La giba

cuento de Tarik Carson

Me despedí de mi patrón un domingo fresco y soleado de otoño. Lo llamaban El Peluquero, El Papá de la Feria y, más comunmente, El Duque. Dirigía sus oscuras acciones desde la calle Tristán Narvaja, al fondo de su peluquería, y trataba sus asuntos, como la toma y despido de personal, los domingos a la mañana, hasta la una, cuando los mirones de la Feria se empezaban a retirar. El resto de la semana se recluía en el fondo del local, en su cómoda oficina adjunta a los cuartos de las muchachas. Era un hombre con intereses imaginativos e imprecisos hasta cierto punto. Su creencia en Dios evitaba que percibiera las consecuencias de sus acciones. Por eso, antes de un negocio, prefería distinguir las virtudes de la paz interior y la obediencia de los santos mandamientos. Aseguraba con devoción que sus actividades suavizaban la injusticia del mundo. Cierto día lo oí confesar que era un calvinista devoto y riguroso.

Aquel domingo lo observé de lejos, erguido en la puerta de la peluquería, tres escalones por encima de la vereda. Vestía una elegante túnica blanca almidonada, y parecía un director de escuela mirando filosóficamente la corriente de cabezas humanas que discurrían lentas por la Feria. Su escaso cabello estaba pegado al cráneo con una escrupulosa gomina perfumada. Recién lo habían afeitado y se acariciaba el rostro irritado con sus largas uñas amarillentas y barnizadas. Siempre ignoré si, a pesar de uno de sus alias, sabía cortar el pelo. En el lugar, dos peluqueros trabajaban contra la pared alejada del amplio y viejo salón. Por una puerta lateral, cubierta con una cortina desteñida y sucia, se iba a la oficina y a los dormitorios.

-Se lo saluda con placer -me dijo afablemente, mostrando los gastados dientes de oro-. Llega bien. En el tres esta su servidora. Así cumplirá con su higiénico hábito de ser el primero del día.

-Duque -le dije tras unos segundos prudenciales-. Vengo a despedirme. Es un día fresco y estoy bien. Cumplí avisándole con tiempo. Sé de su ética profesional. Espero que sea sin rencores.

Su rostro arrugado apenas se conmovió. Observó pensativo la corriente humana en la calle. Lo miré a los ojos, sucios por demasiadas cosas y años, y oí los gritos de un fulano ofreciendo fiambres inmejorables.

-Hoy están limpias -aseguró como si meditara y se hablara a sí mismo- Han llegado la melliza y la brasileña. Las otras, como siempre, se habrán dormido. El viernes vimos al doctor y se quedó sin coima. Todas limpias. Eso nos pasa por tener la mejor clientela.

Me sentía incómodo, de pie, por algún temor, y observé las sucias sillas blancas contra las paredes descascaradas. El Duque hizo un gesto y nos sentamos. Los dos peluqueros hablaban en voz baja, apoyados en los sillones, ahora libres, alejados de nosotros. También hablé en voz baja.

-Mi decisión es dolorosa. Y un error, me dirá. Pero está tomada.

Me miró ahora frontalmente, serio, y sacó con exagerada lentitud un cigarrillo. Le volví a observar las uñas largas, femeninas; en los dedos anular y meñique de las dos manos tenía anillos de oro con imágenes religiosas.

-Mañana tenemos un levante -dijo con un gesto de indiferencia hacia mi vida y mis argumentos-. Sería el último para usted. Perdí a tres insospechados y sólo me queda su persona. Idóneo, se entiende. Será fácil, como profanar a un finado.

Yo prefería las despedidas tranquilas, los cargos de conciencia menores, la ideal carencia de enemigos. No abrí la boca.

-Usted sabe bien que nadie deja la organización si no se quiere -dijo con calma, echando humo hacia el techo-. Imagínese una nación próspera de la cual todos desertan. Pero, no se inquiete. Se hará una excepción.

Las cosas quedaron así, en silencio, hasta que llegaron dos jóvenes desgarbados, de pelo largo, con sandalias y pies sucios. El Duque se puso de pie y se alejaron hacia la cortinita. Los jóvenes se negaron ante un gesto del Duque, que hacía el dos, con los dedos, y señalaba hacia la cortina. Vi un traslado de billetes, una señas imprecisas, y estuvieron varios segundos cubiertos por la cortina, que el Duque usaba como gran capa y hacía aún más evidente y estúpida su furtiva posición. Regresaron y los dos jóvenes peludos me miraron con recelo.

-Está bien, señores -determinó el Duque, golpeando las manos-. Hasta la vista.

Se sentó y le dio una lenta chupada al cigarrillo. Más tarde, dijo:

-Antes querían hembras. Ahora, con la miseria, se enloquecen con medio raviol.

En la oficina me dio los detalles del trabajo, que no era peligroso ni injusto, afirmando que había adormilado a la policía. Luego insistió con orgullo, sugiriendo que no me guardaba rencor:

-Un bocado especial. La negra brasileña. Completa y sana por donde el pervertido quiera penetrar.

Le señalé, reprimiendo mi exasperación, que a pesar de lo que podrían haberle comentado, gracias a alguna concesión mía, yo ahora estaba en otra materia. Me puso la mano en un hombro y con delicadeza aseguró:

-Ellas son el servicio de información. Su persona no debe avergonzarse por sus caprichos y gustos raros. Sé que no mata una maldita mosca.

Esta indiscreta revelación, acabó con la poca alegría que sentía por la temperatura y sólo se me ocurrió mirar de reojo su pesada mano que me pareció una vieja tabaquera sucia y tibia.

Al día siguiente, me uní al transporte y fuimos al conventillo de la Ciudad Vieja. La pieza estaba en un tercer piso y todo el edificio tenía olor a comida y a orín de gatos. Se oían llantos de niños, discos de tango rayados, gritos de madres histéricas y las más selectas palabrotas. También era miserable lo que había para robar. Ignoro qué pudo obtener el Duque de aquello, luego de pagarme a mí y al transporte. Sólo valdrían algo unos cacharros dibujados y pintados con alegría. Los escasos muebles estaban construidos con madera de cajones y casi se desarmaron al bajarlos golpeándolos contra la angosta y oscura escalera. Había muchos libros sucios y alguna ropa hedionda. El baño estaba en posesión de la humedad y de los hongos más desarrollados. Lo único valioso, el gran horno de cerámica, por su peso y volumen, se vio protegido de nosotros. Le aconsejé al transporte que no me mencionara el horno. Para mitigar esta negligencia profesional hasta levanté un viejo orinal oxidado y lo puse en una bolsa de nailon. Acomodé los libros y unos cuadernos en un cajón y trasladamos todo al depósito, que estaba en el Cerrito. En el cajón de libros iba el diario personal que ahora me conmina casi con dolor a narrar este preámbulo.

Muchos años después, estaba en mi taller, en Buenos Aires, empecinado en soldar la caja de plata de un reloj antiguo sin fundirle el mecanismo, cuando oí la voz de mi ayudante leyendo en voz alta el dorso de una carta. Apagué el soplete y le rogué con suavidad que no se interesara por mi correspondencia. Presentí que el ominoso pasado tañía una campana que suponía muerta para siempre. No recordaba tener conocidos en ninguna cárcel. El muchacho, con una actitud curiosa y desconfiada, herido, me miró de reojo. Me levanté del banco, y me fui al baño. El principio de la carta ya logró inquietarme. Decía:

"Estimado colega:

Ante todo, estoy en la cárcel de Punta Carretas desde hace cinco años, condenado arteramente, sin duda, por asuntos que no oscurecen el noble motivo de esta carta. (Quédese tranquilo, por lo demás.) Supe su dirección por una de las mellizas turcas, la menor, que me visita mensualmente. Ella descubrió su nombre en alguna publicación y está impresionada porque usted ahora practica la escritura. Yo también accedí a eso, sobre todo si recuerdo la nula o mísera instrucción que mostraba usted cuando compartíamos aquellas tareas profesionales. (La turca menor es la hermanita tercera de la que usted experimentó algún domingo, ¿recuerda? No creo que a esta chiquita la conozca íntimamente, pues la introduje al aristocrático oficio en la época en que usted desertó.) Pero no le escribo para glorificar el pasado, por el cual, le repito, puede quedarse tranquilo, ya que soy una piedra sin boca. Lo hago para pedirle un favor. Con el último trabajo que usted hizo para mi empresa, y que estoy seguro ya habrá olvidado, aligerando su conciencia, vino un diario personal entre los libros viejos, que describe los últimos días de un loco. Cuando usted realizó el levante, yo ya sabía que el tío no daría problemas. Había comprado un revólver de juguete, había preparado la valija con sus mejores ropas, había ido a un aeródromo, había coaccionado a un aviador, y se había tirado al Rio de la Plata desde 2000 metros, ni más ni menos, dejándole como regalo a la ilustre sociedad el revólver de plástico. El hecho salió en los diarios, y no le di importancia. Un buen día la turquita estaba "limpiando" el depósito para este humilde servidor y encontró el cuaderno. Me lo trajo y lo leí. La idea de que usted escribiera sobre el caso, incluyéndonos a nosotros, fue de ella. Y me convenció, al punto de hacerme descubrir su aguantadero actual por los buenos aires. Pero ella lo desea por vanidad, ¿entiende? Usted podrá usar mi sobrenombre más popular, pero no mencione hechos, demás está advertirle. Creo que usted va a ser un escritor que sabrá emplear lo bueno y disimular lo malo de las cosas. Porque somos optimistas, como corresponde. Desde luego, no le digo cómo tiene que hacerlo. Me gustaría que me contestara con urgencia qué le parece la idea. A mi me ennoblecería verme dentro de una historia publicada, le repito. Usted no tendrá que esforzarse demasiado; el material es exquisito. Si se decide le enviaré el cuaderno y algunos recortes de diarios sobre el arrojo del desgraciado. Espero pronto su aceptación, ya que todavía seguimos ligados por un pasado de caballeros. Su seguro servidor. El Duque."

A esto seguía una posdata, ladinamente calculada, que me cubrió con otra capa de congoja. Decía:

"P.D.: La cárcel me ha permitido leer mucho y he comprado un puesto de ayudante de biblioteca. Olvidé comunicarle que hace un mes vinieron dos tiras a interrogarme sobre su paradero, su terreno de fechorías, su dudoso estilo inspirado en la fractura más audaz, etc. (Por suerte no leen las páginas culturales -no faltaba más- como la turquita.) Y, demás está afirmarlo, les contesté que mientras no hubiera nada entre nosotros, yo no sabría nada de nada. Y una cosita más. La melliza mayor le contó a mi turquita con qué cosas raras usted y ella se entretenían, y los instrumentos que usaban. Y les hace mucha gracia que ahora usted quiera ser famoso como esos narcisos que embellecen los diarios. Pero tenga la certeza de que si llega a ese grado algún día, estas maldades jamás se sabrán por ahí, pues nadie quiere molestar a los narcisos que embellecen la cultura. Pienso que los amigos no nos podemos defraudar, y por las dudas que siempre flotan, le puse rienda a la melliza que es algo bocona. Por lo menos, usted apreciará mi sentimiento de caballero calvinista hacia mis pares (y sé que usted no comparte mi fe religiosa). Una vez más, su seguro servidor.

El Duque."

 

Al salir del baño, media hora después, me temblaban las manos. Resolví escribirle con un transparente e indigno seudónimo, y luego recibí el cuaderno y los recortes de periódicos.

Contrariando mi presunción, el diario personal me pareció, por lo menos, digno de ser publicado como un furioso testimonio de un barroco estilo de morir. Pero quise confirmar mi observación y decidí consultar con un escritor conocido en Buenos Aires. Le alcancé el material y unas semanas después me dijo por teléfono que lo había leído con cierto esfuerzo. Lo invité para que los alimentos mitigaran el recuerdo de ese infructuoso esfuerzo, y pudiéramos hablar sobre lo importante.

Nos encontramos en un café del centro, y lo conduje hasta el restaurante que yo frecuentaba. Al llegar a la entrada, el hombre se alarmó:

-¡Imposible! -exclamó abriendo los brazos-. Comer sobre manteles de papel barato. Dios sabe que lo he intentado, pero siempre he recibido una derrota. Lléveme a un lugar donde sea posible pensar que la vida vale la pena. ¡Por favor, hombre! Tenga misericordia.

Avergonzado, me sentí estrujado en las manos de un destino oneroso y cruel. Había conocido a este escritor en una de esas reuniones tradicionales de la ciudad, a la que concurren, con gran gozo, boxeadores, cortesanas, poetas, médicos, premios nobeles, curas, criadores de galgos de carreras, fabricantes de corbatas, políticos, espías, locutores de televisión, etc. Aún no me explico cómo estaba yo allí, ni cómo conocí a este célebre hombre.

Durante la cena, Adolfo Hoj (así lo llamaré, aunque no sea su nombre verdadero) me ilustró detalladamente cuál era su posición en la "carrera". Le habían prometido difusión en cinco revistas amarillas de gran venta en la misma semana; y además entrevistas en dos o tres semanarios políticos importantes. Ya había pagado a los contactos, y casi estaba disconforme con el nuevo sistema de publicidad de impacto masivo norteamericano.

-Me van empujando hacia atrás. No se crea. Solamente quieren hablar acerca del ciego Borges -aseguró hinchándose de indignación-. Quisiéramos estar en su lugar, honestamente. No seamos hipócritas. Por el dinero, claro está. ¡Qué importa lo demás!

No sé si me incluyó a mí con el "quisiéramos", pero no me sentí bien. El se quedó pensativo, quebró un pancito e iluminó su concepto:

-En el lugar del ciego. No en su cuerpo, naturalmente.

Cuando salimos del costoso restaurante todavía no me había hablado sobre el cuaderno. Pero vi que su cuerpo fue inexorablemente atraído por un elegante café, y no vi la forma de superar semejante fuerza. Luego del primer café seguía callado, y le pregunté, con cierto esfuerzo, qué le había parecido el diario. Temí que se hubiera olvidado de todo, pero la morosidad era para que yo no tuviera dudas de que no le pagaba con una cena y unos míseros cafés el noble acto de leer bien.

-Le aconsejo -dijo al fin, luego del silencio que necesitaba para subrayar sus dichos-. Le aconsejo, repito, que deje el asunto... Además, le ruego que no mencione mi nombre para nada a ese nefasto Duque. ¡Por Dios Santísimo! ¡Con quién se ha mezclado usted! Mi señor, ¿no se da cuenta de que también de usted se pueden inferir cosas horribles?

Pensé un momento, tratando de recomponer mi resquebrajamiento. Tenía razón, pero había contado con lo ocioso de mencionar lo obvio. Le dije que sentía haberle hecho perder el tiempo leyendo algo abominable.

-El diario no vale nada -aseguró-. Si usted lo cuenta, no se lo creen. Y si afirma que es real, como parece ser, tampoco. Además, debe crear algo que sea de usted. No puede pretender empezar saqueando obras ajenas: le digo la verdad, como amigo.

-Por momentos, sí, pensé eso -confesé, ruborizado por la eficiencia de aquel horrible filo-. Pero quería ver su punto de vista que, como sabe, pesa tanto para mí. No creí, sin embargo, que usted supusiera que yo iba a convertir el diario en mi propia creación.

-Es verdad -repuso, ahora con una sonrisa de triunfo-. Es verdad. Pero yo le diría que cuentos son los de Chejov, los de Bierce, algunos de Tolstoi. Le aconsejo la práctica del cuento que no tenga flecos por los costados. Ese diario suyo es así, no tiene forma, ni inspira nada a nadie. ¿Y cómo lo hará funcionar en un cuento o una novela, como se lo ordena ese pomposo y descarado delincuente? No. No se dedique a lo perimido y obsoleto. Y claro que no creí que usted lo hiciera pasar por cosa suya. No soy tan tonto. Sé que usted escribirá mejor.

El mozo dejó los cafés y le pasó un pañito húmedo a la mesa.

-Hay que darse cuenta -dijo alzando un índice, al retirarse el mozo-. Y tener este lema. ¡Si es necesario, la renuncia! Recuerde a los que saben. ¡Si es necesario, la renuncia!

-Usted se refiere al cuaderno -afirmé, casi seguro de que tenía que renunciar a algo más que al diario.

-¡Al cuaderno y a todo! -replicó con determinación, sacándome piadosamente de cualquier esperanza. Hubo un lapso de silencio y su mirada pareció perdida antes de llegar a otra conclusión terrible-: Usted debe viajar, si quiere llegar a algo. Yo, por ejemplo, todos los años tomo un barco, del gobierno, desde luego, sin pagar un solo centavo, y doy la vuelta al mundo. Sobre cada lugar escribo un libro.

Llamé al mozo y volví sobre el tema del cuaderno, arriesgando mi último vigor con la esperanza de recibir aún un mínimo signo positivo.

-Y la cultura -dijo con voz baja y profunda-. Bueno, bueno, bueno. Hay que tenerla. Usted no puede apurarse y no se deje chantajear por ese rufián de la cárcel. Hay que saber mucho, conocer mucho, viajar, ¿comprende? Y atención. No digo que usted no esté capacitado. Al contrario. ¡Pero, qué quiere que le diga, la renuncia fue hecha para los grandes espíritus!

El mozo aún no había venido y levanté el brazo nuevamente. Esta pequeña distracción suavizó algo mi angustia, que se sumaba al cansancio de la noche y el gusto amargo del café. Aquellas palabras, por un momento, me parecieron como un faro iluminando la más desdichada imposibilidad.

-Casualmente -repuse con voz débil, buscando la forma de concluir la conversación con alguna intrascendencia que dejara bien en claro mi rendición incondicional-, estaba leyendo un libro sobre budismo y encontré el tema de la renuncia.

-¡Ah! -exclamó apuntándome con un dedo gordo y manicurado, como si me hubiera pillado en el instante crucial de algo feo-. Ah, sí, sí. Pero no vaya a creer lo que escriben esos tipos. La experiencia de los hombres reconocidos es mejor, le diría. No crea que un pobre individuo de taparrabos puede saber mucho. Usted, sin duda, primero debe ganarse un título universitario. Aunque más no fuera el de licenciado, que está de moda, aunque es algo humilde. Y, desde luego, no para usarlo luego. Sí para que cierta gente sepa que lo tiene, y que no lo usa. Es como esa cuestión de los dos apellidos, ¿entiende? Por ahí empiezan las grandes cosas en este mundo. Sí, sí. Cruel, dirá. Lo acepto. Sí, pero todos nos desvivimos por ello. ¿O vamos a ser hipócritas entre bomberos?

De repente descendió sobre mí todo el cansancio del día. Eran ya las dos de la mañana. Adolfo Hoj se volvió a reír. Había empezado la charla malhumorado y ahora cada vez estaba más alegre y lleno de vitalidad. Pensé en esas personas que dormían de día y charlaban de noche.

-Sí, creo que tiene razón -le dije sin mucha convicción-. Muchas personas me han dicho lo útil que sería un título. Pero uno es tan perezoso, o incapaz, directamente, que me averguenza pensarlo.

-Pero, vamos, hombre. ¡Anímese! Sé que lo hará. Anímese. La vida es maravillosa y no es tan cruel como dicen algunos castrados. Usted tiene futuro. No bien lo conocí, zás, me dije, este muchacho vale. Y nunca me equivoco. Pero eso sí, tenga mucho cuidado con esas relaciones que lo pueden llevar a la cárcel en cualquier momento. Tenga mucho cuidado. Hoy cualquiera lo puede destrozar usando la mejor intención.

Bien, luego le pedí la copita de anís, que a él le encantaba después de la comida, y creyó necesario que yo lo supiera. Al despedirnos, Adolfo Hoj insistió en que lo volviera a llamar, aunque al mes siguiente se embarcaba hacia Norteamérica, naturalmente, con todo gratis gracias al periodismo y al privilegio.

En la calle a unos metros de mí, se dio vuelta y sonriendo me dijo:

-La próxima vez venga con traje y corbata. ¿No vio cómo lo miraban por llevar esa ropa? Y no se olvide de estudiar periodismo. Si quiere ser famoso, el periodismo es la clave. ¡Qué le vamos a hacer!

Al final, al releer este prólogo, presiento que tiene virtudes de prescindible, aunque también esclarecen circunstancias alrededor del oscuro diario personal. Tengo la certeza, asimismo, que el voluntarioso y provocativo amigo Hoj no encontrará ni una pizca de ideal estético en la unión de semejante prólogo al diario. Más bien sentirá, si se entera, un hedorcito a franca y odiosa indiscreción de mi parte. Pero sabemos que existen algunos hechos -como la horrible peripecia del suicida- que no tienen compostura.

El diario comienza así, sin fecha ni otra pretensión:

 

"Ayer me sucedió algo bastante raro. Durante el día trabajé normalmente. Luego llegó un cliente y me compró al contado una buena cantidad de platillos estampados. Bajé hasta la calle para ayudar con la carga y tuve ganas de caminar. Hacía varias semanas que no salía de acá. A las diez u once de la noche salí, esperando que hubiera poca gente en las calles. Me gusta caminar solo en la ciudad vacía y silenciosa. Las aglomeraciones, los bocinazos y el movimiento me dan dolor de cabeza. Caminé por la rambla veinte o treinta cuadras y volví. Cuando entré a las calles sentí la diferencia del aire, el olor a podrido de la ciudad. Pero no podría seguir en la rambla, de cara al mar, toda la vida, solamente para respirar aire puro. Pensando sobre esto, caminando por una calle oscura, me sorprendió la voz de una mujer. Estaba en un hueco y no la había visto. Fumaba y ocultaba la brasa del cigarrillo dentro de la mano. "Te hago feliz, caramelo", me dijo. Me sorprendí un poco y bajé la vereda. En seguida me tranquilicé, aunque pisé un montón de basura húmeda que se me atravesó en el camino. Eso no estaba en mi voluntad y seguí caminando más rápido. Pronto noté que alguien me seguía. Me detuve y la vi de nuevo, llevándose el cigarrillo a la boca y mirándose fijamente. Sus ojos brillaban como los de una comadreja en la oscuridad. Me dijo algo, pero sacudí la cabeza y crucé la calle rápidamente. Llegué a la puerta de abajo y, como vi por el rabillo del ojo un movimiento, supuse que aún estaba allí. Me detuve un instante en los escalones, dudando, supongo. Sentí la mano de ella tirándome de la manga. Lo hizo con fuerza, pero yo tironeé más y corrí hacia la escalera. Subí a los saltos y cerré la puerta con el pasador. Escuché un rato, pero no la oí. Tardé en dormirme y luego estuve dando vueltas en la cama hasta el amanecer. Todo esto me puso muy nervioso al principio y después me repetí sus palabras muchas veces. Tal vez no me había tirado de la manga; quizá yo había adelantado el codo con fuerza. Y dudo si me dijo algo en el portal, o si imaginé lo que me haría para hacerme feliz. No entiendo esta insistencia, y creo que es lo que no me deja dormir.

"Hoy salí al anochecer y estuve sentado frente al mar hasta que todo se tranquilizó en la ciudad. Me oculté detrás de un relieve del malecón para que no me viera ni me hablara ningún tío casual. Hoy cualquiera le habla a uno sin que se sepa por qué; es como si buscaran algo que uno no tiene. Respiré el aire fresco, mirando y oyendo el movimiento del agua. Después crucé la calle y entré a la ciudad por donde lo hago siempre. Sentí calor y mal olor y me imaginé volviendo a la complicación de la arboleda llena de bichos y caminos que no llevan a ninguna parte. Tal vez esto me puso nervioso. En un rincón oscuro vi moverse la brasa de un cigarrillo. No me inquieté como la otra vez, aunque mi corazón empezó a latir con más fuerza. Pero no sucedió nada. Ella sólo me siguió. Yo la miraba de reojo, con la cabeza algo torcida. No me dirigí a mi casa. Preferí dar unas vueltas antes, aunque mis nervios me aconsejaban refugiarme en algún lugar más seguro. La verdad es que me sentí totalmente al descubierto. Nos salieron al paso algunos tipos, que yo esquivé, y a los que ella rechazó con voz ronca y segura. Me di cuenta de que sabía bien lo que hacía. Me detuve en una esquina más iluminada y miré atrás. Ella siguió caminando hasta llegar muy cerca de mi. Vestía pantalones y se colgaba una carterita en el hombro. Me miró riéndose suavemente. No me dijo nada y estuvo así presionándome con la brillante mirada, hasta que no soporté más. Pensé en una comadreja; en la mirada de una comadreja sin párpados. Di un gemido, asustado, y dándome vuelta, crucé la calle casi a la disparada. Cuando llegué agitado al portal de abajo me dieron ganas de mirar hacia atrás. Sentí en la espalda la mano que me acarició suavemente. Me estremecí y di un salto hacia adelante bastante espantado. Di unas zancadas despavoridas, creo, y recién me sentí seguro detrás de mi puerta, respirando sudoroso. No oí nada, y al rato me tranquilicé oyendo los ruidos de resortes de cama de la pieza contigua. En el cuarto hacía un calor pegajoso y me acosté sin encender la luz.

"Día asqueroso. De mañana se me fundió la resistencia del horno. De tarde vino mi mejor cliente y me devolvió la mercadería que se ha llevado durante tres meses. Dijo que no se puede tratar más conmigo. Vino con un empleado que le cargaba las cajas. Cuando le dije que no había devoluciones, el empleado me dio un empujón y me insultó. No reaccioné. El cliente siempre había sido muy delicado y respetuoso, pero se rio y me dijo que me quedara en la caja, y así le evitaría algo vago y deformante a mi cara. No supe qué decir, la mercadería era de lo mejor que hago. Por último, el empleado pateó las cajas y la mitad de las piezas se rompieron. Se fueron prometiéndome que mandarían a la policía, amenazándome con una amistad de allí y lo que significaba para mi imaginación. Pasé la tarde juntando los cacharros rotos y limpiando los buenos. Estaban sucios de restos de comida pegajosa y hedionda que no querían desprenderse del esmalte. Con todo esto, al atardecer me sentía tan mal que sufrí retortijones y náuseas. No podía estar acostado ni permanecer parado en la ventana (como paso parte de los días mientras descanso). Después salí hacia la rambla, buscando el olor del mar. Me oculté en el pilote de siempre, y me fui recuperando. Miré el vaivén del mar golpeando el malecón y sentí una misteriosa atracción por la oscuridad. Al levantar la mirada hacia el horizonte, vi las luces parpadeantes de un barco. Sentí frío y cansancio y me dirigí hacia acá. Al entrar por las calles oscuras me puse nervioso. Hubiera tomado otro camino, pero esto siempre se dice después ignorando la falta de alternativas. Debí reaccionar, pero no pude hacerlo. La mujer me esperaba escondida y me pasó sorpresivamente un brazo por los hombros. Empezó a arrastrarme hacia otra dirección. Me dijo al oído algo extraño y viscoso sobre la felicidad, y me mojó la oreja con los labios. No pude argumentar nada y poco a poco sentí, por encima del olor de la calle, su perfume dulzón, espeso, mezclado con el olor a tabaco de su boca. Al principio yo arrastraba los pies, echándome hacia atrás, pero su fuerza era superior. Creo que quise decir algo sobre el dinero, para que no pensara que yo era negativo y algo raro. Dio un gruñido, como un animal en celo, y me mordió el pescuezo. Retiré la cabeza, dolorido, y la empujé. Entonces ella gimió y me empezó a torcer un brazo hacia atrás, a la vez que me acariciaba el vientre con la otra mano. Yo caminaba casi a rastras, algo torcido por el dolor que sentía en el brazo. Su mano temblorosa, que había entrado por una rotura de mi camisa, exploraba mi axila y me acariciaba. Nos cruzamos con algunas personas, y tuve alguna esperanza de que dijeran algo y me sacaran de la situación, pero la mujer ni titubeó. Llegamos a una puerta angosta donde había dos parejas murmurando y riéndose. Entonces dejé de resistir, deseando evitar un papelón mayor a la vista de la gente. El piso de la casa era de madera y había cuartos al costado del corredor. Yo miraba hacia abajo, y en un cuarto vi a un hombre viejo tirado sobre una cama revuelta; a su lado se reía una joven, con un orinal en la mano. Sentí risas y gemidos detrás de otras puertas. También vi a unos niños llevando orinales de plástico rosado, y luego oí el llanto de uno muy pequeño. La mujer me empujó a un cuarto con una cama y en el piso una palangana con agua, jabón y papel higiénico. Sin cerrar la puerta, me empezó a manosear. Cuando quise decirle que yo no buscaba ni pretendía nada, ya estaba casi desnudo. También quise aclarar algo sobre mi voluntad y mi condición económica actual (no sé a causa de qué siempre pienso en el dinero), pero no tuve tiempo y me di cuenta de que ya no había forma de escapar. Me tiró sobre la cama y no pude hacer nada. Creo que lo que más me irritaba era el llanto del niñito. Me fijaba en el cielo raso de cartón húmedo desprendido o en la puerta semi abierta, y sentía la humedad de su lengua que me bañaba el cuerpo. Su pelo corto y opaco de repente estaba en mi cuello y después bajaba y ya no lo veía sino como lo húmedo, cálido y envolvente. Toqué la sábana y estaba pegajosa. Me dio asco, pero no pude salir de bajo su cuerpo convulso. Luego vi una cabeza de niña o niño que nos observaba desde la puerta. Hice fuerza para levantarme pero su cabeza me afirmaba contra la cama a la altura del ombligo. Y entonces ocurrió. Me mordió. Salté de la cama, desesperado de dolor. Creo que di un aullido horrible. Luego recuperé el control y dije que tenía que irme, aunque había en el tono una disculpa y un sollozo vergonzoso. Ella estaba de espaldas a mí, sentada en la cama, y yo veía el borde de su seno grande y caído. No veía su cara, pero me pareció que se reía, o que lloraba, y con una mano se hurgaba la boca. Como se quedó así, aproveché para levantar mi pantalón y mi camisa y vestirme con rapidez. Ahora, lo curioso es que ni sentía el dolor en el costado ni tuve el instinto de mirarme la herida. Solo cuando di dos pasos hacia la puerta, le vi la cara. Estaba de costado, me miraba de reojo. Sus ojos rojos brillaban, y le caían unos mechones de pelo sobre el rostro. En su boca entreabierta había sangre, que quiso ocultar rápidamente con los dedos. En ese instante volví a sentir el dolor en el costado y abrí la puerta del todo. Lo último que vi de ella fue su boca cuando se dilataba, de una manera lenta y sinuosa, y hacía un movimiento con el labio superior y se empezaba a sacar unos dientes alargados, como de caballo. Esto me golpeó terriblemente. Salí de allí a los tumbos, tomándome el costado con una mano. Habían apagado la luz del corredor y me deslicé contra las paredes como un borracho enceguecido. Casi en la puerta de salida toqué algo blando y chico, igual a un animal o a un enano, que se movió con rapidez. Salí despavorido a la calle. Antes de subir estas escaleras, vomité, y recién al tirarme en la cama me empecé a sentir mejor. Me apreté mucho la herida tratando de que expulsara sangre. No son más que unos puntos sangrantes en las líneas oscuras de los dientes. Me desinfecté la herida y el dolor casi ha pasado. He cerrado con llave la puerta y la afirmé con el respaldo de una silla. Lo creo innecesario, pero me siento mejor así para escribir esto. No sé aún qué pensar, pero hubiera sido mejor que todo esto no ocurriera, o que yo tomara otro camino. Como siempre. Tenía la certidumbre de que los contactos con humanos me hacen mal. Debería tener más voluntad, como decía mi madrecita. Es un exceso de gentileza hacia los demás, puedo decir yo, disculpándome. Pero, mejor que entenderse uno, es tratar de dormir para seguir la lucha. Nada puedo hacer ni modificar, y después de todo, necesitaba esta experiencia de alguna forma. Me he pasado alcohol en las manos y no puedo borrar el olor dulzón y espeso de su perfume. Ahora me acostaré y trataré de no olerlo junto a mí en la almohada; no quiero que se transforme en otro vicio secreto y miserable y tan pequeño.

"Han pasado varios días desde que la mujer me tomó. Estoy un poco asustado porque se me ha hinchado sobremanera el costado. Durante estos días me desinfecté tres o cuatro veces diarias las marcas y los puntos. Durante horas miré la herida. Pero lo que me preocupa no es la cicatrización, que está bien, sino la hinchazón que crece bajo la mordedura. Es indolora y podría ser eso, nada más. O más bien, no puede ser otra cosa. Me he repetido que debo despreocuparme, pues estos pensamientos no me dejan trabajar. Todo lo que he hecho en estos días ha salido mal. Los dibujos mal, los esmaltes mal, y además un golpe de aire fresco me rajó toda una horneada. Antes las cosas iban extraordinariamente bien. Ahora parece que la gente está más agresiva que antes, y se buscan para manosearse. Hoy vino un cliente y me dijo, sin saludarme, y sin ningún preámbulo, que me sacaría a patadas de acá si seguía trabajando así. Se dio vuelta y se fue dando un tremendo portazo. No sé qué pensar sobre su actitud, porque el hombre ya hace casi un año que no me compra nada. Tal vez se enteró de mis desgracias de estos días, pero no imagino quién pudo decírselo. He pensado ya qué argumentar si vuelve. No quiero exacerbar más su mal carácter, y no veo necesidad de ofenderlo enfrentándolo. En todo caso, ofreceré cambiarle la mercadería que lo perjudicó por otra de más calidad. Pero no sé si me dará tiempo para esto. Espero, con todo, que vuelva pronto. Me estoy quedando sin clientes y cada vez cobro más barato. He pensado en un cambio de táctica y regalarles parte de la mercadería, así las venden con ganancia total y vuelven pronto por más. Pero después, ¿que haré? Todo se junta y me preocupa bastante. Sé que debo esperar a que esto mejore. Pienso, en cambio, que algo ha variado en mi vida. He empezado a escribir este cuaderno al creer que mi vida podría cambiar, si es que no estaba cambiando. Fue la mano de la mujer en mi brazo lo que me hizo empezar esto. Nunca me sucedió algo así, que generara un estado de esperanza dentro de mí. No es que uno busque la esperanza. Sólo ocurrió que de repente sentí eso. No sé muy bien cómo explicarlo; todo es un poco confuso y en el aire. Sin embargo, no he vuelto a salir a la rambla. Solamente fui a comprar la resistencia para el horno, con el sol alto. A la vuelta busqué el lugar donde nos habíamos encontrado. Caminé por la vereda de enfrente, apurado y sin atreverme a mirar demasiado. Pero en el nicho donde ella fumaba había solo un hombre en harapos durmiendo contra un carrito lleno de basura. Crucé la calle sin ver nada raro alrededor y estuve por despertar al hombre. De cerca vi que tenía entre las manos inmundas una botella de vino. Tuve ganas de sacarle la botella y decirle que se buscara otro lugar para plantarse con toda la basura. Pero no lo hice, aunque tenía el derecho por sentir por aquel lugar, en cierta forma, algo casi sagrado. Estuve unos minutos mirando por dónde había venido caminando aquella noche desde la rambla. Luego me retiré tratando de olvidar el olor del hombre y de su carro. Me molestó mucho que estuviera allí, justamente allí. Con el olor a podrido tampoco pude volver a oler el perfume dulzón de ella. Creo que esto no es lo que buscaba, pero lo pensé así porque los olores me ligan mejor al pasado. Ahora que estoy acá, debería ponerme unos pañuelos con agua fría sobre la hinchazón y pensar que todo pasará correctamente, que los malentendidos se aclararán y todo irá mejor.

"Durante el día traté de hacer un dibujo de la mujer sobre un plato de cerámica. Quise fijar su rostro misterioso y sonriente, para tenerlo a la vista, posiblemente colgado de la pared sobre la mesa de trabajo. Considero que este tipo de cosas hay que tenerlas presente ante los ojos. Pero soy un mal dibujante y además no recuerdo muy bien sus facciones. Dibujaría bien sus dientes de equino algo sucios de sangre; pero no es justo fijar solamente lo feo. Y es cierto que al fin casi nunca le miré la cara. Por timidez, estoy de acuerdo. Aunque me quedó una impresión de comadreja, y después la impresión de la última vez que me miró, cuando se ajustó los dientes afilados de caballo. El pelo desordenado sobre la cara o los labios con rastros de sangre no son suficientes para armar algo. Tampoco con sus grandes senos caídos golpeteando con chasquidos mi cuerpo avergonzado. Así es que luego de tanto pensar salí a la rambla y volví tarde al callejón para tratar de verle el rostro y dibujarla. Pero fracasé otra vez. En el oscuro nicho sólo oí gruñidos como de cerdos, y olí un hedor terrible. Me quise acercar más, haciéndome el indiferente y abstraído, pero los gruñidos se acentuaron amenazadoramente y me alejé con rapidez. Sin resignarme, di otras vueltas mirando cara a cara a las mujeres que esperaban en los portales oscuros. Sentí algunas propuestas de felicidad pero no me tocó ninguna mano, ni olí el perfume. Todo esto lo hice con apremio, y volví a trabajar. Necesito distraerme porque parece que la hinchazón ha empezado a pulsar y a moverse. No he querido mirar la herida en todo el día. Me he dicho para consolarme "que sea lo que Dios quiera", pues la idea de todo lo que ocurre me ataca cada cinco minutos, por más que haga otras cosas y me apure de acá para allá, como un ratón desesperado en un laberinto sin solución. No sé aún si me miraré; es para preocuparme más. Sé que estoy bien desinfectado. Me he bañado cuatro veces y hasta cinco veces por día. Por falta de higiene no peligro, y menos por hacer algo impertinente. Esto me sirve de consuelo. Cualquier cosa que me pase y agrave toda mi existencia será ajena a mi responsabilidad. Yo hago lo que me corresponde; no puedo modificar lo que no depende de mi. Si fuera por mi, todo sería distinto. Estas son mis plegarias, y las envío hacia mi interior para que me purifiquen y me den razón. No puedo hacer más, dividirme en dos y eliminar la parte negativa. Como dato curioso y que me trae algo de paz y extraño placer últimamente, aún en instantes huidizos y un poco avergonzantes, es el perfume de la mujer. Es como si lo tuviera en los pliegues de las manos, o bajo las uñas. Acercó la punta de los dedos a mi nariz, los huelo, y por un instante siento el perfume en la calidez de la almohada. Luego, sin poder evitarlo, recuerdo los dientes de caballo saliéndole flojos de la boca. Lástima que esto sea tan fugaz, y al fin sea más fuerte el movimiento en mi costado. A veces me aferro a él con las dos manos. Hasta lo aprieto contra la cama, pero no logro que deje de molestarme. Si sólo pulsara yo pensaría que era la sangre en lucha con algo. Pero no puedo explicar el movimiento. No. Y no hay fuerza de perfume que tape o se sobreponga a mi aburrimiento y preocupación.

"Han pasado tres días más de espera. Durante las noches he salido a buscar a la mujer. Hoy me atreví a interrogar al hombre que ahora habita el hueco de nuestro encuentro. Para eso le llevé una botella de vino. El hombre manoteó la botella, mirándome con odio, se dio vuelta y de un solo trago se tomó la mitad. Todo esto sin levantarse de la basura. Le pregunté si no conocía a una mujer que de noche paraba allí. Después le dije que necesitaba verla. Esperé aún otro cuarto de hora por una respuesta, pero el hombre no volvió a mirarme y solo se concentró en separar la basura comestible de la podrida. Cuando empezó a tirarme basura a los pies, desistí y crucé rápidamente la calle. Tuve ganas de darle un puntapié, y me averguenzo de esto, aparte del papelón que podría hacer si él reaccionara y yo tuviera que defenderme. Perdida esta esperanza, vagué un rato por las calles oscuras esperando no sé qué todavía. Al fin volví a escribir esto. Pero no debo creer que viéndola y hablándole modificaría el pasado. El daño, del cual no sé si ella es responsable, ya está hecho. Ahora toma la forma de una giba, o una parte de un cráneo humano. Al principio evitaba mirarlo o tocarlo para desconocerlo, como si fuera algo psicológico. Ahora he observado que pulsa menos y se mueve mucho más, como acomodándose continuamente bajo mi piel. Me atreví a apretarla y no me dolió. Lo noto cartilaginoso, como el cráneo de un niño pequeño. Tuve ganas de aplastarlo con los dedos, para que se disolviera y se fuera con la circulación; pero el caso podría agravarse más aún. Al fin tendré que ir a un médico. Esto va contra mis ideas sobre la vida, pero las circunstancias me obligan a dejar de lado los principios y muchas cosas queridas. En estos días casi no he podido trabajar. Me paso el día caminando desde el baño hasta la ventana sin saber qué hacer. Pensé que podía consultar con alguien, tal vez algún cliente, o un policía, a ver si habían tenido esta experiencia. Como me sucedía habitualmente, si alguien lo había sufrido antes, yo me quedaba tranquilo. Pero no creo que sepan más que yo y no pretendo mostrar a nadie mis intimidades. Es suficiente con lo que no tengo. No me preocupa que me esté quedando sin dinero y que no tenga nada para cobrar. Puedo pasar muchos días sin comer y esto me adiestra para futuras dificultades. Ahora debería tomar una decisión sobre qué hacer definitivamente. Es un problema de estrategia en la cual estará descartada la mujer. No debe ser involucrada en nada que traspase nuestra intimidad. Sé que nuestra relación fue limitada, pero por algo ella sintió la necesidad de arrastrarme hasta aquel lugar. Y no puedo explicar mi atracción por su entidad. Evito hablar de cuerpos en este caso porque todo fue más allá de lo común y trillado. Al fin, debo arreglar esto de una manera limpia, que excluya el escándalo. Si no he visto a quien me dé una opinión y me libre de este peso terrible, es porque no quiero hacer ruido ni herir la sensibilidad de nadie mostrándole algo que se podría tomar por sucio, nacido de una situación sucia, o por una enfermedad venérea extraña.

"Algunas esperanzas que he tenido ya están en el piso. A primera hora, hoy, vino un hombre y me dijo que era un inspector. Al fin me dejó diez formularios que debo llenar y luego entregar con los impuestos de rigor. Aunque primero me amenazó con tirarme a la calle de inmediato, como a una pelota. Luego me dijo que yo violaba todos los reglamentos de sanidad y de seguridad. El baño no podía comunicarse así con el lugar de trabajo, y en este lugar no se podía dormir. Tampoco tenía un extinguidor, etcétera. Se conformó, sin que yo dijera nada, con una caja de platos decorados. La caja era tan grande que tuve que ayudarlo a bajarla, pues cuando él hacía fuerza se quedaba rengo. La verdad es que sobrevivo casi sin hablar. Aunque ahora ese no es un problema resuelto que me saque del otro. Ojalá fuera así y por ello no protesté para nada ante el inspector, que se fue tan feliz y satisfecho. Después fui al hospital. Con una decisión fuerte. Me atendió un médico simpático, pero muy ocupado. No me preguntó nada, me examinó la boca y se interesó por mi tubo digestivo. Le dije, después que habló lo que quiso y me recetó unas pastillas y vitaminas, por qué había ido. De pronto entraron al consultorio un cojo y una mujer gorda que discutían sin parar y sin considerar nuestra presencia. El rengo, que me recordó al inspector, de repente empujó a la gorda, que cayó sobre la espalda del doctor que procuraba oirme. Ayudé al doctor a levantar a la gorda del suelo, y después volví a explicarle mi problema, tocándome el costado, tratando de resaltar la giba para que el hombre se interesara. Al instante entró una enfermera pintarrajeada y rogó al doctor que pasara a otro consultorio. El doctor me dijo que podía empezar a decirle claramente mi verdadero problema porque no tenía mucho tiempo. A su vez, el rengo, que me observaba con atención y miraba mis manos ciñendo la tela de la camisa en mi costado, extendió una mano y empujó a la gorda, que lloriqueaba. Después el cojo agradeció a la enfermera y, mirándome fijamente, pasó a mi lado hacia un consultorio contiguo. Es el jefe, me aclaró mi médico, y mirando a la gorda agregó: puede esperar acá. La gorda se pasó la mano por los ojos y se acercó a escucharme. Yo me exasperé y estuve a punto de decirle que se fuera, pero eso ofendería al médico y preferí callar mi disgusto y terminar mi exposición. El médico levantó una mano, riéndose para darme tranquilidad, y me dijo que eso no era nada. Al contrario de lo que esperaba, ya se me pasaría. El había visto cosas peores, y más una cosa sin causa, como esta. Garabateó en una hojita, mientras yo estiraba la camisa alrededor del bulto, esperando que él tratara de examinarme. De repente, la gorda, que estaba casi pegada a mí, respirando pesadamente en mi oreja, me apretó la giba con fuerza. Salté de la silla. En eso entró el rengo, vestido con una túnica blanca, y dijo algo que no entendí. El médico me extendió las recetas y me dijo que lo tomara tres veces al día y que volviera no sé cuándo. Yo había oído esto en alguna otra parte muchas veces, pero lo acepté con una sonrisita devolviéndole la simpatía que me daba. (Por lo menos, me trató bien.) Por último, me tomó del brazo y me llevó hasta la puerta. Comentó que me veía muy bien, con colores formidables, y que no me preocupara por nada. Al irme ya, me aclaró bajito, mirando hacia el rengo, que en ese momento zarandeaba del pelo a la gorda: "Después de todo, los médicos no sabemos nada." Me fui pensando en todo esto y en qué significaba este último adagio, si era esto. Hasta ahora no logro entender mucho. Al salir del hospital tuve vergonzosas ganas de llorar, y para no hacer un papel de llorón tuve que volver pestañeando todo el tiempo, como si estuviera mal de la vista. Además veo que las tres recetas que escribió el médico son de un jarabe, de un tipo de aspirina, y una fórmula de ácidos para callos rebeldes. Por lo que recuerdo, años atrás ya me recetaron esto. Aún tengo ganas de llorar, por primera vez en todos estos días. No es por pena de mí mismo, es por otra cosa que no podría explicar. La conclusión que sacó, sin medirlo con la mente fresca, es que lo mío, según la medicina, es un problema mental. He oído que el cuerpo es capaz de generar cualquier protuberancia, si así lo ordena la mente. Y lo que está detrás de la mente nadie lo conoce. Lo cual, en definitiva, es deprimente para mí al presentir que poco a poco estoy más sitiado por lo que no sé explicar. Por suerte, no siento dolor. Solo veo que me deformo como un queso blando en verano y sueño que hablo hasta desgañitarme en el espacio sin vida. Extraña manera de existir, aunque en todo tal vez esté la opinión personal y su egoísmo. Pero lo que me descorazonó fue lo que ocurrió cuando cruzaba una calle. Un individuo en bicicleta casi me atropelló, y me gritó furioso: "¡Mirá por donde vas, tuberculoso!"

"Salí temprano a la calle y visité a unos clientes que me deben dinero y huyen de mí. Como siempre, no me hice el fuerte, pero cobré algo. Me dijeron que cada día todo está mejor, y esto me produjo perplejidad, aunque no sostuve lo contrario. Estuve todo el día pensando en otras cosas que no fueran yo y mi cuerpo y la vida del confuso conjunto. Me alegró que no se dieran demasiada cuenta de la giba, aunque la disimulo como si llevara algo bajo el saco, y ellos casi no me miran la cara. Pasé por una armería y estuve por comprarme una pistola. El vendedor me empezó a preguntar cosas y me pidió documentos; ésto me dio asco. Le dije que entonces me llevaba una pistola de aire comprimido. Al fin, el hombre insistió en que me llevara una escopeta, de perdigones seguros. Me habló tanto que me sentí comprometido con la sinceridad del hombre y me vi obligado a devolverle la gentileza comprando una pistola de adorno, replica exacta de un modelo famoso. Es de material plástico y nadie al verla dice que es un adorno. Así me saqué la voluntad que me presionó de repente, y me ahorró declaraciones, documentos y dinero. Ahora pienso que a mi me venden cualquier cosa, y eso me pasa por no saber qué hacer con el dinero. Volví acá, y de repente la pieza se me hizo insoportable. Me afeité la barba de semanas y salí de nuevo, pensando en dejar por un rato las cosas de esta pieza con los cuales me identifico. Adelgacé más de diez kilos en los últimos días y no lo había notado. Me puse muy pálido y casi me desmayé al verme de cuerpo entero en un espejo de la farmacia. Empezaron a salirme lágrimas al recordar fotografías de mi juventud. El farmacéutico me miraba tanto la cara húmeda que al fin tuve que sacar del bolsillo las recetas y comprar algún remedio. De allí volví acá y me acosté un poco hasta que se me pasó el malestar. Pensé un buen rato en la vida que haría si fuera inmensamente rico. Es una antigua treta que uso para ocupar mi mente en algo, cuando me enfrento a lo insuperable. Imaginé algunas situaciones, pero sin la convicción de que aún teniendo tanto dinero tendría la voluntad de hacer lo que pensé que podrían hacer los hombres felices. Tal vez, el dinero mismo cambiaría mi mente, mi visión y mis sentimientos, y entonces podría tomar del vino de la vida, como se dice. Empecé a sentir frío y volví a salir. Busqué las calles de más movimiento y me mezclé con la gente apurada. Caminé como ellos, como si tuviera que llegar pronto y sin falta a un lugar determinado. Todos estos ejercicios me harán dormir profundamente, espero. Después entré a un restaurante muy fino y pedí bastante comida, con un vino embotellado y el postre más caro. Casi no comí nada y al final sólo miré a la gente caminar por la calle. Estaba muy bien en aquel lugar, mirando tranquilamente a mi cuerpo sentado a una mesa abundante y bonita, con un mantel tan limpio. Debí comer porque pagué para eso, pero sólo yo estoy dentro de mí. Mezclé un poco de comida y partí un pancito. Con media copa de vino tragué dos o tres grageas sedantes. Vi en la calle a una pareja joven que se besaba. Inclinaban las cabezas y sus labios se estiraban como si dos elefantes juntaran las puntas de las trompas. Dejé el dinero sobre la mesa y salí lo más rápidamente posible para evitarle al mozo su pegajosa amabilidad profesional. De allí fui a un cine. Llegué agitado y no sé qué película daban. Era en colores y se trataba de una pareja. El personaje era un muchacho con todo la carnadura de un campeón ideal que había nacido muy pobre y había llegado a la riqueza y a la fama gracias al "pago por sus méritos". La mujer, otro tanto. Todo transcurría realmente bien. Había contratiempos, pero no eran sino refuerzos de la felicidad. En un pasaje en que estaban en la montaña, en un hotel de lujo entre la nieve, del cual salían a esquiar sobre un paisaje estupendo, para volver luego a tirarse sobre la alfombra de piel de león, frente a la chimenea, con unas copas de cognac francés, bueno, en ese momento, huí. Di un salto y salí pisoteando a la gente. Me entraron unas hormigas terribles en el cuerpo y no lo pude soportar. Era como si me asfixiara con un gas que me quemase por adentro. Al manotear la cortina de la salida, creo que golpeé a un portero o al caramelero, porque sentí un desparramo de cosas en el suelo. Un hombre me salió al paso y le grité que abriera el camino y di una arcada. Vomité en un rincón de la escalera y nadie me dijo nada cuando pude salir sosteniéndome en las paredes. El aire fresco de la calle me reanimó un poco y, deteniéndome en un banco de plaza, pude llegar hasta acá. Logré, de una forma o de otra, no mirarme el cuerpo desnudo en todo el día. Ahora apagaré la luz y descansaré. No recuerdo cuánto tiempo hacía que no iba al cine o comía afuera. A veces el cuerpo debe dejar de imaginar cosas, para simplemente hacerlas.

"Pasé el día tirando en la cama caliente y húmeda. Me levante solamente para ir al baño. Escribo esto en la cama, recostado en la pared. Abrí una lata de sardina y forzándome comí algo , con pan viejo y duro, tan mejor para un estómago ulceroso. No me animé a bajar para buscar leche. Al atardecer entró un gato por la ventana y estuvo un buen rato sobre una silla mirándome. Sentí gran afecto por él y traté de darle unas sobras de comida. Aunque es un gato flaco, no comió nada, tal vez por orgullo. Solamente lamió mi mano con paciencia. Cuando se fue, me atreví a subirme la camisa con rapidez, sin darme tiempo a pensar otra cosa. Es como un medio cráneo rosado, transparente, surcado por venas finitas, azules e inocentes. Hundí con suavidad mis pulgares en él y sentí un dolor profundo. Al abrir la boca, sentí, aterrorizado, un grito interno de protesta. Con un estremecimiento volví a abrir la boca y volví a sentir nítidamente un lamento espantoso y desgarrador. Cerré con rapidez la boca, y en un instante vi lo irremediable y terrible de la situación. Poco a poco la respiración se apaciguó y el sudor se enfrió sobre la piel, dejándome una sensación de frescura extraña. Ahora estoy más tranquilo y siento una suave corriente de aire del anochecer. Si no pienso en nada y si solamente trato de registrar todos los ruidos del exterior, sin excluir a los insectos bajo la cama y en el baño, puedo sentirme aliviado de toda culpa. El peso sobre el alma, la carga tan difícil de llevar, podría ser una culpa determinada que he empezado a pagar. Algo así como haber pisado alguna vez, inocentemente, una cosa terrible y prohibida, condenándome para siempre. (A pesar de que mi cuerpo siempre caminó con la cabeza gacha, buscando cosas o manchas blancas para pisar con el pie derecho.)

"Hoy me sentí mejor y pude caminar sin marearme. Salí a comprar comida y varias personas miraron el bulto debajo de mi saco. Volvió el gato y le di leche. Sus ojos me hicieron acordarme de la mujer, aunque no eran justamente así. Brillaban en la oscuridad, pero con un tono metálico que cambió a rojizo cuando se tiró sobre mi en la cama. Después que el gato se fue, tuve ganas de ver la ciudad y el mar una vez más. Tuve que ponerme un saco grande, a pesar del calor, para disimular mi estado. Envolví algo en un papel, le até un piolín y salí. Miré el mar un buen rato y traté de averiguar por qué me atrae tanto; es como si en el agua salada las ilusiones no se pudrieran. Abrí un poco la boca, me apreté la giba suavemente y sentí un gorgoteo de ebullición, igual a un volcán que se prepara para el zarpazo definitivo. Cerré la boca del volcán y luego me fui a la iglesia. Durante mi vida sólo he pasado frente a las iglesias, y hoy tuve la curiosidad de conocer una. Adentro había una agradable sensación de tranquilidad y silencio. En las paredes y columnas internas leí inscripciones de ruegos de todo tipo. Quedé impresionado; no creí que se pudieran pedir privilegios personales a Dios así, aunque tenga tanto de absurdo. Se me grabó este agradecimiento: "Gracias por el regreso de papito." Tuve un impulso y un pensamiento, pero me avergoncé al mirar hacia atrás y ver una vieja que me miraba el saco abultado. Además, no llevaba un lápiz. Y, pensándolo bien, jamás tuve cara para pedir nada a nadie. Desgastado por esta idea, me senté lejos del altar y descansé un rato; me canso con cualquier esfuerzo. Unas mujeres de negro se arrastraban por el piso y otras caminaban de rodillas. Algunas encendían velas y hacían ademanes hacia las imágenes. No lejos de mí, un muchacho se golpeaba con fuerza la cara; luego noté que era mongólico, con una cara flaca y una lengua muy larga y blanca que le colgaba de continuo. Nunca había visto una cara tan enjuta en una enfermedad como así. Todo estaba tan calmo y fresco que cerré los ojos y creo que dormité. Me despertó una voz suave preguntándome algo. Le dije que me había dormido y me preguntó si deseaba algo. Demoré en decirle que desearía saber por qué temía dormir pensando en la posibilidad de perderlo todo y no volver jamás a sentir lo mismo. "Seguramente -me contestó la voz- tienes muchas cosas que amas en la vida. Porque la vida es hermosa y tu la sientes así; es el espacio sin el cual no podría brillar la luz." Dudé entre decirle algo o no, para aclarar aquello en el caso de que todo eso faltara, e igual se sintiera repulsión y temor al sueño. Pero antes de que me diera cuenta de que había aflojado el brazo con el paquete, el hombre me preguntó, señalando el bulto con un dedo fino y largo: "¿Qué llevas ahí, hijo?" Subí rápidamente el paquete y la cara se me enrojeció. Le contesté que me resultaba difícil decírselo porque tenía que irme. En ese momento, alguien se acercó a nosotros -creo que era el mongólico de cara fina- y el hombre se disculpó y se fue sin mirarme. Podría decir cualquier cosa de este individuo, menos que no fuera educado para hablar. Estuve un rato más sintiéndome extraño, como si hubiera encontrado algo y lo hubiera perdido a la vez. Al salir, sentí un mareo y se me cayó el cacharro envuelto. Hizo bastante ruido y me escurrí rápidamente hacia la oscuridad cubriéndome la giba con las manos. Llegué acá sin novedad, bastante agitado y mareado aún. Antes de dormirme, abriré la boca un buen rato para tratar de oir lo que sucede en mi interior. Ahora ya no tengo demasiado pánico, y quizás reciba algún mensaje extraordinario, o escuche el diagnóstico favorable de que todo se arreglará.

"A mediodía apareció una mujer que me compraba platillos decorados. Sin mirarme ni abrir la boca, hizo que dos sirvientes pusieran varias cajas junto a mi cama. Yo estaba acostado, en calzoncillos, y no tuve tiempo para ponerme unos pantalones o aclarar debidamente los motivos de aquella devolución. Contaba con el dinero, tarde o temprano, y vi perdido mi último recurso material. Al irse, me dijo con ira: "Lamento devolverle todo viéndolo así, pero sus productos ahuyentan al público. ¡Debería -agregó casi gritando- aprender a dibujar cosas más humanas; hay que dar más amor al prójimo, hay que ser un poco más humilde con la gente!" Me cubrí la cabeza con la almohada y no supe cuándo se fue. Creo que lloré bastante bajo la almohada; ahora toda la cama está mojada.

"Sin hacer ningún ruido. Me metí una bola de paño en la boca y solamente sufrí unas convulsiones ahogadas que impidieron una descomposición mayor. Después me puse a tratar de comprender lo que me sucedía, o qué había hecho que mereciera una crítica tan vehemente y triste, y, a la vez, tan emocionante para mí. No supe o no pude resolver nada, y me metí todavía más paño adentro de la boca para evitar que por ella saliera alguna otra bandera de mi vergonzosa quiebra. Luego me vestí rápidamente, me quité el paño de la boca, y fui directamente al lugar del encuentro con la comadreja. En el camino apareció ante mi un animal mirándome, y me estremecí al pensar en las analogías y en lo malo que puede ser un humano por adentro. La había olvidado en los días anteriores, y me volvieron las ganas de verla. No pensé en el basurero, y desconocí el lugar al principio, porque había varios individuos tirados entre la basura, tomando vino, y ninguno quiso hablarme. Se rieron llamándome rata sarnosa "desesperada por las hembras". Me retiré sabiamente cuando vi que se miraban invitándose para castigarme en conjunto. Caminé absorto, tomado por una injustificada sensación de asco. Sin darme cuenta dónde estaba, al cruzar una esquina, en un espejo de una farmacia vi a un tipo cadavérico y barbudo con una gran joroba en un costado del vientre. Al principio creí que era otro ciruja que osaba dirigirse hacia mí para mendigar algo. Pero al mirarlo, el pareció sorprenderse por algo espantoso y rápidamente se llevó la mano a la joroba. Al intentar cubrirse, hacía más evidente la horrible deformación. Y más cerca del espejo vi sus ojos profundos y vidriosos perdidos en la más absoluta desesperación. Vi su piel prematuramente marchita y el viejo traje raído colgando de la huesuda percha que en algún instante pretérito fue un hombre vigoroso y feliz. Por último, antes de cerrar la visión, pude ver la mano huesuda y pálida, con las uñas largas aferradas a la corcova, casi como la mano de una madre sosteniendo al feto tan querido. Volví a casa corriendo y me tiré en la cama boca abajo, temblando. Al apretarme el costado contra el hierro del borde sentí la aguja que me atravesaba lenta, para que la absorbiera a gusto. Abrí la boca para sentir algo adentro, y solo oí un gorgoteo de agua en una furiosa ebullición. El dolor no me hizo retroceder, porque el dolor cuando es mucho se agota en sí mismo. Me arrastré hasta un cajón y saqué un cordoncito de seda. Me arranqué la ropa y sobre la base del cráneo pasé el cordón. Con un fuerte nudo lo fui ahorcando. El dolor me cegaba por momentos y anduve a los tumbos de un lado a otro de la pieza, como un ave encerrada en un horno, apretando con toda mi fuerza los extremos del cordón. Caí cerca de la cama. Mucho después oí los golpes de unas chapas de zinc en el exterior de mi ventana. El sol entraba oblicuo, casi ocultándose en la pieza, y un hombre empezó a martillear afuera, sobre los techos. De repente, supongo, me vio. Yo estaba recostado en una pata de la mesa, con los pies cerca de la cama, estirado. Aún estaba cegado por el dolor y oí que me preguntó: "¿No hace tanto calor hoy, eh?" Lo miré, sin poder distinguirlo bien. El agregó: "Estoy tapiando esto porque caen piedras, pero en cualquier momento todo se arreglará. No tiene que preocuparse, en cualquier momento y sin que Ud. se dé cuenta, tendrá luz de nuevo" No pude entender qué pretendía decir y me di vuelta para hacer un doble nudo y dejar sellado por el momento mi esfuerzo. Me apoyé en la mesa y me tiré mareado sobre la cama. Me saqué el sudor con la sábana y me acomodé para ver el bulto. Todavía oí, entre martillazos, que el hombre dijo: "Estamos cambiándole la cara al edificio." Poco a poco me dormí con la paz que sucede a un tremendo desastre Al despertarme todo estaba oscuro y silencioso. Encendí la luz y observé detenidamente el costado. El pequeño cráneo ha adquirido un color morado, y parece que está más hinchado y reventará. Titila con furiosa locura, tirándome la piel de todo el torso, y luego se calma durante unos minutos. Tiene un ritmo, un ciclo como un pez fuera del agua. Lo que siento hoy, al escribir esto, es indescriptible. Es mejor darlo todo cuanto antes. Cuanto antes, mejor. Veré y sentiré con aprecio una vez más el agua del mar. La sal hará su trabajo eficazmente y todo estará ordenado para recomenzar".

 

cuento de Tarik Carson

 

Ver, además:

 

 

                   

               Tarik Carson en Letras Uruguay

 

 

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