El señor Querejeta aún recuerda cuándo la idea lo empezó a torturar; pero no puede saber la causa, aún formulando mil respuestas lógicas, o recurriendo a expertos en cuestiones síquicas para que remedien la parte del alma que se le fue apolillando.
Aquel mal día había estado esperando el atardecer, de pie en una esquina, cuando pasó por allí un hombre y le pisó la sombra. Así de sencillo. Ahora el señor Querejeta recuerda inquieto que hubo un salto y que un cuchillo no quiso salir de la vaina; y después, casi como para despertarlo, sobrevino la tunda anónima de la turba. Desde entonces vivió obsesionado cuidando su sombra de las pisadas ajenas. En otros tiempos fue un hombre feliz, que no pensaba en nada más complejo que los goces que le podría ofrecer un partido de pelotas, un asado jugoso, la fornicación semanal de alivio tras la pringosa puerta de costumbre. Ahora, en cambio, no se aleja de su lado el pensamiento de la muerte, el cese de todos los pequeños gustos y apegos.
La idea lo ha impregnado: morirá en cuanto le toquen la sombra. Ningún médico lo pudo convencer. Naturalmente, se dice, ellos no se juegan la propia vida. El no puede arriesgarse, siempre ha sido responsable, conoce el carácter irreversible de la fatalidad, la dirección
única de la desgracia. Es natural, sin embargo, que a los demás les importe muy poco o nada su destino. Lo expulsaron del trabajo burocrático sin compensación; oyó los definitivos reproches de locura e incumplimiento. Sus familiares no le tienen respeto ni aprecio y lo han amenazado con un hospicio. En la calle causa risa a cualquiera... Todo esto porque ha tenido que ordenar su vida para defenderse de las pisadas ajenas.
Durante unos pocos momentos de paz, se fue haciendo amante de los días lluviosos o nublados, aunque estos pudieran traerle también la repentina desgracia. Con el sol, en cambio, y paradójicamente, siempre pudo convivir. Algo conforme, o resignado, anda y anduvo por la calle a mediodía o, en otro caso, debajo de marquesinas o arboledas que lo confundieran y con su sombra lo hicieran inmune a la muerte. Y fue una delicia verlo caminar, casi por el medio de la calle, dando saltitos, esquivando todo lo que fuera móvil, mirando a cada lado o gritándole a cualquiera que allí iba él, que tuvieran mesura y miraran muy bien dónde pisaban.
Así, a veces le parece vivir en la vía crucis, y a veces se olvida de sí mismo y del calvario. En todo caso, igualmente, ya no pudo conversar con los amigos, ya no pudo pasear al atardecer como era su vieja costumbre. Tampoco puede demorarse a propósito en cualquier parada de ómnibus o en alguna mesa de café. Ahora, como extraños amigos, todos le huyen al verlo venir,
retribuyéndole quizá porque él, aterrorizado, había huido primero a todo
bípedo, duarúpedo, o bichos ambiguos. Es natural, ¿qué persona o qué amigo va a creer que él puede ser sociable sólo los días de lluvia o debajo de grandes sombras? Nadie, nadie cree en sus razones.
Al principio tenía la esperanza de lograr adaptar su existencia a las condiciones del mundo. Esa esperanza ya no existe, y el terrible hecho le ha dado el coraje necesario para vivir su propia vida, dirìa, extraordinaria. Como siempre fue un individuo respetuoso y querido, ahora que lo ven así (oyó que afirman que está irremediablemente loco) lo soportan y no han recurrido a la
comisaría o al manicomio. Pero, ¿cómo se comporta -se preguntará el lector- además de andar por las calles brincando como un descerebrado? Podríamos contestar que se comporta con aguda inteligencia, con dignidad de caballero, con no desdeñable habilidad. Al principio, tuvo la idea de usar un refinado bastón de caña de Malaca, con mango de metal labrado, en las horas de sol alto. Procedimiento que muchas veces evitó que huyera de algunos contertulios de café. El acto mecánico era simple: se detenía en una esquina y, apoyado en el reluciente mango, lo más erecto posible, se inclinaba de forma que su cuerpo apuntara al sol y no hiciera sombra. Podría permanecer horas así, mirando a cada rato el sol y tratando de ubicarse en el sentido exacto de sus rayos. Así se exhibió muchas tardes por la ciudad, hasta que el sol descendía y ya no podía sostenerse, supongamos, en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego podría correr por el medio de la calle, guardándose a distancia de cualquier amenaza. Con tan ingenioso procedimiento, logró que algunas personas no lo rehuyeran. Alguna vez hasta convocó cierto público espectador no despreciable. Claro que, cierto día, varios tíos se pusieron a reír, y cuando él quiso darles la mano y comentarles algo sobre el delicado juego de pelotas o los diáfanos remolinos de la política, le dieron la espalda con un devastador desdén. Tampoco faltaron las burlas en su mismísima faz, evidentemente sin ningún razón. Nadie lo defendió con una mirada, por ejemplo, o un gesto, y ello lo aburrió sobremanera, descubriendo que ya no lograría recuperar el aprecio que la población le tenía. Además, los perros, los gatos y los niños malcriados fueron su verdadero infierno, a los que aún teme con repugnancia más que a la nada; sueña con ellos, sueña con lo imprevisible y lo fatal. Y la fatalidad como idea lo persigue sin cesar en su vigilia. Ahora, cada vez que ve en la calle a un perro o un niño impertinente le palpita furiosamente el corazón y cree que se le ha presentado la parca. A causa de estos soplos que lo dejan destrozado por adentro, abandonó el pintoresco bastón junto a su ilusión de poder salvar algo del cálido aprecio popular.
Hueco por la corrosión, devastado moralmente, casi sin panacea, ha resuelto hacer de su vida un hecho digno, justificable, aunque sea un grito último de desesperación. Una existencia que se justifique, razona, por la comprensión que siente frente a la ceguera inocente de los demás, ya que nadie es responsable de querer pisarle la sombra y borrarlo de la vida, ninguno puede suponer que por tan diminuta falta se cometa el mayor de los pecados. No, ni uno es perverso con deliberación. ¡La inocencia -se repite una y otra vez- qué monstruo felón y artero!
Ahora, como la última estocada tarda en llegar, y él es un individuo de recursos intelectuales no despreciables, pensó en el gran paraguas, artefacto que, sin mayores exigencias y costos, parece ser la solución de su problema. Naturalmente, el pueblo tal vez seguirá pensando que algo no se encastra bien dentro de su cabeza, pero también es posible que piensen que sufre de una afección en la piel y no soporta el sol, o algo así, común, insignificante y tolerable, sobre todo, tolerable socialmente. Con el paraguas amigo, ha vuelto a ser un hombre bastante libre, y además puede cerrar el gran paraguas cuando camina debajo de una arboleda tupida o por una vereda con sombras. También puede pasearse al temible atardecer, arriesgándose con coraje, o permanecer en un punto, acompañando siempre al viejo sol con el paraguas.
Es verdad que no siente que el artefacto haya sido su cura total. ¿Pero acaso los demás pueden solucionar sus problemas con un método tan sencillo y barato, aunque tenga el mango curvo de caña laqueada? Y con el espíritu en paz y el organismo libre de fármacos. Experimentando su nueva felicidad,
valoró el mérito de haber creado algo que lo protegería integralmente. Asimismo, ya que no se
calificó de hombre tonto (modesto sí, pero tonto no) percibió que jamás lo
entenderían, que lo tendrían por una desgracia inefable; pero es natural que la especie circundante ignore lo que él sabe, y nadie sea capaz de comprender la dimensión de la seguridad que él tiene en lo que cree (y que, reconoce, podría ser verdadero).
Desde algo más allá de los agujeros y boquetes turbios de su conciencia, algo, más trascendente que los traqueteos inefables de la carne, lo está impulsando, o lo impulsaba, a cuidar esa Divinidad que es su sombra. Y esto le confiere aquel destino de hacedor, y, a la vez, de un pionero que ha saltado sin permiso la barrera de la humana igualdad. Conoce su verdadera y dolorosa diferencia. No ve elevación alguna sobre él en la que esté de pie alguien; sólo ve un juego asertivo del mundillo convencional de piadosas acémilas.
(Últimamente, y por momentos nada más, ha empezado a calificar así a los
transeúntes y otros bípedos.) Ellos, tan innumerables, pueden darse la felicidad con fanfarria y estridencia fijándose en el noble bastón o en el amplio paraguas; solamente expresan la impotencia para soportar una duda mayor, un temblor mental misterioso y turbador, o una simple tara, si los adjetivos fuertes los pusieran aún más alegres. ¿Que le puede importar que lo arrimen en sus mentes a la suciedad innominable, a la materia corrompible y maligna, solamente porque anda todo el día debajo de un gran paraguas negro? Alguien bastante cabrón hizo la jugada por él, sin consultarlo. Y, al final de las cuentas, no ve a nadie al fin de la línea. Y si alguien estuviera en la
vergonzosa sombra, jugando al gato y al ratón, sería lo mismo, porque tiene sólo esos instrumentos poco capaces, su sensibilidad, su
percepción, sus ojos. Con la punta del ovillo entre los dedos, estremeciéndose
siente que todo el costo del mundo no compraría un comino en mal estado.
Así se consuela con estas disquisiciones, en la penumbra de su pieza de pensión barata, acariciando el mango y la suave tela de su paraguas amigo. Por momentos, sorpresivamente,
también puede o pudo sentirse aliviado, pensando que toda la gente es buenísima, mientras siente que cae la noche pegajosa, y mueren en la oscuridad los tenues rayos de luz de la pequeña ventana. Cuando llegue la
última pisada, ha decidido imitar a un célebre fabulador. ¡Pedirá un escarbadientes, y
fingirá una sonrisa!
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