Ruego |
Ni tú me esperarás. Ni yo he de ir. Estás en lo escondido de tu hiedra de cielo, tan lejano, que hasta tu rostro no podrá la muerte alzarme en su marea. Condenado a seguir desde la orilla a los que ascienden hasta ti. Mi sombra da su presencia en el movible mundo. Apenas sube en luz. Otra vez sombra. Tal vez no quieras que yo llegue. El campo aguarda en flor de muertos, mi ternura. Sobre los infinitos lirios echaré mi corazón de hombre. Déjame ser lluvia. Déjame como niebla ligera por los caminos. Seré danza de estío para la rosa débil, como labio de arroyo para la orilla oscura. Estarán junto a ti los que amaron la vida y los que la encendieron en heroicos espejos, los que en duro ejercicio moldearon el umbral en que se echan perros fieles. Muerto aún amo la tierra. Despertando del pecho de una muerta está mi infancia. Intimo, hundirme en el enjambre eterno. Renacer en los ojos de los bueyes. Con el rojo mastín ladrar antiguamente a los viajeros que llegan hasta el humo de las chozas. ¿Qué he de hacer yo en tu fiesta de elegidos? Mi corazón es pájaro de agua de tus copiosas venas de la tierra. Piensa en un vuelo más que se ha extraviado. Ni tú me esperarás. Ni yo he de ir. Haz de mi muerte lluvia. Échala al campo. |
Julio J. Casal
La poesía de los años veinte
Capítulo Oriental
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