócer- debería de una buena vez por todas exponer -¡CON SERIEDAD POR FAVOR!- las verdaderas razones del antiartiguismo que se hace perceptible, por ahora soterrado, en algunos círculos intelectuales...

¿Remanentes actuales del odio que le tuvo en su tiempo la logia «lautarina»?

Era Artigas tan cerrado que no celebraba acuerdos o alianzas..., se ha dicho hace poco, ¿qué cosa fue entonces la Liga Federal, base incuestionable del actual sistema federativo de provincias en Argentina y hasta en Brasil? ¿qué andaban haciendo embarcaciones norteamericanas con la bandera de Artigas hundiendo las ibéricas en todos los mares del mundo, incluidas las costas del Mediterráneo en España? Y los contratos comerciales que firmó con Inglaterra ¿nadie los vio? Y los paisanos ¿estaban condenados a no ser aliados de nadie?

La necedad de Artigas hizo que quedáramos fuera de la Confederación Argentina, dice alguien, hace muy poquito, en una crónica publicada en el matutino El Observador (2/5/99). Por su «culpa», por su grandísima culpa. A mediados de 1825, Juan Antonio Lavalleja proclama: «¡Pueblos! Ya están cumplidos vuestros más ardientes deseos; ya estamos incorporados a la gran Nación Argentina...». En 1828, Convención Preliminar de Paz mediante, nos independizamos como país, sólo temporalmente, como una especie de tregua, según parece haber sido el espíritu de la época. Salvo que dicho impasse se haya prolongado hasta nuestros días y no nos hayamos dado cuenta todavía, impresiona mejor la tesis del establecimiento de un Estado tapón entre «los grandes» Argentina y Brasil, impuesto por la intermediación británica, Lord Ponsomby en persona, de cara a sus propios intereses comerciales y marítimos. En 1830 se jura la primera Constitución y nace la República. Hacía entonces casi ¡¡diez años!! que Don Artigas se encontraba en San Isidro del Labrador de Curuguaty haciéndole honor al nombre de ese pueblito paraguayo. ¡Pero qué tipo tan terco! hacernos escindir así de Argentina. El tema de su culpabilidad intransferible e incompatible no tiene discusión posible: nos mató con la indiferencia.

Los «resultados están a la vista», dirá por otra parte más de uno, porque «Artigas perdió», debido a su postura poco o nada proclive a los entendimientos. Quiere decir que hasta el ardid de la traición ha dejado de ser, para ellos, mala palabra. Un endeble afán revisionista, indigno de cualquier historiador que se precie de serlo, presenta al «Artigas derrotado» como si lo hubiera sido en buena ley. ¿Acaso no existió un pacto secreto -uno más- entre los confederados argentinos o como se los llamara entonces y los portugueses? Ya hemos visto, y veremos más adelante, además, cómo gente clave, en sucesos también claves, se dieron vuelta como una media, incluso algunos, en el sentido más literal de la expresión: lisa y llanamente se vendieron al enemigo.

Eduardo Salterain y Herrera con toda su incuestionable sabiduría nos habla en 1956, con razón, de «las conciencias dormidas o compradas...». Dejando de lado el ideario, el pensamiento y todo el legado artiguista futuro, los grandes generadores de la traición en su propia época se lamentarían al poco tiempo. Es con alusión a los prohombres -José Agustín Sierra, Pedro Fabián Pérez, Juan José Durán, Bruno Méndez, Dámaso Antonio Larrañaga, Jerónimo Pío Bianqui, entre otros- del cabildeo montevideano, que Tomás García de Zúñiga, a la sazón síndico general del Estado Cisplatino, pregunta, en su manifiesto de abril de 1823, en la villa de Guadalupe (Canelones): «¿Es para ésto que ellos invocaron el auxilio de Portugal contra los Artigas? ¿Es para ésto que en 1820 os mandaron (habitantes de la campaña) dejar las armas y volver al sosiego de vuestras casas?...»

Si lo dice Tomás García de Zúñiga

Volvemos a los tiempos en que Rivera era subordinado de Artigas, un par de años después de Guayabos y uno más tarde del «cepillazo ortográfico». El 23 de mayo de 1817 en «Campo Volante en la Calera, costa de Santa Lucía Grande», treinta y seis comandantes y jefes de Artigas, entre los que se encontraban Rufino Bauzá, Manuel Oribe y García de Zúñiga, elevando todo el poder a las bases... acuerdan «unánimemente que, en atención a no existir la debida reciprocidad y confianza entre el actual comandante general, don Fructuoso Rivera, y el cuerpo de oficiales subscribientes para continuar la defensa de la patria bajo sus órdenes, elegíamos para jefe interino del ejército al coronel ciudadano Tomás García...» Le dan garantías al «Jefe de los Orientales» y le solicitan que «verifique» la decisión (de sustituir a Rivera) para que «los comandantes y oficiales de la vanguardia» puedan «prestar sus votos en quién los merezca para desempeñar aquel cargo...».

Cuatro días después, Tomás García de Zúñiga le escribe a Otorgués, que no le quedó otro camino que aceptar el mando porque «todas las órdenes de D. Fructuoso no sólo eran desobedecidas, sino altamente despreciadas, gritando hasta los soldados que no lo querían para que los mandase (...) blasfemando contra Rivera, me protestaron que, si no los mandaba, pondrían en ejecución su (...) designio de marchar a la Colonia». La misma carta explica luego que «se presentó don Fructuoso con toda la tropa de la vanguardia, amenazando atacarlos» y los oficiales desconformes «se prepararon para resistirlo con más ansia que si fuesen portugueses». La mediación de Barreiro y la disuasión de Lavalleja apaciguaron las aguas. Pidiéndole a Otorgués que interceda ante su primo Artigas para que no se le mantenga en un cargo que, dado como lo obtuvo, le resulta «insoportable»; García de Zúñiga le deja de paso su opinión muy personal sobre Rivera: «Desengañémonos, el hombre es sumamente odiado. Le falta política y modo para gobernarse, y le sobra mucha altanería y orgullo. Yo mismo, que iba revestido de toda moderación, como un mediador, interesadísimo en evitar toda efusión de sangre, fui insultado por él, y mucho más el oficial que me acompañaba. Si nuestro general se empeña en sostener a un hombre aborrecido con tanta generalidad, sin escuchar el clamor de tantos, ya podemos hacer los funerales a nuestra patria; yo preveo esta fatal desgracia, y al fin todo se habrá perdido por un solo individuo».

Y si bien este «solo individuo» al que se refiere el autor de esta misiva, pudo hacerle «los funerales» a «la patria», tamaña muerte no podría ser la obra solitaria de alguien. El propio Tomás García de Zúñiga no le iría demasiado en zaga a Rivera. Ambos fueron más realistas que el rey, cuando adhirieron a la causa portugo-brasilera.

Es en este mismo 1817 que «Artigas llegó a enterarse y a interrumpir los auxilios que, sin anuencia, le enviaban desde Buenos Aires a Rivera, e hizo regresar a Buenos Aires al oriental Adriano Mendoza, mensajero de Pueyrredón, amenazándolo con fusilarlo. (...) El 25 de febrero del 17, Pueyrredón le escribía a San Martín, diciéndole: "Me estoy entendiendo con Rivera"»(Lockhart, ya citado).

Nos reubicamos nuevamente, en el entorno de «la paliza» (la verdad es siempre la verdad aunque no tenga remedio, canta Serrat) que reciben las fuerzas artiguistas en Tacuarembó, en enero de 1820 -un año después de las noticias que diera a conocer el periódico francés- Gorgonio Aguiar, según la memoria de Ramón de Cáceres, le cuenta a Artigas en el paraje de Mataojo que «D.n Frutos, cediendo a la influencia de personas muy notables en el pays (se confirma lo de la elite antes aludida), estaba unido, o al menos en relación con los portugueses». El 25 de ese mismo mes «Lecor escribía desde San José que personas de íntima amistad con Rivera lo habían ya seducido para "ponerlo de acuerdo conmigo en el caso"»(Lockhart, ya citado).

Un mes y algo después, el 2 de marzo, en Tres Árboles sobre el Río Negro, Fructuoso Rivera admite la «obediencia del Gobierno (portugués) de la capital para evitar los males que se seguirán necesariamente de cualquier resistencia de mi parte». Entre ellas una inmediata y muy personal, dado que mientras estudiaba las propuestas del genuflexo Cabildo montevideano «se le presentó con gran aparato de fuerzas e imponente actitud militar, el teniente coronel (lusitano) Manuel Carneiro» (Eduardo de Salterain y Herrera. Revista Histórica. 1956).

No está demás recordar aquí, el aporte que incluyó Isidoro de María, en su biografía más completa sobre Artigas (año 1879): «Lecor, conforme a las instrucciones que tenía del Marqués de Aguiar, de fecha 5 de junio de 1816, ensayó el medio de un sometimiento pacífico con Artigas. Le propuso el goce de sueldo de Coronel de infantería portuguesa, su retiro a Río de Janeiro u otro cualquier punto del reino de Portugal para residir, a condición de que disolviése sus fuerzas y entregáse sus armas y municiones. El altivo caudillo rechazó con altura las proposiciones», como las llama de María, concuñado de Artigas y ferviente partidario de Rivera.

Presto y pronto, Don Frutos -que había desacatado la orden de Artigas de cruzar a su encuentro con sus tropas a Corrientes- saluda a los conjurados en el Tratado del Pilar en contra de su ex comandante y alaba a «los inmortales López, Ramírez y Sarratea, tan libres como los tres suizos que iniciaran la felicidad de su patria...». ¿Prehistórico antecedente del origen de «nuestra» Suiza de América?

Comenta Eduardo Acevedo que «si esas fuerzas lo hubieran acompañado a Corrientes, es probable que la suerte de las armas le hubiese sido favorable y entonces las Provincias Unidas habrían decretado la guerra al Brasil, como complemento obligado del derrumbe de las autoridades que habían pactado la conquista de la Banda Oriental. De ahí seguramente la amarga reconvención que el coronel Cáceres (en sus conocidas memorias) pone en boca de Artigas: "que Rivera tenía la culpa del triunfo de los portugueses"». Lo cual, por más ilustres que sean las referencias no deja de ser materia opinable, por aquello tan viejo de que la Historia es como es y no como nos hubiera gustado que fuera.

En tanto algunos tenientes de Artigas le siguieron para dirimir cuentas con los bonaerenses y otros quedaron prisioneros sufriendo el oprobio de lsla das Cobras en «el Janeiro», Rivera asumió el comando del Regimiento de la Unión, con asiento en Canelones, con el rango de Coronel, acatando la autoridad portuguesa, recibiendo «continuas dádivas de sus nuevos amos», al decir del oficial argentino Tomás de Iriarte en el primer volumen (también) de sus Memorias.

Pudo don Frutos, de quererlo, manejar pasivamente la nueva situación, sin embargo incide en el mejoramiento de las relaciones con «el gobernador» de Entre Ríos, Pancho Ramírez, justamente cuando éste va en frenética carrera en pos de Artigas. Apenas tres meses y algo, después de rendirse en Tres Árboles, el novel coronel cisplatino le escribe a Ramírez, le señala, al parecer el único impedimento que existe para la paz y la fraternidad a un lado y otro del río Uruguay: «Más para que el restablecimiento del comercio tan deseado, no sea turbado en lo succesibo, es de necesidad disolver las fuerzas del general Artigas, principio de donde emanaran los bienes generales, y particulares de todas las Provincias, al mismo tiempo que será salvada la humanidad de su mas sanguinario perseguidor. Los monumentos de su ferocidad existen en todo este territorio; ellos excitan a la comparación... mucho más a la venganza. Por estos principios han reconocido el mas tierno placer todos los orientales al nuevo gobierno, que les prestaba todos los beneficios que nacen de la paz. (...) Montevideo, 5 de junio de 1820. Fructuoso Rivera....

El opaco caudillejo entrerriano todavía no la había recibido cuando, ¡vaya
casualidad! le manda una a Rivera, el 31 de mayo, pidiéndole apoyo a su «digna» cruzada. Rivera, apurando los chasques, responde: «Todos los hombres, todos los Patriotas Deben sacrificarse hasta lograr destruir enteramente á D. José Artigas; los males que ha causado al Sistema de Libertad e Independencia, son demasiado conocidos para nuestra desgracia, y parece excusado detenerse en comentarlos, quando nombrando al Monstruo parece que se recopilan. No tiene otro sistema Artigas, que el de desorden fiereza y Despotismo es excusado preguntarle, cual es el que sigue. Son muy marcados sus pasos, y la conducta, actual, que tiene con esa presiosa Provincia Justifica sus miras y su Despecho.

El suceso de Correa (Jefe de la vanguardia entrerriana vencido por el comandante artiguista de Misiones, Javier Siti, en Arroyo Grande), me ha sido sensible y puedo asegurarle que todos han sentido generalmente que hubiese conceguido Artigas este pequeño triunfo. Yo Espero y todos que Usted lo repare...»

Rivera, en este nuevo rol asumido a principios de este mismo año al servicio del Barón Lecor; no espera a que los acontecimientos se precipiten por sí mismos. Hace gestiones, intermedia, juega de enlace entre portugueses, porteños y ex artiguistas; le agrega a Ramírez: «... y para que Usted conosca mi interes diré lo que he podido alcanzar en favor de Usted de S.E. el Señor Baron de la Laguna.

S.E. apenas fue instruido por mi de sus Deseos y me contestó que había sido enviado por S. M. para proteger las legitimas autoridades haciendo la guerra, á los anarquistas, en tál caso concidera á Artigas, y como autoridad Legítima, de la Provincia de entre Ríos á Usted. De consiguiente para llebar á efecto las intenciones de S. M. me previene, que abise á Usted que estaban prontas sus tropas, para auxiliarlo, y apoyarle como le convenga y para Este puede Usted mandar un Oficial de confianza, con credenciales bastantes al Rincon de las Salinas, donde se hallará el General Saldaña con quien combinará el pnto ó puntos por donde le combenga hacer presentar fuerza e igualmente la clase de movimientos que deven hacere. Usted persuadase que los deseos de S. E. son que usted Acabe con Artigas y para esto contribuira con Cuantos Auxilios, Están en el Poder.

Con respecto á que yo vaya á ayudarle puedo asegurarle que lo conseguiré, advirtiendole que devo alcanzar antes permiso Especial del Cuerpo Representativo de la Provincia (¡gaucho guapo nunca pone excusas!) para poder pasar á Otro, más tengo fundadas Esperanzas, en que todos los Señores que Componen este Cuerpo no se opondrán, á sus deseos ni a los mios cuando ellos sean Ultimar al tirano de nuestra tierra. (...) En todos casos quiera contar con la amistad de su atento So. Sor. y Amigo Q.B.S.M. Fructuoso Rivera» (Oscar Montaño. Umkhonto. Historia del aporte negro-africano en la formación del Uruguay. 1997). (13 de junio de 1820).

«El abrazo del Monzón»

Iniciándose el histórico año de 1825, cercano al mes de abril y al cruce, río de los pájaros mediante, al punto de la «graseada», tiene lugar uno de los últimos intentos de tentar a Rivera para incorporarlo a la rebelión que hiciera que este pedacito de territorio dejara de ser brasileño y pasara a ser... independientemente argentino. Es Gregorio Lecocq el que lo apura: «...No pierda V. tiempo, el momento mismo del recibo de ésta es el más á propósito. Sorprenda V. una noche á los portugueses, enarbole V. el pabellón de la patria y mande V. en el mismo instante á todos los puntos y pueblos de la campaña comisiones que insurreccionen el país. Dirijase después al Uruguay y encontrará cuantos auxilios necesite, pues hace tiempo que está todo listo...». Para ello hacía ya bastante tiempo que venían conspirando masones agrupados en la «Sociedad de los Caballeros Orientales». Rivera, que no había demostrado disconformidad alguna con el estado cisplatino, no tenía porqué profesar simpatía por los nuevos vientos liberadores por más que empezaran a soplar con cierta importancia. Estaba en su derecho, pero llama la atención la falta de discreción: «El caudillo ladino que es Rivera, desatiende la ocasión. Se impone del llamado y, sin pestañar, lo divulga» (Salterain y Herrera, ya citado).

Ya en marcha -sin embargo- la movida de los Treinta y Tres Orientales, los dos «compadres» Lavalleja y Rivera se rencuentran de pura casualidad y se pegan el tal abrazo en el Monzón, ungidos de un espíritu hondamente artiguista, sin la presencia de Don José Gervasio que al parecer estaba tramitando la jubilación desde Paraguay. En menos de cuatro meses, un 25 de agosto, triunfa la causa patriótica y la Independencia a la vez. De ahí en más los antiguos Francis Fukuyamas impusieron el «fin de la historia»... Oficial.

Juan Antonio Lavalleja le manda una misiva al General Carlos M. Alvear el 18 de junio de 1826 -que suele ignorar esa clase de historia- a los efectos de tranquilizarlo con respecto a sus verdaderas intenciones: las fuerzas orientales «no serán destinadas a renovar la funesta época del Caudillo Artigas. (...) El que suscribe no puede menos que tomar en agravio personal un parangón (con Artigas) que le degrada...». Y pensar que, Don José Gervasio Artigas juntó hasta el último patacón, que el chasque Francisco de los Santos quemando miles de peligrosos kilómetros en hazaña sin igual, le llevara entre otros, al propio Juan Antonio Lavalleja para hacerle más leve la prisión en «el Janeiro».

Perfectamente a tono con el tipo de historia oficial aludida, don Frutos mencionaría todavía, el «día que nos dimos la mano en la barra del Monzón...», con Lavalleja, pasado un año de registrado el episodio en carta que despachó a Gregorio Espinosa en setiembre de 1826.

Muchos fueron los testigos «oculares» de lo que sucedió en realidad. En su diario, el ayudante José Brito del Pino -que no sólo servía a las órdenes de Rivera, sino que además no podía esconderle su simpatía: «...mi querido Gral. Rivera...»; demostrando lo contrario con respecto a Lavalleja- testimonió: «...tomado prisionero (Rivera) por el General Lavalleja en Abril de 1825, se resistió a tomar parte en la guerra que se empezaba contra las fuerzas imperiales y sólo en la alternativa que se le puso de servir ó morir, se prestó á lo primero». Lucas Moreno agrega en sus Memorias que Rivera «siguió hasta encontrar la cabeza de la columna de Lavalleja, donde fue preso y desarmado, costándole esfuerzos al mismo Lavalleja el contener a sus compañeros que pretendían matarlo. (...) Rivera, prisionero e incomunicado, era destinado a ser fusilado...». Otro actor de «la cruzada», Carlos Anaya, asienta que Rivera «Rodeado por ellos fue hecho prisionero, pero protestando (gritando) que era un verdadero patriota y que aceptaba de buena fe la causa de los libres».

Francisco A. Berra -un historiador avezado, lamentablemente cultor de la leyenda negra de Artigas- dice que Rivera se encontró cercado por «verdaderos enemigos» y que no le preocupaba tanto Lavalleja «cuya clemencia le parecía fácil alcanzar, sino Oribe, que ya se había hecho conocer por la severidad de sus resoluciones y por su voluntad indomable...».

Bastaba, y así seguiría la cosa durante interminables años por venir, que Oribe tomara una posición, para que Rivera se ubicara en la contraria. Aquellos lodos -la oficialidad que le quitó el mando a Rivera en el 17, asimismo que éste bajo las órdenes de los brasileros perdiera su primer batalla contra Oribe, bajo el ala de los portugueses, en el arroyo Casavalle en el año 23- trajeron estas tempestades.

Superado el escozor que le produjo la captura y tras esta tranquilidad otorgada por Lavalleja -según el testimonio del coronel Leonardo Olivera, Ayudante de Campo de Rivera, recogido por Brito del Pino-, el apresado estaba dispuesto a colaborar, pero no en un cien por ciento. «Pues bien, compadre -le dijo entonces Lavalleja-, piénselo bien hasta la madrugada; si entonces no se ha decidido a volver al camino del honor, será fusilado y la patria vengada». Trasladado a una tienda de campaña y custodiado personalmente por el propio Lavalleja y Oribe, en guardias que se turnaban, casi cuatro horas antes del amanecer, Rivera llamando a Lavalleja, le respondió: «Compadre, estoy decidido, vamos a salvar la patria y cuente Ud. para todo conmigo».

Ese «cuente para todo» fue significativamente aprovechado por el Jefe de los Treinta y Tres: «...lo primero fue hacerle hacer -escribió Lavalleja breves días después- un oficio para el coronel Borba que se hallaba en San José para que saliera con toda su tropa y poderlo sorprender...», o sea una orden de Rivera como comandante de campaña de los brasileros. De acuerdo a unos datos que rastreó Lockhart, le denunció a su compadre Lavalleja la cercanía de las tropas comandadas por Isás con quien iba a encontrarse -«He llegado a este punto para esperar a Bonifacio Isás que viene de Durazno» le escribe Rivera a Olivera- para de allí salirle al combate a «los Treinta y Tres». Isás, más conocido como Calderón, se consideraba a sí mismo con respecto a Rivera como «su más fiel y efectísimo amigo» y Rivera le había escrito a Lecor que Isás era «un notable servidor». Juntos los tres -Rivera, Isás y Lecor- habían llegado incluso a compartir las grandes resoluciones del tiempo cisplatino.

«No te puedo pintar -le cartea Juan Antonio a su Ana Monterroso, apenas tres días más tarde del «abrazo»- cuál fue la situación de aquel hombre cuando se vio entre mis manos: me suplicó le librara su vida...».

No es fácil de asimilar, así como así, la «clemencia» obtenida por parte del principal de los «Treinta y Tres». El propio Lavalleja no podía contener su encono, finalizando julio de 1824 -¡faltando nueve meses para la cruzada libertadora!-, por la forma en que tuvo que huir desterrado a Santa Fe: «Yo creo que tus esfuerzos -le escribe a Miguel Barreiro- y los de alg.s otros SS.q.e se interesan en que vuelva á reposar en mi pays y en el seno de mi familia serán inutiles. (...) el decreto del Emperador no distingue personas, p.rq.e pues el S.r Marques, Barreto, y el Wasinton Rivera se oponen ha q.e pueda volver á mi Provincia.

(...) Tu recordarás la última entrevista q.e tuvimos en tu chacra, (...) te mostre el oficio reprehensivo q.eme pasó ese ingrato de Rivera cuando me hallaba en esa plaza donde me llamaban las atenciones de mi familia, q.ese hallaban todos mis chicos con la epidemia rigurosa de viruelas, y pago tributo al de Mariquita. En esa misma noche te hice presente q.etemia q.eeste buen hombre abultara calumnias á su antojo para destruyrme, efectivam.te asi sucedio q.e al día sig.te llegué á mi estancia, donde le había comunicado q.eme dirigía, y reciví, un oficio endemoniado donde me decía q.e como Gefe me ordenaba y q.ecomo amigo me suplicaba me pusiera en su presencia, q.eel g.ral estaba sofocado contra mi; y q.esolo el podía calmarlo. Le contesté conforme merecía su impavidez, y dí parte á mi gefe inmediato q.eera Herrera, le hice presente q.esi desgraciadam.te Frutos tenía intervencion en mi comision, desde aquel momento pedía mi dimision, y q.e si se me violentaba yo me podria á salvo de sus tiros.

El objeto principal p.r q.eel me ha calumniado es por q.een la comision q.ese me había destinado p.rel Juzg.o de Bienes de Difuntos no podía meter la uña.

(...) mis intereses (...) solo alcanzaban escasam.te p.ala subsistencia de mis hijos (...) ha esos inocentes es aquien pertenecen. (...) quando llevaron el ganado todos fueron dueños, destrozaron como quisieron, apartaron la mejor Novillada y la Vendieron, un Cor.l Fernández tomó de su autoridad lo q.ele pareció. ¿Quién pagó? Aldemonio; tu puedes considerar qual estara mi espiritu viendo despojarme de mis intereses y q.e si hasta ahora me he conducido con prudencia, en adelante no omitiré medio alguno en obsequio de la venganza con tanta justicia. (...) con imposturas me ha sacrificado á sus fines particulares ese ingrato...».

Muchos años después, el mismo Juan Antonio profundizará en la forma en cómo fue despojado de esos intereses que «tenía en Campaña consistiendo en una estancia poblada en la costa de S.ta Lucía Grande (paso de Fray Marcos) con sus mil cabezas de ganado Bacuno sobre mil Yeguarizos. Una tropa de nueve carretas con tres mudas de sus bueyes cada pieza (y un) almazen surtido en la puntas de Clara.

(...) D. N. Herrera sobrino político de D. Fructuoso Rivera, q.eestaba al servicio de los portugueses fue comisionado p.r el mismo Rivera p.alevantar en peso todas las haciendas de aquella estancia, y conducirlas á S.n Jose (...) p.a darles el destino q.eellos creyeran mas conveniente. La tropa de carretas con las boyadas correspondientes se las apropió D. Frutos y comisionó á D. José M. Raña p.aq.e las vendiera en el Continente.

D.a Ana (Monterroso, esposa de Lavalleja) se presentó exigiendo los intereses de su marido é hijos, el D.r Nicolás Herrera le contestó q.ehasta las sillas de la casa se las habían de quitar...».

Situaciones como éstas desestiman cualquier previa combinación entre ambos «compadres», que diera lugar a una «mise en escene» montada para cuando estuvieran frente a frente en abril de 1825, y que uno se hiciera el preso y el otro el que lo detenía. A esta teoría se afilian algunos historiadores, incluso serios y respetables, y que han ensalzado desproporcionadamente los devotos del oficialismo histórico. La naturaleza humana no permite en ninguna época y menos en aquellas de tanta confrontación, que un individuo le invente a otro razones trascendentes para atacarlo, usufructuando en realidad la vileza del robo material; y cuando pocos meses más tarde se encuentran, se sonrían y jueguen como niños al policía y al bandido. Se den la mano... y un abrazo.

El Coronel brasileño Enrique Ferrara le escribe a Lecor el 15 de mayo de 1825, luego de quedar detenido junto a su jefe Fructuoso: «... las órdenes que yo había recibido hasta entonces de Rivera eran oponerme a las tentativas de Lavalleja y reforzar la partida de Laguna». Nuestro subrayado desestima todo tipo de acuerdo previo, lo que además se confirma y a ésto se han referido varios historiadores como Reyes Abadie, Bruschera, Lockhart, etc., por el hecho de que el mencionado Laguna -riverista fiel, obediente exterminador de indios «infieles» en Salsipuedes- carecía de órdenes de Rivera para plegarse a la Cruzada.

Cuando Lavalleja tuvo a tiro a Rivera, antes de que llegara el invierno siguiente al de la ira manifestada en su carta a Barreiro, ésta se hizo a un lado. A cambio de «su justa venganza» el par de horas a solas en aquel rancho a orillas del Monzón en el Rincón del Perdido, bastaron para que «el libertador» fuera forzando verdaderos tesoros para su causa, como lo fue éste: «Pueblos y havitantes de la Banda Oriental (...) estoi satisfecho de haber desempeñado religiosamente mis deberes, mientras estuve persuadido que el Emperador cumplía sus promesas; le fui fiel, agradeciendo las condecoraciones con que me distinguió; más luego que advertí su doble intención, yo no debía ser el instrumento de la esclavitud de mi Patria, y mucho menos cuando por la falta de cumplimiento á sus promesas, quedaba desligado del juramento q.epresté con mi Regimiento. Del mismo modo estáis vosotros desligados; Corred pues á las armas. Defender nuestros derechos o perecer en la empresa, es nuestro tema. Sos-tenedlo, bravos Orientales, y seréis dignos de la posteridad de la Patria y de Vuestro Jefe». Lo firma Don Frutos Rivera en su Cuartel General de Durazno el 17 de mayo de 1825.

Se da todo a la vez: la despedida al Emperador y, al instante, a renglón seguido, la bienvenida a la nueva «empresa» cuyos derechos hay que defender o perecer por ella. Si el Barón Lecor quiso evitar ponerse en contra a Rivera cinco años atrás cuando significaba algo, pero no mucho, entre el siempre levantisco paisanaje, otro gallo cantaba ahora. El tiempo no había pasado en vano y aquellos gauchos orientales -que fueron tales por la devoción de Artigas en quien quizás ni pensaban, pero es innegable que lo habían incorporado a sus entrañas- tenían su norte actual, como hemos visto, en Rivera. Seguramente querían ser más dignos de ese «Vuestro Jefe» que de «la posteridad» de una Patria que estaba en las mismas tinieblas que Artigas. «Vuestro Jefe» gozaba de mucho más autoridad en el territorio a libertar, que aquellos treinta y tantos orientales que habían cruzado a Soriano. Rivera debía vivir para que no muriera la cruzada. La «Patria» de «Argentinos-orientales», al decir de Lavalleja en su proclama, apenas puso un pie en las arenas de «la Graseada».

En el mes de octubre de 1826, obligado por «los rumores» que circulaban, Rivera comenta el tema, en otra carta que le arrima a Gregorio Espinosa; lo hace helípticamente: «...yo no creo que el General Lavalleja mande tal Sumaria de que he sido su prisionero porque en ese caso sería más criminal que yo en razón de haber confiado el mando de las principales fuerzas de la provincia. (...) Con ningún prisionero se capitula de ese modo y si se hace como se confía la suerte de un país a un prisionero...». Enfoque político, sin dudas; no entra en detalles por más que se dirija a su íntimo y leal amigo, depositario de su total confianza.

Si bien parece no haberse advertido, ¿acaso no actuó de igual manera en Tres Árboles en 1820 cuando fue rodeado por Manuel Carneiro y se plegó con tropas y pertrechos, y grados al servicio de don Lecor, el Barón de la Laguna?

El hombre andaba corto de memoria cuando le escribe al Goyo Espinoza. Que él haya sepultado en los laberintos de su mente otra cartita que mandó antes al general Pablo Zufriategui, uno de los Treinta y Tres, el 28 de octubre del mismo mil ochocientos veinticinco, vaya y pase; lo que por lo menos debería preocupar algo, es que ella lograra escabullirse de tantos «objetivos» historiadores, bastante más interesados en exaltar la misiva a Espinoza. Leyó Zufriategui: «...desde que yo me rendí al Ejército, e impartí las órdenes que hallaba a bien impartir el Señor General (Lavalleja)...» . Ahí dice «yo me rendí», y la firma Fructuoso Rivera. Nicolás Herrera se dirige a Lucas Obes en mayo, siempre del veinticinco: «...Lavalleja destacó partidas (...) en termino de haberle servido para sorprender a Frutos. Pillado éste, lo hizo Lavalleja entrar en sus planes...». Si estos dos -conspicuos compinches de don Frutos- dicen que Rivera fue sorprendido y pillado por Lavalleja, es porque fue así nomás. No podía existir en el planeta entero plan secreto alguno del cual no estuvieran al tanto o no hubieran confeccionado, estos últimos.

Si algo no le faltaba a Rivera, era olfato para saber cuándo un «sistema» se desmoronaba y se aproximaba otro. En el veinte «ya fue» con Artigas, en el veinticinco «ya fue» con Brasil y Portugal; por más que siempre aguardara estar con el agua al cuello, de lo que «ya fue» había que aguantar hasta el último segundo y sacarle el máximo provecho. Responde Rivera a quienes lo invitan a adherir a la causa argentina, en momentos que acababa de optar a favor de Brasil y en contra de Portugal, arrancando 1823: «...los hombres, nunca arriesgan su fortuna y sosiego sin fundada esperanza de gloria o provecho». Toda una autodefinición. Panegíricos de Rivera, definen estas actitudes suyas como pragmáticas. El intelectual paraguayo Juan Andrés Gelly, contemporáneo de aquél, parece hacerle justicia, cuando se refiere a su «conducta en zig-zag».

Apenas transcurridos tres años de funcionamiento de «La República» con su primer Presidente Fructuoso Rivera, en Buenos Aires se hace pública la «Exposición del General D. Juan Antonio Lavalleja, de su conducta relativa a los últimos acontecimientos del Estado Oriental del Uruguay y examen de los hechos del Gobierno de Montevideo». Importa la fecha: 1833, el momento y el largo título, por lo serio de la reflexión. La fuerte acusación, fue absolutamente ignorada; el Presidente de la República, ni se dio mínimamente por aludido:

«Cuando tomé prisionero en 1825 al Gral. Rivera, se le halló en su cartera una autorización para que ofreciese mil pesos al que le entregara mi cabeza, y otros mil al que presentase la del entonces Mayor y ahora General D.n Manuel Oribe. Gefes existen a quienes comisionó al efecto, y que miraron tal encargo con el horror y el desprecio que naturalmente inspira...». Había comisionado jefes para que cortaran las cabezas de quienes, ¡a puro grito!, terminaría pidiéndoles que les perdonara la vida.

Un muy cómodo Rivera, en pleno disfrute de la vida que le proporciona el país cisplatino, le confiesa al Juez Valentín Saenz, en diciembre de 1822: «La providencia que tanto nos protege ha hecho desaparecer aestos sembradores de discordia, como sucede con Lavalleja...». El mismo Rivera, ya no tan tranquilo, escribe en julio de 1825: «...mi compadre (Lavalleja) si nosotros logramos darles un golpe aestos Judíos (portugueses) en tonses ya no ai traidores ni covardes intrigantes, todo el mundo se vuelve patriota asta el Tirano de el en perador y el mostro de el Barón de Laguna de salir cantando el Sielito dela patria...».

En el veintidós Lavalleja está lejos de armar cualquier lío que le perturbe la vida; en el veinticuatro debido a conspiraciones nunca confirmadas, lo persigue y le sustrae todos los bienes que puede dejando a su familia con lo puesto; en el veinticinco vuelve a ser su («mi») compadre y cree que todos son capaces de volverse patriotas con la misma facilidad y tranquilidad de conciencia que lo hace él.

En el veinte su ex jefe Artigas pasa a ser un «Monstruo», en el veinticinco su ex-jefe Lecor pasa a ser un «mostro»... Cuando menos, los muchos que actualmente lo estiman, como nos consta, deberían reconocer que era muy mal agradecido.

El idilio con el perdonavidas de su compadre y nuevo jefe Juan Antonio, no duraría demasiado; en el veintiséis el que se exilia en los pagos de Estanislao López en Santa Fe es don Rivera. Juntos habían dado -sin dudas- un paso gigante; lástima que «la única autoridad» capaz de valorar todo lo que se podía obtener cuando éstos se unían e imprimirle una dirección cierta a esos logros, se hallaba muy lejos de estos acontecimientos, en medio de los grandes yerbatales de la selva paraguaya.

«Al retirarse los brasileños de Sarandí, Lavalleja ordenó a Rivera que los persiguiera y redujese. Lo que hizo Rivera fue en cambio acercarse todo lo que pudo... procurando establecer acuerdos con los invasores... La respuesta recibida fue totalmente negativa e insultante; y peor fue la de Lavalleja, quién no pudiendo soportar más las deserciones materiales y morales de Rivera, lo degradó y lo declaró "Traidor", sin más ni más. Fue entonces que Rivera transmitió a su ayudante Brito del Pino que había tenido un "entredicho y disgusto" con Lavalleja, resolviendo pasar a servir con el Gral. argentino M. Rodríguez, apostado en el norte de Entre Ríos... no muy esclarecido por la explicación de Rivera... Pero a Rivera se le desertaron casi todos sus acompañantes, y Rodríguez, desconfiado, lo acusó de imprudente, y más enterado, ratificó el dicterio de "traidor" que supo había recibido. Rivera, en esos intríngulis, nunca aflojaba, y decidió seguir a Buenos Aires. Allí, en agosto 15, comparte un brindis con Juan Manuel de Rosas, y el 2 de setiembre pide relevo a los unitarios, pero Rivadavia, muy enterado, decretó su prisión por traición y connivencia con Brasil. (...) En Buenos Aires, en todos los edificios públicos e iglesias, se expuso la declaración infamante: "Traidor", expidiéndose la orden «de que fuese fusilado en cualquier lugar donde se le aprehendiese» (Lockhart, ya citado). 

La situación había llegado esta vez al límite de los límites. Tan embromadas estaban las cosas que Rivera debía encarar una empresa tan enorme como imposible, que lo pudiera reivindicar... Y encontró qué. Debía ser algo que demostrara con creces y sin ambages que Brasil era su enemigo, y para nada «o mais grande do mundo».

Sea quizás -o mejor sin quizás- la patriada que se mandó en 1828, reconquistando Las Misiones, ese gran momento que hace que un hombre haga Historia, justificada e incuestionablemente. Por sí y ante sí, Rivera, al mejor estilo artiguista -«Recelamos mucho que Frutos quiera ser una segunda parte de Artigas...» expresó con acierto el periódico Constitucional Riograndense el 31 de octubre-, puso en jaque a toda la región, y le pegó un susto descomunal a los brasileros que no lo podían parar con nada: «Si el enemigo levantó el Departamento de Misiones con 270 hombres casi desarmados, cuando aquella frontera era defendida por más de 600 hombres bien armados y municionados, sin que nuestra gente disparase un tiro: cómo le escapará Porto Alegre y Río Pardo, cubierto apenas por los restos del Regimiento 24 que cobardemente huyeron, por algunos reclutas y Paisanos, cuyo número total no llegará a cuatro cientos hombres (...) muchas cosas que ocurren, me hacen creer que la Provincia se perderá infaliblemente...» ( Salvador Maciel, Presidente de la Provincia de Río Pardo a Bento Barroso, Ministro de Guerra de Brasil, Porto Alegre 26 de julio de 1828).

Barrenó Rivera, con esta acción, la parsimonia de la diplomacia internacional, en especial la británica y apuró, lo que terminó no en Provincia, sino en Estado independiente. Por lo menos así figuraría en los papeles. Pero, es admisible reflexionar que gracias a este desesperado arranque suyo, los límites que al final nos tocaron pese a nuestra notoria pequeñez territorial, fueron mucho más amplios que los planificados por los extranjeros que venían decidiendo nuestra independencia -los «lores», «marqueses», «barones» y «vizcondes» hablaban de la «Provincia de Montevideo» al estilo de las diminutas polis supuestamente soberanas, tipo Gibraltar; el propio Rivera se refirió en el desarrollo de esta campaña del veintiocho, a que se «nos ofrece huna nueba Monarquía feudal, o hun Ducado establecido bajo los principios del Emperador que serían identicos a los q.e rigen en el Brasil con sierta dependencia q.e vendría a ser huna completa esclavitud»-; y si no se pudieron recuperar los «Siete pueblos misioneros», viejo sueño de Artigas, casi toda su gente gaucho-guaraní-misionera tras «éxodo» semejante al que rumbeara al Ayuí en 1811, se acumuló en la colonia de Bella Unión, fundada por Rivera para la ocasión.

Una reciente publicación, del autor inglés Peter Winn (Inglaterra y la Tierra Purpúrea) plasma el marcado interés de la elite urbana de Montevideo para que ondeara por estas tierras, en forma definitiva, la bandera británica. Dice él que en «cada una de las décadas entre 1820 y 1870, el Foreing Office recibió propuestas de uruguayos para colocar a Uruguay bajo la protección británica -o de un protectorado conjunto que incluyera a Inglaterra-. Algunas de estas propuestas provenían de los representantes del gobierno, otras de individuos privados, pero todas ellas de miembros de la elite uruguaya y Londres las podría haber usado como pretextos». Entre los adalides de estas iniciativas secretas o reservadas, constantemente rechazadas por los ingleses, figuran Francisco Joaquín Muñoz en 1838 (Ministro de Hacienda y Jefe de la Aduana), Francisco Antonio Vidal (Ministro de Relaciones Exteriores) y José Ellauri en 1841-42, Florencio Varela en 1843, Manuel Herrera y Obes en 1848, Mateo Magariños Cervantes en 1854. Hasta en ¡1865 y aun después con la guerra de la Triple Alianza en marcha! «uruguayos influyentes -dice Winn- abordaron al emisario inglés con propuestas para un protectorado británico o bien para una monarquía bajo uno de los numerosos hijos de la reina Victoria»... ¡Una vez más el viejo irreversible absolutismo rioplatense reducido ahora al pie del Cerro de Montevideo y setenta años después de la súplica de Belgrano y Rivadavia a Carlos IV.! Tal cosa «no era necesaria» para la óptica británica, como se sabe y se comprobó con creces, sus metas eran «exclusivamente económicas» y como correctamente afirma este investigador inglés, a partir de la dictadura militar del Coronel Lorenzo Latorre, por 1882 Gran Bretaña ya «había consolidado una supremacía comercial en Uruguay».

Si bien por 1824 fueron muy intensas las conversaciones de Don Frutos con los jefes «gaúchos» norteños, sus buenos amigos, y mucho fue lo que se avanzó en ellas para la conformación de un solo Estado, poderoso e independiente entre las Provincias de Río Grande y la Banda Oriental; es acendradamente fuerte la presencia del espíritu artiguista en toda esta campaña de las Misiones. Quedan señaladas las referencias de este emprendimiento tan positivo: el estilo, el sueño de integrar los pueblos misioneros, un nuevo «éxodo» o «redota». Pero la planificación de penetración en tierras norteñas, reproducía el Plan de Defensa elaborado por Artigas, mejor aplicado por Rivera en esta ocasión. Decía Artigas, ya a comienzos de mil ochocientos doce: « ...pienso abrir la campaña por la ocupación de los pueblos de Misiones (...) dirigida por una combinación de movimientos...». El largo tiempo transcurrido, no había sido suficiente para que aquellas poblaciones olvidaran a Don Pepe y su «sistema», a «Artiguinhas» (Andresito) y los sueños que habían labrado juntos, los tapes misioneros y su viejo «Protector». El sentimiento se mantenía intacto y todavía aguardaban por él o por alguno de sus jefes. .

«El plan de Artigas -al decir de Agustín Beraza- cobraba nueva vida a través de Rivera. Un ejército de bronce se animó en las selvas del norte al conjuro de esta voz y al agitar de aquella vieja bandera. Era que la Patria Oriental recién se integraba con sus verdaderas fuerzas. Rivera había producido el milagro de hacer retroceder el tiempo, de retornar a la época de Artigas».

A pesar que Rivera no reconocería derechos de autor: «Este fue mi antiguo Plan», le escribe a Lavalleja en febrero de aquel 1828; justo es aplaudir el cien por ciento de su iniciativa y posterior éxito. Cuando Rivera partió hacia el norte, Oribe y Lavalleja (¡cuándo no!) salieron a perseguirlo, al volver aquél, éstos lo recibieron con todos los honores. Es plenamente compatible el juicio del historiador Francisco Bauzá (que no tenía demasiada simpatía por Rivera, desde que avalaba que el verdadero ganador de la batalla de Guayabos había sido su padre Rufino) al afirmar en 1895: «...cuando Rivera apareció nuevamente en la escena, sublevando al pueblo y deslumbrando a todos con sus victorias (...) Rivera tenía la conciencia de su fuerza en aquel momento o por mejor decir él era la fuerza de la revolución».

La nobleza de Mr. Noble

Innecesario es aquí, explayarnos nuevamente en el tipo de excelente relación, inmejorable, que se daba entre Artigas y la Nación Charrúa... Pero poco se ha insistido en que estos indios siempre estuvieron al servicio de las buenas causas patrióticas; ellos como núcleo humano con identidad propia, prácticamente insuperables en valentía, fueron en innumerables oportunidades parte importante de esa «fuerza de la revolución». Es más, se los ha injuriado con el único propósito de justificar su genocidio y etnocidio, desde su época en adelante, a través de esa historia hecha al gusto y gana de los vencedores. A raíz de la campaña en Las Misiones del veintiocho, Rivera anota en un parte de guerra: «No menos digna de la consideración de V. E. (fue) la conducta de los indios minuanos y charrúas al mando de los caciques Polidoro y Juan Pedro...».

Así describió Eduardo Acevedo Díaz -manejando papeles de puño y letra del General Antonio Díaz, testigo presencial de los hechos- la suerte corrida por el mismo Polidoro, cuando todavía no habían pasado tres años, un 11 de abril de 1831: «Frutos llamaba en voz alta de "amigo" a Venado, y reía con él; (...) y Bernabé (Rivera) que nunca les había mentido brindaba a Polidoro con un chifle de aguardiente en prueba de cordial compañerismo. (...) Apenas Frutos, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, (...) dirigióse a Venado, diciéndole con calma: "Emprestame tu mangorrera para picar el naco". El cacique desnudó la cuchilla que llevaba en la cintura y se la dio de buen talante. Al cogerla, Rivera sacó una pistola y disparó con ella sobre Venado. Era la señal de la matanza. (...) Los clarines tocaron a deguello. (...) El archicacique Venado, atravesado por muchas lanzas, fue derribado en el centro de la feróz refriega; Polidoro sufrió su misma suerte; otros quedaron boca abajo entre rojos charcos, con la astilla del rejón clavada en los pulmones. (...) No fueron pocos los que se defendieron, arrebatando las armas a las propias manos de sus victimarios.

(...) El cacique Pirú, al romper herido el círculo de hierros, le gritó al pasar, con fiero reproche: "Mira, Frutos, tus soldados matando amigos"...».

Un innoble hacendado -tan inglés como Ponsomby, Canning, Hood y Dudley, «desinteresados», «gentiles» y ¡casuales! «mediadores» de la independencia oriental- llamado Diego Noble que «estaba muy vinculado a los círculos financieros y navales del Río de la Plata, como lo certifica copiosa documentación» (Eduardo Acosta y Lara. La guerra de los charrúas. 1998), junto a otros voraces terratenientes que lo querían todo para sí, casualmente brasileños en su mayoría, reunieron la importantísima suma de treinta mil pesos para costear la empresa de detener y embarcar la mayor cantidad de charrúas y minuanes y dejarlos librados a su suerte, junto a los aborígenes locales de la Patagonia. Contaban con la connivencia de la misma elite comercial portuaria, y esclavista, montevideana, que ya fue destacada anteriormente y que ahora ocupaba los principales cargos del nuevo gobierno republicano: Ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores: José Ellauri, Fiscal de Gobierno: Lucas Obes, Representante y Miembro del Tribunal de Apelaciones: Julián Alvarez y Senador: Nicolás Herrera.

Sobre algunos de los personajes antes mencionados, conviene recordar, por ejemplo, que don Nicolás de Herrera -el mismo que pretendía hacer sentar en el suelo a Doña Ana Monterroso, que además de ser la esposa de Lavalleja, era hermana del cura José Benito, uno de los más destacados secretarios de José Artigas y sobrina de éste- es poseedor de esos antecedentes que tienen la insuperable facultad de hablar por sí solos. Luego de una estadía por España al servicio de su monarca, había llegado antes del motín de Aranjuez, pero ello no le impidió alternar con Fernando VII, Napoleón y su hermano; se desempeña luego como Ministro de la Real Hacienda de Montevideo en el definitorio año de 1810; contrario a la emancipación aguanta en la Ciudadela asesorando al Cabildo. Luego de la batalla de Las Piedras, se incorpora brevemente al ejército sitiador a las órdenes de Rondeau redactando varias proclamas «revolucionarias». Una vez formalizado el armisticio con los españoles se traslada a Buenos Aires y casi de inmediato pasa a ser secretario de Gobierno, para luego ascender como Ministro de Gervasio A. de Posadas, siendo entonces un durísimo opositor a Artigas y suscriptor del decreto de condenación de este último. Al caer el régimen directorial en 1815 es desterrado a Río de Janeiro. Se repone rápidamente: el 20 de enero de 1817 -luego de varias gestiones previas- entra a Montevideo... desfilando junto a Lecor y el «victorioso» ejército portugués. En octubre de 1822, a propósito de la fidelidad que ambos profesaban a los sistemas de gobierno, le escribe a Rivera: «¿Y qué nos importa q.e se llame Rey, Emperador ó Director?».

Por su parte Lucas Obes, cuya hermana se casó con Nicolás de Herrera, y al igual que su cuñado se doctoró joven en Madrid, junto a Juan y Pablo Zufriategui, a José Trápani y Blas Pérez, integrando la autonominada «revolución de los cívicos» de 1816 conspiró en Montevideo contra el gobierno de Purificación. En este mismo lugar guardó prisión un año antes en manos del propio Artigas, lo cual no es poco decir. En 1821, en los inicios todavía del Estado Cisplatino ya era Procurador General, estando más de un año en la corte de Brasil, un par de años después se incorpora al gobierno, ahora brasilero, de Lecor en San José y al otro año vuelve a Río de Janeiro como diputado de la Cisplatina, al siguiente adhiere desde Maldonado donde aparece proveniente de Brasil para incorporarse a los Treinta y Tres. Firmada la Convención de 1828, asume como Fiscal General y Ministro de Hacienda del provisiorato de Rondeau. Cuando Rivera deja la primera presidencia, y asume su eterno enemigo Manuel Oribe, Lucas Obes continúa al frente de los ministerios de hacienda, gobierno y relaciones exteriores. Más o menos así de firmes en sus convicciones patrióticas, eran casi todos los que constituían el gabinete del joven gobierno republicano.

Parece ser que Don Obes tenía otro destino para la fortuna reunida por los estancieros para embarcar a «la indiada», dado que «exterminar» los más antiguos y verdaderos dueños de esas tierras, resultaba más barato.

El General José María Paz en su Memoria, considerada un verdadero clásico del género, describió que «el general Rivera piensa que es liberalidad el más desenfrenado despilfarro y que es un medio de premiar servicios o de complacer a los que quiere agraciar, ponerlos en una posición donde ellos puedan por medio de especulaciones sórdidas o de robos positivos, apropiarse la fortuna pública».

Paz, «unitario», que luchaba en la guerra por la misma causa que Rivera; agrega que «una infinidad... de bribones de toda clase, que se enriquecían a costa del erario».

El historiador Julio Rodríguez ya aclaró por 1968 que este análisis hecho por José María Paz «del contorno especulador que rodeaba a... Rivera ha sido ratificado por las modernas investigaciones». Y también por impresiones muy anteriores; el afamado naturalista inglés Charles Darwin, sobre esta especie difícil de clasificar en su teoría, comenta en su diario de viaje del año 1833, a su paso por Montevideo sobre «la más desvergonzada corrupción llevada a grado supremo. Casi todos los funcionarios públicos son venales (...) el presidente y el primer ministro están de acuerdo para estafar al Estado». Otro visitante galo, Isabelle, definió ese Montevideo como un «antro de las peores inmoralidades».

La masacre del 11 de abril de 1831 -en la que no abundaremos dado que las investigaciones de Eduardo Acosta y Lara (La guerra de los charrúas) y la muy reciente de Rodolfo Martínez Barbosa (El último charrúa. De Salsipuedes a la actualidad) resultan insuperables y además de tener mucha difusión actualmente, están al alcance de cualquier lector que se interese por este tema- se produce luego de una muy oculta (tanto que llama la atención del citado Acosta y Lara), detallada y fríamente calculada planificación. El hijo del general Antonio Díaz (que se llama igual) se refiere al «secreto del plan». Fructuoso y Bernabé Rivera convocan a varios caciques amigos y sus tribus completas con mujeres y niños, para una nueva guerra contra Brasil, al recuperar el ganado que los invasores trasladaron a Río Grande durante el período cisplatino (se robaron hasta la última cabeza) les tocaría alguna parte a la vuelta y además les daría tierras. Si allí estaba la orgullosa nación aborigen es porque aceptaron de buen gusto, en eso no fallaban nunca; pero fue esta invitación la primera -y central- mentira, de una serie de engaños y emboscadas que se suceden vertiginosamente en pocas horas, una vez que en la tranquilidad del campamento los bravos guerreros habían hecho sus armas a un lado.

Para que luego Rivera se jactara de lograr lo que no pudieron hacer ocho virreyes, fue necesaria además, la conformación de otra «triple alianza»: el ejército «oriental», tropas brasileras al mando de Rodríguez Barbosa y una más, argentina, comandada por Lavalle. El repugnante traslado, reparto y aceptación de las «Chinas con crías, y sin ellas» como dicen los documentos oficiales de entonces, otras «despojadas del modo más bárbaro de sus inocentes hijos», ignominioso botín «de guerra», está tan a tono con todo el operativo, que sin lugar a dudas, le hace honor. Guardando cierta relación con estos sucesos, no tiene desperdicio la reflexión con la que, Fructuoso Rivera, cierra su comunicación con Julián Laguna al enterarse de la muerte de su sobrino Bernabé -su verdadera mano derecha y sin dudas uno de sus favoritos- en la última batalla contra los charrúas, ganada por estos últimos en Yacaré Cururú:

«¡Qué golpe ha recibido mi corazón y que pérdida acaba de hacer la patria! -escribe desde Durazno el 28 de junio de 1832- Perdimos dos oficiales y nueve hombres, y perdimos, amigo mío, seguramente a Bernabé, que tuvo la desgracia de rodar y quedar en poder de los bárbaros. ¡Paciencia!».

Bernabé Rivera andaba por las cercanías de Bella Unión escarmentando la tímida rebelión de los guaraní-misioneros comandados por Comandiyú y Tacuabé. Eran los mismos que vinieron con Fructuoso Rivera en el veintiocho, cuatro años después carcomidos por el hambre y la miseria, una vez que apenas vadeado el Cuareim «les fue enajenada una cuantiosa parte de su patrimonio comunitario, evaporándose el resto en manos de espe-culadores y traficantes que desde un primer momento habían acudido a instalarse entre ellos» (Acosta y Lara, ya citado). El optimismo y la fe de los guaraníes en que «Don Frutos arbitraría recursos y soluciones que los llevara al feliz término de sus necesidades (los mantuvo) serenos y esperanzados. Pero Don Frutos, ya Presidente de la República, vivía al margen de tales problemas, desoyendo las advertencias de quienes asistían al derrumbe de todos los valores de la incipiente Colonia» (Acosta y Lara, ya citado).

Opina Eduardo Acosta y Lara que el único propósito de Rivera «era el de formar allí un semillero de lanceros que apuntalaran al Gobierno y fueran llenando las necesidades del Ejército». De este peculiar criadero de Bella Unión, recuerda el mismo autor, «salieron las guerrillas de indiecitos, los famosos "guayaquises" que habrían de distinguirse en Cagancha y otros combates de la época», y que fueron factótum de la masacre de Salsipuedes.

Indios... y negros, siempre tan considerados por Artigas. Veamos la suerte que les deparó «La República».

Volvemos a Eduardo Acevedo desde sus Anales Históricos: «Prosiguió el tráfico de esclavos durante toda la administración Rivera, a despecho de las prohibiciones dictadas por la Asamblea Constituyente y las legislaturas ordinarias posteriores. Raro era el barco del Brasil (¡una vez más en «negocios» con nuestro gobierno!) que no trajera una remesa de negros a título de «peones de servicio», que en el acto eran bajados a tierra y vendidos clandestinamente por 400 o 500 pesos cada uno.

(...) La venta de negros continuaba siendo (...) regular y corriente...». Por imposición de Inglaterra (¿¡otra vez!?), dado que el arranque de su revolución industrial no podía competir con la mano de obra esclava, se soluciona el problema en 1842: «Desde la promulgación de la presente resolución no hay esclavos en todo el territorio de la República», decía lo dispuesto por el gobierno en su artículo 1°. Lástima que había un segundo artículo: «El Gobierno destinará los varones útiles que han sido esclavos, colonos o pupilos, cualquiera que sea su denominación, al servicio de las armas por el tiempo que crea necesario». Y un no menos lamentable tercer artículo: «...las mujeres, se conservarán en clase de pupilos al servicio de sus amos, con sujeción por ahora a la ley patria sobre pupilos o colonos africanos», el cual se debe haber hecho para que nadie consultara, dado que no modificaba nada. Salvo el quizás esperanzador «por ahora»...

En Tres Cruces, el histórico punto montevideano donde tuviera lugar el «Congreso de Abril» y Artigas mostrara al mundo sus ideas a través de las «Instrucciones del año 13»; mediante un verdadero prodigio de simple y paciente ingeniería de los responsables de construir allí la actual terminal de omnibuses, Don Rivera, en el monumento que lo recuerda, se dio el lujo de cabalgar unos metros hacia adelante. En Guayabos mientras Artigas tomaba el mate que le servía Ansina en medio del campo, EL hombre fue Rivera; al siglo siguiente en Tres Cruces, donde Artigas anduvo de paso seduciendo pulperas solitarias, se luce la esfigie de Rivera. En Mandisoví y Purificación, como vimos, esos poblados que don Pepe Artigas amó profundamente lo que brilla es la ausencia de todo y de todos...

El cuatro de noviembre ¡de 1997! un Representante Nacional hizo uso de la palabra en sala de Diputados, enalteciendo la estupenda trayectoria de Rivera. Lo de Salsipuedes fue para él «una batalla» y «un enfrentamiento», los charrúas combatieron con «armas» que les habían cambiado los «franceses por cueros y carnes», y para nada fue una «batalla tan sangrienta como sí lo fue la que luego le costó la vida a Bernabé, una muerte que Rivera sintió especialmente, como la de los mismos charrúas a los que había conjuntado en varios pueblos debido a su afán civilizador...». Y punto.

El legendario Garibaldi, aliado suyo en el gobierno de «la Defensa» consignaría en sus memorias refiriéndose al «feróz ex Presidente de Montevideo», y a las «mezquinas pasiones capitaneadas por un general sin méritos...».

«Se acostumbra -considera Lockhart- encumbrar a Rivera declarándolo "Fundador del Partido Colorado", distinción a la que nunca reconoció ni mencionó. Y recuérdese que la segunda expulsión del país, después del desastre de India Muerta, agregaba la prohibición de su regreso; y la tercera vez, a raíz del desbande de su ejército en Paysandú, Mercedes y Maldonado, quiso ser, y lo fue, una "eliminación definitiva", de la que se salvó cuatro años después, y no por cierto por obra del Partido Colorado, habiendo sido su destierro en 1847 resolución firmada nada menos que por Melchor Pacheco y Obes, Lorenzo Batlle y Breno Más de Ayala».

Lo que son los laberínticos vericuetos de nuestra inmaculada historia oficial. En tanto Rivera no sería -de acuerdo a Lockhart- el fundador del Partido Colorado, Lavalleja en cambio llegó, anciano y decadente a incorporarse al mismo y no existe hoy día, quien lo reivindique...

La República que nace en 1830 con Constitución y todo -«¿Qué dice ese librito?» se mofaba el Presidente Rivera cuando le reclamaban que la cumpliera- lo hace con la escala de valores que su primer mandatario y su cenáculo de señoritos y cortesanos le imprime como impronta.

En ese marco y rodeados -como no podía ser de otra manera- de los estandartes de Inglaterra, Brasil, y Argentina, «festejamos» frente al Cabildo montevideano «nuestra» primer Constitución. «Gloria eterna a los hijos de Oriente y a la noble Argentina Nación (SIC)...», cantaba el himno compuesto para la ocasión, por un especialista en la materia, don Acuña de Figueroa.

No sólo a casi dos mil kilómetros de distancia se hallaba físicamente Artigas en ese momento, lo estaba a años luz del espíritu y el alma de ese acto, que además de hacernos país y no confirmarnos como provincia autónoma, nacía con los «elevados méritos» morales aludidos. Por algo le confiesa al Coronel (rosista) Eduviges Gutiérrez en la muy calma Ybiray, que prefería «morir tranquilo donde estaba, antes que plegarse a ningún movimiento que no fuese el que él mismo había iniciado y por el cual estaba expatriado...».

Igualmente lejos de ese jolgorio del treinta en la vieja plaza de la verdura (como llamaban entonces a la de la Matriz), tan expatriado como aquél que había contribuido tanto a forjarlo, estaba el sentimiento del pueblo oriental humilde y mestizo. Sus gauchos, indios, negros, chinas, canarios; criollos dignos, esperanzados en algo mejor que un horizonte de peones de estancias, extinción, esclavitud interminable, explotación, inhumana competitividad...

Pero lo difícil era saberlo entonces. En el fragor de aquellos tiempos donde lo normal era la guerra y lo raro la paz, por más que todos tuvieran claro que esto último era lo preferible; discernir entre las cualidades de dos caudillos, más cuando uno había desaparecido y el otro -por demás dadivoso- había estado presente durante tanto tiempo, no era para cualquiera.

Ni Melchora Cuenca, ni sus hijos, ni el resto de la gente modesta como ellos, se iban a poner a evaluar si la cabeza de Artigas en manos de sus perseguidores rodaría cuesta abajo por alguna cuchilla porque dentro de ella habían ideas que cortar de raíz; y que por esta misma razón, la de Rivera estaba segura. Ninguno de estos patriotas de verdad debe haber estado al tanto de las cartas de Don Frutos a Ramírez -«Mis gauchos no saben leer» había dicho ya don José con respecto a otro libelo anterior en su contra; ni el mismo Artigas -pese a que a nuestro entender, estaba mucho más enterado de lo que pasaba por estos lares de lo que todos pensamos- las debe haber leído jamás. Lo más probable, por otra parte, es que la mentalidad imperante en toda aquella abnegada población, escudriñara la posibilidad de que mientras se recomponían las muy diezmadas fuerzas y Artigas preparaba la vuelta tan anunciada, Rivera resistiera -por cierto que de una manera muy peculiar- aquí, y que algún día, el más indicado, estarían juntos otra vez dándole batalla al enemigo.

El punto de referencia lógico, obvio, visible y a mano de las muchedumbres del campo, no era, no podía ser otro que Fructuoso Rivera. Ostentaba en sus constantes recorridas, además, designado por «la autoridá», y entre otros el resonante cargo de Jefe de la Policía de Campaña. Así durante casi cinco pacíficos años, lo cual no se daba desde los tiempos del virreinato en los períodos en que la «indiada» se tomaba vacaciones.

Apenas llegado de su cautiverio Lavalleja se integró, al igual que otros ex jefes artiguistas, al regimiento de Dragones a las órdenes del coronel Rivera. Luego se internó en Rincón de Zamora administrando y custodiando «las estancias de intestados» y de allí al exilio argentino. Manuel Oribe, al año siguiente, en 1822, pasó a comandar un escuadrón de caballería en la capital. Ni Lavalleja ni Oribe «estaban en el ruido», pero además la actitud que tomaron de vasallaje ante Lecor, debe haber despejado las dudas del otrora «pueblo reunido y armado» a la vera de Artigas.

El hombre del momento, el caudillo guía en tiempos de la Cisplatina era «Don Frutos». Si hasta Juan Antonio Lavalleja aceptaba ser subordinado de Rivera en el cuerpo de la Unión, ¿qué otra cosa podía esperarse de la carrera militar de Juan Manuel Artigas Velázquez, José María Artigas Villagrán y Santiago Artigas Cuenca?

En tanto Rivera mantuviera la popularidad generada en ese tiempo, su camino futuro sería el de muchos que poco o nada reparaban en las continuas sinuosidades y marchas atrás. El caudillo -por más que fuera «ladino» o «palangana» como lo llamaba Lavalleja- traza el rumbo y los demás acatan. Su estilo de autoridad no cesa ante la presencia soberana.

Nelson Caula
zapican@adinet.com.uy
 

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