Segarla es tan
difícil |
Almorzamos poco mientras le
hablé del carnaval en Punta del Este, de jóvenes bonitas y hambrientas,
de posibles viajes a Europa en aviones de lujo. Y algo sobre el Dr. Dudley
Poo Panoja, al que yo, como protegido y amigo íntimo, llamaba Dudú.
Después reposamos hasta la seis. Observé durante largo tiempo el cielo
raso descascarado. Gorra roncó con la boca abierta en la cama de mi
hermano. Lo desperté y le dije que iba a lo de Dudú y que no sabía a qué
hora volvería. No me preguntó si podía acompañarme. Le enseñé el
gancho de la llave y le sugerí que tomara leche. No tenía que
presentarlo de inmediato.
Caminé despacio por la rambla
de Pocitos y subí hacia el zoológico. En una parada de ómnibus encontré
a Julito, recostado en un
palo de un refugio. Me contó que esperaba a una dama; pero renunció a la
maravilla cuando lo convidé para ir al cine. Le hablé de Punta del Este,
de las muchachas sin flor, y orgullosas por el hecho, de la mansión que
tenía por allá el doctor Dudley Poo Panoja, mi amigo. Y algo de las
peculiaridades de Dudley Poo Panoja. Eran temas atractivos, felices, nada
pálidos, y yo me dejaba llevar por las facilidades de lo bueno y la
inercia inveterada de mi lengua. Hubo un lapso durante el que observé a
Julito y lo comparé con Gorra. Lo ordinario como ley y moda rigurosa, más
la urgente avidez juvenil por secreciones y goces indiscriminados, me
produjeron lástima, y luego melancolía.
Traté de ser amable pagándole
el cine. Recordé a Gorra y me sentí tranquilo; siempre imaginaba que me
podían robar el departamento, imaginaba que tenía muchos valores. A la
salida, le dije que iba a lo del doctor Poo, Dudú, para los amigos, y que
a éste le encantaría conocerlo. Dudú era refinado, y deglutía nuevos
amigos con verdadera sinceridad y elegancia. Julito era apocado, y esto le
concedía una atmósfera de misterio. Y un misterio parecido
cubría a Gorra, cuando no hablaba ni entreabría la boca en demasía.
Eran muchachos presentables. Además, quería ayudarlos. Sentí, al
caminar y meditar, cierto estado culposo, una inquietud que pronto perdí.
Julito se puso nervioso y su intuición oportuna y sorprendente me alivió.
Dudú nos recibió
jovialmente. Estaba pintando ceniceros de cerámica para los amigos del
directorio. Empezó. Un doctor lo había destratado públicamente. Le dije
que los doctores leguleyos eran mala cosa. Después me contó que lo habían
invitado para exponer con otro pintor en una galería de Punta del Este
durante el verano, creo. Pero el otro no tenía nivel, y le iba a
escrachar el nombre, y eso no era tolerable. Le dije que en ese ambiente
siempre había mal olor bien conservado dentro de ropas caras. El estaba
tenso por el calor; vestía un pantaloncito floreado y tenía pintura en
una pierna. Recordé a un promocionado pintor vestido así, en la Costa
Azul, que se decía comunista y era loco por el dinero y los marchantes
hebreos. Escuché otra queja en absoluto justa. Sí, le dije, el mundo se
desmantelaba, si lo sabría yo. ¡Y qué pena horrorosa!
Mientras tanto, Julito se
mantenía quieto en un sofá, nervioso
y, por momentos, su cara se enrojecía. Dudú lo miraba y se reía con la
risa tan rara y bonita que parecía tener y manejar como un eterno cheque
certificado (hay épocas en las que somos admirablemente virtuosos en los
actos de fe). Entonces pensé que podía estar calculando el grado de mi
amistad con Julito, y si ese grado era superior a nuestra propia amistad.
También podía estar deleitándose con la timidez de la juventud que
tanto lo excitaba y le aceleraba el corazón. Dudú era un tío bueno,
culto, fino, generoso. Todos lo decían. Me habló sobre una lectura y, al
buscar el libro, dejó caer cerca de Julito unas revistas de desnudos eróticos
de la antigüedad. Me paré y las recogí. Le comenté a Julito que eran
excelentes, norteamericanas naturalmente, y le alcancé una. Dudú sirvió
jerez y tomó el pincel. Yo puse un disco de música clásica y miré el
cielo raso entornando los ojos. Julito casi no apreciaba las revistas que
tenía en la falda, pero se empezó a reír de cualquier tontería con los
pómulos muy rojos. Dudú ensayó unos pasitos de baile y aplaudimos.
Charlamos un largo rato.
Julito se atrevió a decir algo y a mirar cara a cara a Dudú, a
mantenerle la mirada; y también observaba los muebles, la biblioteca, los
discos, los cuadros genuinos. Después empezó a bostezar y le sugerí que
se fuera si deseaba; yo me iba a quedar un rato más. Pero se fue cuando
ya me aburrían sus
enrojecimientos y risitas. Dudú lo acompañó hasta la puerta, con un
brazo sobre sus hombros, lentamente, y le prestó varias revistas con la
condición de que se las trajera, pues eran raras e importadas. Recordé
que a mí también me habían gustado mucho esas revistas. Pensé que yo
ya no era como Julito o Gorra; había perdido algo para siempre, aunque
tuviéramos la misma edad.
Dudú volvió de la puerta
sonriendo. Me preguntó si creía que volvería a devolver las revistas.
Le dije que ya comprobaría que era un muchacho interesante. Me preguntó
si hacía mucho que lo conocía, si trabajaba en algo, y le contesté que
no habría problemas, que era de confianza. Bueno, le gustaba. Estuve de
acuerdo, era simpático. Sirvió más bebida y abrió un cartón de
cigarrillos extranjeros. Manifestó su terrible odio al excesivo calor y
se quitó el pantaloncito. Yo también sentía mucho calor, tal vez por la
bebida. Encendí el ventilador y puse en el tocadiscos algo lento y
pegajoso. Luego me tiré en el sofá.
Sudé demasiado. Me apretaba
una carga húmeda y pesada, un jadeo incansable, de los cuales no podía
escapar. Sentí unas manos engrasadas, algo que me rozaba la mejilla, y me
desperté, en seguida o después, no lo sé. Despierto estuve mejor. Dudú
se había ido y me dejó una nota indicándome que cerrara con cuidado la
puerta y que volviera de noche. Cuando salí, la calle reverberaba y la
gente empezaba a dirigirse hacia la playa, con ropas livianas y las
sombrillas al hombro. El sol me indispuso aún más.
Cuando llegué a casa serían
las diez. Gorra seguía durmiendo y no me oyó entrar. Entonces aún era
de los que pueden dormir bien. Me acosté y traté de descansar. Me
desperté indispuesto, acalorado y con un gusto ácido en la boca. Me bañé
y le di un libro a Gorra: quería estar en silencio y me molestaban sus
preguntas. Tomé un libro de Oscar Wilde, que me había prestado Dudú,
pero no pude aprovechar ni media página. Estuve horas fingiendo que leía,
quieto, con una extraña opresión en el pecho. Después, mientras comíamos,
le dije a Gorra que, si le interesaba, le podía presentar a mi amigo Dudú.
Claro, nunca estaba de más conocer a gente influyente, culta y con
dinero. Dudú también era o había sido funcionario de las Naciones
Unidas. Gorra se alegró, y por un momento, al mirarle la boca abierta, me
pregunté si no era demasiado simple para eso. Pero la tosquedad también
podía ser hermosa y sugerente para algunos. ¡Los gustos son tan
diversos!
A las diez de la noche le dije
que se aprestara. Cuando salíamos, nos encontramos con mi hermano que
volvía de su trabajo fuera de la ciudad. Se reía, con la bolsa de la
comida y la ropa al hombro.
-¿Adónde van? -preguntó.
-A lo de Dudú -le contestó
Gorra.
-¿Qué Dudú?
-¿No sabés quién es Dudú?
-dijo Gorra-. Cambiate de ropa y vamos.
-No sé -mi hermano me miró.
-Nunca le hablaste de Dudú
-me dijo Gorra.
No le contesté.
-Vamos -repitió Gorra-.
Apurate, te esperamos.
-No -dije yo.
-¿Por qué? -preguntó mi
hermano.
-Bueno. No lo sé. Porque se
me ocurre.
-Está bien -intercedió
Gorra. -No importa.
-Siempre lo baboso -dijo mi
hermano-. Pago yo, si es por eso.
Cada uno con sus amigos, pensé,
y además, ¿con qué dinero iba a pagar?
-Bueno -repitió Gorra-. En
seguida volvemos.
-Siempre la misma... -aseguró
mi hermano mirándome a los ojos.
Por último, dije:
-Hay un bife en la heladera.
-¿Sabés dónde lo podrías?...
-preguntó mi hermano.
-Lo sé -contesté en voz
baja-. Pero no te llevo.
Ygorra aún dijo algo,
mientras me alejaba.
Mi hermano se quedó parado,
mirándome con ojos tristes, apretando la bolsa con algún resto de asado
frío entre las manos, mientras a mí se me retorcía algo.
Inexplicablemente. No sabía por qué nunca salía con él, ni le
presentaba a nadie. Porque él también quería salir a pasear con amigos,
y era permeable a comentarios sobre bebidas, películas, bailes, muchachas
y lugares caros, con las manos quemadas y blanquecinas por la cal y el
trabajo de peón de albañil.
-Estoy acá, con ustedes –aún
le gritó Gorra-. Desde ayer.
Caminamos unas cuadras sin
hablar. Yo no quería hablar y sentía que Gorra quería decir algo.
Estaba pensando y sintiendo cosas que me causaban un revuelo adentro.
Muchas cosas desordenadas se me subían a la garganta y a los ojos y me
molestaban en la cara. No podía ver a nadie con una bolsa raída al
hombro, las uñas destrozadas por el trabajo, y el destino en eso. Además,
estaba pensando que, tal vez, iba a cometer un error con la presentación
de Gorra, ya que alguien así hastiaba en seguida. Parecía cada vez más
imbécil. Eso pensaba en aquel momento, y todavía me molestaba en la
cara, en los ojos, la imagen de mi hermano riéndose y buscando
divertirse, teniendo el pelo quemado, las manos hinchadas y rajadas como
si ya fuera un viejo liquidado a los veinte
años. Todo era tan agobiante que buscaba alejar
todos esos pensamientos cuanto antes, cuando me asaltaban.
Frente a la casa de Dudú,
Ygorra dijo:
-Metí la pata.
-No -le dije-. No hay
problema. A él le gusta estar solo.
Me apuré y levanté la mano
para apretar el timbre.
-Sos un buen hermano -dijo él.
No toqué el timbre; me quedé
un instante con el brazo en alto. Me di vuelta sintiendo una molestia.
Pensé, "y un mal amigo", pero le dije:
-Si querés, nos vamos... ¿Qué
te pasa?
-¿Por qué? -se rió él-. Sólo
se me ocurrió eso.
Nos miramos a los ojos,
casi ocultos en la penumbra. Me sentí, por un momento,
estúpido. Y tuve miedo de que me patearan en un portal oscuro; o
quise ese castigo. Gorra me dio una palmadita en el hombro.
-Dale. Apretá el timbre o nos
van a tomar por sirvientitas indecisas.
Y se rió. Creo que hice una
mueca y levanté el brazo. Dudú comentó algo sobre mi cara demacrada, y
estuve todo el tiempo sin hablar. Luego entré a un sueño de tareas
opresoras y ríos de esfuerzo y sudor, sin que el nudo en el pecho me
dejara tranquilo, libre de todo.
Algo inquietante me empezaba a
ocurrir.
Desde aquella noche empecé a
cambiar de una manera insólita, aunque para los demás no signifira tanto
como para mí. Podría decir que me empezó a llenar una gratitud que me
fue ampliando el pecho, sin que la gente se sorprendiera por el cambio, o
acaso no lo percibiera. No sé si el sueño sobre el sofá trajo a mi
mente esa mudanza inexplicable, o si todos los hechos causaron el
desarrollo abrupto y expurgador.
Aquella vez Dudú había ido a
su dormitorio con Ygorra a jugar a las damas o a las cartas, y a mi me
dieron ganas de tomar algo fuerte que me mareara. Me quedé dormido hasta
que sentí unas palmadas en la cara. Gorra se iba, era de madrugada.
Comentó que me veía distinto, con la nariz hinchada. Me sorprendió
esto, pero no le di importancia y volví a dormirme. Cuando desperté, a
la tarde siguiente, Dudú ya se había ido a su oficina.
Al llegar a casa encontré a
Gorra acostado leyendo una revista y volvió a decirme que me notaba
cambiado. No le di importancia y me acosté a leer un diario viejo. Después
me sentí acalorado, fui a lavarme la cara y decidí afeitarme. Al mirarme
al espejo exhalé un quejido de sorpresa. La nariz se me había hinchado
considerablemente. No me dolía ni sentía ninguna molestia. Lo más
impresionante era que la punta se había achatado. Parecía como si me
hubiera crecido una trompa y alguien la hubiera cortado con una tijera
para que, con el peso, no me tirara la cabeza hacia adelante. Lo más feo
era los agujeritos redondos y profundos, con unos pelos desagradables.
Sentí un mareo y tuve que sentarme en el piso. Quedé apoyado contra la
pared fresca de la bañera y el frío me reanimó. Me levanté y evité
mirarme de nuevo. Mareado volví a la cama y observé a Gorra para ver cómo
reaccionaba otra vez ante mi cara. Me miró, me dijo que me veía pálido,
y siguió leyendo. Me quedé quieto un par de horas y después le pregunté
por qué había dicho aquello de mi nariz allá en la casa de Dudú. Me
contestó que la verdad era que yo estaba distinto y que mi nuevo aspecto
me sentaba mejor. No me atreví a preguntarle más. Cuando pude levantarme
más tranquilo, fui al baño y volví a mirarme la cara. El corazón se me
enloqueció y la cara se me puso roja. Me manoseé la nariz un buen rato
intentando convencerme de la realidad. Recién me di cuenta de que mis
ojos azules se habían hundido mucho,
que mi frente se había encogido, y ya entre el pelo y las cejas no
había ni dos dedos finos de distancia. También el labio superior se me
había levantado dándome un aspecto repulsivo, más que animalesco. Al fin me cansé de estar
tirado en el piso del baño y me resigné a que el sueño terminara, ya
que no podía despertarme. Pero lo ocurrido no fue, ni es, un sueño.
Después de pasarme el resto
del día de la cama al
espejito del baño, y de éste a la cama, me empecé a resignar a mi nuevo
aspecto. Dentro de mi no se había deformado nada. Al contrario. De
repente sentí necesidad de respetar más a Ygorra y dejar de llamarlo así,
con desprecio. También tuve ganas de ver a Dudú y explicarle lo que me
sucedía y preguntarle si su cultura universal conocía este tipo de
transformaciones repentinas. También resolví decirle que lo llamaría de
otra manera algo más honorable, en vez de "Dudú".
De tardecita me afeité y me
recorté el cepillo que se asomaba por el par de agujeros de mi nariz. Al
anochecer salí hacia lo de Dudú. Me vio con los lentes de sol y la
gorra, y se quedó apoyado sobre la puerta. Pasé rápidamente y sin preámbulos
me saqué la gorra y los lentes. El cerró la puerta, tomó un vaso de
ginebra de una mesita, y se puso a mirarme de nuevo. ¿Qué pasaba? Le
pregunté si estaba ciego y me sorprendí más que él. ¿Pero, cómo?...
Sí, admitió, yo había cambiado un poco, y eso no era nada importante.
Una nariz así respiraba mejor, por el diámetro de los agujeros, y cuando
tocaba otra piel era como si besara con el aliento nasal, costumbre que
era una bendición para los asuntos sexuales orientales. Esta era sin duda
una buena razón y yo no supe qué decir ante el argumento de su actitud,
que se extendió de inmediato como un par de alas que me protegían de la
vergüenza más impresentable. Le dije que nuestro nuevo amigo vendría más
tarde y que yo, a él, desde aquel instante, lo iba a llamar Poo
simplemente, o señor Poo, si era necesario. Y que a Ygorra lo iba a
llamar Eme, también con un poquito más de gentileza. Poo no se opuso a
nada de esto y me dio coraje explicándome algunos casos de mutación
parecidos al mío, que siempre habían resultado ser buenos. No me pudo
aclarar nada más, pero eso para mí fue suficiente. Al
rato llegó Gorra y lo primero que le declaré, no sin algo de pompa, fue
lo de su nombre. Me emocionó ver cómo él lagrimeaba ante mi decisión.
"Nunca pensé -comentó- que un cristiano pudiera
superarse día a día, con tal premura." No supe qué replicarle y,
enfundándome la gorra y a punto de llorar, les manifesté que me iba a
casa porque necesitaba pensar seriamente en mi nueva situación.
Cuando llegué a casa, mi
hermano estaba comiendo en la cocina. Rápidamente, me metí en la cama
sin encender la luz. Quería asimilar mi transformación antes de
sorprender a mi familia de una mala forma. Sorpresivamente, mi hermano
encendió la luz y me destapó de un golpe. Tenía en la mano un vaso de
leche tibia. Me llevé la mano a la nariz y le dije que apagara la luz,
que me dolían los ojos. Entonces él me dijo que no fuera estúpido.
"Cada día -me aclaró- veo a más tipos con esa cara." Y agregó
como algo definitivo: “No hay que preocuparse, te sienta mejor que la
otra.”
Me tapé con la almohada hasta
que sentí que arrastró una silla, dejo la leche y apagó la luz. Esa
noche pude respirar con la boca cerrada, observando el techo hasta el
amanecer, sintiendo cómo el aire se entibiaba en mis cañerías y fluia cómodamente.
Pasé dos días acostado y
tapado hasta el pelo para que ni Eme ni mi hermano me vieran. Después
resolví enfrentarme a la vida, como se diera, y empecé a actuar con
naturalidad. Eme me dijo que Poo me quería ver, pero no fui a su casa
hasta una semana después. En esos días casi no comí nada y adelgacé
varios kilos. Una noche me animé a salir cubriéndome la cara con una
camisa de cuello largo. Me movía escurría por las paredes y cruzaba las
calles con rapidez. A la vuelta me choqué con un vecino casi cara a cara
y me quedé paralizado y aterrado, esperando su reacción. Pero me explicó
algo sobre la luz del corredor y no le dio la menor importancia a mi nuevo
aspecto. Aliviado, lo saludé con una inclinación, y me bajé audazmente
el cuello alto; el hombre me dio las buenas noches y se fue hablando del
tiempo. Esto me trajo un poco de
tranquilidad, y ya durante la noche pude dormir varias horas.
Al poco tiempo se me ocurrió
ir a una iglesia cercana. Me senté atrás, cerca de la puerta y observé
el comportamiento de los creyentes. De repente saqué un lápiz y fui
impulsado a escribir una plegaria en una pared, al lado de tantos ruegos
ilegibles que no quise tratar de comprender. No sé por qué hice aquello;
cuando terminé me sentí un poco estúpido. Sentí tanta lástima de mí
mismo que casi me salen lágrimas. Estaba dominando esta emoción cuando
se acercó una mujer de negro arrastrándose por el suelo y creí que se
iba a agarrar a mis piernas. Di un salto y le abrí paso. La mujer empezó
a gemir fuerte mientras se golpeaba la cabeza en el piso y se proclamaba
sucia y desgraciada. Busqué un lugar alejado y me senté a pensar. Muy
tarde me fui. Volví las noches siguientes y ya no rehuí la compañía de
los arrastrados y solicitantes. Al contrario, dejé que me agarraran unas
mujeres y que lloraran y me tiraran de la ropa a voluntad. Tenían mal
olor, y me dio mucha pena una mujer joven y bonita que me llamo
"hijo" y me preguntó por qué me había ido, por qué la había
dejado sola a merced de tantos hombres
inmundos. Un hombre viejo y desdentado me rompió el saco tirándome de un
lado hacia otro de una manera furiosa. Olía insoportablemente a ropa
vieja. Yo me hacía un poco el tonto y me dejaba manosear a gusto. Estaba
pensando en lo poco que me costaba aquello y el bien que tal vez
significaba. Un día observé cómo los feligreses entraban al
confesionario, y cuando una mujer salió
entré a la caseta. Le conté al cura lo que le pasaba a mi cara y
recibí una animosa reprimenda por mi obsesiva vanidad. Yo debía pensar más
en mi alma y no en la carne pecadora que tenía en la cara. Lo de la
carne, así nomás, me quedó
en la mente y me tortura con lentitud cada vez que me mira una muchacha
bonita y vuelvo la cara, aunque mis fotografías no recuerden a nadie el
goce mucho de la comida. Cuando salí del confesionario, aquella y otros
veces, me sentí casi integrado a la iglesia -o más bien, a un tipo casi
inexistente de iglesia- y a la multitud que continuamente se arrastraba de
un lado a otro, gimiendo y castigándose por las persistencia de las
iniquidades y apetitos de la carne propia y ajena.
Al fin de la primera semana,
estuve un día reflexionando sobre el cambio de mi vida. Era muy
inquietante, y no sabía hacia dónde me iba a conducir tal contingencia.
Desde esa época empecé a ver imágenes que se paraban a los pies de mi
cama cuando me ponía a meditar en la vida y sus despliegues
sorprendentes. Estas imágenes siempre han sido mi secreto máximo, pues
es inútil que lo divulgue por ahí. Pero tienen forma humana, y aparecen
y se van como una reverberación temblorosa y potente. Casi sin
transparencia. Supongo que me vienen a ver justamente por mi transformación
acelerada e insólita, por lo que me está ocurriendo, por mis costumbres
pasadas, o por una razón que que no se me da ni se me ocurre.
Un día le confesé a Eme que
yo había encontrado una especie rara de ente que dirigía mi vida y que
por eso no frecuentaba más al buen Poo. La respuesta de Eme me hizo dudar
de todo. Me dijo que Dios, en todo caso, no iba a la iglesia que yo
frecuentaba. El era de otra iglesia que nadie veía, ni consideraba, y
esto era lo peor. Bien, no entendí esto, ni lo discutí, pero me molestó
y aún me molesta cuando lo pienso.
Después visité al buenazo de
Poo. Me recibió jocosamente y con alegría y cuando le dije que no me
sentía bien por lo que me estaba pasando, él me agarró la cara y me la
acarició. Se alejó un metro y me dijo, con un ademán radical,
que me encontraba mejor y que para él no había diferencia. Nos
apoltronamos a tomar un te, pero cuando me convidó a jugar al ludo y a
las damas en su dormitorio, le dije que no, por asuntos de religión. De
todas maneras, estaba por llegar Eme, que había resultado, según su
criterio, un player en
absoluto entregado. Poo opinó que yo era un tonto, y que pronto se me
pasaría todo. Le pedí permiso para dormirtar en el sofá y al rato empecé
a soñar con unos pordioseros harapientos que me perseguían apoyándose
en unos bastones retorcidos. Me desperté unas dos o tres veces para
detener la persecución de
esa gentuza hedionda que me atormentaba en el sueño, y siempre oía el
sugestivo ruido de risitas, y el suave golpeteo del cubilete y las fichas
en el dormitorio, y eso me volvía a adormecer calmadamente.
De esta manera recuerdo los
primeros momentos de mi transformación manifestada ante la sociedad. (Lo
otro había estado en relación con lo inmanifestado, que convocaba tanta
humanidad en los templos claroscuros de la fe.) Entonces,
desde que me dormí en el sofá de Poo, dejando a este que se ocupara de
Eme, hasta que días más tarde desperté en el mismo sofá, sufrí otra
transformación, la de miembro
de la sociedad humana convencional. Podría pensar en un sueño largo como
días, noches de sueño y de insomnio, con iglesias y mujeres prendidas de
mi ropa, y con mi trompa misteriosa perdida por ahí, etcétera. Y
entonces me sentía integrado, haciéndole caso a la mayoría. Pero el
hecho es que ya no salí del sueño de la realidad, y me parece que a
veces sueño con jugar al cubilete sobre la cama gigante del buen Poo
cuando me despierta el hombre con un taparrabo y me llama con una voz
quejumbrosa. Despierto y de inmediato me persigno y evoco a unos santos y
a otras entidades de posible existencia, ignorando en absoluto qué hacer
ante tal horrososa contingencia.
Poo, sin esfuerzo ni pena,
ante estos hechos confesados por mí, se resignó a mi nueva situación.
Presumo que Eme le consiguió otro contrincante, y Poo, con dos buenos
luchadores sin tanto peso en la cabeza, ya estuvo tranquilo y seguro de su
ración de placer. Porque es aún un hombre de los que no soportan vivir
sin placer un solo día (fuera estomacal, genital o mental). Y entonces,
ante la firmeza de mi posición, se resignó y me propuso un trabajo que
nos mantendría hermanados y nos beneficiaría a ambos. Naturalmente,
dijo, él ya no podría ayudarme a vivir; pero yo no pretendía dinero, ni
lo aceptaba ya. Me sentí bastante feliz con la posibilidad de trabajar, y
lo reconozco, un hecho tremendo y temerario en extremo.
En esta época empecé a
variar con una sinagoga, porque Eme me había vuelto a asegurar que Dios
iba a otra iglesia, sin decirme a cuál, y que él estaba absolutamente
seguro de ello. Era un muchacho que no sabía mentir, y no tuve motivos
para no creerle. Aunque me causaba algo de escozor que supiera tanto de
esas inmanifestaciones etéreas, sí, pero con tanto público. Fue
entonces cuando tuve un pequeño enredo carnal con una muchacha judía.
Pero una noche me dijo que no podía continuar la relación por
cuestiones de religión, aunque en sus ojos ví que había otra
“cuestión” de por medio. Aquello me aburrió sobremanera y decidí
que allí no iba a encontrar nada que no tuviera límites demasiado pequeños
para la mirada de mis ojos. Recuerdo ahora a esta muchacha dulce porque
tenía la costumbre de calentarse los dedos fortándolos en la parte
frontal de mi nariz, mientras estábamos en la sinagoga bajo los bancos o
detrás de una columna oscura. Un día me llamó "lechoncito
lindo", y a mi me salieron dos lágrimones que me avergonzaron mucho.
Pero le dije -para que no me creyera un sentimental al que se podía dañar
fácilmente- que había sentido la fuerza que esparcía su Dios y su
religión. Tuve la cautela de mantener en reserva prácticas sensuales de
mi existencia, ya que era visitado asiduamente por una imagen, que
presuponía la limpieza de cualquier existencia escabrosa, por lo menos.
Después honré a otras
iglesias, hasta que un día Poo me llamó. Había planeado y conseguido lo
necesario para el negocio. Me alegré, pues estaba comiendo de la comida
de mi hermano, y eso era dividir un sueldo de hambre entre dos, aparte del
cargo de conciencia que padecía al sentirme observado todas las noches
por el hombre de la imagen, en guardia misteriosa y ya plantado con los
brazos cruzados a los pies de mi cama. El se presentaba entonces con un
taparrabos rojo, adornado con hilos de oro, contra su piel renegrida,
posiblemente de hindú itinerante. Parecía decirme algo desagradable con
la mirada y la postura tensa, y diría, reprobatoria. (Y creo que tal fenómeno
surgió como corolario de mis actuaciones ruidosas, y los quejidos
descontrolados de ella y su actitud muy poco respetuosa, detrás de las
columnas oscuras de la sinagoga.)
Al fin, el negocio que instaló
Poo en la rambla fue una gran idea, no vista en otro lugar. Había elegido
una casa moderna y grande, con amplias ventanas hacia el mar y bastante
lujo en todos los rincones. Me llevó a verla y me comunicó que yo sería
el jefe, y que me ayudarían los muchachos que él tuviera como amigos de
confianza. Esperaba que Eme me sustituyera en su favoritismo, y colaborara
conmigo a discresión en el negocio. Al cabo, esto fue así a medias, pero
no hubo trabas, porque seguido cambiaban las amistades de Poo (lo había
ido poseyendo el ansia de conocer la infinita variedad de instrumentos
sexuales humanos, y no era esto sorprendente en un paladar internacional
tan exigente como el suyo).
En el fondo de la casa frente
al mar, en la piecita del servidor, ubiqué un catre y una mesita de luz
de un remate. Muchas noches me quedé allí, porque perdí el gusto por
las salidas, sobre todo diurnas. De noche a veces salía y me sentía a
gusto. En verano me bañaba de noche en la playa, cuando nadie me podía
ver, y el mar y el cielo tomaban un cariz negro y frío como una muerte
temida.
Durante el día tenía que
recibir a los clientes que el buen Poo se encargaba de conseguir con los
amigos adinerados, abogados, camaradas de la diplomacia, políticos, y
hasta algunos escritores y pintores que habían dado el batacazo y vivían
mucho en el extranjero. Hasta ahora me sorprendo por la cantidad de gente
importante que venía al negocio a satisfacerse de forma tan sutil y,
aparentemente, inexplicable y estúpida y absolutamente genial y elitista
a la vez, al mejor estilo de la televisión (debo anotar que eran personas
que vivían la mitad del año en Paris o en Nueva York, titireteaban unas
semanas en Montevideo, y titireteaban y liquidaban el resto del verano en
Punta del Este). Y esto de la televisión, bien, lo confieso, les caía a
todos “regio”.
Yo había ideado un estilo único.
Siempre abría la puerta vestido de librea roja y hacía pasar a los
visitantes con una reverencia de matiz servil, aunque evitando la
exageración. Luego nos podíamos sentar a escuchar la música sinfónica,
o pasear mirando los cuadros de Poo o sus obras de cerámica con dibujos
eróticos inspirados en el arte grecorromano, hindú o chino. Eran imágenes
de catálogos casi extintos, altamente sugestivas.
Pero lo que más brillaba en
el negocio era el servicio, al noble estilo “estrellas”. He aclarado
que el servidor principal era yo. Al entrar, además, los visitantes eran
regalados con mi pequeñez y mi anuencia a sus deseos de aristocracia. Poo
había hecho construir un canal paralelo al camino alfombrado
y único de la casa o
del negocio. Yo caminaba por el canal y mi nariz llegaba a la cintura de
los visitantes. Con ello lográbamos que todos se sintieran alegres ya al
entrar, y algo admirados desde abajo. Alguno hasta podía tirar la ceniza
del mejor habano sobre mi librea nueva, o limpiarse un zapato sobre las
charreteras de mi hombro. Yo no hacía más que sacudir la mugre y, con
una inclinación y la infaltable y necesaria frase: "Por favor, no
faltaba más", indicarles algún rincón extraordinario o algo mejor
aún. Luego que se sentaban, yo los acompañaba, pero en un banquito muy
bajo, como el de los enanos lustradores de zapatos de la calle.
Todos los clientes -con mucho
dinero, y, por este hecho, indudable y superior inteligencia- venían
acompañados de muchachas o muchachos jóvenes y espigados, de pelo largo
y ojos claros. Yo tenía que empezar a hablar mencionando viajes y lugares
lejanos de altísimo costo. En determinado momento en que ellos ya se sentían
describiendo sus viajes y goces formidables con expresiones satisfechas en
extremo, yo tenía que declamar, en lágrimas, que no había viajado a
ninguna parte, que no conocía nada y me moría, o me desangraba, por
formar parte de lo que hacían ellos y de lo que eran ellos. Luego, los
interrogaba amistosamente, admirado de sus safaris en Paris, Nueva York o
Roma. A veces cambiaba la solicitud porque el visitante era aficionado a
los automóviles, por ejemplo. Yo tenía que hablar de autos finos e
inmejorables, y luego confesar, avergonzado y humillado, que no podía
comprarme ni el más barato y vulgar, por asuntos del destino (y, a veces,
concluir confesando el hecho de que ni siquiera sabía conducir un bólido).
También hablaba de propiedades y de valiosas obras, que luego resultaba
que no podía tener, contrariamente a lo que tenían ellos de sobra, y
para lo cual vivían acumulando. A veces debía esforzarme mucho alabando
o llamando de genios a fulanos conocidos. Si presentía que no había
envidia por un personaje, sino admiración, entonces usaba palabras
terribles, como "genio", "barbaridad", "fenómeno
de la naturaleza", "monstruo sagrado", “grito glorioso”
salido de un “cementerio de elefantes blancos”,
etc. Llegué al extremo de lustrarles los zapatos a algunos con el faldón
de la librea. Pues hay hombres y mujeres que han desarrollado muy bien
este tipo de gustos. Y debía convencer a todos de que el negocio era
inmejorable y que invirtiendo en él daría ganancias formidables. Algunos
días concluía mis frases con la confesión apoteótica de que todo
acababaría para ellos con un glorioso “grito sagrado” que se
incrustaría por los tiempos de los tiempos en la historia de la nobleza
humana y sus más notables logros.
Al paso de los meses fui
atesorando una considerable habilidad en conocer a los señores de visita.
Veía una cara y ya sabía que tenía que llamar a todo lo que le gustaba
de "genial", por ejemplo, o hablarle de inmediato en viajes
trasatlánticos, o en la compra de su última propiedades,
o del último Chablis del tal
bodega famosa. Vi de todo,
menos algún cliente que me pidiera que caminara a su lado, porque no le
gustaba mirar hacia abajo.
Asímismo, el trabajo me obligó
a aumentar mi cultura, ya que recibía a diario a personajes que estaban
deseando oír sobre sus obras o sus nombres, de los cuales yo veía
asombrado que estaban real y decididamente enamorados. A veces, hacía un
rebuscado pase de manos y mencionaba en voz baja la palabra
"maestro". Agregaba a esta palabra la importancia de las obras
que se donaban para la cultura universal (la cultura nacional era algo
arriesgado, y, salvo indicación del buen Poo, no la presentaba). Todos se
permitían unas lágrimas, una mirada seria y un comentario profundamente
halagüeño sobre el ser y la obra, que sin excepciones estaba ante todo
interesada por el bienestar del hombre, inspirada en los grandes ideales
de la humanidad, y siempre encendida con el fuego sagrado.
Una madrugada, en mi cuarto,
el hombre del taparrabos rojo se presentó frente a mí, y lo convidé a
sentarse, y por primera vez en voz alta. No lo hizo, e igual le hablé de
mis dudas y temores al mirar los rostros de los compatriotas, y recibir
por sus expresiones los efectos de mi imagen elefantina. Hasta le conté
que temía mirarme en el espejo y que por ello no sabía ya que aspecto
presentaba al público. Además, para afeitarme me cubría la nariz con un
paño que guardaba en el botiquín, así
solamente me veía la barba. Pensé que el hombre se reía, pero después
vi que era apenas una mueca entre cómica y dolorosa. Al fin, le pregunté
qué hacía parado allí tantas noches y si el motivo tenía alguna
vinculación con las ubicuas tareas que llevaba a cabo Dios. Pero el
hombre se estiró, como si fuera de goma transparente, y se desvaneció.
Ya hacía seis meses que no veía
a mi madre. Y un día, justo en horas de trabajo, ella apareció. La hice
pasar, disculpándome sorprendido, y noté que miraba alarmada mi nariz.
Cuando empecé a caminar a su lado, pero dentro del canal, se agachó y me
quiso levantar. Se me prendió de la librea con fuerza, pero no pudo
alzarme; entonces se tiró a mi lado adentro del canal y estalló en un
llanto descontrolado abrazada a mí. Yo le acaricié el pelo reseco y
blanquecino hasta que al fin volvió a mirarme. Me preguntó si me pagaban
bien por todo aquello. Y en seguida, si me sentía bien, si era feliz...
Le dije que era muy feliz y, tras unos segundos, pareció aliviada.
"Y con casa y comida", le agregué. Ella me empezó a estirar la
piel de la cara con las manos, como para planchármela, y le dije que
lamentablemente tenía que irse porque era hora de trabajar, y que pronto
llegarían los clientes. Eran personajes de la televisión, agregué para
que se alegrara algo. Dije: Zutano, Mengano, Perengano, muy famosísimos
todos, y claro, de su conocimiento. Había
que apurarse. La fui arrastrando fuera del canal y la acompañé a la
salida. Ella empezó a llorar de nuevo mirándome la nariz, y sacudía la
cabeza fregándome con una mano la frente, como si me la quisiera estirar
definitivamente de cualquier manera. Tuve que desprenderla de mí, tomándola
de las muñecas y agachando la cabeza la fui empujando hacia la puerta. Y
así me las arreglé para no
ver que se iba. El resto de la noche no estuve sirviendo con dedicación,
trabuqué algunas palabras básicas e hice incorrectamente unos pases de
manos, y hubo una manifiesta insatisfacción en los clientes.
A los seis meses los trucos
del trabajo se fueron demacrando un poco y hubo que renovarlos. Poo me dio
libertad para crear nuevas ideas sobre la satisfacción y el arte de la
adulonería maestra. Muy pronto afloró algo, todo enriquecido por alguna
treta actoral que desarrollaba como forzado por una inexplicable devoción
con mucho de magia. Una de las reformas fue la simulación
de una mala caída en el momento en que empezaba a apabullar al
visitante y a su novia con el relato de viajes fantásticos y estadías
en los mejores hoteles del mundo. En general, las personas estaban
pensando ya en la ilusión miserable que me hacía y en mi intolerable
descaro de lacayo (pienso, digno de las más severas reprimendas). Y, de súbito,
algo invisble me castigaba y yo caía con mucho estrépito, fingía un
pequeño desmayo y algunos quejidos, y empezaba a sangrar bastante de una
pierna, o de una mano, por ejemplo. Para esto conseguí vejigas muy
finitas que llevaba adheridas con una tintura especial. También puse en
acción el truco de la humillación más cruel. Yo me ponía a hacer
turbias confesiones acerca de los negocios de Poo, y sus cuantiosas pérdidas,
u otros papelones de índole sexual, sin percibir que Poo había llegado y
estaba detrás de mí con los brazos cruzados y la mirada furiosa.
El
propósito general era recibir una lluvia de reprimendas humillantes, que
me dejaran con la cara como un tomate maduro y los ojos como charcos
sucios llenos de lágrimas cobardes y viles. Algo así como: “Eres un
lacayo inmundo y te hemos puesto en tu lugar”. Otro
recurso que ideé fue el del pañuelo sucio, que sacaba vistosamente,
creyendo que estaba limpio. Porque yo siempre llevaba un gran pañuelo
blanco prendido en una alianza en el meñique (originalidad genial de los
grandes cantores de ópera). Y había una variación de esto; era hablar
de mi exquisitez para elegir artículos exóticos y carísimos y beber
vinos importados de Francia, solamente, o mi gusto por los perfumes hindúes
terminados en Francia, o la joyería italiana de última moda, teniendo
siempre un tremendo pedazo de
moco colgando de la trompa. Agregaba además otras sutilezas
ridiculizantes como andar con un pantalón roto en las nalgas por donde se
veía un calzoncillo escandalosamente sucio; o hacer que un mandadero de
repente abriera una puerta y gritara que me había traído la mortadela. O
perder un mocasín de factura italiana y dejar al descubierto un calcetín
trabajado por la polilla y los olores del zapato del atleta, o simplemente
unos pies en guerra con la más elemental higiene. Estas simulaciones
realizadas en el momento preciso -cuando yo me regodeaba hablando de
manjares aristocráticos o asuntos culturales que nadie había oído
mencionar- producían un resultado perfecto. A los camaradas clientes se
les iluminaba el espíritu, los ojos adquirían un brillo violento, daban
una vueltita y pasaban a la ofensiva, seguros de tener por lo menos el
resto de la velada llena de felicidad y de raros sentimientos difíciles
de explicar. Una visión así, de grandeza y perfección, era lo que les
podíamos ofrecer, y ellos desconocían que fuera posible tal servicio. Y
de pronto nosotros se lo dábamos, y le colmábamos muchas de sus
necesidades.
Quiero decir, al fin, que esto
era otra “cosa”, ni siquiera vista o imaginada en la televisión.
Meditando sobre mi trabajo
pensé a veces que no tenía lógica, y a veces hasta me engañé con un
gran futuro. Si los hombres podían matar por una eyaculación y dedicarse
a vivir por un sabor, por ejemplo, también podían dedicarse periódicamente
al tipo de programas ideados por Poo, con sus sorpresas y satisfacciones
psicológicas inesperadas. Poco a poco podría transformarse en una moda
aristocrática, y Poo pasaría a la categoría de genio del
entretenimiento lúdico único en América. Una especie de psicodrama
magistral para millonarios y famosos solamente. Y yo estaba adentro, en la
acción, en la existencia por lo menos.
Asimismo a veces me sentía un
poco triste por la necesidad de trabajar. Pero había elegido, supongo, y
no es fácil saber la verdad a medias y seguir viviendo.
En las madrugadas,
cuando los últimos visitantes se
iban, trataba de distraerme de cualquier manera lícita para mí. A mi
casa iba a veces a dormir unas horas. Y salía a caminar por la rambla y
tomaba el ruido del mar como si fuera un sedante. Después, si tenía
ganas de ver a alguien, buscaba alguna iglesia de cualquier religión que
estuviera abierta.
Hubo meses en que frecuenté todas las iglesias de la ciudad, una
por noche. En algunas solamente me quedaba sentado y en otras me
arrodillaba o reptaba un poco hasta que no soportaba más el olor o el frío
del piso. Me gustaba tocar a voluntad a las mujeres que se arrastraban, y
a veces dejaba que me tocaran a discreción y que me confundieran
amorosamente con hijos y padres que faltaban o se habían ido con mujeres
indecentes. Una noche llegué a presentir que la muerte era algo que no
debía temer ni tomar tan a la tremenda –pasaba por un período en que
no me quitaba la muerte de la cabeza-. Pero más tarde, cuando quise saber
el argumento que usé para descubrir tal revelación, no recordé ni pude
explicar por qué no debía temer horriblemente una cuestión tan perversa
e insoportable.
Muchas veces Poo me invitaba
para que fuera a su casa, pues recibía a tal o cual personaje famoso que
aparecía en la televisión y quería mostrármelo y presentarme. Siempre
usaba esta jugada porque creía que yo seguía siendo como él, y que
conocer a gente de esta clase era casi todo. Pero yo debía cumplir con
las iglesias y entretenido me olvidaba de aquella complicada y difundida
necesidad. El buen Poo tampoco veía nada interesante en lo que no podía
contarse, sumarse y ponerse bajo llave, o en lo que no apabulla a la
gente. Pero, descansadamente para mí, parecía tenía respeto por lo que
yo hacía, ya que nunca lo había perjudicado y siempre sacaba cuentas
exactas cuando me examinaba la bolsa. Supongo que me estimaba por esto, no
era por nuestra relación pasada. Yo estaba conforme por tener libertad
para estar solo conmigo mismo, y cuando tenía que arrostrar a cuanto
camarada existiera, empezaba a girar mi
pericia para ocultar mi verdadera naturaleza, un poco de ignoto
trompudo vergonzante.
Veía muy poco a mi hermano y trataba de evitar a mi madre. No quería
que me vieran haciendo actuaciones que no podrían entender. Tampoco podía
irme a vivir con ella y cambiar mi camino, o mi trabajo. Además, me daban
ganas de llorar cada vez que los veía y notaba cómo me miraban llenos de
lástima, como si yo estuviera perdido en un mundo caótico e
irremediable. Yo siempre trataba de cambiar el tono de las pocas visitas
fabulando sobre lo bien que me pagaban, o en los estudios de idiomas que
iba a comenzar muy pronto. Seguido enviaba dinero a mi madre e insistía
en que iba a estudiar medicina como complemento, que iba a ser un doctor,
porque las cosas me iban bien, muy, pero muy bien.
En ese tiempo agregué a mi
conocimiento la amistad de algunos pordioseros con clientela en las
iglesias. Deliberaba con ellos y me dejaba tocar por sus manos inmundas,
agachado a su lado en las solemnes puertas o en los gastados escalones de
mármol helado. Durante un tiempo les llevé galletitas o vino y todos me
fueron conociendo y apreciando. Siempre me creyeron bastante loco y yo me
fijaba en sus reacciones a veces indiferentes y a veces de burla, de asco
y de odio. El odio no era hacia mí, sino a mi imagen de hombre, y no me
hacía mal. Y siempre que me retiraba, oía sus desaforadas risitas y
gestos obscenos.
La relación con los mendigos
al fin hizo que mi camino se desviara hacia otra dirección. No hacia atrás,
creo, porque me despegó de Poo y hasta de Eme, pues ya no pude ver lo que
ellos veían en cosas iguales. Era demasiado. O ellos no veían (caminando
por la vida a mi lado) las piedras que yo buscaba para golpear. Empezaron
a creer, tal vez, que yo estaba perdido, aferrado al borde de un abismo, y
que no podrían sostenerme más sin hundirse conmigo.
Durante muchos viernes, sin
razón particular, frecuenté una iglesia, al anochecer, y pasaba unas
horas acuclillado con un par de inválidos mendigos.
Una noche pasó frente a nosotros mi amigo Julito y me reconoció. Me llamó,
sorprendido y avergonzado, y lo acompañé unas cuadras hablando de las
lluvias escasas y de cuanto hacía que no nos veíamos. De repente, le
dije que lo llamaría Jota en
vez de Julito, pues había cambiado y necesitaba con urgencia respetar más
a la gente. Me dijo que no lo embromara y se rió. Entonces
le contesté que me dirigía a él sin nombrarlo, si le molestaba lo de su
nuevo nombre. Al fin me preguntó por Poo. Le conté que no lo veía como
antes, pero que trabajaba para él. Nos despedimos y después supe que
Jota seguía sirviendo a Poo una vez a la semana.
En aquellos días Poo ideó
otra nueva variante para el negocio. No lo consultó conmigo y no le di mi
opinión. Una vez por semana habría cenas y yo debía actuar de dueño
de casa, cocinero y experto en vinos, además de otras cuestiones
que surgirían y que yo debía improvisar lo mejor que pudiera. Empleó a
un cocinero que preparaba la cena y seleccionaba la bebida; después yo
servía la mesa como si fuera creación mía. Siempre aparecían
caracteres de tipos ricos, y famosos, con mujeres nuevas o muchachitos
alargados, casi siempre de ojos verdes o azules. Yo los asombraba a la
llegada sirviéndoles bebidas de nombres y sabores exóticos que nunca habían
degustado. Luego les hablaba de los viajes geniales que hice y de las
bebidas que se toman antes de cenar en ciudades remotas y realmente
extraordinarias. Lo mismo ocurría con las comidas. Estaban hechas de
huevos de golondrinas de tres días, oriundos de los acantilados de
Escocia, o de la costa norte de Australia, o de alas de pichones de perdiz
africana moteada criados en Madagascar. Y cosas así. Algo después se
largaba la carrera de la autosatisfacción. Alguien había comprado por
una fortuna un auto impresionante que marcaba un hito en la historia de la
humanidad: podía pasar en tres segundos de su condición estática a
condición de bólido inclasificable. Otro amigo, bueno, justamente había
almorzado con el presidente el otro día. El siguiente había recibido un
premio del gobierno por su genialidad plástica
y, de paso, el ofrecimiento de una embajada en Europa. Y la de al
lado, tal vez, salía hacia el Japón dentro de unas horas a comprar
aletas de tiburón para engrosar una buena sopa el cumpleaños de su hijo
que, dicho sea de paso, se estaba manifestando cada día más como un
verdadero genio, cosa que la tenía totalmente loca, y no lo podía creer
(todo esto seguido de una alargada risita de disculpa). De pronto, yo, con
precisión, debía caer y volcarme en la cara una fuente de crema
caliente, o hacer que me explotara en la nariz una botella de vino
espumante, o una fuente de espaguetis. Debía hacerlo cuando estaba
superando a todos -con una sonrisita de disculpa- en posesiones o
conquistas o viajes. El corte sorpresivo y fatal a mis hazañas les producía
una impresión insuperable. Cuando yo estaba en el suelo, o directamente
despatarrado en el fondo del canal ridiculizado por la sopa crema en el
frac, entraba Poo, también de frac, con un pequeño chino
vestido de carbonero. En el clímax de esa escena, Poo hacía una
seña despectiva y diplomática (imitando a un director de orquesta) y el
chino me arrastraba por los pies hasta el canal y, lanzando un grito
espantoso, me tiraba brutalmente hasta hacerme desaparecer de la vista de
los invitados. Los efectos, bien coordinados y con una actuación seria y
natural, producían una impresión fulminante. Sobrevenía un silencio de
muerte en la sala, hasta que Poo declaraba algo con autoridad y maduro
aplomo, y todos seguían masticando con energía, entre sarcásticas
sonrisitas satisfechas. Después se sentirían aún mejor y contándolo
podrían desgañitarse de risa del imbécil. Mientras tanto, me quedaba
muy quieto en el extremo del canal, hasta que todos se retiraban a las dos
o tres de la mañana. Poo los despedía en la puerta, uno a uno, y les
preguntaba con una inclinación si habían quedado “plenamente”
satisfechos.
Durante estas incómodas
esperas siempre me auxiliaba la imagen del hombre que se detenía a los
pies de mi cama. También en el canal se paraba a mis pies hasta que yo le
hacía una señal y él se acuclillaba cerca de mi y hacía figuras en el
piso de tierra con un dedo. Yo tenía ganas de hablarle y preguntarle en
un cuchicheo qué hacía allí a esa hora y por qué no venía últimamente
cuando yo estaba solo y tranquilo en la piecita del fondo. Pero él no podía
hablar ni hacer ruido, y tampoco creo que me fuera a contestar. Alguna vez
extendí mi mano para tocarlo al verlo brillante en la penumbra del canal;
mi mano lo atravesaba y él levantaba la cabeza suavemente y me miraba a
los ojos con cierto reproche hasta que yo desistía. Si no fuera por él,
creo que no hubiera soportado estar tirado allí oliendo a pescado frito y
oyendo las risitas y destilerias de los comensales.
Por ese tiempo empecé a darme
cuenta de que mi resistencia interior expresaba mi necesidad de cambiar
nuevamente mi vida. No había un juicio o un prejuicio dentro de mí, sino
esa nueva necesidad.
En la última cena, creo que
intervino la imagen obligándome a algo drástico de una manera que me
contrarió mucho. Aquella noche la imagen había aparecido entre los
invitados, y les examinaba la cara muy de cerca,
como si buscara vellos indecentes o si tratara de ver a través de
los maquillajes las verrugas y bigotes de las mujeres. No di importancia a
su presencia, y cumplí mi trabajo con eficacia haciéndome el tonto. De
pronto, mientras explicaba y servía, volqué una fuente entera de sopa de
mariscos de Java sobre la cabeza
del invitado principal, que era un famoso embajador y poeta que
hablaba dieciocho idiomas y veintidós dialectos y que había aprovechado
la cena para reflexionar sobre su vida y recitar sus poemas en varios
idiomas. Hasta allí, todos estábamos maravillados con su personalidad y
su voz potente y expresiva. El embajador pesaba más de cien kilos,
pero dio un salto ágil y al caer golpeó la silla y la desarticuló
en un periquete. El cuerpo cayó hacia atrás, se dio
vuelta y, como una bola de sebo,
rodó estruendosamente hacia dentro del canal. Por suerte cayó
donde yo caía siempre. Había allí una colchoneta esperando y al
desdichado no le pasó nada. Al instante, saltó Poo de entre el
cortinado, y a su lado el chino con una inmensa pala en la mano. Sin más,
los tres nos pusimos a tirar al embajador hacia arriba. Al fin, el chino
trajo una escalerita y el hombre pudo subir tirado sólo por Poo, que se
deshilachaba la ropa para compensar en algo el accidente. Poo se abrazó
al hombre y fingió que lloraba mientras se fregaba contra el cuerpo sucio
de sopa. Cuando se separó del cuerpo, resoplaba colorado y me miró de
una manera siniestra, dio un respingo bien estudiado y se observó el
frac. Entonces todos se rieron y hubo una distensión, a mi entender,
favorable. Yo no sabía qué hacer, paralizado, hasta que el chino,
totalmente inspirado, me dio
un palazo en las nalgas y lanzó el terrible grito. Caí con estrépito
sobre una mesita que sostenía un lechón asado. Me deslicé hacia el
suelo arrastrando el mantel, y el lechón saltó sobre mí, tapándome la
cara. No pude sacarme el lechón de encima y lancé unos quejidos de
sufrimiento hasta que sentí que alguien me arrastraba por los pies. Al
fin me dieron unos zapatazos y me arranqué el lechón de la cara con
bastante dificultad. Ya estábamos en la cocina y el chino me miraba con
una expresión violenta que me perturbó más aún. Preparamos nuevamente
el lechón sobre otra fuente, sustituimos las zanahorias por rábanos y le
agregamos unas remolachas y unos pepinos, lo rocié con abundante mayonesa
para disimular la tierra adherida, y de nuevo el animal marchó a la mesa
con una aspecto impecable y ricamente colorido. Después me retiré a mi cuarto y esperé en el catre hasta que todos se fueron, y
se me pasó el dolor de cabeza. La imagen apareció por un instante y al
mirarle los ojos sospeché que, de alguna manera invisible, había causado
el papelón. Tal vez, todo era para mi bien, pero no lo sentí en el
momento y cerré los ojos para no verlo más y reprimir unos lagrimones.
Cuando todo se silenció en la casa, volví al comedor y me puse a limpiar
el salón. Apareció Poo y me miró un rato sin decirme nada. Seguí con
el trabajo y más tarde sentí que se fue sin saludarme. Al ir a limpiar
el colchoncito y el canal, donde había caído el embajador, vi que había
excrementos. Busqué la pala del chino y los retiré fácilmente porque no
parecían humanos, sino comida para perros excretada en bolitas secas e
higiénicas. Por último, me
bañe con agua caliente y mucho jabón.
Presentí que tras aquel
accidente tal vez Poo resolviera darme otras tareas, o echarme sin
dilaciones. No creería, naturalmente, que yo
había empujado la sopera sobre el pelo blanco del hombre. Cambiar
la mala impresión del cliente solo se lograría con mi muerte sangrienta
frente al mismo embajador. La cabriola del lechón sobre mi cara, el
palazo recibido, y mi salida vergonzosa de la sala no compensaban el papelón
frente a la concurrencia. Esa clase de clientes con vinculaciones
internacionales no se podían perder así nomás. Y yo estaba cansado. Por
eso, cuando Poo volvió a conversar, unos días después, yo estaba
preparado a presentarle mi renuncia.
Entonces me sorprendió que hablara de Jota y que éste me veía
seguido con los pordioseros de la iglesia. Como yo no podía seguir así,
debía definirme por una clase de conducta. Allí tenía un puesto
respetable, un buen sueldo y otras ventajas, además de poder vincularme
con la gente que tenía las llaves que importaban. Era un juego verdadero
en las ligas mayores. Lo demás dependía de mi habilidad para subir los
escalones hacia donde todos miraban. Pero dicho lugar no era donde
mendigaban los perdedores, me dijo. "Si te pispan allí, se derrumban
los negocios." Le dije que comprendía y que no sabía lo que me
pasaba. Me dijo que tenía tiempo para pensarlo. Pero ésta ya no era una
relación de buenos amigos, como antes. En ese momento, no era el buen Poo.
Era otra persona.
Por ese entonces empecé a
frecuentar una iglesia budista, e ignoro si esperaba que invirtiera el
azar. También me sentaba a mirar a la gente y me relacioné con una mujer
que había perdido el marido en el mar. Me gustaba esa iglesia porque no
tenía imágenes de ningún tipo que me perturbaran con formas materiales.
Al principio, me sentaba en el suelo, sobre un petate, y a veces se me
acercaba alguien, me tomaba de un brazo y empezaba a llorar. Yo iba a las
nueve de la noche, más o menos, y siempre estaba la misma gente. Un día,
al entrar, un hombre viejo me aplicó el tema del abrazo y no me soltó
hasta que se acercó una mujer y le dijo algo al oído. El viejo me
zarandeó a voluntad un rato más, me tomó un bolsillo de la camisa y me
lo arrancó. Luego se fue sacudiéndolo y mirándome con cara risueña.
Inquieto, temí que el viejo estuviera loco y me agrediera a la salida. La
mujer que me ayudó me dijo que no me preocupara, y luego me pidió para
quedarse a mi lado en el suelo.
Al día siguiente llegué casi
a media noche y la mujer estaba sola en el medio de la iglesia, en la
penumbra. Extendió una mano sin volverse y supe que me esperaba, o que
esperaba algo con mi forma. Me tomó del brazo y me empezó a acariciar la
cara y la frente. Sentí vergüenza y le pregunté si mi rostro le
resultaba muy raro. Me observó un rato y me mostró una fotografia que
apretaba en la mano. Vi a un hombre rubio con una trompa gruesa y pulposa.
Me sorprendí y por instinto me toqué la nariz, y la abracé como si
tomara un vaso, y le toqué la cara a la mujer con la punta. La mujer se
rió humildemente y dijo que aquel había sido su marido. No retiró la
cara ante la caricia y yo fui perdiendo el temor. Nos quedamos allí hasta
el amanecer tomados de la mano, observando el humo de los inciensos. Después,
una ráfaga de viento abrió un ventanal y apagó unas velas que
iluminaban tenuemente el salón. La mujer me tiró de la mano y fuimos
hasta su casa. Me contó en el camino
que su marido era un marinero que se había perdido. Y ella soñaba
todas las noches, luego de
orar en la iglesia, que él volvía y seguía dándole vida intensa y
viril, haciéndola llorar de tanto amor. Empezaba a clarear cuando dejé
el parloteo en la puerta de su casa.
Durante una semana visité
otras iglesia y llevé sobras de comida a algunos cirujas conocidos.
Cuando estaba acuclillado entre ellos, pensaba en mi trabajo y en mis
andanzas, y también en la mujer. Hasta que quise volver a verla, pues me
pareció que algo en ella me llamaba. Fui a medianoche y ella estaba en el
centro de la iglesia. Alrededor había algunas personas arrodilladas,
alejadas unas de otras. Me acerqué y ella no se dio vuelta, pero me tomó
la mano con los ojos cerrados. "Una presencia me dijo que vendrías
-dijo-, ¿no lo creerías, eh?" No le contesté, pero tomé mi nariz
como si fuera un lápiz monstruoso, y le fregué con la punta la mejilla,
que olía a perfume de jabón costoso. Giró la cabeza para mirarme y me
preguntó mi edad. Luego se puso a estirarme la frente con las dos manos.
"Mi marido, dijo, tenía la frente más amplia." Miré hacia
otro lado y estuve a punto de levantarme y dejarla. Ella lo notó, me tomó
la nariz con toda la mano y me atrajo hacia su cara. "Pero tú tienes
una mejor", dijo y se rió. Su risa cristalina golpeó contra las
paredes y volvió e hizo brillar su mirada y sus perfectos dientes. Una
persona se dio vuelta para castigarnos con la mirada, y nos callamos. Le
miré el perfil y vi pequeños poros en su piel limpia y tersa. Me pregunté
si sería difícil luchar contra los recuerdos de un muerto paciente y
gentil.
Después del accidente del
embajador y de la aparición de la mujer, las ruedas de mi vida fueron
buscando otra dirección. Cuando Poo me dijo que había encontrado a una
persona que se encargaría de todo, me alegré. La persona nueva era Jota
y no me sorprendió. En pocos
días lo amaestré en todos los trucos que habíamos ideado. Hasta le
comenté sobre la importancia del estilo. Además, vi que se iba a
destacar más que yo, aunque no en mi estilo, diría, clásico. Le pregunté
por qué no había venido Eme y me dijo que Eme prefería seguir como
antes. No quería complicaciones. No tenía ambiciones ni quería ser
famoso; tenía vergüenza de su cara y se ponía rojo cuando mucha gente
lo miraba. No era como él, el hombre del destino.
Una noche, después de estar
en la iglesia, la mujer me invitó a
conocer su casa. Antes, había llegado sólo a su puerta. Dudé
porque no me sentía capacitado para competir con la fuerza del marinero
perdido. Pero sentí una curiosidad compulsiva por su cuerpo fuerte,
siempre cubierto de negro pero sugestivo. Acepté y al fin nos acostamos
en su cama para conocer la casa cómodamente. Frente a la cama, en la
pared, estaba la fotografía del marinero junto a ella, vestida de novia
blanca en una iglesia. Ella me agarró la nariz y dijo que ahora podía
ver mejor la diferencia entre nosotros. A mi, esto me cayó mal. No nos
habíamos sacado ni los zapatos. Simplemente nos habíamos tirado sobre la
cama porque no había ninguna silla a mano y estábamos cansados de
caminar. Cerré los ojos para evitar la mirada penetrante del marinero.
Entonces ella se levantó riéndose y, sacándose la pollera negra, la
colgó sobre la foto. Cerré los ojos y se acercó a mí por el otro lado.
Se sentó en el borde de la cama, tocando mi cuerpo, y me volvió a tomar
la nariz con toda la mano, como si fuera a ordeñarla. Le gustaba tomarla
así, pensé. "Qué tonto", dijo y se rió besándome la punta
de la nariz. La aparté un poco y entonces vi a los pies de la cama la
imagen del taparrabo que nos miraba atentamente. No le dije nada a ella,
pues por un instante creí que ella también lo veía, ya que iba a una
iglesia y parecía igual que yo, o por lo menos era de carne como yo.
Pero, no tardé en percibir que no veía la imagen. Me besó nuevamente y
me acarició los ojos, y me quede quieto sin saber qué hacer. Miraba al
hombre del taparrabo y éste no me quitaba la mirada con una insistencia
intolerable. Me puse nervioso y molesto, me levanté de golpe y abrí la
puerta. Le dije que la vería después, en la iglesia.
Luego de unos días, volví a
la iglesia a la una de la mañana. No deseaba ver a nadie más que a ella.
Había estado con los mendigos desde el atardecer y tuve que aceptar
algunas monedas para poder mantenerme con ellos. Si no aceptaba el dinero
y se los daba a ellos, no podía visitarlos, y esta condición me deprimió.
Me fui a mi casa y me bañé con mucho jabón. Luego entré a la iglesia
con la esperanza de que ella me animara y me diera alguna fuerza para
seguir desplazándome por ahí. La forma en que la mujer me podía ayudar
era desconocida. Eran mis ilusiones las que borraban mi tristeza, y yo no
las iba a reprimir. Cuando la vi sola en medio de la amplia y silenciosa
sala, esas ilusiones empezaron a moverse. Antes habían querido moverse,
pero yo no las dejé hacerlo porque son muy animosas, totalmente ciegas, y
como globos de jabón se revientan en lo que tocan. Ahora me podían hacer
feliz por unos momentos o días y no estaba mal. Ella se echó en la
esterilla y me tocó la cara con las manos húmedas. Después me tomó la
cabeza con las dos manos y refregó su nariz contra la mía. Su respiración
anhelante, cálida, me excitó y empecé a olvidar el resto de la
existencia que nos rodeaba. Al rato me dijo que había soñado que el
marido volvía en otro cuerpo para hacerla llorar de amor intensamente.
"Tal vez soy yo el cuerpo" -dije. Me besó en los ojos y dio un
gemido. La acompañé a su casa y le conté que debía irme de donde vivía
y trabajaba, y que tampoco volvería a vivir con mi hermano. Ella no dijo
nada, pero al llegar a su puerta sacó de su ropa una llave y me la metió
en un bolsillo. Quise impedirlo, pero me tapó la boca con una mano, apretándome
el bolsillo con la otra. Me dijo algo horroroso: "Si no eres tú, será
otro; no importa quién. Y tú no quieres que me tome el mal, pues no
tienes avidez por nada." Me quedé pensando en estas palabras y la
puerta la guardó en silencio. Pero yo no había vivido demasiado y en ese
momento no entendí el sentido de estas palabras.
Aún me quedé unas semanas más
en la piecita del fondo del negocio y continuamente oía a Jota en sus
tareas. Yo comía los restos de los banquetes, que entonces se hacían dos
o tres veces por semana. Al atardecer me entristecía, no sabía qué
hacer, no tenía sueño, y salía a visitar a los pordioseros. Un día iba
a una iglesia, otro día a otra. Me empezaron a conocer y todos me hacían
un lugarcito. Lo aceptaba con gusto porque no veía nada mejor para mí.
Al rato me empezaban a tirar limosnas y yo debía guardarlas algo
avergonzado y después repartirlas entre los mendigos. Al principio aclaré
mi lugar allí como visitante, y me emocionó ver las protestas de todos.
Aunque seguidamente oí las risitas burlonas. No tuve más remedio que
aceptar lo que daban. Durante los primeros días no conté el dinero, pero
cuando se me terminaron los ahorros me rendí y me empecé a quedar con
algo. Creo que a la semana de esta aceptación se me presentó la imagen
del hombre del taparrabos y me dio a entender que debía dejar la piecita
del negocio. El se desplazaba de un lado a otro nervioso, como si no
soportara más aquel antro, y su imagen fuera y viniera movida por el mar.
De repente, un día que
caminaba sin rumbo por calles oscuras, resolví volver a la iglesia, a
media noche, a buscarla. En el camino tuve un presentimiento fuertísimo
de que era demasiado tarde, aunque tenía su llave aún. Para dármela
debió sentir algo auténtico, y no se me ocurrió que podía ser algo
pasajero y urgente. No era necesario que estuviera enamorada, pero habían
pasado varios días y me sentí anhelante e inseguro. Me entristecí al no
encontrarla y la esperé tirado en un petate hasta la madrugada,
sospechando que no iba a aparecer, temiendo terriblemente que se me
hubiera escurrido como arena entre los dedos.
La noche siguiente volví a la
iglesia y tampoco la encontré. Pensé en sus últimas palabras y sentí
un temor desagradable sumado a una extraña y triste falta de confianza.
Regresé a la piecita, levanté la valija que ya estaba preparada, y salí
sin mirar atrás ni escuchar los ruidos de los cubiertos y el golpear de
los platos del banquete de esa noche. Me dirigí hacia su casa apurado y
nervioso sintiendo el peso de la valija, y llegué como a las tres de la
mañana. Esperaba que nadie me viera y subí sigilosamente. Todo estaba
oscuro y silencioso. Metí la llave y entré sin el menor ruido. Pretendía,
engañándome, darle una sorpresa agradable cuando despertara. Oí su
respiración pesada y estuve un instante dudando, hasta que resolví
sentarme a esperar que amaneciera. Como no veía nada, me acomodé en un
rincón, sentado sobre la valija. Dormité oyendo el ritmo de la respiración,
mirando por momentos el bulto negro sobre la cama en la penumbra. De
repente, no del todo despierto, oí los resortes de la cama, leves
gemidos, y unas palabras entrecortadas. Sin poder contenerme, me levanté
aterrado, la luz del amanecer me golpeó la cara y caí hacia atrás. Se
irguieron, asustados. Oí su voz desesperada. "¿Quién es? -gritó-
Por Dios, ¿Quién es?" Oí esto tirado como un fardo sobre la valija
y el suelo, sin poder reaccionar normalmente o pensar algo que resolviera
mi situación. Me sacudió un escalofrío y
se me entumecíeron los nervios a la vez que mi corazón latía sin
fuerzas, sin la menor voluntad de vivir. Creo que al sentir esto me cubrió
un sudor helado y me desvanecí.
No sé cuánto tiempo
después sentí un paño húmedo en la frente; abrí los ojos y la vi mirándome
con los ojos asustados. Erguí la cabeza, pero no lo vi. Quise levantarme
y desaparecer. Me venían horribles náuseas y evitaba mirarla a la cara.
Y en eso vi que la imagen del hombre del taparrabo se formaba a mi lado y
extendía una mano para tocarme la frente. Lo miré avergonzado y él se
acuclilló a mi lado y me sonrió levemente. Nunca antes lo vi tan
dispuesto y creí recibir un alivio, perdonado, como si hubiera
estado atravesado por un hierro y de repente me viera librado de él y de
todo, incluso de la noción de toda la existencia. La totalidad de las
vicisitudes de mi vida quedaron sin peso o importancia y pude mirarla a
los ojos sin rencor. Traté de sonreírle para expresar la pena que sentía
por mi imperdonable estupidez.
Ella me dijo: "Tonto, te lo advertí." Moviendo la cabeza me
saqué de la frente el paño húmedo, sin contestarle nada. Su cara tenía
un rictus de dolor ahora, como si algo se hubiera estropeado sin remedio y
oliera muy mal. Me levanté sin marearme y ella me ofreció un café.
"Había venido a completar tu sueño" -le dije, como una broma
falsa. Me reí mirando la imagen que me observaba con atención. "Si
conocieras más a las mujeres –me contestó-, esto no hubiera
pasado." No podíamos cambiar la naturaleza de las cosas, y las cosas
no tenían la culpa si la gente estallaba
al no tomarlas como eran.
Cerré mis oídos y vi que atropellaba a la imagen, que me seguía de
cerca, interponiéndose frente a la mujer. Sonreía socarronamente,
distrayéndome de las palabras de ella, y ésta, aun en aquel momento a
través de la imagen, parecía no menos dulce y amable. Pero todos los
sentimientos quedaron encerrados en mi. "¿Y tu amigo?", le
pregunté. "Se fue", me contestó con un gesto vago que quiso
dar de baja de inmediato mi recuerdo. Como para enfatizar sus palabras,
tiró de la sábana, que cubría su fotografía de casamiento, hizo una
bola con ella y la lanzó encima de la cama. Tenía el aire de quien le da
muy poca importancia a ciertas cosas. Hubo un largo silencio y después se
fue a hacer café. Le dije que antes de irme quería estar quieto un rato
allí, pues no me sentía bien. Me contestó que me quedara el tiempo que
quisiera. Me miraba fijamente a los ojos, enfrentándome y casi pidiéndome
algo excepcional que no quise entender. Luego se vistió y antes de salir
a trabajar me besó en la boca suavemente. Apoyado de costado sobre mi
valija, me quedé confundido por la naturaleza
de las personas, y, a mi pesar, se me escaparon unas intenciones
lacrimosas.
La imagen del hombre seguía a
mi lado y me sentí borroso como su manifestación. Me desentendí de todo
y dormí recostado en la pared. Estaba tremendamente cansado y sentía que
la sangre fluía perezosa por mis venas. Me desperté de tarde y estuve
observando y palpando el dormitorio, la cocinita, el baño, y la tristeza
del atardecer se acentuó. Todo
era pobre y prolijo. No había polvo en ningún lado y el baño olía a
jabones. Sentí una lástima horrible, sin buscarle explicaciones. Me lavé
las manos y me puse a mirar la cara del marinero de la foto de casamiento.
Tenía la nariz en forma de trompa, sí, más parecida a la de un cerdo,
pero era muy distinto a mí en lo demás. Al fin, levanté la valija y, al
abrir la puerta para irme, me choqué con ella. No vestía de negro, como
cuando iba a la iglesia, sino de rojo. Tenía algo de tristeza en los ojos
y me abrumó. Me preguntó si me iba y por qué no me quedaba. Le dije que
no lo sabía, ya que todo ahora no era como antes y nada lo podría
cambiar jamás. A la vez, temí por estas palabras. "En todo caso,
daré una vuelta por ahí", agregué. “Esta noche iré a la
iglesia”, me dijo.
Anduve hasta tarde por sitios
cercanos a la iglesia, pero no pude entrar para verla arrodillada orando o
meditando. Esperé hasta que la vi volver por las calles oscuras, y le
hablé. Le dije directamente que no tenía adónde ir, ni dinero para una
pensión. Ella me quiso tomar del brazo, pero le aparté la mano. Estaba
bien así, si me permitía quedarme unos días en su casa; después
conseguiría adónde irme. Me preguntó por qué no había ido a la
iglesia como antes. "Es terrible que seamos distintos -le contesté-.
Y que vayamos a un mismo lugar no nos iguala." "No me perdonarás
jamás", me dijo. Y caminamos sin hablar. En su casa, me senté en un
rincón, sobre la valija, y ella me alcanzó una frazada. Después me
trajo té y un pedazo de pan
con fiambre. Antes de acostarse, se sentó en la cama y me miró comer.
"No significa nada -dijo, de repente, en voz baja-. Me habló esa
noche. Unas tonterías. No lo vas a creer, pero no sé como se
llama." Luego se acostó lentamente y se acomodó de costado a mirar
una pared. Muy tarde apagó la luz.
Al día siguiente me puse a
escribir todo la historieta mientras ella estaba en el trabajo.
A veces levanto la
cabeza y veo la imagen del taparrabo, que me mira con atención, fíjamente.
Ha empezado a traer en la mano un tamiz pequeño y bonito con el borde de
arabescos. A veces me lo levanta y mueve, sin que yo pueda comprender qué
significa. Veo una dulce simpatía en sus gestos tranquilos, y he
intentado hablarle nuevamente, pero, apenas abro la boca, él desaparece
extendiendo una mano con el tamiz hacia mí. Supongo que piensa que
mientras me acompañe me salvará de mi mismo, antes de que mis prejuicios
acaben con todas las idas y venidas.
Durante algunas noches me siento con mis únicos amigos ahora, y he recibido
limosnas sin contemplaciones. Compro la comida para no recargar a la
mujer. Y he pensado qué hacer en el futuro, sin encontrar ningún rumbo
aceptable.
La mujer me ha abierto las sábanas
de su cama (“Por comodidad”, dijo.) o a sus pies, en la misma cama,
pero percibo que teme algo, tal vez. Le tengo lástima. No quisiera
hacerlo por lástima, ni para que pierda el recelo, o alguna forma de
culpa o vergüenza inconsciente. Temo, resignado, a que el instrumento del
amor (otrora tan ágil para el placer y la lubricada felicidad) ya no me
funcione. Es el peor y más terrible cambio. A veces, llega temprano del trabajo y me pregunta sobre mi vida o mi familia. Fantaseo un poco para ser gentil, o tomo sendas en conflicto con la verdad verdadera. Luego, como retribución, intenta contarme su vida y veo que su boca se mueve sin llegar a mi, que estoy concentrado en las cosas más allá de la ventana, anhelando angustiado un mundo distinto, porque el mundo real se quebró como un cristal irremediable. Después, espero, temblando secretamente, a que llegue por sorpresa la imagen del taparrabos y ponga entre nosotros la pesadilla. Presiento que pronto ya no soportaré nada de todo esto y podré demoler la mirada de la mujer, todavía ansiosa de amor o, quizá, cualquier amable cercanía. Quizás entonces la náusea de todas las relaciones de amor se hará soportable. La mujer acariciará con pericia la desmesurada trompa, integrará en sí el aroma de la retorcida inevitabilidad humana, y se me abrirá con felicidad, al fin, la dimensión donde las diferencias no existen, donde todo da lo mismo, y nada -pero nada- es afligente, intolerable, o conlleva un abismo terminal. |
cuento de Tarik Carson
Ver, además:
Tarik Carson en Letras Uruguay
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