Suzdal reinvindicado
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Ahora que los Directores han calculado que es más ventajoso para el Imperio abandonar la Perfección, y le han dado la libertad al hombre, abriendo las puertas de la muerte, de las enfermedades, de la escasez, de la opinión y de la información, de la lucha por la vida, y de todos los tipos de diferencias que trae la libertad y el libre albedrío, podemos referirnos a otras versiones de historias que fueron contadas durante milenios con una desmesurada inexactitud que, sin correcciones (como este relato), perdurarían en el error para siempre.
Fueron versiones de historias relatadas con miedo, historias maniatadas por lo que se consideraba buenas costumbres, los prejuicios y los límites de la época. Y también por los intereses creados que siempre han mordido, y que estarán mientras haya por lo menos dos hombres y uno quiera vivir de los sacrificios y sufrimientos del otro.
Hoy me gustaría ampliar con informaciones auténticas y comprobables la maravillosa y casi ominosa historia del caballero y comandante Suzdal, narrada originalmente por el célebre analista Linebarger que se encubría al público letrado tras las siglas C. S.
Tampoco el comandante Suzdal se llamó así en verdad. Se llamó, realmente, Soor'Dool. Y, tal vez, por algún recuerdo asociativo sumergido y oculto en las mentes, y muy muy triste, inconmensurablemente triste, el nombre degeneró en Suzdal, más breve y práctico a la lengua casi atrofiada por los años de progreso y conocimiento y al avanzado mentalismo.
Empecemos así. El comandante Soor era un hombre robusto y de baja estatura, pero no era pelirrojo, alto y de ojos claros, de la raza preferida y privilegiada. Sus ojos eran oscuros y turbios, su piel era casi amarillenta, tenía buena salud y la cintura algo ancha. Era uno más de los miles de navegantes estelares que servían a los Directores, y los Directores, como a todos los navegantes, lo habían estudiado extremadamente bien a través de sus actos aunque fueran mínimos, sin considerar las informaciones profundas que emitían las ocultas y diminutas láminas de cerámica en el cerebro que se injertaban por la nariz y en el momento de la circuncisión de los niños criados para navegantes.
Soor les daba confianza, o más exactamente, las informaciones que emitían aquellas láminas espías, que habían trabajado durante toda su vida. Creían conocerlo en un todo por medio de la esfera que recogía y alimentaba el Ordenador hasta las más imperceptibles tendencias genéticas del cerebro. Y con tan monstruoso alimento, no concebían que el Ordenador errara y diagnosticara lugares comunes, menos lo que ocurriría. Soor de esto no sabía y no podía saber nada, como los millones de crias del Sistema. ¿Quién podía imaginar que el asunto fuera así? Sin embargo, aunque fuera increíble la dimensión de la acumulación informativa, los Directores sabían mucho de todo “aquello” de las profundidades de los hombres crias, y de la subgente y de toda la estela de vida inferior. Por eso dominaban los milenios de las razas, posicionados eternamente en la cima del poder con las herramientas del despotismo y la crueldad absolutos.
Así que... con Soor ocurrió un accidente. Un terrible y trágico y, en cierta forma, maravilloso accidente. Soor no sólo ignoraba esa debilidad frente al Sistema, tampoco podía entreverla con el computador a su servicio que rumiaba de continuo con sus cálculos de probabilidades fundadas en su fenomenal registro histórico en la agotada Tierra. Sí, los Directores tenían la sobre sabiduría, la información oculta y todo su inimaginable poder de engaño, pero eso no alcanzó.
Soor fue enviado a explorar algunos rincones de la Galaxia con una finalidad que el honorable informante C.S. ni su historia explican. Tampoco justifica esa historia el hecho de que los Directores le hubieran cedido el Tremendo Poder. El Poder Cronopático. El Distorsionador del Tiempo prestado al criterio de un mero navegante observador. C.S. argumenta que tenía la finalidad de librar a la nave de un no imposible extremo peligro, y podía ser usado solamente durante unos segundos. Pero ese motivo no es muy creíble.
Más adelante el historiador afirma que los Directores jamás entregaban a los navegantes ningún arma o invento que remotamente pudiera ser capturado por enemigos y vuelto en su contra. Ellos siempre se reservaban el derecho de la primera ventaja. Y no es convincente el argumento de que a un simple explorador rutinario le fuera entregado el Distorsionador así nomás. Tal vez, en un caso extremo, a un ejército de hecho o a un ejército virtual que penetrara y amenazara a las mentes rebeldes ocultas en la Galaxia. Pero no a un comandante aislado, a un ser que parecía no importar y carecer del menor peligro para el Sistema.
Sin embargo, así y todo, Soor fue equipado con el Distorsionador.
Iba acompañado, además, con diversas especies de animales, machos y hembras, encapsuladas, con los genes de mentes vírgenes para su despertar y programación en el momento necesario. También le habían permitido llevar los cubos de cerámica con cerebros de personalidades humanas, como, por ejemplo, un jugador de ajedrez o un pintor sin vanidad, del tamaño y aspecto del viejo Picasso (con un carácter maleable a la voluntad de Soor), o un general que odiaba las guerras, las armas y los cuarteles, o una hermosa mujer que despreciaba la comodidad de la riqueza. Y también podía componer los cubos, de manera que sus imágenes se pudieran entrelazar y sus caracteres corregir de acuerdo a sus humores transitorios.
-Me parecen innecesarios los cubos -había dicho Soor al oficial de carga.
-Tal vez, cuando se sienta muy solo... Una corte de buenos amigos que le hablaran, sería algo gratificante. Distrayente. Usted podrá jugar al tenis de mesa, al ajedrez, ordenar que le decoren la nave con distintos estilos y paisajes terrestres. Es bueno también oir voces diversas, dulces y sedantes. Imaginar que hay mucha dicha en movimiento.
Ambos hombres lo estuvieron pensando durante un rato.
-¿Usted viajó alguna vez por el espacio? –dijo Soor.
-No -dijo el oficial de carga-. Pero he estado muy solo.
-Bien. Provéame de lo habitual, no más. Tengo mi experiencia. Tengo a la gente-tortuga. Además, ¿podré programar algún animalito limpio y silencioso, si necesito con urgencia compañía?
-Naturalmente. Como le dije, también puedo prepararle programas de compañía a su gusto.
El oficial sonrió socarronamente. Soor lo miró y no habló durante un largo rato.
-No será necesario –decidió, y en voz muy baja agregó-Siempre me he arreglado así.
Soor dejaba en la Tierra a su mujer. Quería a su mujer, pero no parecía sentir inquietud por tener que dejarla durante quizá miles de años. Pensó en ella ahora, y pensó en lo difícil que sería adaptarse al regreso, pensó en lo difícil que sería soportar el tiempo y la soledad que lo rodearían en el espacio, pensó en su oficio de navegante, en su destino inmodificable y por varios lados terrible.
El oficial de carga insistió en acomodar en un cubo a una bailarina extasiante, a una deportista perfecta con la que pudiera haber soñado Soor. Después propuso a la mujer de Soor. Lo dijo con naturalidad y con buena voluntad. Pero Soor no quería hablar de eso. No le dio explicaciones, nunca hablaba con nadie sobre su intimidad. Ya se arreglaría, pensó, aunque tenía algo en...
-Una mujer entre las estrellas es una gran cosa -insitió el oficial.- Ha salvado ha muchos navegantes de la locura, de la degradación física, de la disolución de la personalidad. No es bueno que un hombre...
-Está bien -dijo Soor-. Yo me arreglaré, pero no quiero que sea ninguna imagen. Ya he luchado demasiado con imágenes. Sé que infinidad de navegantes viajan con mujeres imaginarias, y que al fin los fragmentan totalmente. Pero soy algo distinto, lo he probado y me han hecho un mal... Prefiero arreglármelas como siempre... Me ayudará la gente-tortuga. Soy... algo distinto, dirá usted, pero, es mi problema.
Así Soor nuevamente se preparó, y entonces el oficial de guardia lo proveyó de lo previsto, sin proponerle más. Y el Comandante partió al fin.
Durante los primeros miles de años hibernó y solamente se despertó para vigilar a la gente-tortuga. La subgente tortuga hacía todo el trabajo con las computadoras, vivían normalmente, reproduciéndose y enseñánles a sus crias el manejo de la nave y de lo demás, y también les repetían la historia de la Tierra y su cultura.
La gente tortuga era inmejorable para esos viajes que podían durar decenas de milenios. Eran limpios, silenciosos, eficientes, comprensivos, amigos del hombre. Nunca eran agresivos o infieles. Pero los hombres nunca se podían adaptar a la lentitud de la gente-tortuga, eso era irremediable. Hablaban lentamente, caminaban lentamente, pensaban lentamente, y eso era difícil de soportar. Era como si vivieran en otra dimensión del espacio y del tiempo. Pero Soor era un hombre muy paciente. Amaba a la gente-tortuga más que a los humanos, tal vez, aunque no lo decía ni lo pensaba demasiado.
Soor era un hombre tímido, valeroso, honesto, fiel. Pero un viaje de miles de años era una forma de la atrocidad, para la cual la mente del hombre quizá no había sido concebida. Quizás… Soor jugaba al ajedrez con las computadoras. Y siempre perdía. Podía estar estudiando las jugadas durante días, y entonces jugaba, y la computadora contestaba en unos segundos, a veces en el acto, y poco a poco lo iba descordinando, y le iba disputando y robándole el poder en las casillas, hasta que se derrumbara sin jugadas aceptables para continuar. Soor entonces se sentía agotado ante la infinitud, cansado de pensar en lo imposible, abrumado y desesperado por la obligación de seguir sin el poder de modificar casi nada. (A él le gustaba jugar con la idea de mejorar las cosas, o de cambiarlas y esas licencias entretenidas que los pensantes se permiten en algunos momentos de la vida.) Y Soor también leía libros, elegía al azar uno de los millones que guardaba la computadora, hasta que se dormía. Observaba los conciertos y las películas permitidas. Corría por los silenciosos y metálicos pasadizos de la nave, oyendo en el silencio abismal solamente el golpeteo de sus zapatos contra el metal. Levantaba pesos. Nadaba en la piscina hasta sentirse totalmente exhausto, y a veces, casi ahogado, se impulsaba desde el fondo resoplando y se quedaba horas agarrado a los bordes de la piscina, hasta que empezaba a temblar adormecido por el leve movimiento del agua. Todo esto lo reanimaba, lo mantenía vigoroso y fuerte, y él sentía, sin embargo, que le faltaba lo importante, lo fundamental. Se miraba en su gabinete. Desnudo. Y a veces aullaba terriblemente mirando hacia el techo con los brazos estirados y los puños lívidos. Luego se bañaba con agua helada y para escapar al congelamiento corría desnudo hacia los tubos de hibernación.
Habían transcurrido cuatro mil años subjetivos cuando lo hizo. Le había ocurrido antes con su mujer. Era un impulso nervioso terrible. Una compulsión violenta con un leve tinte de algo parecido a la verguenza. Pero con la tortuga fue peor. Al principio fue realmente vergonzante para un hombre como el Comandante. Al día siguiente se lo explicó a la tortuga mayor.
-Creo que lo entiendo, Comandante -dijo con tardanza la tortuga mayor-. Es natural para nuestra comprensión. Usted no debería darnos explicaciones. Lo sabe.
-Lo sé -repitió Soor-. Lo sé.
Así fue como el comandante se mantuvo durante los miles de años subjetivos siguientes. Tenía la impresión de que el tiempo no había transcurrido, y nada había pasado. Y cuando hibernaba, a veces, tenía tremendos cargos de conciencia, con fiebre espacial y punzantes espasmos mentales. Sufría y, sin embargo, combatía contra los esquemas cerebrales, y los fue despuntando. Jamás abandonaría su amor y su gusto, pero no estaba dispuesto instintivamente a atrofiarse, y vio que el tiempo era una cuestión de estructura mental, y que la podía modificar también de acuerdo a la necesidad, aunque las leyes para los navegantes no instituyeran nada de eso.
En vigilia, retocaba la ruta, se presentaba ante las computadoras, hacía ejercicio, leía, y en las noches subjetivas, a veces noche por medio, a veces cada tres noches, recibía a la mujer-tortuga. Era joven, muy limpia y muy tranquila. Muy paciente y dócil. Y no era fría, sino cálida en extremo. Soor al principio solo la penetraba, y se aferraba desesperadamente a sus bordes casi filosos al exhalar toda su fuerza vital contenida durante milenios. Por momentos se sentía aterrorizado, como si su cerebro se fuera ablandando y empezara a chorrearle por las orejas. Entonces sentía que la mujer debía estar siempre con la caparazón contra la cama, y él encima como adherido y desesperado. La mujer era terriblemente lenta. Mucho más lenta, pero tal vez no tan frígida, como una mujer normal. Y eso apenas contrariaba a Soor, que siempre había sido un caballero. De todas maneras, cuando Soor la penetraba sentía finamente la exquisitez del alma de la mujer, y eso lo ayudaba a olvidar la innecesaria, aterciopelada y digna frialdad de la caparazón. Soor concentraba todos sus sentidos únicamente en su aparato elemental y se abrazaba al caparazón con los ojos cerrados, y se lanzaba muy adentro con toda su alma solitaria. La mujer emitía débiles sonidos de placer que se alargaban a veces mucho después que había tenido el formidable y legendario orgasmo. Era un susurro cautivante e invencible. Soor, totalmente exhausto y vacío se quedaba por amabilidad encima de la parte plana del caparazón, contra el terciopelo, con los ojos cerrados, y se retiraba lentamente cuando ya la mujer había dejado de emitir el melodioso murmullo de felicidad.
El comandante empezó a mejorar, a sentirse bien, después de unas centurias, y comprendió el sentido de la vida de aquella subgente. Quiso aún más a la gente-tortuga y se sintió mejor mientras fueron transcurriendo los milenios. No había palabras con promesas, no había dudas, no había degradación, no había engaños, no había estúpida vanidad, no había exigencias, no había intereses ni ambiciones. Soor se concentraba allí y se vaciaba de todo lo malo y se sentía bien luego, e incluso podía incluir en el olvido a la Vieja Tierra y los Directores, y sus habilidades y su dominio galáctico, y aún más, en el presentimiento de lo absurdo de los viajes inconmensurables por la incomprensible mente del universo.
No tiene mucha importancia la fecha estelar en que presintieron la cápsula con el lamento aterrador y el pedido de ayuda. Fue alrededor de los nueve mil años subjetivos. La nave de Soor no había encontrado nada nuevo a través de los sistemas solares que cruzaba. Los ordenadores lo tenían todo registrado, y nunca tuvieron necesidad de emitir señales de su presencia hacia algunos planetas habitados.
Desde el principio hubo algo extraño. Extraño para nosotros. No para Soor, que no lo percibió, porque la primera impresión era de que esa voz era similar a un anzuelo exquisito e irresistible y capaz de encoger y minimizar cualquier infinitud del espacio.
La cápsula contó una historia que era falsa, en la que Soor creyó. Pero él creyó en la historia porque fue contada por la personalidad de una mujer con voz de contralto, una voz que tenía un timbre de tremendo poder sobre Soor. Algo inesperado, alarmante, impredecible. Era algo inefable, un aspecto de maravillosa mujer algo madura, bellísima y de voz y de quejidos y suspiros irresistibles. Era el ideal de Soor, la vibración perfecta, aunque él no supiera que pudiera existir, aunque quizá lo había soñado, o quizá no. Y entonces tintineaba en aquel cuadrante. Y lo llamaba pidiendo auxilio, de forma irresistible. Y le contaba una historia que se grabó en las neuronas y repercutía misteriosamente en sus órganos genitales, y lo cegó, lo malogró, tal vez...
O tal vez no lo cegó, sino que no resistió la indescriptible vibración contra sus genitales débilmente humanos y excesivamente sensibles. Fue horrible.
Tal vez los intereses de los Directores en ese viaje exploratorio tenían algo que ver con el planeta Arachosia, que era el planeta de la hermosa voz de mujer. El planeta Arachosia estaba detrás, eso decía la comisión.
El historiador C.S. describe un mundo maléfico y hermafrodita que deseaba destruir a la Humanidad. Un mundo que odiaba a los hombres. Un mundo de hombres, de mujeres hombres, o de hombres con una especie de vientres artificiales y fecundos que les permitían sobrevivir como raza.
Según la historia, habían sido terrestres, y habían emigrado como emigraban infinidad de poblaciones en las gigantescas naves, en busca de nuevas tierras a través de los milenios montados en la infinitud de los números. Porque la vieja Tierra ni sus planetas cercanos podían albergar más población. Esa era la falla que nadie quiso nunca evitar. Y luego, a unos breves veinte años después de la llegada, había sucedido la tragedia.
Soor debería haber huído de inmediato, conociera o no la verdadera historia, según los Directores. Porque los Directores protegían a la humanidad de la gente de Arachosia, y para ello habían tejido en la galaxia una red de engaño de manera que los arachosianos no pudieran saber nada del hombre, y tornarlos así incapaces de llegar al hombre. Los Directores se preocupaban por la humanidad.
Arachosia había sido un mundo bueno, al principio, al germinarlo el hombre pionero. Era un mundo con pájaros, con hermosas playas, con acantilados que hacían añorar a la querida Tierra. Tenía dos lunas, y un suave sol bastante cercano. Y los ingenios habían examinado la atmósfera, el agua, la composición de la tierra, de los vegetales, y luego habían diseminado las especies de la Tierra. Esperaban que cuando los colonizadores empezaran a añorar la Tierra perdida, a adquirir la conciencia de que jamás volverían, y vieran en el nuevo planeta las mismas cosas de la Tierra vieja, recuperarían las ganas de vivir y recibirían la fuerza para hacerlo y sobrevivir a los peligrosos recodos del espacio o a los latigazos y aspiraciones y expiraciones del tiempo caprichoso e infinito.
Y según esto, todo había ido bien para los arachosianos.
Según el historiador, ése había sido el seductor mensaje de la cápsula.
Pero también, según él, ésa no era la verdad sobre Arachosia. Era solamente una mentira irresistible, cabalgando elegantemente sobre aquella voz maravillosa, cálida, madura, de la mujer de edad media.
Decía que los jóvenes morían, que las granjas eran ricas, el trigo más rubio que en la Tierra, las flores más claras y las ciruelas aún más púrpuras. Le rogaba que se mantuviera alejado. Que le hablara de medicina, pues los jóvenes morían, aunque todo marchaba bien.
La mujer personificaba la desesperación absoluta. Soor había pensado: "¿Qué síntomas son estos, que nunca los estudié ni los tiene mi ordenador?"
La voz seguía con su lamento de muerte, como si la vida fuera arena que se escurre entre los dedos sin que nada pudieran hacer sin ayuda. Soor sintió que eso era verdad, que se terminaban y que él debía ayudarlos, si pudiera, cuanto antes. Había reactivado toda su energía de viejo telépata, y creía que no podía ser engañado ni por todas las acechanzas y oscuridades terribles que anidaban invisibles en el espacio infinito. Y, sin embargo, quizá fuera mejor que no aterrizara, pensó en un momento. Que mirara al planeta de lejos, así podría historiarlo para la Tierra, para que la Tierra no olvidara a esos descendientes del Hombre perdidos en los confines de la galaxia.
Pero no había podido resistir. Estaba en su naturaleza no oponerse al destino, ni a las certidumbres que continuamente cruzaban su cabeza, enredándose en la telaraña que formaban esas certidumbres, dudas e ignorancias con las que lo habían programado para sobrevivir a las más imprevisibles misiones. Porque todo lo sabido por el Hombre era poco, o nada, ante la infinitud, y aún el Hombre no había querido ni podido rendirse ante la infinitud, y que sus neuronas o magnificentes computadoras tiraran sus banderas y aceptaran que estaban hechos para vivir sin saber sobre la Oscuridad Absoluta y la provocación intolerable de sus ambiciones de saber.
Después, al regresar a la Tierra, tras la cuarentena y la desconsideración alevosa, fue interrogado angustiosamente también por la actitud imperdonable de no considerar lo desconocido, las abrumadoras posibilidades matemáticas que tenía El Error a su favor y en contra del Hombre, El en aquel caso trágico. Se había justificado, naturalmente. Había transcurrido meses con los sensores penetrándole el cerebro, abrasándoselo, cegado por las luces de las drogas de la verdad, buscando razones y explicaciones. Pero no había convencido a los sensores ni a nadie humano. Lo defragmentaron al fin, con insoportables sufrimientos y al fin sobrevino el estallido de su capacidad cerebral y su mente se vació para ser desde allí la forma y los meneos de las algas que flotaron por millones de años en los océanos terrestres.
Y eso fue todo y el fin para el Comandante Suzdal, o como quiera llamársele, espécimen único, que encontró en el espacio más lejano, y en “otra cosa”, algunos retazos de la más antigua y sencilla felicidad que abandonó detrás de los cantos de sirenas de su propia naturaleza humana irremediable.
Pero no murió, ni prosiguió su sinuosa y nueva vida de alga carente de humanidad. Eso sería el perdón y el no sufrimiento. Los Instrumentistas no podían romper la ley, así que lo abrieron y le colocaron unos lóbulos innovados de percepción y agravada sensibilidad. Y en el planeta de castigo solo podría percibir y sufrir. Percibiría como un insoportable bramido una gota de agua que se rompe sobre el piso, y le perforarían los tímpanos el batido devastador de las alas de una mosca. Y eso cesaría por unos segundos, y cuando se diera cuenta de que estaba sin menoscabo y se recuperaba, sentiría otra cosa, y se recuperaría, y sentiría otra cosa, y así por la eternidad. |
cuento de Tarik Carson
Ver, además:
Tarik Carson en Letras Uruguay
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