Día de lluvia |
Llueve
en mi pueblo y siempre las mañanas de lluvia se envuelven en el humo de
las cocinas. El humo de las copinas lleva una fragancia de eucaliptos
empapados. Simón "el flaco” saca de las mantas su cabeza de pájaro y una sola de sus grandes orejas. Está adormecido en el ronroneo de la lluvia que afuera crepita aisladamente. Los ojos de Simón empiezan a resbalar sobre el paquete de tabaco, en la silla. Al son de la lluvia andarán así todo el día, todo el día perdidos, resbalando en las cosas. Entre
sueños, escuchaba la lluvia. Se creía caminando hacia una casita
a la que no podía llegar nunca; ésta estaba al pie de una montaña peñascosa
y sombría que dejaba ver el cielo azul en una cinta. La pequeña casa era
blanca y su techo intensamente rojo. Ahora reconoce el paisaje; el lo ha
sacado del almanaque de una fábrica de pinturas. Un almanaque que ha
visto en la Ferretería de Valverde. Se lee al pie del cuadro: Rojo
Cardenal. Hubiera querido llegar hasta la casa, piensa Simón, para abrir
su ventana de juguete y mirar otra vez el mismo campo por donde venía
caminando. Y
Simón se viste. Sus pantalones penden redondos como dos caños. Sus
mechones se desparraman igual que las hojas de una rama, y las grandes
orejas se comban pensativamente en el aire. Se ha puesto a mirar las
plantas donde el viento da aletazos, y las llamas que envuelven las
astillas en la cocina de la fonda. Simón entra a vivir en una multitud
maravillada, y silenciosa. Estas plantas en donde el viento gira y
patalea, procuran hallar hoy la intención para la cual han nacido. Así
se rodean de una atmósfera sensible de minutos dispersos, se sustituyen
por imágenes y levantan al fin una inocencia donde el tiempo no existe.
Entonces se apaciguan y lamen, apenas, en el aire. Entre las llamas v las plantas se ha ubicado Simón, muy quieto, con su cara y cabeza de pájaro, y arrugados los ojos, como los de un viejito. Más
allá de las plantas tirita el barro fresco del patio de los establos,
marcado de carriles v pezuñas. Simón siente deseos de no sabe bien que
vida tímida y tibia de carrito o de cabalgadura meditabunda. El
humo de las cocinas anda entre los árboles pesados y quietos a fuerza de
tanta agua. Comienzan luego las campanas; se sumergen enteras en el
pueblo. A lo lejos se vetan en el humo, y entonces hacen pensar en el
horizonte de una ciudad lejana, que no nos interesa conocer, que es
simplemente un horizonte. Los
techos de zinc resuenan; a veces, la llovizna al viento, les
arranca una voz de pinares o de ola de mar. Las
mañanas de lluvia que acaecen en pleno verano, parecen días de invierno
furtivos, deliciosos dentro del calor que les precede y les sigue. Estas
mañanas son como un pensamiento olvidado y dulce que se ha echado a vivir
por su cuenta, fuera de nosotros y ante nuestros propios ojos. También
los mejores días de otoño acaecen en pleno verano. El sol siempre a lo
lejos, tiembla y rodea las cosas sin tocarlas. Dentro del calor estos
extraviados días de otoño recuerdan una figura antigua de uno mismo, una
figura que ha vivido sólo la mitad de su vida, y que ahora, en la atmósfera
excitante, procura vivir la otra mitad que le falta. Ya
las campanas, las gordas campanas suenan en la lluvia. Sobre el piso de
madera la escuchan recios, colorados bebedores. Parecen ingenuos y
frescos, sacados de una antigua estampa donde la vida es rica y feliz.
Suenan sordos y pesados entre la granizada del agua los techos de zinc.
Chorrea la lluvia por todas partes. Los bebedores han visto a Simón que pasa silbando, con las manos en los bolsillos, muy preocupado de su melodía. —Adiós,
''Burrito". Simón
saluda y sonríe, y la fina media luna de su sonrisa está pidiendo perdón
por sus orejas. Le podrán quitar de ese modo su alegría, pero el sabrá
hacerla después con cualquier cosa. Ha visto una ramita seca que el golpe
de una gota estremece, ha visto un gato que púdicamente corre sobre un
muro en busca de refugio; y ellos tienen con Simón secretas
comunicaciones, mensajes que desconoce todo el pueblo y al cabo de los
cuales proclaman los tres a un mismo tiempo: ¡Somos felices! Es
completamente inútil que la vida haga crecer a Simón. La
iglesia está oscura. Una araña de vidrio que baja del crucero, ilumina
asustada. Por los ventanales la luz es gris, es una luz de invierno
quejumbroso que uno ha vivido en muchas partes. Pero hasta la capilla
llega el rumor de las ramas. Golpean en las ramas las ráfagas y
espolvorean agua y aroma. Simón ha entrado a la misa a mirar. Como no
hay sitio en los bancos se ha hincado en el suelo. Al ver todos los
rostros absortos, él se empeña en imitarlos, manteniendo rígidos todos
sus músculos y procurando un vacío absoluto en su pensamiento. Se fatiga
pronto de su concentración inútil, y con los ojos bajos espía a un lado
y otro. Delante suyo está Don Jaime el hotelero, con su abdomen magnífico,
implacablemente tieso, los ojos imperiales hacia el altar. Simón lo
observa, y deduce que Don Jaime es el único que entiende de esas cosas.
También es el único que está de pie, sembrando el anonimato en torno.
Una lengua de agua que entra desde la puerta, se arrastra como una víbora
v comienza a perseguir a Simón. Caminando de rodillas Simón la ha
esquivado. Alguien le toca en la cabeza. Es Don Jaime
que le hace un sitio a su lado. Simón se arrodilla junto a él. Esta
bondad le hace temblar. Tiene miedo de incurrir en alguna equivocación, y
se queda más tieso que nunca. A poco, se entretiene en olor las
ropas negras y flamantes de Don Jaime. El
interior de la capilla tiene un aire suavísimo y sombrío, de habitación
estrecha; tiene el aire de esos galponcitos abandonados al fondo de las
casas, donde van a pensar los niños, a la siesta, pensamientos de
amor. La casulla del sacerdote no sugiere nada. Pero está allí y
parece declarar: soy un pensamiento desconocido que no halla
ubicación en esta mañana. Simón sueña otra vez con el humo de las cocinas y es como un sabor fresco que se deshace en la boca. En la cocina de la fonda, se mueven los brazos de Marta. Tiene veintidós años; el rostro lleno y rosado. Un poncho pampa cubre su cama. Este poncho de Marta es como el alma. Está lleno de su propia dicha y para poder vivirla se ha cubierto de humildad; así nadie le advierte, ni nadie le incomoda. A la tarde juegos y deleites. Y afuera el patio de los establos, marcado de carriles y pezuñas. En el techo de zinc, arriba, la granizada de la lluvia; y la llovizna, luego, que le arranca, zumbadora en el viento, una voz de pinares o de ola de mar. El órgano enhebra todas las lluvias; el tiempo ha desaparecido y nadie se siente presente en esta iglesia. Hay una lluvia de cien años atrás que está cayendo ahora mismo sobre las casas. Las mismas casas de hoy son las de aquel entonces. Simón recuerda días de sol que vienen envueltos en la lluvia. Una mañana en el despacho del viejo Cura, dos hombres que ha olvidado jugaban al ajedrez, y un tercero tocaba en un órgano, llevando el compás con la cabeza de un modo cómico. Y el que era niño, miraba con rabia las figuras de aquel día lluvioso, porque su corazón estaba en otra parte adonde no podía ir. En la iglesia hay un acólito joven, rapado como un preso, que también es cómico; hurguetea por altares v confesionarios, hace morisquetas de devoción y distrae continuamente. Pero al mismo tiempo, es una figura leve, casi inmaterial; su cabeza rapada está hurgueteando allí sobre los altares, en un gesto que nace feliz sin motivo ninguno. En la mañana de lluvia la iglesia ha perdido completamente seriedad, y en todo el pueblo los hombres graves tratan en vano de ser graves; cada uno de ellos hace sonreír ligeramente, como monigotes límpidos que ha dibujado un niño. Tal es lo que piensa Simón de Don Jaime, cuando éste rompe a cantar con su potente voz atenorada. Simón le mira desde abajo, y sonríe. Entiende que Don Jaime emplea su majestad cómicamente, para que el se eche a reír. A poco este le lanza una mirada furibunda y Simón vacila sobre sus rodillas. —No me mires a mí, idiota. Mira el altar adelante, reza... —Enseguida, Simón se entristece, y melancólicamente piensa en lo que significa su vida en este pueblo. —Toma, "burrito". Es otra vez Don Jaime que, arrepentido, saca de su misal una estampa y se la ofrece. Hasta el fin de la misa, Simón queda todo concentrado en la contemplación de un corderito blanco que le mira tierno como un niño, desde un ribazo verde e iluminado por la primavera. Simón piensa que en este día de lluvia, debe haber algún sitio, quizá en los alrededores del pueblo, donde, en este mismo instante, han de estar viviendo el campito lleno de sol y el sonriente cordero. |
Al
mediodía, la lluvia se calla, y entre las hojas mojadas de un naranjo
cuchichea un gorrión. Entonces todo parece invierno. Un viejo
mediodía de invierno. Se puede hablar de centenares de años y de gentes
que se han acumulado en las puertas de las piezas de la fonda, en las
pilas de leña silenciosas, en las hojas de un parral, y en un caballo que
cocea, límpidamente. A la tarde, sobre el poncho pampa del lecho de Marta, juegos, y deleites. Marta tiene la cara joven y rosada. De su camisa sucia asoman llenos de risa sus senos blancos. Los dos se han tendido para escuchar la lluvia. Hay en la ventanita de la pieza, una cortina de cretona, llena de colores, y estos ríen y chillan como cosquilleados por el agua que resbala en el vidrio, por el agua alegre. Los dos están empeñados en no hablar una sola palabra. Quieren escuchar la lluvia y sentir muchas cosas. En el techo de zinc, el chaparrón rueda pesado, atronando; y luego, las ráfagas de la llovizna arrancando una voz de pinares o de ola de mar... El
humo de las cocinas está pesado y lento después del mediodía. Cuando
la lluvia ha cesado brevemente. Simón sale de la pieza de Marta y mira el
patio de los establos. Piensa que la dicha de la vida, es estar solo en
una tarde lluviosa de domingo, en el patio de atrás de una fonda, y mirar
las huellas de carriles y pezuñas llenas de agua. Junto a las pilas negras de la leña, se ahonda ese silencio tranquilo y gris en el que asoman su cara los frutales. En el fondo, un mechón de paja que cuelga del altillo del pasto, se desampara en el viento. Simón
tiene deseos de silbar un valsecito melancólico, que sea como un aire de
lluvia sobre los campos, y al mismo tiempo haga pensar en el poncho tibio
del lecho de Marta y en sus senos llenos de risa. El valsecito canta:
...''allá a lo lejos"'... "allá a lo lejos".... Comienza
a volar otra vez la llovizna. De
mañana es el humo de las cocinas flotando entre los árboles. Y de tarde,
es el canto de los gallos. Cuando suena a lo lejos, el canto trae el olor
de los frutales empapados en la orilla del pueblo. Cuando se oye en el
patio de los establos, cerca, el canto es una brusca flor de luz abierta
en el barro. Gallos y huertas en la calle, sobre las casas, en el almacén. Simón
arde en deseos de tomar vino tinto. Es tan feliz, que quiere abrazar a los
demás o revolcarse. Pero únicamente atina a quedarse quieto, en el banco
largo de madera despintada. Los naipes se cruzan sus colores floridos.
Esta sucia baraja es milenaria; ha recorrido las mesas de los almacenes de
todos los pueblos, pero ahora se ha olvidado de su historia bravía, y
humildemente va y viene tibia sobre la mesa, como el canto del gallo, a lo
lejos, en el fondo de la llovizna. Cruzan
por la calle unos muchachos llevando una pelota de trapo, y Simón ha
salido a mirarlos. La lluvia se vuelve de nuevo más intensa y chorrea
desde los aleros de zinc. Tiemblan loa árboles, se esponjan y se encogen
como plumones ateridos; y ahora, en el campito donde se han puesto a jugar
los niños, la lluvia es verde. Uno tiene necesidad de pensar: allá en mi
infancia había un prado... Desde
muy adentro le viene a Simón un golpe de felicidad, un loco impulso de
felicidad que vivirá en su pecho para siempre, y a donde habrá de
refugiarse aquellos días en que se sienta desgraciado. Está a punto de
que le salten lágrimas, pero dominándose, expresa su gozo de un
modo inaudito, y da un coscorrón a uno de los jugadores de naipes. —Vamos, "burrito"', no se propase—. Al jugador le viborean los ojos porque tiene el as de basto en la mano. Juega, pierde, entonces se da vuelta y le grita: —Por este "Burro" hijuesiete...—el insulto estremece a Simón, cuyos pantalones como dos caños, se han quedado ahora más redondos. Disgustado,
se apresura a refugiarse en su dicha. Ha ido a buscar el vino al
mostrador, y lo ha puesto silenciosamente a su lado en el banco. El vaso y
Simón aparecen ahora como dos objetos muy pequeños. Se
sigue bebiendo el vino tinto en el almacén. Afuera los niños gritan
locos, fuera de sí, se arrojan y se revuelcan sobre el pasto empapado.
Adentro, los jugadores de baraja ríen gritando. Y Simón que bebe el vino
se queda silencioso, basta sentir un dulce deseo de morirse bajo la
lluvia. Una dulzura que sube a las botellas de las estanterías, una
dulzura que baja hasta sus alpargatas. Parece
que ha cesado la lluvia, definitivamente. Simón
se echa a la calle. Apenas si piensa ya en el horizonte. En el
horizonte de los campos o en el de una gran ciudad lejana y desconocía. Siente
una emoción extraña que no puede retener, y que quisiera, sin
embargo, conservar en el pecho para siempre. Ahora que su valsecito apenas
canta: ..."allá a lo lejos"... "allá a lo lejos...",
y el silbido melancólico, anda desasosegado buscando su aire de llovizna
sobre los campos, y se pregunta por qué los senos de Marta, llenos de risa,
han desaparecido bajo su camisa sucia. Y desde este instante, un sentimiento incomprensible aniquila a Simón, y lo transforma en un ser desesperado y colérico. La gente le mira ir y venir como a un asno viejo echado al camino, y en ese momento los portones comienzan a mofarse de él, y las nubes se van sin acordarse de nadie. Recuerda
súbitamente que ha sido ofendido en el almacén. Entonces gira, rápido,
sobre sus pasos. Posiblemente ninguno de los habitantes del pueblo ha
hecho absolutamente nada para que él se sienta humillado y
desgraciado. Pero Simón necesita vengarse de algo muy extraño que lo
domina por entero. Piensa en habérselas con aquél que lo ha insultado, y
gritarle: Vd. no tiene derecho a manosear a un hombre. Ya está de nuevo
frente a la puerta del almacén. Pero apenas traspone el umbral Simón se
da cuenta de que todas en fuerzas lo abandonan. Alguien lo invita a beber,
y bebiendo, se torna rápidamente sombrío. Como no tiene ningún
deseo de hablar, el otro termina por mirarle amoscado; y lo abandona. Simón
le responde con una sonrisa tristísima. Piensa que siempre ha sido así.
Y lentamente se va doblando sobre el mostrador y endurecido, hasta
sentirse a sí mismo como una cosa que apenas está dotada de la
animación y de la vida. A
poco se arma un alboroto entre los jugadores; insultos y bancos se
blanden por el aire; saltos, aullidos, y Simún es sorbido en el
torbellino de los cuerpos que se esquivan o atacan. Un banco dirigido a
otro, golpea en su cabeza, y un momento después, todo su cuerpo está a
punto de rodar entre los taburetes. Al salir del almacén se ha golpeado
con fuerza en una puerta. Simón
va tambaleando por la calle. Los muchachos que juegan sobre el
pasto empapado, le gritan al verlo: —El
"burrito" va borracho... ¡eh! Simón
quiere llegar hasta la fonda, llegar hasta la cocina donde se mueven los
brazos de Marta, y dejar caer la cabeza sobre sus senos. Camina,
y a breves trechos se detiene para escupir en su mano y frotarse la
pierna. Cuando
entra en el patio de los establos, la cabeza le da vueltas, sus rodillas
se doblan y cae pesadamente al barro. Poco
tiempo después su cabeza se alivia. Un rayo de sol, atravesando el
altillo del pasto, se clava como una varilla de oro sobre las huellas de
carriles y pezuñas llenas de agua. Y Simón experimenta otra vez en su
pecho, aquel loco impulso de felicidad creado por la lluvia, aquella
felicidad que será en él como un refugio para sus días de desgraciado. Un
momento después, Simón se ha puesto a pensar frente a estos rayos de sol
flotantes sobre las huellas, en su tonto deseo imposible, en su necesidad
de ser realmente "burrito", y de echarse a pastar después de la
lluvia. Ahora que los pastos, las hojas y los membrillares, estarán
brillando esplendorosamente en los caminos.
Saca de su bolsillo, ya doblada en sus puntas, la estampa que le obsequiara Don Jaime. Se extasía en la contemplación del cordero tierno como un niño, que sonríe en el pequeño campo lleno de sol. Hasta allí iría él, trotando. Se pondría a pastar junto con el cordero, y no cambiarían entre ellos una sola palabra. Es el único sitio que le queda en el mundo, pero él no sabe dónde está. |
Luis Castelli
Asir - Revista de literatura
Nº 23 - 24, agosto - setiembre 1951
Mercedes (Soriano) - Uruguay
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