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Las fuentes alegres de la poesía
por Guido Castillo
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A mi maestro José Bergantín, a quien en esto, como en todo, le debo los más fecundos gérmenes y los más sabrosos frutos. |
El hombre ríe o llora con facilidad, pero muy pocas veces llega a experimentar una verdadera alegría o una verdadera tristeza. La vida nos da suficientes motivos de risa o de llanto y en ella podemos ser felices o desdichados. ¿Tenemos, también, motivos para estar tristes o alegres en esa misma vida humana, unas veces placentera y otras dolorosa? Probablemente no; y acaso, porque la pura alegría, como la pura tristeza, deben ser naturalmente inmotivadas por sobrenaturalmente gratuitas. Es la gracia del amor la que nos hace alegres y su desgracia, o sea, el odio, lo que nos entristece. Amar es, como quería San Pablo, dar con alegría. Por eso el amor es insensato, es locura, y es una angustiosa, alegre y terrible debilidad que triunfa de todas las fuerzas de este mundo. El mismo Pablo dice en su Primera carta a los Corintios: "Así, pues, los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría; en tanto que nosotros predicamos un Cristo crucificado: para los judíos, escándalo; para los gentiles insensatez; mas para los que son llamados, sean judíos o griegos, un Cristo que es poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la insensatez de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres”. Pero, refiriéndose a esta primera carta, el "Apóstol de los gentiles” dice en su segunda a los mismos Corintios: "Y aun cuando me pesaba —pues veo que aquella carta os entristeció, bien que por breve tiempo— ahora me alegro; no de que os hayáis entristecido, sino que os entristecisteis para arrepentimiento; porque os entristecisteis según Dios, y así en nada sufristeis daño de nuestra parte. Puesto que la tristeza que es según Dios obra arrepentimiento para salvación, que no debe apenarnos; en cambio, la tristeza del mundo obra muerte”. Hemos citado estas palabras de San Pablo porque ellas ponen el dedo en la llaga del amor que es la fuente única de la poesía y de la sabiduría de la poesía. Y nunca como en el mundo, que es trasmundo, cristiano han sido tan alegres o tan tristes, por tan amorosas, las vivas aguas de esa "fuente que mana y corre aunque es de noche”. Recordemos que para el romántico Heine la poesía romántica nació con el cristianismo, y que fue durante la Edad Media cuando brilló más esplendorosa, logrando expresar por el canto la intimidad de las almas transfiguradas por ese nuevo estremecimiento de amor, "esa melancolía infinita, que es, al mismo tiempo, una voluptuosidad inmensa”. Y Bernart de Ventadorn, el más grande y más enamorado de los trovadores, siente que la alegría del amor le desnaturaliza todas las cosas, transfigurándolas, haciendo que el frío, la frejura, se convierta en una blanca, roja y amarilla flor primaveral: "Tant ai mo cor pie de joya, tot me desnatura. Flor blancha, vermelh’e groya me par la frejura... ” El poeta nos dice, después, que puede abandonar sus vestidos y andar desnudo, apenas cubierto por una delgada camisa, porque el amor que llena su corazón alegre y que todo lo desnaturaliza lo protege, también, de la brisa fría del mundo: "Anar pose ses vestidura, nutz en ma chamiza, car fin’amors m’asegura de la freja biza”. El mundo se ha transfigurado para que la poesía pueda desnudarse. El desnudo nunca es natural en poesía. Sin transfiguración no hay desnudez poética posible. El Verbo se hizo carne para transfigurarse y para transfigurar a todo el hombre y al mundo entero, que sólo así, apareciendo distintos y sobrenaturales, realizan su propia naturaleza. Sin embargo, el enamorado Bernart siente, muy pronto, que la alegría se le convierte en tristeza y soledad mortales. Y en otra canción nos cuenta cómo se perdió para siempre y dejó de ser dueño de sí desde el momento en que su dama le permitió mirarse en sus ojos. Al verse en aquellos puros espejos —miralhs— de amor lo mataron los suspiros que nacían de lo profundo porque se perdió a sí mismo como el bello Narciso en la fuente: "Miralhs, pus me mirei en te, m’an mort li sospir de preon, c’aissim perdei com perdet se lo bels Narcisus en la fon”. ¡Mortal descubrimiento y terrible confesión! El amante, en el momento supremo del amor se asoma a los pequeños e insondables abismos luminosos de los ojos de la amada y contempla, en el fondo de aquellas quietas fuentes espejeantes, la imagen, apenas temblorosa, de su propio rostro. Entonces descubre que lo que él ama es su propia imagen y semejanza, y deja de pertenecerse a sí mismo desde el instante en que a sí mismo se ama como si fuera otro. ¿Es ésa la condenación y la maldición de toda poesía erótica? ¿Será necesario que la amada permanezca eternamente lejana para que el poeta no conozca la verdad que duerme en las tristes aguas inmóviles de aquellas pupilas distantes? No es el hombre, sino Dios, el único que puede amar a todos y a cada uno de los hombres amándose a sí mismo. Y sólo por el amor de Dios que nos transfigura podemos amar, nosotros los hombres, sin quedar mortalmente absortos, diabólicamente encantados por un maligno reflejo ilusorio. Por eso el capitán Aldana nos dice, con algunos de los versos más bellos que se han escrito en lengua española: "y como si no hubiera acá nacido estarme allá, cual Eco, replicando al dulce son de Dios del alma oído.
Y ¿qué debiera ser (bien contemplando) el alma, sino un eco resonante a la eterna bondad que está llamando?
¿Y desde el cavernoso y vacilante cuerpo, volver mis réplicas de amores al sobre celestial Narciso amante?”. Tampoco en San Juan de la Cruz el alma enamorada se enamora oscuramente de la sombra luminosa de su reflejo, como le ocurre a la del cantor provenzal, pues quiere ver en la fuente, en lugar de los suyos, los ojos del Amado que lleva en su interior; y que con sólo mirarla la han vestido, también, de su gracia y su hermosura: "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados formases de repente los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados!” La poesía, durante siglos, se ha mirado muy pocas veces de ese modo en su fuente, y ha permanecido, casi siempre, ensimismada ante un estanque de amor aterido de tristeza, "holgando con lo oscuro, deseando soledad, buscando nuevos modos de pensativo tormento”. En ese ensimismamiento, está, por ejemplo, la poesía del "dolce stil novo” que, como lo señala Cario Bonnes, agoniza crepuscularmente encerrada en un maravilloso círculo mortal; y mi maestro Bergamín comentaba que Dante se salva de ese círculo, ampliándolo infinitamente y sin romperlo. Pero hay otro poeta que también se salva, aunque de un modo muy distinto, porque no recorre ese camino circular donde la alegría dolorosa se hace placentera tristeza. Ese poeta es el más grande de la Edad Media, después de Dante, y se llamaba Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Bergamín decía que el Arcipreste es el anti-Petrarca, y, también, que, junto con Cervantes, es el escritor más simpático de toda la literatura española. Creo que estas dos afirmaciones tienen suma importancia y que tocan el centro mismo de ese mundo poético, mundo de verdad, que es el "Libro de Buen Amor”: la alegría, una profunda, hermosa y verdadera alegría. Juan Ruiz fue contemporáneo, en su juventud, de Dante casi viejo, y en su vejez, del joven Petrarca; y su obra se opone, en cierto modo, a la de los dos grandes poetas italianos. Así, cuando Menéndez y Pelayo dice que el "Libro de Buen Amor” es la Comedia Humana de la Edad Media, yo interpreto que esta afirmación tiende a oponer el libro del Arcipreste a la Divina Comedia, y no a convertir a su autor en una especie de Balzac medieval por el tan llevado, traído y equívoco tema del famoso realismo que se invoca frívolamente, y con un desolador simplismo, para uno y otro caso. No es mi intención, de todos modos, trazar un paralelo entre el cantor de doña Endrina y los de Beatriz y de Laura, sino mencionar, de paso, lo que dos maestros han señalado certeramente. Sólo recordaré, en el caso de Petrarca, que él es el gran enfermo de amor, enfermo de una tradicional poesía de amor por él enriquecida y renovada milagrosamente. Petrarca se ensimisma, se hunde en su tristeza, para poder gozar, dolorosamente, de los estremecimientos de su alma en carne viva. Y mientras el poeta de "Le Rime” nos dice: "Mille piacer non vaglion un tormento”, el Arcipreste le pide a Dios que lo inspire y que le dé la alegría necesaria para poder cantar de un modo que alegre a los cuerpos y aproveche a las almas: "Tú Señor e Dios mío, que al orne formeste, enforma e ayuda a mí, tu arcipreste, que pueda facer Libro de Buen Amor aqueste que los cuerpos alegre e a las almas preste. Sí queredes, señores, oyr un buen solaz, escuchad el rromanze, sosegadvos en paz:.. En otro momento, no sólo afirma la importancia espiritual de la alegría, sino que condena expresamente a la tristeza: "Palabras es del sabio e díselo Catón: que orne a sus cuydados, que tiene en corazón, entreponga plazeres e alegre la rrazón, ca la mucha tristeza mucho pecado pon”. Pero la alegría es más que un tema, es la condición y el acento más característico de su poesía, de su manera de trobar. El poeta no cae en burlas vulgares ni en fáciles bromas y desdeña la risa grosera; está jugando alegremente como un niño, sabio e inocente, que sabe que juega, pero que se regocija jugando porque ha experimentado que el juego puede ser una forma gozosa y sutil de estar en la verdad y de expresarla creándola. Y el Arcipreste juega a ser un gran poeta distinto a todos: "La bulrra que oyeres, non la tengas por vil; la manera del libro entiéndela sotil: saber el mal, desir bien, encobierto, doñeguil tú non fallarás uno de trobadores mili”. Aquí no hay pedantería ni malignidad. Juan Ruiz se solaza con el equívoco y el enmascaramiento naturales a la poesía. También el amor se complace con lo encubierto y ambiguo, y necesita alimentarse con una amable mentira para crecer y hacerse más verdadero: "sepa mentir fermoso e siga la carrera, ca más fierbe la olla con la su cobertera”. La alegría nos calienta el corazón y nos embellece haciéndonos más sutiles y más espirituales. Ella es la verdad del amor, aunque, a veces, se enmascare de tristeza, simulando melancólicos suspiros engañosos: "El alegría al orne fazel’ apuesto, fermoso, más sotil e más ardit, más franco e más donoso; non olvides los sospiros, en esto sey engañoso;. . Se ha acusado al Arcipreste de mal cristiano por el desenfado lujurioso de su poesía; pero, como he dicho en otra oportunidad, es probable que de todos los caminos que llevan al Infierno el de la lujuria sea el que pasa más cerca del Paraíso; y así aparece en la topografía sobrenatural de la Divina Comedia. De todos modos, no creo que sea menos cristiana la sensualidad alegre del Arcipreste que la espiritual y voluptuosa melancolía del Petrarca. Por otra parte, Juan Ruiz no se entristece ni siquiera por sus fracasos amorosos, pues, para él, la sombra del árbol del amor es tan placentera como sus frutos: "aunque orne non goste la pera del peral, en estar a la sonbra es plazer comunal”, Podríamos seguir acumulando ejemplos de cómo se manifiesta la alegría sustancial del mundo poético de Juan Ruiz, quien se gana como Cervantes —decía Bergamín— toda nuestra simpatía. Relacionar el Arcipreste con Cervantes ha sido un verdadero acierto crítico, porque las coincidencias entre estos dos grandes poetas, además del lugar de nacimiento, —Alcalá de Henares—, son realmente sorprendentes: ambos son los escritores más esencial y maravillosamente visuales de la lengua española, los que más profundamente se recrean en la superficie luminosa de los cuerpos. Ambos son, también, los autores de los dos poemas más aparentemente equívocos de España: el "Libro de Buen Amor” y "Don Quijote de la Mancha”. Pero, por sobre todas las cosas, ellos son los dos poetas más alegres del mundo. Esto sorprenderá a quienes hablan de la tristeza de Cervantes, a pesar de que éste, en el prólogo del Persiles, se hace llamar "el escritor alegre”. Así Darío, en su soneto a Cervantes, dice que el destino ha hecho que a todo el mundo regocije "la tristeza inmortal del ser divino”. Lo que ocurre es que la alegría de Cervantes, como la de los santos, es pura, buena y, a la vez, implacable y piadosa, porque ha sido filtrada por la tristeza. Y esta es la diferencia con Juan Ruiz, quien es una especie de Cervantes infantil. La alegría del Arcipreste está antes que la tristeza, la de Cervantes, después de ella. Pero dejemos que el mismo Cervantes nos lo diga con aquellos estupendos versos de "Los baños de Argel”: "Aquel romance diremos, Julio, que tú compusiste, pues de coro le sabemos, y tiene aquel tono triste con que alegrarnos solemos”, |
Ensayo de Guido Castillo
Revista Entrega de La Licorne 2ª Época Año III Nº 5 - 6
Montevideo, setiembre de 1955
Editado por el editor de Letras Uruguay, se agrega imagen.
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