Percepciones extrañas

cuento de Tarik Carson

Tal vez pocas personas habrán oído hablar sobre los globos de Slater; todos estarnos convencidos de que nada sale de la nada. Pero a veces se duda, sin que uno se sienta más ignorante. Nadie está obligado a conocer algo que no tiene interés en mostrarse por ser o creerse insignificante o por estar más allá de la vanidad.

Mi primer visión del asunto ocurrió el día que entré a Slater, en Goiás, con un grupo de antropólogos. Iba en el jeep, asqueado del polvo rojo, de las moscas, del mal camino, cuando me fijé en una tienda, en la calle principal, llena de mesitas con unos globos de colores que parecían retorcerse continuamente, mostrando una misteriosa vitalidad. Me quedé absorto. Recordé de repente los veranos de la niñez, las pompas de jabón lanzadas al aire, la versatilidad que se veía en algunas pompas grandes, fugaces como mi memoria. El jeep me retiró de la observación, y un bache, del recuerdo.

La noche siguiente salí a caminar por las calles del pueblo. Como siempre, hacía demasiado calor, sin nada de aire. Durante un rato sentí una quietud que me mostró una vida distinta, reposada, pero con un hastío escondido, cercano e insoportable. Observé y olí la mugre común y tolerada. Oí aullidos, el ruido de algún motor alejándose, el resto de cadencias idiomáticas particulares. Luego me empecé a sentir cansado, indispuesto, y me puse a mirar la botella de cerveza caliente sobre la mesa grasosa y llena de moscas. Por su cuello aún subían lentamente unas burbujas que explotaban al llegar al pico buscando expandirse, o liberarse. Era esta tendencia la que las rompía, o la presión de las películas que surgían de abajo y deseaban ser algo mayor. Estudié un rato el proceso y me pregunté mirándome las palmas de las manos sudorosas, si significaban algo.

—Si no fuera un fenómeno físico —pensé—. Si tuvieran alma y quisieran simbolizar algo.

Levanté el vaso, cálido, sucio, y lo dejé. Salí del bar y caminó en busca de la casa de los globos. No me alejé mucho; había una sola calle con tiendas y en ella dos casas que vendían exclusivamente globos, lo que era mucho para aquel pueblo. Con las manos húmedas en los bolsillos, estuve bastante tiempo frente a una vidriera mayor.

Todos los globos eran distintos. Podían ser como perlas o como pelotas de fútbol. Podían tener el contorno de una pera, de un huevo o de una manzana, o ser perfectamente redondos. Estaban posados sobre bases de madera iustrada con letras doradas. Pero lo singular era la flexibilidad de sus cuerpos, el continuo cambio de tonalidades de sus colores, la eterna variación de sus maravillosas filigranas, los extraños espacios esfumados que sugerían ojos atentos y misteriosos, conciencias pulsantes y sabias, vida increíble donde no debería haberla...

Aquella noche no pude dormir y entre el insomnio, el zumbido de los mosquitos y el calor, se meneaban en mi mente los globos, imprevisibles, cambiantes, inefablemente tenebrosos y seductores. Al día siguiente, preguntó a mis compañeros si conocían algo sobre tales adornos (no sabia cómo nombrarlos). Nadie sabía nada y algunos se rieron porque dije que creía que se llamaban —como había leído en un cartel ingenuo, la noche anterior— : “Los famosos globos de Slater”.

Pasaron semanas de mucho trabajo, de polvo y sol, de sudor y mosquitos. Pero siempre que podía, al atardecer o a mediodía, mientras los demás sesteaban, yo me acercaba a las tiendas a observar las fluctuaciones de formas, colores, líneas, y aquello raro en el centro. Y entonces compré, con mi primer sueldo allí, un globo bastante más grande que un puño, verde esmeralda, de forma oval. Me costó más de lo que podía gastar. Durante las primeras noches siguientes no despegué mi conciencia de él; luego creí reconocer una sutil repetición en sus tonalidades y tramas. Pero cuando me iba a dormir sabía que soñaría con bolsas transparentes que se mecían sumergidas en el vaivén de unas aguas cristalinas y profundas. A veces, de madrugada, me despertaba sudoroso y en la penumbra abría la caja donde lo guardaba. De él salían, danzando, todas las verdosidades de junglas y de playas de sueño, de mares claros e insondables, de frescura, de eterna felicidad, de qué sé yo cuántas cosas imposibles para mí. Seguido lo agarraba y palpaba su lento cambiar, su inexplicable movimiento. Lo apretaba suavemente y percibía su delicada voluntad para amoldarse y seguir viviendo en mis manos temblorosas.

Llevado por la curiosidad, me empecé a interesar más y más por los globos; quise saber su historia, su significado, el enigma de su magnetismo, el secreto del visor extraño que encerraban en el corazón. Busqué en los libros que habíamos llevado cualquier mención a ese fenómeno, o a casos semejantes, existentes en a- Jquier parte. Estuve en la humilde biblioteca del pueblo. Más tarde escribí cartas a profesores y amigos. Y de todo, apenas un conocido que vivía en Natal, me comunicó que había oído algo sobre la existencia de los globos, de su soplado y del arte que requería su creación. Esto me sorprendió, aunque no por menospreciar aquella zona pobre y sin historia. Me apenó un poco lo del soplado, tal vez por pensar en el vacío. Pero yo ignoraba casi todo. En cambio, me alegré —como si ello no bastara por sí mismo— al conocer la estima, algo reducida, que otras personas sentían por tal existencia.

Al poco tiempo tuve que pasar una semana fuera del pueblo. Al volver, encontré vacía la caja donde guardaba el globo. Apenas vi rastros de algo parecido a gelatina. No supe si eso quedaba de él. Desconfié injustamente de la mujer que hacía la limpieza; pregunté a mis compañeros, pero nadie sabía nada. Durante varias noches no pude dormir; no a causa del globo desaparecido, ya que él no era para mí —creo— lo que el cigarro o una superficie lisa y acariciable puede ser para tantos.

Cuando recibí mi sueldo siguiente me compré otro globo, casi tan grande como un cráneo, de un color rojizo, donde giraban filigranas con lineas rectas y vastos espacios que afeaban un poco la parte misteriosa. Al principio me pareció extraordinario; después supe que había obtenido, como antes, un globo de poco valor.

Esa vez no oculté la compra a mis compañeros. Le hice una caja de madera con bisagras y tapa, y por las noches, cuando alguno me lo pedía, nos quedábamos bastante tiempo mirando los mágicos cambios del globo, que a veces tomaba la forma de una inmensa pera antes de volver, contorsionándose y vacilando, a su forma más regular. Después, cuando ya nadie me pedía para mirarlo, creí que habían perdido interés en él. Yo también sentí debilitarse mi aprecio por el exceso de espacios y la transparencia algo impura de sus colores. Pero estaba equivocado al pensar en mis compañeros. Varios se habían comprado globos, los mantenían ocultos en sus roperos, y siempre, luego de la cena, se retiraban silenciosos, casi en secreto, para extasiarse.

Un día, la mujer que limpiaba los cuartos me dijo:

—Veo que Ud. es un amante de los globos.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté, desconfiando de que hubiera revuelto mis cosas.

—Acá todo se sabe —me contestó.

Dije algo y seguí leyendo. Pensé en lo común que era esa respuesta, y en su falsedad. Yo estaba convencido de que mi punto débil por los globos era algo privado que debía ocultar. Hasta me sentí como descubierto en un delito, y supuse que podía haber sido ella la que curioseando me había estropeado el otro globo.

—Conozco a un hombre que sabe mucho de ellos —insistió.

—No lo sabia —dije.

—Cómo se soplan. Cuáles valen y cuáles no valen. Es un arte.

—Supongo que sí —afirmé sin mirarla, manteniéndome así. Encontré extraña la palabra arte en aquella boca, y pensé que la mujer tenía que pensar así porque era de allí y allí' hacían los “famosos globos” que nadie conocía.

Pasó un mes, y un domingo de mañana, mientras leía tirado en la cama, de nuevo oí:

—Sé que Ud. gusta de eso.

La miré un poco sorprendido. Ella se rió, como si algo le hiciera mucha gracia, y siguió barriendo el piso. Yo no le contesté nada, pero estuve pensando. El domingo siguiente le dije:

—Dígale que venga un día.

—Veré —dijo—.Pero lo más seguro es que no venga. Es un hombre viejo. No necesita nada. Ud. puede ir.

Como el hombre no vino, una o dos semanas después, me decidí. Detrás de toda la miseria, razoné, el asunto era algo muy raro. Por lo menos para mí, tendría que ocultar algo interesante.

Otro domingo de mañana la mujer me llevó a un rancherío lleno de gallinas, niños barrigones y perros flacos. Acababa de llover y la calle esta encharcada. El sol quemaba, y ine ardían los brazos y el cuello. Llegamos a una casita de madera pintada de verde, con puertas y ventanas amarillas y tejas granates.

El hombre era bajo y delgado, tenia el pelo totalmente blanco, y nos recibió sonríente. Su dentadura parecía gastada. Vestía por afuera del pantalón, una camisa vieja pero limpia. Sus ojos, muy redondos, comunicaban alegría y vitalidad. En una muñeca llevaba una pulsera de cobre.

—Podemos ir ahora —me dijo—. Habrá poca gente por la lluvia.

Cuando salimos los niños estaban adentro de los charcos, y los perros sarnosos y las gallinas se sacudían el agua.

—Esto afea un poco las cosas —comentó el viejo.

No le contesté, ignorando en ese momento a qué se refería y también hacia dónde íbamos.   

—¿Sabe adónde vamos? —me preguntó.

Le dije que no; que lo suponía.

—Ud. tiene razón en hablar poco —me dijo—. Yo apenas hablo, y sólo me interesa la vida de los globos. Aunque sea molesto para mucha gente, y sin sentido.    

Quince minutos después, cuando podía ver a lo lejos, en medio del oscuro verdor, las salpicaduras rojizas de las tejas del pueblo, el viejo dijo:

—Nos divertiremos.

Pensé que se estaba pareciendo demasiado a algunos profesores y médicos, sugiriendo siempre que sabía todo sobre todo. Pero me extraño que un hombre, viviendo en las afueras de aquel pueblito, y no siendo nada más que un tipo común, o un pobre tipo, hablara así, con términos como “sin sentido". Y yo no había visto libros en su casa.

Entramos por un sendero muy trillado a una arboleda alta y limpia. Entre árboles más altos aún, había una gran laguna. Al acercarnos vimos algunos hombres agachados en la orilla, alejados entre sí, sosteniendo largas varas de cuyos extremos colgaban arquitos de lienzo.

—Sentémonos —dijo el viejo, acuclillándose.

Me senté, y en seguida se me mojó el pantalón. El viejo lo vió y se rió. Yo fingí no sentirlo, pero agradecí la frescura del pasto y de las sombras. Habíamos caminado más de veinte minutos, la tierra del camino ya estaba seca, y el aire pesado, y eso me había cansado y hecho sudar bastante.

La laguna era limpia y traslúcida. Su orilla terminaba donde empezaba un pasto jugoso y ralo que parecía césped. El barro que debía existir no se veía. Tuve ganas de zambullirme. Pero aquellos hombres me atraían demasiado. Estaban absortos, inmóviles, y creo que ninguno nos vio llegar. Cada uno tenía al lado un bolso y utensilios raros y series de cañitas de todo calibre, algunas curvadas.

Pasó un rato, y vi que uno de los hombres, allá lejos, sacudió rápidamente la vara, se paró, perdió el equilibrio y cayó de cuerpo entero al agua. Me sorprendió la risa del viejo, que, aparte del chapuzón, fue lo único que se oyó. Al salir del agua el hombre tenia un aspecto cómico, es verdad. Pero yo no lo encontré especialmente gracioso, sino muy extraño, mientras que el viejo no podía aguantarse. Cuando el hombre empapado pasó cerca de nosotros, miró con odio al viejo y nos insultó. El viejo ya miraba hacia un más allá de todo, como si no hubiera oído o visto nada.

—Sopladores —dijo lentamente—. Es-íbs son los famosos sopladores que la mayoría ignorante pone en el cielo.

—¿Sopladores? —pregunté—, recordando en seguida lo que decía mi amigo de Natal sobre el soplado.

—Bueno. Usted es un antropólogo. Vaya nombre. Piense.

Sonreí. El viejo me palmeó el hombro.

—Usted me gusta —dijo—. No habla mucho, sospecha. Pero, claro, tiene que saber lo que es un soplador, y más si vive en una gran ciudad. Si acá son sopladores, allá serán •grandes maestros, genios, monstruos...

Empecé a suponer lo que quería decir, pero no me daba cuenta de la vinculación con nosotros allí, con los globos y la laguna y los hombres en una posición ridícula, esperando no sé qué.

—Concentrémonos en ése —agregó—.Y a veremos algo.

Me estaba empezando a cansar y me dolían las nalgas cuando me dio un codazo y me hizo una señal con la cabeza. Miré el extremo de la vara del hombre que estaba más cerca. Debajo de ella, sobre la superficie del agua, había una burbuja, y desde el fondo vi ascender lentamente, con ondulaciones, una bolita roja. Cuando la bolita llegó a la superficie saltó unos diez centímetros y el hombre aprovechó para abarajarla con el lienzo. Entonces sentimos un chasquido y el insulto del hombre.

—Otro que no sabe abarajar —comentó el viejo—. No hay que golpear lo más mínimo a la bolita cuando salta. Hay que acariciarla, no es fácil, pero es una técnica elemental, amos a otro lado.

Nos acomodamos entre dos sopladores. Empecé a observar una parte cercana del agua. Pronto vi una burbuja y el ascenso de una bolita azulada que apenas sobrepasó unos centímetros la superficie, cayendo y diluyéndose en seguida. Al rato, el soplador de la izquierda logró abarajar una, anaranjada, que saltó con mucha fuerza. Esta vez no sentimos ningún chasquido. El hombre, muy diestro, atrajo el lienzo y volcó la bolita, que no era mayor que una uva, en la palma de su mano. Con la otra mano buscó una eañita muy fina, la introdujo con mucho cuidado en la bolita, y la empezó a soplar por el extremo libre. Poco a poco la bolita se fue agrandando. Cuando sobrepasó el tamaño de un puño, el viejo dijo algo. El soplador no lo oyó; yo no le prestó atención. Pero seguí sintiendo la incomodidad de mi compañero, que se movía y decía cosas incomprensibles. De repente el globo tembló, hermoso en la punta de la, cañita, y explotó. El soplador tiró al suelo la cañita y pareció que iba a destrozarla con el pie. Nos miró indignado y nosotros miramos hacia otro lado. Se mojó la cara, las manos, y estuvo un poco más acuclillado en la orilla, quieto, ensimismado. Luego, acomodó sus instrumentos dentro del bolso y se retiró cabizbajo, con la caña en la mano. Miró al viejo y vi un brillo en sus ojos.

—¿Sabe por qué me sentí feliz? —me preguntó al rato.

Le dije que no, y supe que algo me había disgustado.

—Usted lo habrá sentido. Cada vez que fracasa un burro, soy el tipo más feliz. Por eso a veces vengo a esta laguna, ahora, de viejo. Por eso muchos me odian; pero no puedo admitir que pase cualquiera. No lo puedo soportar... Aunque no soy el que da los pases...

—Cuénteme algo, entonces. Si usted sabe tanto —le dije pensando que le devolvía algo y que é! lo iba a saber y, si tenía calidad, le haría gracia — .

—Bah. Eso no me toca —me contestó, alegre, mirándome a los ojos—. Sé lo que sé, y a dónde llego con eso, y no pretendo nada y nada me perjudica demasiado. Ni siquiera que se haya puesto de moda el soplado. Antes era una cuestión sólo para el que sabia leer el lenguaje. Sólo para el que sabia comprender lo que esa actitud lleva consigo, como una actitud seria frente a ciertas cosas.

—Donde vivo yo eso se llama sentido de reacción —dije—. Eso de los selectos.

—Sí, claro... Pero el soplado del globo lleva todo en sí. Sin decirlo, lo dice todo, si se quiere llegar a él. Por ejemplo, apostaría a que usted se ha comprado algún globo, y siempre grande, y siempre con demasiado color, y siempre con demasiada base, pero de madera ordinaria.

Pensé algo y me di cuenta de que estaba pasando por un estúpido. Tal vez había caído allí en el mismo tipo de red del mundo corrupto en que vivía.

—Bueno —me disculpó—. Ahora tengo uno algo mayor que un puño. Antes tuve uno menor. Y aunque lo só, a veces no puedo escapar de las costumbres de mi mundo. Lo que dice de que solamente algunos...

—Allí está. Usted no sabe que los más llenos de vida son los chicos. ¿Y sabe por qué? Porque existen límites para los contenidos. Cuanto mayor es un globo, más superficie libre tiene, con el mismo contenido. Además, lo que la mayoría de los sopladores no quiere saber es que las bolitas al subir ya tienen su tamaño predestinado. Cuando yo lo advertí, recién, ya sabia que el globo naranja iba a explotar. Si así no fuera, no podía durar más de dos o tres días. Estaba destinado a ser del tamaño de una pera, ni más ni menos. Eso se siente y no se puede explicar. Lo mismo pasd con el globo que usted, tenía. Un día usted lo fue a ver y no estaba.

Así siguió hablando sobre la ciencia, o la habilidad necesarias para soplar globos. No recuerdo el orden de sus conversaciones, pero creo que fui comprendiendo el sentido de su dedicación.

Cuando quise conocer la tradición del soplado, el viejo me dio a entender que no me la iba a contar, quizá por ver en mi a un futuro cagatinta con ganas de hacerme el astro con la obra ajena. Naturalmente, tenia razón, porque uno siempre ve lo bien que deberían proceder los demás, pero excluyéndose a uno mismo. Y él no me conocía. Entonces me contó que en el mundo había un tipo de fuego que casi nadie conocía. Este fuego se nutría de algo que estaba más allá de nosotros, pero que dependía, sin embargo, de nuestros corazones. O del frío de estos. Si el fuego era separado, se extinguía, porque el frío era siempre mayor, y nuestros estaban tomados por él y no querían dejarlo.

Otra vez que insistí con el pasado, el viejo se irritó y me dijo que para qué buscaba yo pasados si no existían, si allí estaban los globos diciéndolo todo, o no. "Si quiere historias, hágalas usted mismo, y tendrán exactamente el mismo valor que la verdadera, que nunca será escrita con fidelidad.” Rechacé este juicio tan drástico y no volví a insistir. ¿Pero cuál era ese fenómeno?, me seguía preguntando.

Para el pueblo de Slater era algo sagrado; su debilidad particular. Todos necesitaban tener uno o dos en sus casas, sobre la mesa, como adorno o símbolo de un respeto o de una devoción poco claras. Muchos, según el viejo, no habían perdido media hora en observarlo, en sentirlo, en ver a lo que podrían llegar dejándose llevar por la fluctuación del globo peor soplado.

—Sabe —dijo el viejo—. Aclarar algo es como andar untando todos los hocicos que se ven —y luego de mirarme, agregó lentamente—: Usted, por sus silencios, me parece que es uno de los que intentarían que el cerdo comprenda ese gusto.

Pero estaba equivocado; yo callaba porque me parecía tan irreal aquello... Supe así que el viejo había leído y meditado mucho, aunque el comentario sobre los cerdos no fuera original, adrede o no.    

—El tiempo, al fin, dice todo —dijo él—. Rescata o hunde... Si no fuera así, el soplado no existiría en otra forma que no fuera su misma ficción.

Después de estas charlas, entusiasmado, me volví a comprar otro globo. El vendedor me aconsejó uno de un soplador famoso y cotizado. No consulté al viejo; cuando se lo mostré, me dijo, moviendo la cabeza, serio:

—Lo embromaron, amigo. Esa es una basura con propaganda. Pínchelo y se hará un bien.

Le pregunté por qué era así, y casi intentó aclarármelo. Después suspiró movió la cabeza negativamente y se calló. Interpreté su actitud: no me lo podía enseñar, yo tenía que aprenderlo. No había otra manera para saber.

Entonces, empecinado, volví a la casa de los globos. Le dije al vendedor, mirándolo a los ojos, si podía compensarme o algo así, porque el globo se me había terminado. El viejo me había dado los nombres de varios sopladores de valor y yo deseaba con vehemencia obtener uno de calidad segura.

—No puede ser. Imposible —aseguró el hombre—. Un Pereyra, tal vez el mas fino soplador de Slater. Becado en Río. Conocedor de Europa. Gran persona conferencista. Reconocido en todo el país. Además, no garantimos...

Saqué de un bolsillo mis últimos ahorros y el papel con los nombres. Pagué por un globito como una uva, pero muy especial. El globista había olvidado al soplador y tuvo que hurgar de mala gana entre viejas cajas empolvadas hasta encontrarlo.

—Nadie lo compra. Nadie lo conoce —repetía despechado.

—Ah, sí, —dije yo—. Qué problema para mí —y terminé con él.

Una semana antes de venirme, el viejo me llevó a una pieza de su casa que yo desconocía. Allí estaban los 'globos que había soplado en su vida, y muchos otros de amigos y conocidos. Ese cuarto fue lo más extraño y notable que he visto y apreciado en mi vida. Era una verdadera devoción secreta, hermosamente lejos de la vanidad.

—Este es mi tesoro —comentó, bromeando—. Pero tengo libros también. No crea que soy un burgués con mis juguetes.

Me contó la historia de varios buenos sopladores. Eran vidas oscuras, lastimeras, mezcladas con el alcohol. Me pregunté qué fue lo que hizo que sopladores tan hábiles vivieran así. ¿Era a causa de su habilidad, o al revés? Lo real es lo que dejaron, creo yo, como una marca firme en cada producción, distinta de cualquier otra por algo vivido que tal vez estuviera en los cromos o en las formas o en. las interrelaciones, o en todo ello conjugado. Las producciones de un mismo hombro eran semejantes y distintas a cualquier otra.

—Usted me preguntará —oí decir al viejo— qué les da a ellos la virtud de la originalidad. ¿O es que los globos se dan solamente a ciertas personas?... Lo interesante es que luego de tanto ver globos, demasiado pocos pueden decirle: ese globo es falso, aquel vale, ese soplador es un habilidoso y nada más.

Después me empezó a mostrar los globos más grandes, más fáciles de admirar.

—Son los que tienen menos calidad. Cualquiera lo puede sentir, porque no dan lugar a que uno también recree y profundice. Sin embargo, hay algunos estupendos. Fíjese en este.

Miré un gran globo lila que se movía con una cadencia hipnotizante y que, a cada vuelta, cambiaba apenas su tonalidad y las formas del movimiento. Al concentrarme, dentro del silencio de la pieza, rodeado de otros tantos reflejos de movimientos, me tomé más sereno, más pleno, y quizá después dormido o sepulto en otro mundo, con otras percepciones de paz v felicidad. Así ful sintiendo varios globos, hasta que llegamos a los más chicos. Había que observarlos con una lupa de brazo. El viejo tenia una muy estropeada y sin un pedazo de cristal. Recién entonces vi el universo más cautivante y misterioso: el de los glóbulos. Creo que la música más complicada y sutil casi no puede compararse con su interrelación de motivos, aparte de aquello pulsante, concentrado y vivo como un ojo mágico que ocultaban todos en su profundidad... ¿Pero acaso estas palabras explican el fenómeno?

—Lo que usted vio en los ojos de los sopladores de la laguna —dijo mi amigo— es que ellos saben que yo sé lo que valen. A nadie miran así. Todos los miran con respeto y admiración. En cambio, daría cualquier cosa por haber soplado un buen globo. Uno solo.

—Entonces ellos también son devotos, y tienen derecho a probar.

—Sí. Como la escoria en la superficie del río. Ud. no puede ver el agua limpia jamás, y no hable del fondo.

—Existe el consuelo de que Ud. lo sabe —dije—,

—Dudo sobre eso. ¿Es mejor ser un buen soplador, o no serlo y obtener los premios de tal? Conocí a algunos que preferían las regalías y no el hecho. Para ellos era fácil soplar, y estaban locos por otra cosa. Pero nadie les daba nada. Eran poderosos en lo suyo y querían ser unas ratas.

Le dije algo como que había un más allá de logro y felicidad después de saltear la escoria e introducirse en el agua.

—No sé —me contestó—. Ellos llevan el bálsamo. Uno puede vivir mareado y feliz o algo así. Pero a veces se sale del cascarón, se quiere vivir en el mundo común. Pero, para qué hablar. Siempre el gran premio tiene rasgos de una humildad que puede dar asco.

Cuando me levanté para irme, me pidió ue eligiera un globo pató mí. Tardé en ecidirme, hasta que preferí uno de color gris perla, del tamaño de una ciruela. Su base no tenía ningún nombre ni adorno. Bastaba mirarlo un instante para ver toda una selección de superficies superpuestas con extrañas siluetas retorcidas que se hinchaban y deshinchaban, como si fueran a explotar, para volver suavemente a un estado de calma y luego recomenzar la interminable trama con otras variaciones y otros colores. Además, muy en el fondo había algo que lo miraba a uno, y uno no podía creerlo, y se inquietaba y retiraba su mirada de él.

—¿Por qué eligió uno sin nombre? —me preguntó—,

—Es como un sol que va a explotar y no explota. Y eso que está en el fondo. Lo que está en el corazón... Pero me estoy dejando llevar por los presentimientos, o por lo que no entiendo aún.

—Bueno —dijo—, mirando hacia abajo.

Entonces me di cuenta que era un globo soplado por él, sin nombre; y no se lo pregunté. ¿Por capricho, acaso? No, tal vez para.no violentarlo a que me dijera que era suyo; no quería verlo sentimental, o algo así. Hasta ahora no sé si procedí bien; a mí jamás me gustaba decir que algo bueno era mío.

—¿Tiene mujer? —jne preguntó—.

—Tal vez. O tal vez no; tal vez no le fuera necesario el que le di. Luego, como siempre, cuando los hechos pasaron, pensé qué quiso decir. Al despedimos en la puerta, me dijo:

—Pruebe a escuchar música mirándolo. Acá no, en su ciudad, donde puede obtener buena música.

—Pero no silencio—agregué—-.

Pocos días después tuve que irme del pueblo. La noche anterior fui a despedirme y a agradecerle a mi amigo su tiempo perdido y sus instrucciones. Antes de salir de mi pieza puse en mi bolsillo la potente y cara lupa de la expedición. Llegué a su casa y lo vi sentado en el fondo, bajo un parral, solo, en la oscuridad. Hacía mucho calor y el cielo estaba cargado de nubes. Me trajo un banquito y me senté junto a él. Estuvimos un largo rato quietos, escuchando a la noche.

—¿Usted no estudió música? —me preguntó—, cuando nuestro silencio fue interrumpido por unos ladridos.

Le dije que no.

—Estaba pensando que es inexplicable la parte de uno que los buenos globos conmueven hasta el éxtasis. Tal vez algún día la ciencia logre descuartizar estas cosas... Quedaríamos sin nada. Sin motivos. Solamente vivir.

Después le pregunté qué me aconsejaría para aprovechar mejor la concentración. Me dijo que nada, o dejarme llevar cada día a mayores profundidades. Y no era necesario que cambiara de objeto. Igual que con los libros, después de conocer a los buenos no se volvía a los malos.

—Es Ud. un filósofo —comenté—, por decir algo y porque a veces me molestaba lo que me decía (eso me pasa ahora, al escribir).

El viejo quiso reir, pero sólo hizo un ruido raro con la garganta.

-Vivir acá -dijo lentamente, y por primera vez me pareció demasiado cansado de todo- es la nada total. Usted lo sabe bien.

-Vaya globos -murmuré, pensando en lo que significaba su confesión-.

Escuché el zumbido de los insectos entre las guías de la parra, algún aullido lejano, el golpear de unas zapatillas por el camino de tierra. El oirla lo mismo, callado. Luego me dijo:

—Tengo una cervecita fría. Vamos adentro, si le parece.

Mientras él buscaba los vasos, deslicé la lupa bajo la carpetita de la mesa. Bebimos cerveza; estaba demasiado amarga y caliente. Cuando dije que me iba, me alcanzó un pedazo de caña de bambú con una tapita.

—Ayer pude soplar esto para usted —dijo—. Es algo.

—No sabía que a usted le gustaba soplar —dije, sin mirarlo—, Pero, si usted dice que es algo, será algo.

—Usted es un humorista, antropólogo. Pero sepa que hasta un inflador de tripas cree que lo que hace es bueno. Y vaya uno a decirle la verdad... Usted sabe eso.

—¿Lo puedo probar?

—Claro. Con el tiempo. Y también mirándolo mucho, y después tratando de olvidarlo.

—Veremos —dije, molesto por sus frases con demasiadas pretensiones—.

Pero creo que él lo sabía, y lo hacía a propósito —no sé por qué — , pues lo vi reírse igual que de los malos sopladores de la laguna. Eso lo hacía feliz. Hoy, ante su pobreza económica y su vida oscura, aquel tipo de actitud mía me retuerce por adentro, como si hubiera lastimado a alguien querido que no lo mereciera y ya no está.

 

Ahora que sigo entre la civilización, no hay noche que no me concentre en uno u otro globo. Esto ha sustituido casi todas mis actividades. Siempre me concentro en mi dormitorio. Y en la penumbra. Hay días que paso encerrado observando los vaivenes y las transfiguraciones de los glóbulos. Esa me ha hecho pensar en muchas cosas que no voy a escribir acá porque son particulares y de mi entendimiento. (¿Acaso alguien cuenta cómo ama?).

He pensado escribir una tesis sobre el fenómeno del soplado del globo. Hasta he intentada explicárselo a algún compañero de trabajo. Pero nadie le ha dado importancia. También he pensado escribir un ensayo, aunque debería decir demasiadas cosas sobre la nada, o sobre cómo se puede inflar algo hasta hacerlo llegar a un sitio. Creerían, paradójicamente, que me estaría inflando a mí mismo sin material legítimo debajo, sin nada que decir. Entonces he dudado, pues me podrían tomar por loco si relato, o expongo como ejemplos, los éxtasis, las catálisis que sufro en los días transcurridos en las inmensidades. A veces creo que he perdido la razón.

Mi vida camina a los tumbos. He tenido mujeres y me han dejado. Esta es la parte más dolorosa de mi existencia. Cuando salgo del éxtasis no puedo soportar la sola idea del movimiento vital, de la realidad que me va rodear cuando abra la puerta de la calle. Mis mujeres decían que estaba fuera del mundo, después de haber estudiado tanto. (Muchos creen que he estudiado demasiado.) Yo les he explicado, o intentado explicar, adónde nos podrían conducir los globos, o su sola presencia. Pero no he encontrado comprensión. Tampoco he comprobado que lleven a cual-uiera al más allá. A mis mujeres jamás las evó más allá de creer en mi debilidad mental.

Y no solamente perdí compañías. También perdí a buenos familiares. Nadie puede explicar mi devoción por lo que ellos consideran una locura: no ven en absoluto toda esa profundidad, esos ojos misteriosos que nos llaman. ¿Cómo es que mis compañeros en el pueblo de Slater habían comprado globos y experimentado las mismas sensaciones que yo? Me pregunto si no será algo que se sentía solamente en aquella región. ¿Será por eso que no se ha expandido en el mundo como un mantra fácil? Sí, es posible. J amás se pondrá de moda, aunque yo o el viejo creyéramos (si él creía) que era porque los globos sólo admiten el valor. ¿Pero qué bases tenía o tiene ese valor? No lo sé. Quizá el globo se esté negando a la gente que me rodea, o me rodeaba, y se ha apoderado de mí. Tal vez ofrezca esa apariencia ante el mundo corrupto en que existo. Quizá se niegue totalmente a ser prostituido por él. Recuerdo al viejo diciendo que el globo llevaba la verdad en sí mismo. ¿También llevaba esta otra verdad, y yo no lo sabía? Debe de ser así...

Porque un día que salí a caminar casi loco de tanta incertidumbre y soledad, encontré e introduje a casa a una prostituta desesperada, que no tenía dónde dormir. Entonces los globos perdieron la belleza y la armonía. Sí, sí, al principio esto, y después empezaron a paralizarse, a congelarse llamando a la muerte. (Me pregunto a causa de qué.) Luego, la prostituta se levantó y fue hacia ellos. Yo quise taparlos con la sábana, pero ella me la quitó y los vio. Dijo algo terrible, se vistió casi en una pierna, y huyo de mi lado y de mi casa como si temiera algo espantoso. Me dejó más solo, tirado en la cama, con la cara hincada en la almohada Después, poco a poco, me levanté, me recosté sin fuerzas en el santuario en que los'tengo, y rogué por primera vez en mi vida. Y ellos empezaron a moverse lentamente, y lloré.

El mismo asombro o terror sufrió la mujer que venía a hacer la limpieza dos veces por semana. Luego vinieron otras que no duraron en el puesto ni dos días. Yo siempre les pagué bien, pero no querían trabajar para mí. Mis amigos tampoco vienen a casa, y en la Facultad me esquivan.

¿Y por qué no decirlo en este escrito? Sí, yo hacía el amor siempre frente a algún globo.

No siempre frente al mismo. Mis éxtasis eran y son superlativos, mil veces un éxtasis común. Sentía que el globo ahondaba todo lo que yo humanamente podía dar. Pero con mis mujeres eso no sucedía. Era al revés. Ellas casi no aguantaban la presencia de la enigmática luminosidad moviéndose, o no aceptaban que mis ojos abiertos, muy abiertos, estuvieran cautivados por las ondulaciones cromáticas y que mi cuerpo afiebrado y tembloroso siguiera por otros caminos independientes, o aparentemente independientes. Reconozco que era una situación rara, de locos, si se quiere exagerar. Pero ellas podrían haber sentido lo que yo sentía, podría por lo menos haber dejado que yo les explicara la calidad de la llamada a la cual yo estaba respondiendo.

Ahora, con tales experiencias, tengo que ocultar mis pobres globos cuando traigo personas a casa, aunque sea al individuo menos prejuiciado y más comprensivo. Ya no merezco el afecto de nadie.

¿Entonces —se preguntará cualquiera— para qué cuento esta histoira sustentada sobre un hecho increíble, llena de falsa filosofía dictada por un pobre diablo de un pueblo casi desconocido? “Usted quiere inflar —me dirán— un globo que no existe”. Sí, contestaré, así es. Estaré resignado a todo, también a que se me tome por raro, o me disculparé diciendo que esto no es más que un invento inocente. Porque muy en el fondo quizá todos tengan razón y yo esté equivocado. Hasta tal vez me decida y consulte a un psiquiatra. No será una traición a mis intimas devociones. Solamente veré qué visión tiene de mí la gente que no ve lo que yo veo.

Vacilo demasiado, cada vez más. Vacilo y soy humano y estoy muy solo. ¿Pero por qué estoy solo? Esta es la pregunta que me acosa todo el día para que durante la noche vuelva a poseerme la dosis de beatitud de los globos, su mundo excelso. No levanto las cortinas del dormitorio y paso días así. Siento que el sol, junto con los malos sopladores, conspiran contra mí y contra tipos como el viejo.

Reiteradamente he escrito a Slater, a la dirección de mi amigo, y siempre, siempre las cartas han vuelto. Siempre dicen lo mismo: no existe el destinatario. Pero el pueblo sí existe, me digo. Está en el mapa. Y quizá también existan las tiendas de los globistas, y la laguna. Tal vez yo estuve en Slater soplando, y las personas que me rodeaban acá se hayan alejado por alguna otra razón, y las mujeres que quise me dejaron por algo así como el cansancio.

Ahora sigo en la penumbra. He estado acostado llorando todo el dia:se me ha reventado un globo. El de color azul que el viejo me regaló en la cajita de bambú. No queda más que la cajita y ni siquiera encontré gelatina en el fondo acolchado. Entonces ¿qué argumentaré? Sobre todo cuando quede sin nada.

¿Acaso esto también no es un sarcasmo del destino, una asqueante parábola?

Espero y dudo. No puedo cerrar los ojos si no miro durante horas uno de los globos que me quedan. Algunos se me han ido, algunos ordinarios, es cierto, pero también uno muy bueno. Presiento que se me irán yendo de a uno, junto con la fe en mi poca certidumbre. ¿No podré confiar ni en la selección del tiempo? Ya no me queda nada más que mí aflicción y mi desesperado anhelo de abrazarme a algo real y duradero. Soy un lamentable enemigo de los sopladores baratos, de esos fantasmas que ocupan lugares inmerecidos. Pero todo resulta ser soplado por falsarios. Hasta yo, parece, fui soplado de una manera deficiente y triste.

Trataré de levantarme porque me he expurgado anotando esta historia. Trataré de que el aire puro y el sol no me dañen demasiado. En la calle tendré el aspecto de tantos otros que caminarán conmigo, y cuando alguien me mire, se dirá: es un tipo más. Y seré otro de los que no creen ni aman nada de lo que yo creo o amo. Otro de los grandes globos que revientan de repente en la cara con más ilusión.

 

cuento de Tarik Carson

 

 

Publicado, originalmente, en:  Jaque Revista Semanario - Montevideo, 29 de marzo al 12 de abril de 1985. Año II N° 68

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/6864

 

 

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