La llamada Narrativa de José Castro Urioste A Manuelita Fernández |
Casi Medíanoche. Vuelves a mirar el teléfono. Está ahí, reposando en la mesita de tu cuarto. Casi medíanoche. No te atreves a levantarlo. Lo miras. Luego miras el reloj que está en la cómoda. Ellos deben estar esperando tu llamada. Quizás Amanda, tu mujer, esté sirviendo la comida y los muchachos anden jugando en el patio trasero de la casa. Casi medíanoche. Tus ojos se clavan a la ventana: hoy ha hecho un frío del carajo. Y ese frío se nota en la calle: nadie camina desde hace horas, los árboles han perdido hasta la última hoja, y en la pista y las veredas se ven unos manchones blancos de la nevada de hace tres días. Sí, no falta nada para que sea Navidad. Tu primera Navidad en New Jersey. La tele anda encendida en la sala. No tienes ni idea de lo que están pasando a pesar que pusiste uno de los canales en español. Sólo escuchas desde tu cuarto un ruido que resulta amorfo pero te hace compañía. Te acercas a la ventana: sientes un poco de aire frío que se cuela dentro de tu cuarto. Pones tu mano ahí, en la rendija, tratando de cubrir el aire. Si supieran ellos de ese frío. Si supiera Amanda. Si supieran tus hijos. Cuándo en Lima un viento helado se iba a colar por una ventana como si fuera una fuga de gas, cuándo había que sacarle la escarcha al parabrisas del carro por la mañana, cuándo había que estar pendiente de la calefacción. ¿Cómo llegaste a eso, Rubén? ¿Cómo llegaste hasta aquí? Jamás lo pensaste, jamás lo soñaste. Y te acuerdas cuando tu hermano Francisco te propuso abrir una tiendecita para vender repuestos de carros. Sí, cómo te acuerdas de esa tarde. Cuántos años ya hace de eso. Él había visto un local que se alquilaba en la Avenida Iquitos, y no pedían mucho para el alquiler. Y por todos los alrededores de la avenida había talleres de autos. El que menos caería por la tienda, Rubén. Sí, te acuerdas. Tu hermano Francisco siempre sonriente, siempre convincente. Habría que tener un buen surtido de repuestos, te dijo. Sobre todo repuestos de Datsun, Volkswagen, Toyota, Chevrolet. Ésas eran las marcas. Tú Rubén eras amigo de la mayoría de mecánicos que chambeaban en el área. Quién no te conocía. Con quién no habías tomado un par de cheli- tas. Y pasándoles la voz a esos patas ya se tendría una buena clientela. ¿Qué decias? ¿Le entrabas a la chamba, Rubén? Y te animaste. Con tu hermano Francisco remodelaron la tiendecita. Pusieron armarios, cajas, archiveros, mostradores. Todo comprado en Tacora a precios ínfimos. Todo arreglado por ustedes mismos. Cómo te acuerdas de eso, cuanto tiempo ya. Pintaron la fachada de la tienda: la mitad de la pared en blanco y el resto en un azul añil tremendamente chillante. "Es un tono bien chuchumeco", dijo tu hermano. "Y esos son los colores que le gustan a la gente". Arriba de la puerta pusieron un inmenso cartel: "El Pistón Loco". Así le pusieron a la tienda. "Hay que hacer que todos nos compren a nosotros" decia Francisco, "hay que hacer que hasta el mismo Manco Cápac, el que está parado en el pedestal de la plaza, se baje de allí y venga un día al Pistón Loco a comprar bujías para su Célica ¿Te imaginas, Rubén, a Manco Cápac con lentes oscuros y manejando un Célica con el acelerador a fondo?". Y para la inauguración del Pistón Loco invitaron a los mecánicos del barrio y destaparon varias cajas de Cristal y de Pilsen. ¡Qué tiempos aquellos, Francisco! ¡Qué tiempo aquellos, Rubén! En un año quién sabe cuánto se vendió. Fue la locura del Pistón Loco. No había repuesto que no tuvieran. Abrían a primera hora, y eran los últimos en cerrar. Casi hacía fines del segundo año Francisco te dijo que que tal si compramos el local, hermano, ya no alquilarlo sino que fuera de ellos mismos, vamos a medias, ¿qué dices, Rubén? Y lo compraron. Te acuerdas bien cuando firmaron los papeles. Te acuerdas de la sonrisa de tu hermano. Te acuerdas de la tuya. Se habían roto el lomo pero tenían su tienda. Es nuestra, Francisco; es nuestra, Rubén. Miras la hora otra vez: un poco más y las dos agujas están una encima de la otra. ¿Qué ibas a decirles a tus hijos esta vez? ¿Qué ibas a decirles además del saludo protocolar de esta noche navideña? Le preguntarías a Amanda si llegó la plata que le habías enviado por Western Union, le preguntarías como les había ido a los muchachos en el colegio. ¿Habían pasado todas sus clases? Bueno, Rubencito ya estaba en la universidad. ¿Le había gustado su primer semestre? Y el enano de Paulín, tu hijo menor de cinco años, cómo se estaba portando. Amanda te había contado en tu última llamada que Paulín iba a salir vestido de San José en la ceremonia de clausura y que esa misma tarde iba a alquilarle un traje, con bastón y con barba. ¿Habría sacado fotos, Amanda? ¿Las podría escanear y mandarlas por Internet? Ése sería un buen regalo que podrías recibir para estas fechas: una foto de Paulín vestido de San José y una foto de todos ellos. Y piensas en la Amanda de hace casi veinte años. La que conociste cuando recién habían comprado el Pistón Loco. Llegó acompañando a su hermano, un colorado que parecía salido de Lurigancho que vino a preguntar por un cigüeñal para Volkswagen escarabajo. Ella hablaba poco, masticaba chicle, miraba de un lado para otro, masticaba chicle. Era flaquita, como las que a ti siempre te han gustado. Hacía calor y llevaba una camiseta sin mangas, unos pantalones cortos. Tú poco le conversaste esa vez. Pero le hiciste un buen descuento al Colorado. Para que regrese con su hermana, pensaste. Y el Colorado regresó después de un tiempito. Esa vez necesitaba pistones, válvulas, cilindros, todo de Volkswagen escarabajo. Te provocó decirle esa vez que no había descuento por no haber traído a su hermana. Igualito se lo hiciste. No sabías bien por qué, pero lo hiciste. Y a las tres semanas se apareció ella solita. Todavía era verano. Todavía llevaba camisetita sin mangas, pantalones cortos. Todavía masticaba chicle. Lo rumiaba en realidad. Rumiando te dijo que venía a buscarte de parte de su hermano porque necesitaba unos repuestos y te dio un papelito. Había todo tipo de repuestos de Volkswagen escarabajo, como siempre. Y ella allí te contó la historia. A su hermano le habían robado el carro hacía un par de años y recién habían recuperado sólo el chasis, y ahora estaba armando el motor de a pocos. Entonces se te ocurrió decirle que cuando fuera a registrar el número de motor que te avisara porque tú podrías darle un mano (siempre y cuando ella regresara, pensaste). Y el Colorado reapareció por el Pistón Loco. Sí, hermano, te dijo, inscribir el número del motor era un papeleo de nunca acabar, y un dolor de cabeza y pura coima. Ya había sobornado a más de uno y todavía las cosas no estaban y lo único que quería era que se inscribiera el número en el nuevo motor. Que vaina, hermano, te roban el carro, te lo devuelven jodido, lo pones en orden, y ahora hay que coimear hasta a los ministros solo para grabar el número. ¿Lo podría ayudar, Rubén? Su hermana Amanda había dicho que le podría dar una mano. ¡Ah!, se llamaba Amanda, pensaste. Después de tanto tiempo recién te enterabas de su nombre. Amanda, bonito nombre. ¿Qué decía, Rubén? ¿Lo ayudaba? Si quería, Colorado, él mismo, Rubén, grababa el número. Así nomás, sin permiso ni nada. Tenía el cincel y todos los números listitos para ser grabados. Nadie lo iba a notar. Ningún policía. Se lo garantizaba. Iba a poder andar tranquilo por todo Lima. El Colorado aceptó. Gracias, Rubén. No te imaginas lo que es salir en el carrito de nuevo. ¿Cómo le podía pagar esto? Y casi al año y medio te estuviste casando con Amanda. Vaya pago que te hizo el Colorado. Claro, hubo un adelanto: Rubencito estaba en camino. Al principio los tres estuvieron en casa de los viejos. Tus viejos adoraban a Amanda. Pero el Pistón Loco era imparable. Contrataron al Colorado porque empezaron a abrir incluso los domingos. Y a veces venía la gente de los barrios pitucos a comprarles a ellos no sólo por el precio sino porque siempre tenían todos los repuestos que el cliente pedía. Entonces soñar con una casa propia no era una ilusión. ¿Qué te parece ésta, Amanda? Quedaba en Pueblo Libre. A tres cuadras de la Avenida La Marina. "Pero está un poco lejos de la casa de mis papás", dijo ella abriendo una caja de chicle. Amanda era recontra pegada a sus padres, sobre todo a su mamá, quien también de rato en rato masticaba chicle. Tú pensaste que podría ser la oportunidad para despegarla un poco. "Una combi te deja en veinte minutos", le dijiste. "¡Qué son veinte minutos de separación de la casa de tu mamá! Y todos los domingos nos vamos a verla para que la ayudes en lo que sea. ¿Qué te parece, Amanda?" La convenciste, Rubén, previa hablada con el Colorado. Tu mano que estaba cerca a la ventana empieza a cambiar de color. Te frotas, y el frío va pasando. Afuera todo sigue igual, inmóvil, congelado. Ya es medianoche y entonces finalmente te animas a agarrar el teléfono. De tu billetera sacas una tarjeta de llamadas pre-pagadas y marcas la recatafila de números, luego el prefijo de Perú, el de Lima, el número de la casa. Y esta última palabra se te queda dando botes en la cabeza. Alguna vez tuvieron una casa todos juntos, y tú estabas en esa ecuación de todos juntos. Una casa que tú mantenías con la ayuda de Amanda, una casa en la que los muchachos corrían de un lugar para otro y hacían sus fiestas de cumpleaños, una casa a la que llegaban tus viejos y los de Amanda, y tus hermanos y los de Amanda, y cocinaban un par de ollas de arroz con pollo y bebían cerveza Cristal. ¡Mierda, el teléfono anda ocupado! A esta hora, y en esta noche, todo el mundo debe estar llamando a todo el mundo. ¿Para qué carajo estuviste esperando hasta las doce si sabías que iba a dar ocupado? En fin, sería para decir feliz Navidad cuando todos allá estaban diciendo lo mismo. Como si eso fuera a cambiar mucho tu historia de pasar estas navidades acompañado de un televisor encendido al que no haces caso. Das unos cuantos pasos y estás en la sala. Miras la televisión por primera vez y ahí anda ese animador panzón que se llama don Francisco haciendo el ridículo. Te sientas en el sofá. En la televisión un tipo canta espantosamente. Hay que estar desesperado por plata o tener mucha personalidad para cantar así de mal en público. Y don Francisco baila alrededor del tipo que canta hasta que suena una trompeta estridente y viene un fulano vestido de león que se lleva al cantante fracasado. La tele sigue y tú te vas olvidando de ella. La ves y no la ves. Piensas que en tres semanas será el cumpleaños de tu hija Ana Lucia. Ya va para los trece añitos. Parece mentira: trece añitos. ¿Qué te gustaría regalarle, Rubén? Ana Lucía nació cuando ya habían comprado la casa de Pueblo Libre. Sí, en esa época. Habías conseguido un préstamo a veinte años. Y la casa tenía mucho espacio, y mucha luz. A Rubencito también le gustaba y Amanda terminó acostumbrándose a los veinte minutos de viaje en combi hasta la casa de su mamá. El Pistón Loco seguía en buena locura. No creciendo, pero se mantenía. Daba para contentar a su familia, daba para la familia de su hermano Francisco, y también para el Colorado que era soltero. Pero tu hermano Francisco dijo que se hacía necesario tener un nuevo contador. Alguien que manejara mejor la cuestión de los impuestos porque por ahí se los estaban comiendo. No era justo, Rubén, decía Francisco, uno ponía su esfuerzo en levantar un pequeño negocio y este nuevo gobierno se quería comer la mitad de las ganancias, ¿por qué no recortaban los sueldos de los diputados? Tu hermano Francisco contrató a Araceli Sandoval, egresada del programa de contabilidad de San Marcos, y con maestría, también en contabilidad, en la Universidad San Martín de Porras. Cuando la viste, pusiste ojos de libido. Y te imaginaste encima de ella. Quién sabe si ella imaginó también lo mismo. Semanas después les tocó cerrar la tienda. ¿O ella se quedó hasta que tú tuvieras que cerrar la tienda? Cuando estuvieron a solas, no hubo palabras, no hubo titubeos, era una fuerza que se les venía desde adentro y en medio de pistones y válvulas y baterías se fueron uno contra el otro y rugieron los motores. Tenías treinta y cinco años y nunca antes habías sentido esa sensación por una mujer. Nunca. Instintos básicos, te dijiste. Nadie se enteró del romance. Ni tu hermano Francisco. Así se pasaron casi seis años. A escondidas, en secreto. Cómo te gustaba tenerla a tu lado. Instintos básicos. Casi seis años. Instintos básicos. A escondidas, en secreto. De pronto, una tarde te dijo que ya era hora que hablaras con Amanda, que ella, Araceli, tampoco se podía pasar así toda la vida. ¿Hablar con Amanda?, pensaste. Eso nunca fue parte del contrató implícito con Araceli. No supiste cómo reaccionar. Tú pensaste en tus hijos. Jamás los dejarías. No dejarías a Amanda. Tampoco. Pero cómo te gustaba tener a Araceli a tu lado. Instintos básicos. Y saliste con la mentira más fácil: "Ten un poco de paciencia". Una mentira que podría costarte cara porque le daba a ella una esperanza. Entonces con el tiempo Araceli vino a la carga. ¿Cuándo ibas a hablar con Amanda? ¿Por qué no pensaban en mudarse juntos? ¿Acaso no se conocían suficiente? No respondiste. Y Araceli te enfrentó. "Tu no piensas decírselo, ¿no?" Así te lo dijo. A boca de jarro, a quemarropa. De tu parte silencio. "Se lo diré yo", dijo ella, su segundo disparo y te dejó solo en el cuarto de uno de los tantos hoteles que visitaban. No te quedó otra alternativa que hacerle la consulta a Francisco. "Mira, hermano, la historia es ésta". Él se quedó boquiabierto. Jamás lo hubiera sospechado. ¿Casi seis años en ese plan, Rubén? Luego que le soltaste todo, tu hermano permaneció pensando. "Tienes que escoger entre una de ellas", te dijo. "Ya escogí", le respondiste, "y yo no quiero dejar a mis hijos". "Entonces te toca hablar con Amanda, antes que Araceli lo haga". Se lo contaste a Amanda. Y te botó de la casa esa misma noche. Te odiaba, te odiaba con todo el corazón. Viviste un buen rato en un hotelito por la Avenida Canadá. Araceli se quedó sin trabajo y jamás supiste de ella. ¿En dónde andará ahora? Toda la familia de tu mujer se enteró de tus instintos básicos, y toda tu familia también. A pesar de eso empezaron a interceder a tu favor. "Vamos, Amanda, Rubén no era un mal tipo", le decía el Colorado, "ha metido la pata pero no era un mal tipo". Ella te odiaba. Tú siempre veías a tus hijos. Tratabas de llevarlos al colegio, de comprarles sus antojos, tratabas que no faltara nada en la casa de Pueblo Libre. Entre una ida y otra, y entre tanta cantaleta familiar, Amanda terminó aceptando que regresaras. Pero siempre quedó archivada en su memoria la sombra del engaño (aunque nunca supo que fue por casi seis años). A eso había que agregar que fue con una mujer de veintitantos, y a eso había que agregar que tu esposa ya bordeaba los cuarenta. Entonces Amanda tenía sus pequeñas revanchas insinuando que los chiquillos las preferían maduritas, tan maduritas como ella, y a ti no te quedaba otra opción que quedarte en silencio, pensar en el tiempo de los instintos básicos. Escuchas un chirrido en la televisión. ¿Qué pasó? ¿Se acabó el programa o habrá un problema con el cable? ¡Ah!, te estabas olvidando. Caminas un par de pasos y llegas a la cocina. Abres la refrigeradora: la botellita de sidra. La destapas, te sirves un trago. Siempre hay que brindar ¿no? Caminas otro par de pasos y llegas a la sala. Entonces bebes un trago de sidra y te dices a ti mismo: ¡Feliz Navidad, Rubén! Te sientas en el sillón, te encoges en ti, cambias de canal con él control remoto. ¡Feliz Navidad!, repites y miras al techo, hay un par de manchas de humedad: ¡Feliz Navidad! Suena el teléfono. Rubén, el teléfono está sonando. Y reaccionas y saltas. Son los chicos que estan llamándote. Es Navidad. Y el teléfono suena. Y corres los cuatro o cinco pasos desde la salita hasta tu cuarto. Y agarras el teléfono. "¡Aló!" Del otro lado se escucha un muchas felicidades porque usted ha sido elegido para una instalación gratis de Direct TV, y por un mes puede también tener cable gratis, y el mes siguiente entrará en un sorteo para pasajes a Disneylandia para toda su familia. Cuelgas. Un sabor amargo. Miras la hora: doce y media. Es hora de un nuevo intento. Seguro que allá están comiendo. ¿Habrán ido tus suegros a la casa de Pueblo Libre? ¿Estará también el Colorado? ¿Seguirá él haciendo taxi en su Volkswagen? Sacas la tarjeta de llamadas pre-pagadas. Y de nuevo la recatafila de números. Esperas. Ojalá que la llamada entre esta vez. Esperas. Carajo que todavía no entra. De nuevo haces otro intento. Nada. Entonces caminas cinco pasos y llegas a la sala, das una mirada a la televisión, caminas dos o tres pasos más, entras a la cocina, abres la refrigedora, a ver qué hay: unas sobras del chifita de anteayer, o quizás calentar ese arroz y meterle un huevo frito. Mejor tomarse otro trago. Cierras la puerta de la refrigeradora. Dos o tres pasos y andas en la sala donde dejaste la botella de sidra. Te sirves. Salud, Rubén. Te vuelves a servir y te acuerdas que Francisco habló por primera vez de Renusa al poco tiempo que dejaste a Araceli. ¿Qué es eso, hermano? Tú vivías en la luna. Con todas tus vainas familiares no tenías ni idea de lo que estaba pasando a la vuelta de la esquina. Y Francisco te lo dijo: es que están viniendo a Lima empresas muy grandes. Quién sabe si Renusa sea una de ésas. Vaya uno a saber. Lo cierto es que están abriendo un inmenso local en el Paseo de la República, un poco antes de llegar a la Avenida Canadá ¿No habías visto el letrero, Rubén? La verdad que no, tú sólo habías tenido cabeza para pensar en que Araceli ya no estaba, en que Amanda de rato en rato te mandaba un dardo y de vez en cuando la veías en Internet buscando citas a ciegas con mocosos, y en que por suerte tus hijos estaban bien a pesar de la crisis familiar. ¿Y esa tienda Renusa nos puede afectar las ventas, Francisco? Ojalá que no, pero tú tenías que hablar con tus patas mecánicos, Rubén, para que ellos siguieran enviando a sus clientes al Pistón Loco, para que se mantuviera esa costumbre. Entonces hablaste con el Huaylas, con los hermaños Ordóñez, con Mauricio. Todos dijeron que no te preocuparas. Ellos eran fieles al Pistón Loco y mantendrían a su gente fiel al Pistón Loco. Al principio no hubo problemas de ventas. Lo suficiente para vivir tranquilo. La caída se sintió hacía el final del año, cuando Renusa empezó a ser conocida. Francisco se jalaba los pelos. "Es que esos pendejos de Renusa venden unos repuestos alternativos chinos a mitad de precio. Como competir, Rubén. Cómo mantener a nuestros clientes por más que los mecánicos le digan a su gente que vayan al Pistón Loco, que ahí tendrán los mejores descuentos. Cómo Rubén". Renusa tenía de todo, desde llantas hasta aceite, pasando por sensores, bujías, alfombras, y todo es más barato. "¿Que hacemos, hermano? No te quedes callado y dime algo. Deja ya de pensar en tus polvos con la contadora y dime algo, Rubén, dime algo". "Amanda, está embarazada". "¿Que?" Tu hermano se quedó mirándote fijo: ése no era el mejor momento para aumentar la familia. "No había estado planeado, Francisco, y parece que lo vamos a tener". Tu hermano volvió a mirarte fijo: ¿Cómo iba a llamarse? Quizás Paulín. Francisco te puso una palma sobre el hombro: "En nombre de tu hijo Paulín, vamos a ganarle a Renusa", te dijo, "vamos a buscar esos repuestos chinos y venderlos más baratos para mantener a nuestros clientes y para que tu tercer crío tenga todo lo que se merece". Buscaron a esos proveedores de repuestos chinos por todo Lima, por el Callao, por el sur del país. La respuesta fue la misma: Renusa tenía el monopolio. A mitad del año solo había una solución para tener menos gastos. "¿No hay otra salida, Francisco?", le preguntaste a tu hermano. "Es lo único que podemos hacer para sobrevivir. Ya hemos perdido la mitad de la clientela, pero nos queda la del barrio. Con ellos podemos continuar con vida. Pero tenemos que hacer recortes". Entonces despidieron al Colorado. "Lo entiendo", les dijo, se encorvó un tanto, "por suerte tengo mi Volkswagen y puedo ponerme a hacer un poco de taxi". Paulín nació riéndose. No llorando sino matándose de risa. Era como si no estuviera enterado del mundo al que llegaba, o como si tuviera el don de burlarse de todo desde su nacimiento. También su nacimiento hizo que Amanda dejara de enviarte dardos y dejara de buscar muchachos veinteañeros por Internet. Parecía que de verdad se había olvidado de tu vida con Araceli y que de verdad te había perdonado. Todos en la familia hicieron fiesta por la llegada de Paulín y decidiste, a no dudarlo, que el padrino fuera tu hermano Francisco, y de madrina Amanda impuso a su madre. Por tres años vivieron con las justas. A las justas con los pagos de la casa, con el colegio de los chicos, a las justas con los pagos de la luz y el agua, y ya no quedaba más. No había un centavo extra para instintos básicos. Porque, a fin de cuentas, las amantes cuestan. ¿En dónde andaría Araceli? ¿Habría venido también a los Estados Unidos? Varias veces soñaste despierto que la encontrabas en un supermercado gringo haciendo las compras de la semana. ¿Te hablaría? ¿Te hablaría Araceli después de tantos años? Y tú, ¿qué le contarías? Era mayo. Lo recuerdas bien. Era mayo y Lima ya tenía ese cielo grisáceo invernal. Era mayo cuando le dijiste a Francisco que en el terreno ese a tres cuadras más abajo, ese terreno que eternamente siempre fue un baldío y en el que a veces, cuando eran chiquillos, jugaban pelota, allí mismo, te había parecido que estaban construyendo. "Ojalá que sean viviendas", dijo Francisco. En tres meses levantaron toda la construcción. Un local de dos pisos, color gris, con grandes vidrios. Renusa había abierto una sucursal. Cuando tu hermano lo supo, se sentó detrás del mostrador del Pistón Loco, apoyó el codo derecho en una pierna, se agarró la cabeza. "¿Cuánto iremos a durar, Rubén?" Viste en él unos ojos envejecidos, como si de golpe, en un segundo, todo lo que había vivido se le hubiera venido encima. "Tantos años chambeando", te dijo, "y hoy día no sé cuánto vamos a durar, hermano, porque ahora cualquiera del barrio que necesite un repuesto se va a ir tres cuadras más abajo". Volviste a hablar con tus patas mecánicos, pero ya ellos no te aseguraron nada. "Tú sabes, Rubencito, la gente se va por lo más económico y esos repuestos alternativos chinos se compran en centavos". Así y todo ustedes bajaron los costos hasta lo mínimo, casi ganando unas miserias. Así y todo, llegó la respuesta a la pregunta que se hizo Francisco. Fueron ocho meses. En ocho meses el Pistón Loco se fue a pique. "Hay que traspasar", te dijo tu hermano. "Pero quién nos va a comprar la tienda". "Yo ya hablé". Y le clavaste los ojos a sus ojos: "¿Con quién, Francisco?" "Con la gente de Renusa". Y traspasaron el Pistón Loco a Renusa. Algo de plata te quedó, pero cuánto te iba a durar con la recatafila de pagos que tenías que hacer. Una familia con tres hijos y tu mujer que a veces hacía un cachuelo cosiendo una que otra ropita. ¿Qué voy a hacer, Francisco? Cuando se acabe ese billete no ibas a poder pagar las cuotas de la casa, y el banco se la quedaría. No podías dejar a tus hijos sin casa. Además, ya tenías más de cuarenta años y sólo sabías chambear en repuestos de carros. No podías ponerte a solicitar otro trabajo, ¿en que? Entonces tu hermano te habló del Flaco Gutiérrez, uno que a veces jugaba fútbol con ellos en el colegio. Era más de la generación de Francisco que de la tuya, pero seguramente lo conocías. Uno alto, medio narigón, con los ojos un tanto torcidos, pero buena gente. "¿Y cuál es la nota con el Flaco Gutiérrez, hermano?" "Él anda por Nueva Jersey", te dijo Francisco, "trabajando en repartición de periódicos y saca buena plata". El Flaco podría alojarte unos días en su depa mientras te instalabas allá, y darte unos contactos de chambas. "Ya después tú te abres paso". ¿Irse a Estados Unidos, Francisco? Parecía que no te quedaba otra: el Pistón Loco se fundió, en el Perú no hay chamba, y tú habías dicho que lo único que sabías hacer a tus cuarenta y tantos era vender repuestos de carros. Quizás sería mejor que primero tú te fueras solo y cuando te pareciera mejor, jalabas a toda la familia... La casa la podría vender después el mismo Francisco. "Ahí está ese camino, Rubén: tú eres el que decides". Lo hablaste con Amanda, y ella al principio dudó. Eso de irse a Estados Unidos, lejos de su madre y de toda su familia no la convencía. Pero al final, después de veinte mil argumentos idénticos, ella aceptó. Y meses después tú tomaste un avión en Continental Airlines, llegaste con visa de turista a Nueva Jersey, conociste al Flaco Gutiérrez, empezaste a repartir periódicos a las tres de la mañana, y en poco tiempo se venció la visa y pasaste a engrosar la lista de indocumentados en Estados Unidos. La plata más o menos alcanzaba para pagar tus vainas de allí, para mandarle alguito a la familia, para ahorrar para los pasajes de todos. Así que en menos de un año le dijiste a Amanda que ibas a hacer las reservas para que se virriera. Esa vez ella no dijo nada, y su silencio se te quedó en tus adentros. En una llamada posterior, le dijiste que tenías fecha para su vuelo: era el 24 de octubre, salían a medianoche y llegaban a Nueva Jersey a media mañana del 25, tú los estarías esperando en el aeropuerto con todas las ganas del mundo y ya para esa fecha te habrías mudado a un apartamento un poco más grande, nada como la casa de Pueblo Libre, Amanda, pero estarían cómodos, a los chicos les gustaría también. De parte de ella hubo de nuevo silencio. De pronto te dijo: "Rubén, yo no voy". Tú sentiste que el mundo se te caía. "Yo no voy". Antes ya la habías separado de su familia llevándola a Pueblo Libre, pero esta vez no iban a ser veinte minutos de combi. Era irse a otro país muy lejos. Con otras costumbres, con otra gente, y muy lejos. Quién sabe cuándo ella podría regresar a ver a su madre, y a toda su familia. Quién sabe cuándo porque así nomás no podría hacerlo. "No, Rubén, yo me quedo en Lima". Ya no te mudaste de apartamento. A ratos has pensado que Amanda nunca te perdonó lo de Araceli. Siempre le quedó guardado el deseo de devolverte el golpe. No lo pudo hacer encontrando un amante jovencito para echártelo en cara. Entonces se quedó esperando a que llegara el momento. Y ese fue el momento. Tu familia no iría a verte, y tú, como eras ilegal no podías salir de Estados Unidos porque jamás te permitirían el reingreso. A ratos, piensas que Amanda fue sincera. Que realmente era incapaz de dejar a su madre, a su padre, a toda la parentela. Y que ella en Nueva Jersey se moriría de tristeza a pesar de los miles de peruanos que hay por ahí. Salud, por estas navidades, Rubén. Sigues sentado en el sofá, y en la televisión dos fulanos se carcajean. Jamás imaginaste que tu mujer y tus hijos se convertirían en una foto que tienes en la mesa de noche, en aquéllas que te envían de vez en cuando por Internet, en una llamada semanal. ¿Y qué hora es? Casi las dos de la mañana. Deberías probar de nuevo con el teléfono, aunque Paulín ya estaría durmiendo. Marcas todos los números de la tarjeta, los prefijos, el número de casa. Ojalá que entre la llamada. Ojalá. Sí, está timbrando. Vamos, que alguien conteste. Vamos, es veinticinco de diciembre y seguro que están despiertos. Vamos, es Navidad. Que contesten porque es Navidad y ése es el único regalo que has soñado. |
narrativa de José Castro Urioste
Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 91, Article 32 año 2020
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Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=3009&context=inti
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