Polifemo domesticado cuento de Tarik Carson |
Estábamos
trabajando en el campo, cuando aparecieron y taparon el sol. Tan
silenciosos como
las nubes, como si nunca hubieran existido y en un
segundo cubrieran la tierra. Hubo una huida general, despavorida, y
la plácida tarde, apenas turbia por el polvo de la tierra, fue desgarrada
por los gritos de terror. Corrí
hacia los matorrales, a la vera del plantío, y entonces vi con los largos
bastones. Me escabullí algunas veces, casi arrastrándome, lacerándome
con las ramas que iba aplastando. Cuando me atraparon vi a mi alrededor y
a lo lejos cómo les iban destrozando las nucas a todos. Hasta que me tocó
el garrote, me cegó la sangre y caí de rodillas. Después,
cuando me permito recordar, imagino vínculos justificables entre un mundo
trampera como
este de los garrotes y un reino pacífico como aquel donde
vivía. Me pregunto, además, si esta monstruosa estructura y aquél
mundo están dentro de lo mismo. Sé que detrás de las reforzadas
ventanas y compuertas herméticas está lo no mensurable, lo
desconocido, quizá perverso o extraordinario, o sólo la negra infinitud
del espacio vacío. Sin
embargo, no he vivido mucho peor que antes, y no puedo conjeturar un
indicio de que luego de salir de acá algo cambie y me consuele con una
considerable satisfacción. Para ello tendría que imaginar formas
distintas de relación. Aunque no sería imposible que el pensamiento
perdurara, digitado solapadamente por alguna forma de cerebro distinto al
mío. Así, tal vez, yo podría dejar mi cuerpo, ese despojo de carne débil
y enfermiza, y escabullirme con el poder de sentir y
pensar. Pero no hay nada determinado, las posibilidades son
infinitas, como las que descubro a diario en la nave, y además esa
multiplicación de posibilidades
siempre va adelante de la comprensión, como si la una fuera una entidad
mutante y ágil, y la otra un individuo que casi no ve y lanza manotazos
en cualquier dirección. Dentro
de mí, a veces he intentado revertir la situación y hacer que el cegato
se adelante al poderoso mutante. Infiero el camino que luego seguirán.
A veces el cegato parece que atrapará algo que, a su vez, siempre se
mantiene a la misma distancia inalcanzable. El que no ve bien, que tiene sólo
la calidad de seguir e insistir, es la finalidad del mutante. Sin este, el
cegato se cristalizaría; y el mutante sin el burlado sería alguien que
actúa sin que nadie lo sepa o lo comprenda, lo que casi correspondería a
su no existencia. Algo
así me parecen todas las idas y venidas de mi vida. Lo raro es que
recuerdo el pueblo en el que trabajaba rodeado de campos soleados, donde
las naves llegaron. Pero no recuerdo el mundo anterior a ese, ni el otro o
el otro. A veces
tengo la triste impresión de ser un barco que va por un río con
escalones, y que cada escalón superado trae el olvido del anterior, así
que siempre estoy en la misma situación, aunque el agua nunca cese de
correr. El
primer día, cuando recobré la conciencia, estaba en el Hospital.
Durante días oriné sangre y tuve la cabeza y el tórax vendados. Los
objetos y los materiales de las cosas eran nuevos y desconocidos para mí.
Había más limpieza, había guardias uniformados que se movían sin
hablar, sin mirar, rígidos e inexpresivos. No había risitas bondadosas
antes y después del castigo, ni el ansia de matar o aporrear por una
nimiedad cualquiera. ¡Eso era sorprendente! Cuando
mejoré, dos guardias me prepararon para ver al Comandante, y me cubrieron
el cuerpo con una aceite muy ligero fuertemente perfumado. Me habían
curado muchas veces la nuca y aún tenía el vendaje allí, pero no así
alrededor del tórax. No sabía si vería o no hacia atrás. Sentía que
ya no tenía el ojo, pero también estaba lastimado para siempre en
otras partes, y no pensaba demasiado en mi situación, en mi futuro.
Trataba de sentir únicamente mi respiración fluida, y el no pensar. El
no pensar fue la defensa que me antecedió en la estructura, como una
barrera magnética delante de mi para que mi alma sobreviviera dentro de
mi cuerpo con cierta coherencia. El
Comandante caminaba inclinado hacia un costado. Observé sus piernas, sus
tacones extremadamente altos, parejos. Me observó y me olió durante un
largo rato, con la cabeza calva inclinada, de abajo hacia arriba, con los
párpados entornados. (Su cabeza tenía forma de bala.)
Cuando un cautivo era muy bajo, como yo, que no llego al metro y
medio, él parecía retorcerce más para disminuir su estatura y seguir
observando desde abajo y de perfil. Era una enigmática forma de observar
los rostros. Además, tenía unos inmensos ojos celestes húmedos
y saltones que parecían estar por reventar sobre la faz del examinado. Su
boca era algo torcida con relación a la vertical de la bala, y sus
gruesos labios siempre estaban aceitados y entreabiertos. Usaba un
uniforme verde con muchas medallas en el pecho. Constantemente tenía un
pañuelo verde en la fina mano amarillenta de uñas largas y barnizadas.
El pañuelo verde le servía para secarse a cada momento el lado caído de
la boca. La saliva que segregaba era abundante y drenaba por la comisura más
baja, de tono más oscuro. El
Comandante no observaba a nadie rostro a rostro, y un adjunto que caminaba
a su lado iba ordenando que no se lo mirara a los ojos. Lo que no quitaba
que supiera dónde estábamos todos cuando quería decir algo. Aquella vez
no me miró de frente, ni miró a los guardias cuando entramos. —Usted
está repuesto y deberá comportarse bien dijo sin énfasis-. Debe cumplir
con las reglas de higiene... No le voy a explicar nada sobre la Cámara de
Correcciones; nada que usted no pueda imaginar por sí mismo... Trabajará
como mecánico, pues tengo información que fue un hombre hábil en su
lugar del Sistema —al decir esto, se dio unos golpecitos con dos dedos
en la nuca. Se
secó la boca y se colocó detrás de mí con un sorpresivo
y rápido movimiento. Sentí que levantaba las vendas y despegaba
las telas adhesivas tratando de ver el agujero sanguinolento de mi nuca.
Un profundo dolor me hizo estremecer la cabeza. Los gigantescos guardias
me agarraron de los brazos y me ataron rápidamente las muñecas con un
hilo parecido al alambre. El Comandante volvió a hurgar en mi nuca, pero
ya no sentí mucho dolor. Sentí frío en la herida, como si la
soplaran, y un tremendo vacío en el pecho. Me ahogué varias veces. No
pensé mucho, pero no me importaron ya los alambres cortándome la piel,
o las manos frías y pegajosas del Comandante quitándome la ropa... o la
nueva situación de mi cuerpo y lo horriblemente peor que podría ser todo
aún, si no fuera lo necesariamente obsecuente. Me
volvieron a llevar al hospital y al otro día me sacaron las vendas de la
nuca y el torso. Un médico examinó
mi cuerpo. Un guardia me trajo el uniforme y el gorro con visera y
un pañuelo cocido en la parte posterior para que me ocultara la nuca.
Ahora debería usar el gorro permanentemente y nadie debía verme
descubierto jamás. Sólo el Comandante podría mirar y palpar, cuando
quisiera. Me
sentía como si me desplazara en un sueño sólido, a veces agradable o
simplemente neutro, casi siempre maligno y absurdo. Pero no me desesperaba
y todo parecía justo, natural, porque no había nada que fuera mejor.
Me apenaba ya no ser el de antes, pero veía que algo era distinto sin
serlo, como si aquel barco en declive dijera: "Estoy en otro estanco
pero sigo sobre el agua, y lo que perdí ayer tal vez me espere mañana
multiplicado en el siguiente estanco." Al
principio, las celdas eran iguales y mínimas, con una cama de hierro y un
colchón de algo parecido a la paja. Un balde con dos solapas a los
costados
sobre su borde, una pileta con una canilla, un vaso y un jabón y papel.
Había horarios para todo y la luz se apagaba como si afuera hubiera un
sol que saliera y se ocultara periódicamente. Gracias
al trabajo de mecánico, desde el principio tuve cierta libertad. Durante
diez horas podía andar de un lado a otro arreglando cualquier cerradura,
luz o cañería estropeadas. Al comienzo me acompañaba un guardia. Muy
cerca de mi celda estaba el taller, donde guardaba las herramientas y hacía
los arreglos mayores. En la inconmensurable nave, aunque había zonas
oscuras e indefinidas que permitían pensar otra cosa, dominaba
el sentimiento general de que nadie podría irse o escapar en el
mismo estado físico. Un día le pregunté al guardia si yo había tenido
un antecesor que atendiera las descomposturas. Me contestó que sí,
pero era alguien que había decidido irse. Me llevó frente a una ventana
en un pasadizo oscuro y me dijo que observara las paredes. Vi algo oscuro,
turbio, en lento movimiento, como un cuerpo vivo. El guardia me agarró
del pelo y me golpeó la frente contra los vidrios o la piel opaca y
rugosa. Me golpeó varias veces y me dijo: —Por
tu elección, puedes irte cuando quieras —luego me soltó con un tirón,
rasgando mi camisa y agregó—: Yo o los otros oficiales te podemos
ayudar con mucho gusto. Eso, si no hay nada de coraje dentro de ti y no
puedes hacerlo solo. Después
me fue empujando con la planta de la bota hacia el taller. La piel de mi
frente estaba ensangrentada, como si me hubieran lijado. Muy
pronto vi cómo un hombre se lanzó con gran violencia contra los
cristales. El hombre aulló horriblemente al partírsele el cráneo e ir desapareciendo
succionado por la pared pulsante. Me estremecí observando la espesa
niebla que huía por los huecos. Velozmente, los guardias trajeron un
fragmento informe y en unos minutos lo amoldaron a boca arrugada y todo
volvió a estar limpio y tranquilo. Después
de esto, sólo pude pensar en las posibilidades de escapar, o, como opción,
encontrarle
un propósito a la nave. Yendo de acá para allá con la caja de
herramientas, tenía en qué pensar y construir así una sucesión de
cosas que parecieran, por lo menos, una vida nueva, o tan distinta que me
distrajera todo el tiempo que fuera posible. Desde el principio, creí que
este mundo sólo era diferente al otro en la apariencia, en la respuesta
al tacto que me daba mi propia piel. Pero los otros infinitos cautivos que
me acompañaban no eran como los que conocí antes. Siempre estaban
tranquilos en sus celdas, o haciendo el pan, o limpiando en los
intrincados corredores, o mirando absortos la nebulosa móvil detrás de
los
cristales vivos en los pasadizos. Salvo
los guardias, nadie andaba con gorra, y, sin embargo, casi nadie se fijaba
en la mía. No había amistad, ni enemistad, ni interés o desinterés por
nada. Los guardias no tenían trabajo, salvo cuando limpiaban los vidrios
gelatinosos y la sangre con la mayor eficiencia; a veces, se entretenían
agarrando a alguno por la nuca para lijarles la cara contra los enigmáticos
cristales. Eso era todo; no había reacción en nosotros y entonces no había
demasiado incentivo para la reacción de los guardias (eran como los
humanos y los perros que conocí). Esto no significaba que los seres
fueran realmente muy distintos, como después lo entendí, sino que
estaban atrasados, iguales a un metrónomo al que no se le dio cuerda jamás
y que ha ido deteniendo el tiempo y la vida hasta que la cristalización
fuera irreversible. Pero,
como si me hubieran estado esperando, empezaron algunos cambios. Me
hicieron imaginar una flor que se abre de repente mientras un ojo de
abeja la mira desde cincuenta ángulos ávidos de asimilarla. Y yo estaba
detrás del ojo, en silencio para que no me aplastaran con facilidad.
Así que cuando me olvidaba de lo que me habían hecho, de todo el dolor,
podía vivir pensando intensamente, buscándole un motivo a todo el viaje,
tratando de desarticular las piezas para discernir algo de la energía que
ordenaba todo. Durante
el descanso, me sentaba en la cama de la celda, antes de que apagaran las
luces para simular la noche, e imitaba a los semejantes para que no
percibieran nada extraño o peligrosamente distinto en mí, salvo el gorro
con el pañuelo incorporado. Me mostraba casi siempre con los brazos flácidos,
la mandíbula floja y la boca algo torcida dejando que alguna gota de
saliva resbalara por mi mentón. Casi igual al Comandante. Si veía que
venían los guardias, podía sacar la punta de la lengua y mordérmela
suavemente, con abstraída lentitud, más la mirada extraviada en el
suelo o en una pared. En la celda, me reía inocuamente y me iba acostando
despacio, retardando el tiempo, hasta quedarme
de costado y encogido, manso y obediente como todos los demás.
Con esto el ojo mágico ubicuo estaría conforme. Pero además, al
alejarse el ruido de las botas, en la oscuridad podía quitarme el gorro y
ponerlo a mano para cuando encendieran las luces nuevamente. Era una
gran felicidad poder dormir sin sentir un dolor, o la vergüenza por
haber sido golpeado en el rostro, sintiéndome seguro de que al día
siguiente no habría un castigo esperando en la compuerta, como un maestro
implacable y perverso, desesperado por actuar antes de que el alumno
se muriera. II Al
principio creí que la monotonía era la que producía demasiadas
“partidas”. En algunos períodos de tiempo había celdas vacías
porque faltaban sustitutos. El Comandante ponía gran cuidado sobre el
detalle de las sustituciones. Este desvelo supondría el propósito de
que un fluido nocturno no se desperdiciara, por ejemplo, o que dejara de
purificarse intensamente a través de nosotros. Pensé mucho sobre esto y
esbocé
teorías; probablemente absurdas. Pero, podría haber otros motivos
que hasta el Comandante desconociera, ya que él también debería de
recibir órdenes de alguien superior, y este superior de otro superior, y
así hasta el infinito. Supongamos que, por la necesidad de la purificación
constante de un fluido, sería necesario que los prisioneros quisieran
vivir aferrados a lo que hay. Esto, sin embargo, sería una expresión de
la voluntad del Comandante (o de sus superiores). Había y hay por ello
una intensa necesidad de motivaciones variadas que acicateen a los seres a
permanecer, a crear juego y actividades que den la sensación de
movimiento
vital y justificación para cualquier sacrificio. Se
me ocurrieron nuevas ideas, justamente el día del primer sorteo. Me
había
sentado en los últimos bancos, cerca de la salida del teatro y observaba
con atención el espectáculo en el proscenio. Se habían encendido las
luces y había aparecido el Comandante con su impecable uniforme verde con
el pecho recubierto de medallas. Dijo algunas palabras y hubo un silencio
como si el palco estuviera vacío. Se oyó una marcha de redoblantes, y
entraron dos guardias que se pusieron a mirar hacia arriba. Primero cayó
una caja tirando de un paracaídas pequeño. En la caja había un número
grande y el ayudante llamó al
correspondiente. El dependiente estaba aterrado, pero tuvo que
subir al escenario a recibir la aprobación del Comandante. Luego
bajaron dos cajas más, también lentamente, y así pasaron otros dos
dependientes. Las cajas eran de plástico, y los seres no se animaban a
abrirlas. El Comandante ordenó, sonriendo, que abrieran las cajas porque
además había allí unos uniformes iguales a los de los guardias,
simplemente para que se divirtieran. Hubo unos minutos de silencio. El
Comandante golpeó los altos tacones, hizo una venia y se retiró. Sonó
la sirena y los seres empezaron a salir del teatro en silencio,
arrastrando los pies, sin darle la mínima importancia a las cajas. Al
día siguiente, cuando llegué al comedor, los seres estaban amontonados y
los guardias alejados y tranquilos. Para ver mejor, muchos se paraban
encima de los bancos y de las mesas. Observaban a los premiados,
vestidos con ropas extrañas, coloridas y floreadas, tomando vino
en copas de cristal tallado. Fumaban gruesos cigarros. Los demás los
observaban,
como si fueran dependientes nuevos. Eran los de antes, pero con algo
distinto en sus voces o en su actitud, y ninguna
otra desemejanza en el momento. Después
de esa comida, me quedé para llevar los platos a las máquinas lavadoras
y luego me permitieron sentarme un rato en el gran comedor solitario. Había
imaginado cosas así en el pasado, pero no pude descubrir qué era
aquello, o que podría llegar a ser. En
las semanas siguientes se estableció la orden de sortear cajas en el
teatro. A veces favorecían a seres sin nada y a veces a los que ya habían
recibido antes otros premios. Este desequilibrio producía gran alborozo y
admiración. Observé que una fuerza misteriosa y arbitraria favorecía
constantemente a ciertos seres, que se iban tornando más desagradables.
La mayoría eran rodeados y palmeados amistosamente no bien aparecían en
el comedor, como si algo nuevo los uniera al hecho de recibir las cajas
maravillosas. Al observar esta servil compulsión, sentí una extrañeza
adentro y me dediqué a ver qué me sucedía ante aquella novedosa
percepción. Hoy aún no lo he discernido, y tengo dudas sobre mis
turbios sentimientos. A veces sentía que debería aventurarme y lanzarme
hacia afuera para cambiar definitivamente la situación, pero razonaba y
creía al fin que debería tratar de vencerme a mí mismo y comprender la
razón de lo que no entendía y me abatía intolerablemente. Apenas me
consolaba, el observar que tampoco nadie lo entendía, ni el Comandante,
lo sé, ni los guardias, ni nadie. Con
el paso del tiempo y los sucesivos sorteos semanales se manifestó otro
fenómeno. Los regalos cambiaron de poseedores. También cambió la
conducta de los dependientes, y algunos empezaron a rechazar el mecanismo
del sorteo. Empezaron a presentir, tal vez,
que a muchos jamás les llegaría nada. Pero, por otro lado, podía
haberse creado, para la mayoría que no era afecta a pensar o a sentir,
la posibilidad definitiva de las ganas de aferrarse a la
"casa", rechazando como lo peor lo que está más allá de los
gelatinosos cristales y de las inaccesibles compuertas. De
repente, la amenaza de los lanzamientos por los cristales a manos de los
guardias, que era un hecho casi benévolo,
pasó a ser algo insoportable, horroroso, lo peor que podía
ocurrir. Un verdadero castigo ejemplar, mucho peor que la entrada a la Cámara
de Correcciones. Naturalmente, ignoro también cómo o por qué todo cambió
tan rápido. Al
principio creí que en los sorteos había una recompensa. Pero los
cautivos estaban sorprendidos porque no habían hecho nada especial.
Pensé, reiteradamente, que era una especie de creación o de elementos
para crear algo, pero luego percibí que solamente habían cambiado las
relaciones entre los seres. Tuve la visión de seres que habían saltado a
otra dimensión modificadora del estado de cosas. Supuse que los
superiores del Comandante le habrían dado a los prisioneros una motivación
definitiva para que soportaran mucho en la nave hasta cumplir. Cumplir
sin deseos de irse por propia voluntad estropeando planes que deberían
ser absolutamente necesarios para algún fin. No
pude imaginar de qué manera la fuerza que nos atravesaba se beneficiaba
del tire y afloje emocional de los seres, de sus voluntades para seguir
resistiendo o no, y, a veces, hasta de mí, que siempre fui casi un extraño,
el único con un ojo más... Pero estoy seguro de que estos movimientos
son creados afuera, y allí, en la oscuridad y niebla aparentes, donde
dicen que existe la brillantez máxima y la calma de todos los desvelos,
está viva y actuando inexorablemente una llama incomprensible. Si hubiera
una manera de huir sin romper las salidas, y uno pudiera volver para
contarlo... III Los
seres ahora han cambiado definitivamente. Tampoco la nave es ahora
apacible, pareja y plana. Hay mil ángulos para observar y los observo
paseándome con unas pinzas o la aceitera en la mano. Ellos al principio
me tratan bien y se muestran bondadosos y cordiales, incapaces de hacer daño.
A veces me dan la mano para saludarme porque dicen que me conocen de
vista, por el birrete... Después, cuando me descuido, tratan de tocarme
la nuca levantando el pañuelo. Algunos se quedan abstraídos con lo que
ven, otros me dan un tirón en la gorra, y ya no me miran ni me saludan
cuando los dejo. Me
acecha la impresión de que muy pronto la nave podría metamorfosearse.
Muchas celdas son más chicas y otras son casi como salones donde podrían
caber cien camas cómodamente. Hay seres que reciben los lugares grandes
para contener todos los objetos que han obtenido. Otros, al revés, se
han ido reduciendo y lo poco que poseían se les escapó así nomás. He
tenido la suerte de no perder nada y mantengo mi silla, el balde, la cama,
el colchón y el mismo tamaño de celda. Aún no he recibido ningún
premio, y son tantos los números que no tengo esperanza. A veces temo
que me roce la suerte; y luego opino que no estoy preparado para acumular
y mantener cosas. Me dañaría ser incapaz de retener conmigo los
obsequios. Pero aparte de las ilusiones, sé que no vendrán, y cuando
tengo algo estoy casi deseando que se vaya y se libere de mi pegajosa
atención. No sabría qué hacer con las posesiones. Lo mismo le ocurre
a algunos, quiénes al fin huyen de los premios que son atraídos
irresistiblemente por otros. Por lo demás, las nuevas piezas son
inmensas, parecen cómodas e independientes, con muchos baldes para los
desechos, y aun varias camas. Los beneficiados no saben qué explicar y se
quedan callados convencidos por aquella lógica y sencilla razón.
(Realmente, no se trata de un asunto de justicia como la entendíamos en
mi pueblo; pero acá todos están muy conformes.) Son
más raros los seres que acumularon muchos baldes (todos son seres que no
sobrepasan los dos
traseros), con regalos encima de las camas, cigarros gruesos para
fumar lentamente, tomando bebidas finas en copas de cristal, vestidos con
ropas de piel, mirándose en los espejos de las paredes, peinándose una y
otra vez. Unos no tienen más que gruesos cordones por pelo, y otros ni
siquiera esto. Los espejos no son solo para mirarse, además, amplían el
lugar. En cambio, los privilegiados siempre van al comedor a sentarse
antes de que sirvan la comida. Hablan paternalmente a los demás, luego
los palmean condescendiendo y se retiran a comer a sus celdas. Han
engordado, han fortalecido sus cuerpos,
tienen siempre un aspecto saludable y una expresión feliz. No
son muchas aún las grandes piezas, pero tal vez en un futuro próximo
vayan abarcando la nave. Todos nos pasaremos a ellas porque nuestras
celdas ya no podrán contenernos. Estoy deseando que esto se acelere. Pero
puede ocurrir que los repuestos corporales no lleguen jamás y los seres
se vayan por las paredes turbias poco a poco y todo termine en un gran bólido
de una sola celda con un par de viajeros que tengan todos los regalos. Últimamente,
estoy al absoluto servicio de los que han acumulado objetos que se rompen
o descomponen de continuo y necesitan quien los haga funcionar. Por el
respeto que me tienen —soy casi mudo, no tengo ambiciones y jamás miro
a los ojos— no me hacen retirar con los guardias cuando me siento en
una cama a descansar y huelo alguna copa vacía que han dejado por allí.
Algunos a veces quieren oírme y les cuento de donde vengo, o que distintos
somos allá. Se ríen de mi birrete con el pañuelo atrás. A veces me
pagan con algún trago de vino fino y una colilla que guardan en cajas
para los sobornos a los guardias. Yo no fumo y los conservo para alguno al
que quiera agradar, o para alguno que me odia por mi gorra, o porque tengo
solo un ano, y tuve tres ojos, o porque simplemente existo. Temo y respeto
los odios repentinos que despiden por los ojos. Estoy naturalmente
protegido por la necesidad de mis servicios: en un momento u otro, siempre
alguien me necesita aunque sea para destapar el caño de la pileta o
desabollar la solapa del balde letrina. Me
gusta regalarle puchos y pequeñas regalías a un vecino. Es un tipo que
no aferra nada, ni tiene la menor avidez por nada. Una vez recibió la
caja de regalos, lo perdió todo y ahora está mal. Se le fueron varios
metros de celda. El techo está tan bajo que entra allí como si fuera una
rata por un túnel angosto. Las paredes le rompieron la cama y no tiene ni
balde letrina; sólo le queda la pileta para lavarse, pero le ocupa mucho
lugar. Yo podría desprenderla fácilmente destrozando parte de la pared,
pero las órdenes del Comandante son claras: la higiene jamás deberá
retroceder. A
este hombre le he regalado una frazada que hice en el taller con los
embalajes en que vienen las muñecas. Entonces duerme como si fuera un
perro, sin taparse, protegiéndose solamente del frío del piso. Le he
aconsejado que se tape, pero está empecinado en esta actitud perruna.
Todas las noches oigo que llora y escarba el suelo con las uñas, como si
fuera a huir por el cemento. A la mañana siempre está vivo, aunque trata
de esconder bajo las axilas las manos y las uñas que le han sangrado
mucho.
Ya está bien dispuesto para recordar el camino hasta el comedor y
cambiar dos palabras con cualquiera. Durante el día, cuando no estoy en
la celda, le ofrezco una frazada; pero él la rechaza, y me dice que no
quiere pasarme su yeta y que las cosas comiencen a huir de mi atrayendo más
reducciones a nuestro entorno. A él le he preguntado sobre el fluido que
nos recorre por las noches, o qué hay detrás de los turbios y móviles
cristales.
O de qué planeta o sistema es la nave. Un día me dijo en broma: —Detrás
de los cristales hay lo mismo que detrás de estos barrotes, pero de otra
manera, que podría parecerle mejor a unos y peor a otros. Opté
por no contestarle, pero él vio la duda en mi rostro. —No
es una especulación absurda —agregó—, son pensamientos inspirados en
las negativos de las fotografías. —¿Qué
es una fotografía? —pregunté sorprendido. Pero
él se puso nervioso y no quiso hablar más. Luego me sentí culpable al
observar cómo se metía en su cueva. Sentí como si le hubiera quitado
pedazos de felicidad, y una inmensa balanza lo aplastara con el plato, y
a mí me elevara y me hamacara cómodamente en un parque hermoso. Empujado
por este sentimiento, un día le propuse que, si quería, le mostraría mi
nuca y el misterio que parecía existir detrás del pañuelo. Al decirlo,
me sentí humillado, indigno, pero quería demostrarme amigable y pagarle
tal vez la satisfacción de dormir en una cama, mientras él parecía
estar vejado en la oscuridad, sobre el cemento helado por donde buscaba
huir con las uñas. Las
cosas de esta estructura, antes tan racional, ahora parecen el laberinto
de un arquitecto insano. Piezas inmensas, abarrotadas de objetos, y
celdas como baúles con una pileta para la higiene. Y aún hay seres que
tienen que excretar donde se lavan la nariz y arreglárselas para que todo
quede limpio. Pero, seguramente, la disposición que debemos seguir está
firmemente escrita detalle por detalle. Los guardias no cejan nunca en sus
deberes (salvo cuando tienen los globos en la falda y los acarician y
aprietan jadeando). Existe la certidumbre, a veces, de que pertenecen,
junto al Comandante, a algo muy superior, algo respetable y superlativo.
Si no fuera por la perversidad de nuestras ataduras al dolor, todo se
olvidaría y se podía admirar la planificación y la perfecta
disimulación del por qué. Mantengo
estas preguntas en secreto. Ignoro, por ejemplo, si el arquitecto en este
momento está
controlando mis pensamientos sobre su obra maestra. Ignoro si está
de mal humor y hasta si puede borrar mi nombre con un leve trazo de su
caprichoso y alambicado lápiz.
IV Cuando
me permitían sentarme a descansar en los bancos de piedra del comedor,
observaba largamente las ventanas y compuertas. Los guardias se
retiraban en silencio para que tomara una decisión. A veces alguno se
sentaba a mi lado y leía una revista. No me vigilaba, sólo estaba a mis
órdenes para ayudarme si me tornaba valiente por milagro. Sentía
entonces la frialdad del banco y de las largas mesas de mármol sucio y
gastado, y luego seguía acariciando los cristales con temor o
curiosidad. Era un sentimiento que también padecían otros, aunque no lo
confesaran jamás. Los
desesperados que se tiraban violentamente contra los cristales, por la
duda, no sabían o no podían impulsarse con fuerza, y se hacían mucho daño
antes de desaparecer. La condición gelatinosa de las paredes servían a
la vista y la estructura, pero se tornaban en terrible cristal cuando había
que cortar y dañar la carne. En esos terribles instantes, si estaba
cerca, yo siempre buscaba ver algo más allá. Parecía como si hubiera
oscuridad aún de día, bruma e imprecisión. Y era un consuelo que no
hubieran más gritos de sufrimiento o signos sangrientos luego de que
los cuerpos salían como chupados hacia fuera. Podían haber gritos antes
del salto o hasta antes de la decisión de saltar. Era algo que estremecía
hasta a los que jamás miraban los cristales, aunque los tuvieran en el
corazón. Como yo, supongo, aborrecerían la sangre, o lo que estaba
afuera, pero estaban atados al inevitable existir. El
amplio comedor, que se perdía en la lejanía, era el gran vientre que nos
alimentaba a todos, conteniéndonos a mediodía. Además, allí,
misteriosamente, era donde todas las debilidades se manifestaban, en los
ojos de cada uno, mientras se alimentaba. No me expliqué jamás
por qué ocurría allí y no en los baños, o en un corredor oscuro o en
la sala de interrogatorios, que era un lugar perfecto. Recuerdo la vez que
un compañero, luego de comer a mi lado, se levantó y lo intentó. Los
guardias lo agarraron violentamente de los brazos y el muchacho quebró
el cristal con la cabeza y no pudo salir. Los guardias tuvieron que
arrastrarlo ensangrentado hacia adentro y restaurar el boquete. Este
trastorno me hizo mucho mal porque lo conocía un poco y él dependiente
perdió mucha sangre, dañándose de una manera insoportable con los
filamentos que de la niebla lo habían rodeado en un segundo... Durante
semanas no pude comer, no logré dormir o dejar de pensar. Después, el
dependiente salió del hospital y estuve con él unos segundos, mientras
cambiaba unas lámparas en su cubil, aunque estaba totalmente ciego. —¿Pudiste
ver algo? —le pregunté, arriesgándome a un áspera respuesta, pues no
quería hablar. —Estaba
mareado –dijo-. Creo que algo cegador se acercaba. Sentí las astillas
en los ojos. No, no vida nada. Un
tiempo después oí que había intentado el salto otra vez, con felicidad
y arrojo, y los guardias habían logrado empujarlo y hacerlo desaparecer.
Me apenó, aunque yo sabía que eso ocurriría tarde o temprano. A
veces pensaba que era libre para elegir entre quedarme o irme. Sin
embargo, la decisión era muy difícil y su tamaño pesaba demasiado.
Envidiaba por instantes a los que se atrevieron a saltar, aunque casi los
reprobaba por habernos dejado solos a los demás. Esta debilidad aún me
averguenza, pero entonces trataba de pisotearla en algún rincón de mi
mente. Sentado
en el comedor, sólo, imaginaba un infinito de cosas distintas a la
realidad. Los guardias me miraban de reojo y había una burla en sus
rostros. Les gustaba ayudar. Estoy seguro que esperaban mi más tenue
insinuación para agarrarme de los brazos, con amor por su oficio, y
despedirme como un ariete. Pero mi cara no expresaba nada, y al rato
alguno se cansaba de esperar y me empujaba con el bastón hacia mi celda.
"Es el más cobarde —pensarían—, el más servil, el menos
rebelde." Y aunque necesitan de mi habilidad, desearían acabar con
mi presencia inmóvil, observadora, vergonzosamente inocua. Después,
durante algún tiempo no volvía a sentarme solo en el comedor. Observaba
diariamente, desde mi celda, las camillas que pasaban con los cuerpos. A
veces veía sangre amarilla o roja, otras veces iban cubiertos y el rojo o
el amarillo iba devorando el blanco de las sábanas. Las camillas eran
arrastradas rápidamente, con un trote semejante al ruido de un metrónomo,
y detrás pasaban otros con la nueva tapa de brillante gelatina
acristalada y los útiles de limpieza. Pero, pese a la rutina, uno nunca
podía acostumbrarse a ver cómo se lanzaban los cuerpos, cómo los
guardias retrocedían y balanceaban los cuerpos con saber y jovialidad. Los
otros casos, a la vista, eran más cómodos y tenían un tono de espectáculo
para muchos dependientes. Eran meros ejemplos de valor y audacia. A mí
me decían con los ojos: —A
ver si te atreves a tanto. —Sí,
sí —me digo yo—, soy un cobarde. En
un sitio así, como vemos, la dignidad sólo se revelaba en los casos de
partida drástica. Los casos solitarios nocturnos eran menos dignos, pero
más limpios y serenos, y no menoscababan
las emociones ajenas. Los demás eventos destruían los cuerpos y
eran como la brutal penetración al mundo de un huevo demasiado grande
para una vulva tan estrecha. No eran similares un cuerpo inerte y un
hombre aún con vida, movido por la tibia sangre y los temores
innombrables, merecedor de lástima por la torpeza ante la primera y última
vez que lo haría. Creo
que el proceso no era terrible en sí mismo, con su piadosa rapidez y
definición. Lo terrible era
la truculencia que lo envolvía. La atrocidad estiraba el
sufrimiento y los alaridos. Y ni siquiera había un canon contra la
liturgia truculenta y el recuerdo que maceraba sin piedad los sentimientos
y
la carne... Siempre
supe, además, que era muy extraño que alguien —un simple mecánico de
un sitio desconocido- tuviera temores profundos, sentimientos de quebranto
y duda, o la necesidad de obtener certezas sobre la ventaja de estar acá
o
allá, y la inútil obsesión por encontrarle
un motivo a la nave.
Epílogo El
mecánico era nativo de un lugar extraño. Tenía en el cuerpo algo menos
que algunos. Pero sólo él tenía un ojo demás, en la nuca. E ignoro por
qué se le temía tanto. Se lo habían sacado al capturarlo, lo habían
subido ensangrentado, sucio aún con su tierra... Fui
su amigo, soportando el hecho de que continuamente preguntaba y quería
saber cosas porque sí. Deseaba saber cosas sin sentido, como dónde iba
la nave, de dónde era, para qué servía... En fin, molestaba bastante y
se exponía. Sin embargo, sé que me tenía aprecio o lástima porque saqué
el premio alguna vez, y lo perdí todo, y desde entonces tuve que vivir
como un perro, durmiendo en un nicho. Era raro, como lo pienso, porque
nadie hubiera visto algo malo en eso, y él se preocupaba y se sentía
culpable de una manera absurda, e insistía con sus preguntas. Ahora,
durante la noche, entro a su celda furtivamente y duermo en su cama. He
revisado sus escasa hacienda, con un lápiz y unos apuntes. Sin duda,
era un filósofo de otro mundo y veo que no ha escrito
demasiadas... salvo cuando se refiere a mi persona. Diré
que soy del grupo de los que lo aceptan todo con la cabeza baja,
simplemente
por ver, día a día, cómo los miserables desaparecen
uno a uno chupados violentamente por los cristales. Porque están
los miserables, que son mayoría, y los otros que... El
mecánico, tal vez por negarse a ser un castrado más, sufrió algo
inexplicable, algo misterioso y... poco limpio... Yo,
por ejemplo, puedo hacer algunas conjeturas ahora que acabo de leer sus
notas. No debería, acaso, hacer ningún esfuerzo mental, pero he
encontrado
un delicado placer en tomar el lápiz del hombre y escribir. Si mañana me
ocurre algo "misterioso", es posible que alguien me lea y piense
que soy algo así como un filósofo seguidor de una tradición. O sea, un
miserable que pensó algo, además de usar el cerebro para agacharse y
besar el suelo las veces necesarias. Podría
retorcerme mucho sobre el terreno subjetivo, pero no lo haré. Puedo
intentarlo de otra manera, acoplando la realidad vista y escrita a algo de
lo escuchado. Ustedes me ayudarán a conjeturar lo que
voy a omitir directamente. En
las últimas semanas el mecánico se dedicaba sólo a la reparación de
muñecas. Ignoro qué son y, como muchos seres amantes de lo moderno,
estoy deseando tener una entre manos para examinarla. Esto me gustaría
tanto como ver algo que antes no hubiera visto derretirse como la vela
bajo la llama. Sé
que lo moderno había cambiado a mucha gente, y hasta a los guardias, que
son monumentos perennes de la disciplina. Observé que por las muñecas
violaban sus reglas de conducta, turnándose arteramente para entrar al
taller sin que los vieran. Lo raro era lo de la actitud furtiva, temerosa
y repentina. Y más adelante, día por medio, empezó a entrar también
el Comandante. Dejaba en la puerta su escolta de dos o tres gendarmes,
y... pasaba demasiado tiempo allí. Yo
estaba en mi hueco, casi siempre semioculto, estirado y sin moverme, y veía
sus botas brillantes que pasaban adelante de los zapatos de los guardias.
Una hora después, volvían. Nunca le pude ver la cara al Comandante, pues
tendría que plancharme contra el suelo, y me delataría la nariz. Pero veía
sus pálidas manos de uñas barnizadas. Cuando iba, las manos estaban
nerviosas
y vacías; cuando volvía, apretaban el pañuelo floreado y parecían
exangües. Estos
son los antecedentes; recién después de la tragedia final me empezaron
a parecer extraños y evidentes a la vez. El
último día fue así. Pasó el Comandante con sus dependientes, y siguió
la quietud. A la media hora, de súbito se oyeron las voces desesperadas
y urgentes de los guardias. Casi de inmediato pasaron los zapatos
corriendo en una y otra dirección. Y en seguida vi la camilla, y de
ella colgaba la pálida mano del Comandante. No estrujaba ningún pañuelo
floreado; se arrastraba flácida por el piso pulido, y dejó una gota de
sangre frente a mi cara. Aún durante varios segundos oí el golpeteo frenético
de los zapatos, y luego el silencio. Pero era un silencio cargado,
tormentoso. Estiré un brazo y con el dedo arrastré la gota hasta la
puerta del hueco. Al
rato el silencio cargado se rompió horriblemente. Oí el golpe tajante de
la puerta metálica del taller y otro vivo golpeteo de zapatos apurados. —¡Que
no ensucie el piso! -gritó un guardia-. ¡Y miren entre la sangre para
ver qué le puso! Detrás
de esto, observé el cuerpo del mecánico frente a mí, arrastrado de los
pies por unos guardias. Reconocí su birrete ensangrentado, su cabeza como
una masa llena de cortes morados, y los brazos torcidos hacia atrás como
dos remos al final del esfuerzo y ya fuera del agua para siempre. Creí
que estaba muerto, y entonces ocurrió algo extraño: su pequeña mano se
abrió frente al hueco y soltó el retacito de plástico. La
nuca de mi amigo dejó una larga raya recta sobre el piso limpio. Cuando
hubo silencio, extendí un dedo tembloroso y traje hacia mí el retazo y
el líquido, viscoso como el líquido rojo del Comandante, pero
blanquiciento, levemente brillante, sorprendente. (Era tan ácido que
hasta hoy se ven las marcas en los mosaicos.) Ahora
tenemos la certidumbre de que no estarán más ni el Comandante ni el mecánico.
Naturalmente, ya vendrá otro Comandante, pues siempre habrá Comandantes.
Lo que tal vez no habrá será otro mecánico con ese talento para hacer
las cosas,
ese talento para tocar en el momento preciso el botón más
ingenioso. Donde
pueda estar ahora, el Comandante seguirá gozando, como es su destino.
Aunque no podrá olvidar pronto la horrorosa impresión que le habrá
causado toparse con aquello en el fondo, allí donde pensaba derramarse y
encontrar nuevamente el rutinario limbo. Y después, al final de aquel último día, cuando me dejaron de temblar las manos y se me apaciguaron los latidos en las sienes, aplacado golpeteo de los furiosos tacones de los guardias, pude examinar el retazo con parte de un marbete que decía: "Hecho en…” Era de color rosa, con poros y diminutos vellos rubios, y olía a perfume, a un inolvidable perfume de mujer que resiste el tiempo. Lo escondí en la cabecera de mi cama y suelo olerlo un rato antes de dormir. |
cuento de Tarik Carson
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Tarik Carson en Letras Uruguay
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