Haz lo que quieras Una historia de espías y héroes inspirada en la vida real cuento de Tarik Carson |
I El FBI se horrorizó cuando descubrió que un agente comunista casi había llegado hasta Hoover. Hoover valía más para las Fuerzas Armadas de EEUU que tres grandes monopolios de bebidas dulces y otras tantas fábricas de plástico, sumados, tal vez, a un estudio cinematográfico entero, una fábrica de goma de mascar y un millar de factorías de hamburguesas. El cerebro de Hoover era un arma. Una terrible arma del poder de EEUU, usado a ultranza para defender la Libertad, que consiste en varias libertades. Vale decir: la Libertad de los hombres de empresa. La Libertad de ser libres con el dinero que se tuviera, y comprar lo que se quiera. La Libertad Norteamericana, el mayor don del Universo, el mayor don que ese magnífico país y su menguado primo insular habían fraguado con sangre y eces en esta parte del Universo. Como su cerebro era una inconmensurable arma, Hoover era totalmente libre de abandonar sus privilegios, o su millonario sueldo secreto, sus millones de microfilmes, fotografías, grabaciones, intimidades de todos los Norteamericanos sospechosamente rebeldes con dinero y poder y fama, o simplemente cirujas sin remisión. Era libre también para preferir el capital de sus comienzos, unos pocos dólares en un bolsillo sucio, y su tenaz voluntad de infiltrarse con la porra entre los mítines obreros. Definitivamente, era un hombre libre también para hacer lo contrario, y otras cosas que ahora sería imposible enumerar... como lo contrario de lo contrario y al revés del revés del mismo lado, por ejemplo. A él, sin embargo, no le hacía ninguna gracia el tener que liberarse también de algunas otras cargas. Hoover era el prototipo del Norteamericano puro: rostro abundante, cabello rubio, ojos verdes, piel tostada con faroles, ropa deportiva nueva, dientes muy blancos siempre ocultos, y una sonrisa permanente con unas divertidísimas arrugas en los ojos, pero si fuera totalmente necesario. -Claro que estoy algo limitado -acostumbraba confesarle a su inseparable amigo, los domingos, antes de ir a misa. —Soy algo así como un servidor de la Compañìa —agregaba—, o, lo que es lo mismo, del invencible pueblo americano y su forma de vida. Pero el pueblo es bueno conmigo. Soy profesor en Oxford y en Berkeley sin que nadie lo sepa, gano cinco veces más que un general de división, escribo sesudos artículos sobre política espacial, opino casi mensualmente en el Digesto para Lectores, he escrito infinidad de pequeños libros con seudónimo en defensa del Servicio, me han dado el Premio Pulitzer, en secreto, por ellos, no por mi. La Compañía me paga así lo que necesito para vivir, sin tener que decirle a nadie cómo hacer para obtener dinero. A veces, Hoover miraba a sus colegas universitarios o sus súbditos del Bureau, disfrazados de periodistas, ocultos bajo el ropaje de científicos, disimulados entre los hombres de negocios, y los interrogaba entornando los ojos: —¿Podría yo ser un maldito comunista encapsulado? Los espantados "hombres de negocios" o "periodistas" trataban de hablar en otra cosa, sobre las resoluciones de Nixon, o de Dulles, o de Reagan, o del general Eisenhower, o del temible tigre McCarthy, según fuera el caso. Hoover sonreía con la seguridad norteamericana: absolutamente segura, invencible, adquisidora y aún más sincera y heroica. Le divertía el hecho de que pensaran en perder sus desmesurados sueldos de privilegio, o sus hipotecas condicionales. Luego se desternillaba batiendo el mentón, pensando en algún joven alumno universitario al que le había aplicado el rigor del FBI. Era la solemnidad y responsabilidad norteamericana trasmutada en hilaridad sana y bien intencionada. Como burbujas de un vino fino de California, o simplemente como burbujas de la mejor bebida del mundo: la Ola Cola. -Pero, naturalmente, que no podría ser un comunista y beber Ola Cola... Mi buen Tolson no me lo permitiría. Los compatriotas se reían en silencio, nerviosos, malamente excitados de que Hoover hablase con tanta alegría y liviandad sobre temas de tal gravedad para el Bolsa. Aquello les ponía carne de gallina. La Bolsa y el Tesoro eran símbolos que les retorcían las tripas, y no podían evitarlo si no era empastillándose todo el tiempo. Hasta Hoover podía terminar asesinado. Hoover no lo creía. Los otros sí. Hoover no le temía a nada. Los Kennedy tampoco. Bob Kennedy menos. Luther King menos. La mayoría de sus espías se temían mutuamente, le temían a los archivos de Hoover, a sus hombres escuchando detrás de las puertas, con micrófonos en las letrinas, en los dormitorios de los artistas tristes, en los dormitorios de los moteles, en las camas de los hombres del Congreso... Le temían un poco a la vida sin dinero para comprarse regalitos, bebidas dulces, cervezas en lata, goma de mascar en abundancia, dentífricos, perros calientes ahumados, servirse de hipotecas de todo tipo, etc. Le temían también al asesinato disimulado. Al desentendimiento con la mafia. Al desacuerdo con el sionismo. Al cisma con el universo de grupos secretos de poder. En fin, a los mecánicos del asesinato perfecto.
Quizá en otras épocas Hoover había sido un mortal común, como los demás. Antes de llegar a la sabiduría, al conocimiento del hombre blanco y sus ramales negros, amarillos y pieles rojas. Sabiduría a la que dedicaba su heroica vida. Pero se había convertido en un gran amigo de alguien. Un amante de la vida, y de los seres representados por la vida. Había conocido a su amigo Tolson. Al inseparable Tolson. El compatriota Tolson había sido un oponente en la cruzada, un competidor en defender la Libertad, un contendiente que protegía a su lado el derecho del ser humano a ser muy rico, pero muy rico, inmensamente rico. Era la batalla que los unía, raramente, por extender los confines del Imperio, con sus Tesoro y su Bolsa bien protegidos de los resentidos envidiosos y malditos depredadores. El Imperio, a pesar de todo, no alcanzaba la perfección japonesa, el fanatismo alemán por la precisión y el trabajo en equipo. Pero los Norteamericanos tomaban bebidas dulces, soltando sus riendas imaginativas hasta llegar a los límites maravillosos de lo inimaginable. Hoover había organizado los primeros experimentos en 1939, en contacto con la dureza germana. Tolson había colaborado indirectamente, logrando pasar información clasificada valiosísima. Siempre con la mente presta en posición de rezo para defender el modo de vida del hombre blanco, la preeminencia de aquellos productos enlatados, el futuro del plástico irrompible, la perfección de la superficie, además de la goma de mascar de larga duración, perfectamente digestible y a prueba de chicos. En 1942 Hoover había imaginado un método para leer -en limitadas circunstancias- en la mente de algunos borrachos mexicanos de Tijuana. El cerebral Tolson lo había registrado en la agenda pensando aterrorizado en las siniestras amenazas del comunismo mundial. Hoover, algo parecido a rubio en ese momento, con la cara plana, los grandes ojos verdes, sonriente bajo su sombrero perfecto, en las agradables noches de Washington, en sus secretas juntas, había señalado la ingenuidad y las debilidades emocionales del compatriota Tolson. El compatriota Tolson, con el cabello rubio bien cortado, los ojos claros como agua limpia, la cara seria y preocupada por el futuro del Mundo Libre, lleno de inteligencia y abnegación, lo desafiaba a gritos en nombre del modo de vida americano, tratando de humillarlo con una revista de mujeres en traje de baño bajo el brazo. Sí, sí, estaba algo borracho, y, sin querer lo ofendía con boberías. Pero aquella revista no era lo inmundo. Lo peor era que intentaba destrozar con saña inocente los afectos ideológicos que Hoover mantenía hacia las empresas de la famosa Ola Cola, bebida sin alcohol aportadora de civilización y Libertad. Haz lo que quieras. -Los primos han instalado los ferrocarriles. Nosotros les instalamos la Ola, la goma de mascar, el cinematógrafo como consolación de las infinitas frustraciones. Y ya tengo en el cerebro la música rock, los pantalones vaqueros, los zapatos deportivos de alto costo. ¡Pobres primos...! En 1944, aún en el fragor de la guerra en otras tierras, limpios de sufrimiento y de sangre, tranquilos en Washington, divirtiéndose con las instructivas carreras de galgos, era algo digno un viaje al Imperio para observar aquella enconada partida de ajedrez entre los dos genios. Porque al principio Hoover y Tolson se habían odiado. Sin embargo, en 1945 eran inseparables amigos. En enero de 1946 se fueron a vivir juntos. La reconciliación fue un secreto de estado; la reunión de sus vidas, una sorpresa; el hecho un acontecimiento histórico para el futuro de la guerra contra el maligno enemigo de los benefactores empresarios Norteamericanos. Donde estuviera y si existiera, el enemigo. Aunque, si no existiera, el enemigo sería perfectamente fabricable. Eso pensaba. Lo necesario era lo necesario. La prensa pagada secretamente por el Bureau publicitó las reflexiones profundas del eminente escritor polaco Kozinsky: "Hoover y Tolson sí que forman un equipo. Capitalistas, buenos capitalistas; ¡y aún mucho más! Norteamericanos, suficientemente Norteamericanos para doblegar a los africanos, grasos latinos y opas del Asia. ¡Aprécienlos debidamente! ¡He ahí el futuro, el futuro del dinero Norteamericano, el futuro de las cosas de plástico y de las bebidas enlatadas, el futuro de la vida en pos del gran capital, el futuro de los condones con perfumados Porkys y Ratones Miguelitos!" Y puede ser que la cita fuera una exageración de este buen polaco, agradecido por lo que le pagaban, y por la elaborada huida de Polonia, pero mostraba el respeto que les tenían los profesores y periodistas a sueldo del Bureau. ¡Y aquello tenía un extraordinario valor empresario! Pero, poco después del enlace de sus vidas, ocurrió algo extraño. Hoover estaba esplendoroso. Tolson irradiaba la luz que solamente puede dar Libertad, con mucho dinero en la bolsa. Sin embargo, los dos por las mañanas tenían las caras maceradas, ojerosas, con un velo de misterio, como si hubieran experimentado cosas inefables, estudiando durante las noches secretos comunistas tan importantes que no se podrían susurrar siquiera ni a los agentes más infiltrados entre los drogadictos del mismo Hollywood. En 1947 Hoover tuvo una cita con Truman. Cuando dejó la oficina oval, el gran hombre de la bomba en persona fue hasta la puerta. Estaba consternado por el trabajo mental y asentía como un demente: "Yes, Yes, Yes." Ni siquiera los espías privados de Truman supieron por qué transcurrió el resto del día repitiendo: "Yes, Yes, Yes", pero fotografiaron las órdenes selladas y firmadas: SOLO POR MANO DE EMPRESARIOS MAYORES, Y PARA SER LEIDO Y DEVUELTO, NO GUARDADO POR INTERESES COMERCIALES AUN, y otras que decían SOLO PARA OJOS CLAROS Y TEZ BLANCA AUTORIZADOS POR EL BUREAU Y NO SE FOTOGRAFIE NI MEMORICE DE NINGUNA MANERA. Al verdadero y secreto presupuesto Norteamericano, por indiscutibles órdenes de un atribulado Truman, se agregó una suma titulada "Proyecto Largavista". Truman no permitió fotografías, ni memorizaciones, ni comentarios de los periodistas del Bureau ni de la OSS, ni delOOOoooooo,,,,kkkkkkOooooooo SIS de los primos ingleses con sus espías y borrachos rusos infiltrados, homosexuales y mujeriegos. Un pueblito de Arizona se transformó en anónimo. Un bosque depredado, donde antes había subsistido una reserva de pieles rojas en la inopia, se convirtió en territorio militar. En el correo de Tucson otorgaron una nueva casilla postal para el pueblo de IBF. Hoover y Tolson, inseparables trabajadores por la libertad, ambos policías y científicos de la libre empresa, desaparecieron de los círculos de Washington. Nadie de la comunidad de espías volvió a verlos como siempre en el hipódromo, o en el galgódromo o muy tarde por la noche reunidos con McCarthy o Nixon, elucubrando planes para defender el Mundo Libre. No, modificaron sus hábitos, aunque a veces, de tarde en tarde, apostaron fuertemente juntos en la carrera de galgos de Georgetown. Nada más. Cuando los observaron, generalmente en los períodos de la confección del presupuesto secreto, se los veía felices, sonrientes, con sombreros y corbatas similares. Saludaban a todos con sequedad, pero no bromeaban ni se detenían a hablar con nadie. Lo que la comunidad de inteligencia ignoraba, era que Truman, al crearles un laboratorio de tal magnitud, había creado también un nuevo tipo de consagración para la serpiente. La serpiente no era una, o para verlo de otra manera, se bifurcaba en dos personas pavorosas y excitantes: Marilyn y Elizabeth. Dos mujeres que habían transformado los inigualables cerebros Norteamericanos en meros sonajeros. Y no eran serpientes negras o comunistas del maldito infierno. Nada de eso. II Se fue Truman. Ascendió Dulles. Asesinaron a John Kennedy. ¡Y no de buena manera! El globo terráqueo siguió girando. Asesinaron a Luther King. ¡Feamente! En el olvidado pueblito de IBF entraba mucha bebida dulce y enlatada, mucha hamburguesa y goma de mascar, mucho plástico y mucho mucho mucho dinero, y no salía absolutamente nada. Asesinaron a Bob, el insolente del par de perros, ropa informal y continuas prostitutas. El que pretendía liquidar a la mafia, a Hoffa y al mismo Hoover. Nada menos. Pero algo antes, el mismo Ike había ido a visitar a Hoover y a Tolson. Se rumoreó en el Congreso que mientras Ike volaba hacia Washington dijo, aún estupefacto y fregándose la calva: —Positivo. Positivo. Si lo logran, ¡adiós guerra fría! Más positivo aún. No habrá guerra caliente. Acabaremos con los malditos rojos antes de que se despierten y se den cuenta quién los ha trinchado. Si lo logran, si lo logran... Dicen que después Ike se refugió en su cabina particular y llamó a la secretaria que lo acompañaba desde la guerra, y cobraba también del Bureau. La sentó en la falda, y mientras ella, exhalando perfume francés, le acariciaba los testículos con una mano, con la otra deslizó sobre el escritorio un sobre de Hoover. Ike, con los ojos muy abiertos, sintiendo que... que... puso sus iniciales de aprobación. Era el nuevo presupuesto para el Proyecto Largavista. Y eso fue todo hasta allí. En el pueblo, al principio, almorzaban juntos los cuatro. Cierto día, Tolson, riéndose, mientras comía con la boca algo abierta y el sombrero de detective algo ladeado, dijo: —Soñé que empezaba a tener niños. Un niño, una niña, luego otro niño. ¡Qué cosas sucias subvierten los sueños! Hoover, hasta allí Norteamericano, positivo, optimista, lleno de humor y bondad, divertido y valiente como nadie, dio un respingo y sus ojos saltones quisieron salírsele de la cara. Hubo un silencio mortal, y la mujeres que picoteaban mezclando la pintura labial con la comida sin tragarse nada, empalidecieron como ante el anonimato, que es peor que la muerte. Pero la madurez, la belleza de Tolson que refulgía mejor que nunca en esa época, lo compuso. Además, aquellas dos bellezas habían sido enviadas por los todopoderosos designios del mismísimo Ike. Asimismo, contrariando lo que podría pensar la opinión pública, y el mismo Ike, Hoover tomó la decisión que elucubraba desde el mismo día en que había recibido a las dos bellezas. ¡Y que la prensa pensara y publicara lo que quisiera! Siempre las dos mujeres le habían puesto piel de gallina. Bueno, y algo más. ¡Qué pena que hubiera muerto McCarthy! Y antes había pedido que le trajeran los archivos. El récord de Marilyn era fenomenal. Aún cuando todavía no había tocado la cima del portentoso Sueño Americano, hecho que ocurriría inevitablemente, el Bureau registraba el cobijo, los gemidos, expresiones, sacrificios y caídas de cuatrocientas trece vergas diferentes. Muchas terminadas a mano, del mismo Hollywood, empezando con los porteros armados de los estudios, siguiendo con cableadores, continuando con asistentes de ayudantes de camarógrafos, prosiguiendo con camarógrafos, guionistas, actores de cuarta, y luego los personajes en ascenso... Cuando llegó al expediente número cien, Hoover dio un bufido y sus ojos quisieron salírsele de las órbitas. No pudo soportar la existencia de aquello. Llamó con un grito al asistente y le ordenó que retirara los descomunales expedientes. Los de la otra no quería leerlos, aunque eran algo menores. Ella cedía en seguida. Era su estilo, igual que el de Marilyn, pero... exigía la argolla, la presencia del juez, mucho, mucho, mucho dinero y promesas de amor indesgastable y eterno. Solamente se dignó a mirar durante varios días algunas de las miles de transparencias. La mujer tenía unos pechos fenomenales. Lo reconocía. La otra, ni eso, y además tomaba kilos de somníferos. Pero no se quitaba de la cabeza lo de las antorchas terminadas a mano (él tenía el hábito de pensar siempre en términos militares, y lo fascinaba el fuego, pues ya corría para él la Tercera Guerra Mundial). Comunistas encapsulados, seguramente, terminados a mano en algún comité. Lo apostaría. Lo ponía nervioso, aquello que decían, de la utilización de los dientes. De que los instrumentos eran más higiénicos. De que así se desarrollaban exentas del frenillo intolerable. En fin, aprovechándose de todas esas beldades norteamericanas. Viles mentiras rojas, opuestas al sentir heroico del caballero sureño por excelencia. Entonces, expidió la orden verbal. Tenía la sana usanza de no firmar cosas si no estaba absolutamente obligado. Y salvo por el poder del mismísimo Ike, y hasta el punto en que a Ike le disgustara verse fotografiado desnudo cubriendo a su secretaria sobre el escritorio, u oirse la jerga cuartelera que recitaba... Aunque fuera el acto más hermoso de la vida. El acto más íntimo. El acto poblador. El acto más maravillosamente sano y Norteamericano por excelencia... Oh, hasta allí, tal vez, Ike podría exigirle alguna firma. Nada más, aunque nunca había tenido la triste necesidad de demostrarle quién era él, Hoover, al mismísimo Ike. Ya lo había hecho con Truman, y con Roosevelt, y con todos los pervertidos Kennedys demócratas y otros presidentes que eran para su conciencia verdaderos degenerados deleznables. Así llegaron los sustitutos. Silvester Rombo Gausgofer y John Wayne Gauck. Rombo era un hombre extraordinario. Exangüe, de cara algo estrecha y ojos como si tuviera mucho sueño, tenía unos músculos realmente Norteamericanos y una voz que parecía un relincho bien entendido. Era un individuo de ciencia bélica y policial, con la especialidad de rompehuesos teórico. Super, super competente en tan difíciles tareas. Al inicio de su sacrificada vida, había denunciado a su madre a la policía, y había revelado dónde estaban escondidas los artículos del supermercado. Algo después, en una confusa reyerta callejera de pandilleros, había balaceado a su padre. El padre era un italiano, de la vieja nobleza inmejorable del sur de Italia, que había tratado de adaptarse al sistema de vida americano. Y antes de terminar desangrado en el muladar de una calle del Bronx, había resuelto traicionar aquella tierra atacando a ricos comerciantes. Algo más tarde, Rombo permitió que una prostituta se acostara con él, que llorara sobre su poderoso y aceitado hombro y que confesara que lo quería. Ella era algo negra, pero de las de buen oler, y era rebelde, había atacado la propiedad privada. Tiraba piedras. Escribía en las paredes cosas contra el sistema. Rayaba con punzones a los patrulleros. Robaba cigarillos de los supermercados. No quería acostarse gratis con los policías, admiradores de sus sensacionales nalgas y sus erectos y poderosos pechos. Además, adhería al grupo de Angela Davis, aunque Rombo supo en seguida que ella ni siquiera sabía qué pensaban los negros subversivos. Y así fue como ella se lo dijo al oído, en la intimidad, con las lágrimas derramándose sobre los poderosos hombros, mientras el jadeaba procurando mantener rígido su sexo con ayuda del largo dedo índice Norteamericano. Así, él escuchó con atención y al día siguiente lo repitió todo en la estación de policía. Era algo importante, y Truman e Ike supieron de él. Ike había hablado brutalmente, como un verdadero general Norteamericano que lideraba al Mundo Libre. —Compatriota, tú comprendes nuestra cruzada. Comprendes el sentido humanista del capitalismo. Captas en todo el rol histórico de la burguesía. Te sacrificas para servir a la Nación y a la clase empresaria en su heroico sacrificio en pos de la prosperidad de todos. ¿Pero, estás seguro de que no quieres nada más? Silvester, que estaba muy cerca, sintió que Ike, sin querer, y por pura vehemencia patriótica, lo estaba escupiendo en la cara. Estaba boquiabierto al observar la sensibilidad de aquel soldado presidente. Cerró la boca ante la lluvia de marcial saliva. Ike cambió de expresión, pasándose a una actitud de sutil benevolencia. Le puso el dedo medio en el poderoso pecho de comando rompequijadas: —Estudia ciencia, compatriota. Estudia ciencia. Capitalismo más ciencia es igual a la muerte del vil comunismo. Eres un genio, y un genio no puede ser contenido por una mera comisaria de policía. Un genio debe servir de otra manera a la clase empresaria. Un genio Norteamericano es y será siempre algo imprescindible. Rombo no cabía en sí de emoción, y eso significaba mucho, con sus escasos vellos en el pecho, y el tostado y el aceite para la piel, y el símbolo del comando colgando de la correa atada a su cuello monumental. Admiraba a aquel hombre, que había hecho de la utilización de la sangre de veinticinco millones opas rusos, el triunfo definitivo del Norteamericano sobre el resto del mundo. ¡Eso se podía llamar astucia, y no aquello de andar haciendo estúpidas pegatinas nocturnas por las calles del mundo! ¡Con estúpidos comités de base formado con grasa de latinos descerebrados! Y luego Rombo conoció a Hoover. Se enamoró de él en el momento en que lo vio. Rombo odió a Tolson —y sin embargo el odio era una materia solo común en Rusia y en China y en Egipto y en la India y en otras comarcas nacionalistas cuyo nombre era preferible olvidar—. Y ese odio a Tolson también surgió al verlo tan al lado de Hoover. Pero el viejo Ike había previsto ese detalle. Junto al refinado y patriótico Rombo había enviado a otro hombre llamado John Wayne Gauck. Wayne era sólido, alto, de labios finos y ojos pequeños, inexpresivo hasta unos microsegundos antes de lanzar sus terribles puñetazos a la nariz de los enemigos negros, latinos, judíos, amarillos y de cualquier otra estirpe inferior. (Hasta una mula había probado de su medicina cierta vez.) Era algo más alto que Hoover. Donde Hoover poseía un buen volumen, aún terminado por la misma naturaleza, Wayne era deplorable (aún siendo católico apostólico romano, misteriosamente su padre lo había dejado de pequeño en manos de un anacrónico rabino con una dentadura nefasta). Donde Hoover tenía una piel maravillosa, tersa y rosada por la salud de Bureau y sus ejercicios intelectuales juntando y ocultando fichas con información, Wayne la tenía como tocino al sol, oleaginosa, de un color verdoso atractivo para los insectos aún en sus momentos menos exigentes. Aquellos ojos pequeños de Wayne tenían el temple frío de la mismísima muerte. Como Rombo, hijo de la policía secreta y de Hollywood, no tenía amigos, no tenía creencia, no tenía más que entusiasmo por guardar Dólares en la bolsa y lanzar tremendos puñetazos a sus enemigos, que no eran pocos. (Eran puñetazos que hacían un ruido como de astilla seca que se parte, y era la mejor música que un Norteamericano bien nacido podía escuchar.) Hasta Rombo le tenía miedo, aún con su fenomenal cuchillo de monte y sus cualidades de invencible comando quiebranudillos hechas en Hollywood para consumo de los opas del mundo. Y eso era mucho decir. Wayne nunca bebía whisky acompañado, nunca penetraba a prostitutas, nunca recibía una carta, nunca miraba un libro, nunca comía hamburguesas, nunca comía perros calientes, nunca bebía Ola Cola, nunca decía algo sin pensar algunos largos segundos. Nunca era amable, nunca era amistoso, nunca podía salir del pensamiento de que vivía cuidando a Norteamérica. Le gustaba empujar con los antebrazos a quiénes se acercaban demasiado, para ponerlos a distancia de un buen puñetazo, y también le gustaba manejar un viejo winchester con una sola mano. Le gustaba usar a toda hora, aún en la cama con cuarenta grados de calor, aquel pañuelo sucio y cochambroso sobre el cuello y pecho, con la V hacia abajo... Eso era todo. Entonces, al final de aquel primer encuentro, durante la noche, en el dormitorio que compartían, Hoover le dijo a Tolson: —¿Estos hombres estarán cuerdos? Tolson estaba sentado frente al espejo del tocador. Siempre había sido un genio en las juntas del comité con los ejecutivos del Bureau. Ahora dijo atribulado: —No lo sé, compatriota... No lo sé. Hoover sonrió con su extraordinaria sonrisa Norteamericana, aunque con una pizca de malicia, sin llegar a las cercanías de la mefítica sonrisa soviética. —Creo que no eres el único que no lo sabe. Me refiero al otro, al aceitado... Tolson sonrió feliz y se pasó el cepillo por el suave pelo castaño. —Apostaría a que no sabe a quién informa Wayne. El aceitado... No está mal ¿verdad? Hoover no sonrió. —Apostaría que al sucio Dulles. —Podría ser a Angleton, el infeliz... —Y, naturalmente, el que fuera no informaría al otro. Aún del mismo equipo. —Ojalá sigan así. Es nuestra ventaja, ¿no? La conversación quedó ahí. Rombo, Wayne, los ojos muertos, las cámaras escondidas, los infinitos expedientes e innumerables archivos, los ojos muertos y podridos, eso quedaba. Y comían juntos. Se encontraban los cuatro, por las mañanas, en el laboratorio. La tremenda ambición de Hoover, su elevada astucia y su incomparable olfato de perro policial mantenían en alto la tarea en marcha. Y cuando la abrumadora carga entorpecía en algo el genio de Hoover, el inigualable genio de Tolson tomaba su lugar para que el petróleo tejano de sus mentes volviera a bombear energía. Rombo levantaba pesas y sonreía y se aceitaba y se miraba al espejo desnudo. Casi todo el día. Y espiaba y sonreía con su sonrisa muerta y sus ojos de pescado con mal olor. A veces, desde el espejo sugería una idea algo seductora. Nunca había aprendido a escribir del todo, a pesar de los sabios y bondadosos consejos de Ike, pero tenía un oído fenomenal y mencionaba, como al pasar, algunas palabras técnicas de ingeniería. Quería ser ocasionalmente servicial. Le hubiera gustado comprarse un título de ingeniero. Para alardear frente a los amigos allá en Hollywood. Nada más. Y se volvía a mirar al espejo. ¡Dios, era tan humilde! Le parecía, y podía estar equivocado. Así que tomaba una tijera y se rebajaba en algo los cabellos del pubis. Y así se veía algo más dotado... ¡Diablos, por qué la vida era tan injusta algunas veces! ¡Y por qué las drogas no eran más democráticas! Wayne entraba, se quedaba de pie, con el winchester en la mano, incomprensiblemente. No fumaba. Siempre estaba en calma con su sombrero sucio y sudado y su pañuelo desteñido usado como babero. Simplemente observaba. Observaba y registraba. Tampoco se agotaba. No, apenas se daba vuelta, o se sentaba, alzaba el rifle, lo acariciaba, lo calzaba sobre el hombro. Volvía a observar y registrar. Tenía, también, unas orejas de elefante privilegiado. El laboratorio prosperó y prosperó, aumentando la terrible e inconmensurable maquinaria del espionaje y sus infinitos ficheros. |
III La idea de Hoover, teóricamente, no era imposible. Había sido el sueño de todos los policías secretos de los Imperios conocidos. Pero, en este caso, el motivo era distinto, según se lo había explicado a Ike, y luego en forma renuente a Dulles, y a Angleton, de la CIA, quiénes a su vez habían buscado la aprobación del Consejo Secreto de Industriales, Banqueros y Petroleros de los Estados Unidos de Norteamérica. O sea, de los amos del CSIBPUSA, organismo conocido por contadísimas personas en el mundo. Simplemente, se trataba de encontrar la fórmula de manipular las neuronas a través de sus impulsos eléctricos. El dominio de tal conocimiento aseguraría para el país de la Libertad un futuro más maravilloso aún y sin oposiciones. Y la torción de la historia. Porque la historia ya no sería rectilínea. Curvarían la historia a placer. Por el Mundo Libre, naturalmente. El producto que había estado en las geniales mentes de Monroe, de Teddy Roosevelt, de Truman, de Ike, de Kennedy, de Johnson, de Nixon, de Reagan. Era simplemente un receptor. Un receptor de los pensamientos de la gente. Luego de logrado ese receptor, no sería difícil invertir los circuitos. Entonces se usaría como transmisor. En ese punto, con poco esfuerzo, en unos minutos destruirían la mente de Stalin, de Bulganin, de Kruschov, de Castro, de Nasser, de Nehru, de los sabandijas del Tercer Mundo y de cuanto sabandija habitara el mundo para causar mal al país más generoso que la historia conoció. Al país de la Libertad Empresaria, del plástico, la hamburguesa, la Ola Cola y el perro caliente. Los Estados Unidos de Norteamérica. En el más modesto de los casos, la computadora de Hoover, podría conturbar los pensamientos de envidia a grandes distancias. Tal vez, si Dios ayudara también, podrían indicar los mejores productos que se debían comprar, por ejemplo, la mejor marca de hamburguesas, o de bebidas dulces, o el condón más flexible y sutil con divertidos dibujos del Ratón Mickey, el Correcaminos, o del Pato Donald perfumados con esencias francesas. Sería un negocio formidable grabar en los inconscientes lo que se debía comprar. Lo que la humanidad debía comprar, y a quién. ¿Imaginaban los empresarios cuánto se ahorrarían de publicidad y propaganda en todo el mundo por año solamente? Hoover había invocado a Dios, para que lo ayudara. Y así había sido... en parte. Luego de un año de horribles esfuerzos había conseguido una terrible dispepsia cerebral. Al tercer año, había logrado enloquecer con la idea de aquella bebida de jarabe marrón, a unos pobres grasosos mejicanos asoleados, a una misteriosa distancia de cien metros. Al séptimo año había provocado un gran desconcierto en un burdel mejicano, al otro lado de El Paso, y varias prostitutas habían muerto destripadas. Esto fue lo que impresionó definitivamente el cerebro de Kennedy. Hoover estaba más entusiasmado que nunca. Jamás en la historia alguien había estado tan cerca de poder inculcar la venta a toda vela (o en su defecto, la destrucción del maldito enemigo) a distancia, y colgándole la culpa al fenómeno de la "mano oculta". La Mano Oculta. ¡Vaya cosa! Intentó explorar la idea del casco telepático. Pero, allí no pudo confiar en Dios. O Dios no confió en Hoover. ¡A pesar de que Hoover había hecho mucho para que en el Dólar se siguiera mencionando a Dios! ¡Y una publicidad así no era algo barato!... Así, viendo esta señal de mala voluntad con nitidez, abandonó la persecución de pensamientos y apuntó su genio a la recepción de imágenes visuales y auditivas. Tolson, que soñaba mucho, y al levantarse le contaba todos sus sueños, le dio la idea. La idea de las terminales nerviosas que tocan el cerebro. Y él se lo contó a Tolson, cuidando de que no lo oyeran ni Wayne ni Rombo: —Imagínate si pudiéramos proyectar en cada terminal la figura de una lata de Ola Cola, la figura del logotipo de un producto determinado, la figura de un monstruo rojo y asqueroso con una camiseta con el vocablo nacionalista o chino o butiroso comiéndose a un niñito... Sería la gloria eterna para nosotros... En la búsqueda, mediante un aparato sumamente sutil, logró captar el pensamiento de un chofer del Servicio. Escondía en la puerta del auto una revista Playboy. Hoover se pinchó los párpados con unas finísimas agujas quirúrgicas y se conectó a la máquina. Vio al chofer, encerrado en la limusina de cristales opacos, entre unos árboles retirados al fondo de una finca. Vio cómo el chofer abría la revista y la sostenía abierta sobre el vidrio, vio como se salivaba la mano y se sacudía... Era... Era... ¡Ajh!... Ese mismo verano, Tolson logró algo similar. Penetrado por las agujillas, espió algo dentro de un comité mejicano. Llevaban adelante una terrible y confusa consigna. Dibujar un caballo, aunque les saliera un camello. Tolson recordó algunas películas e invitó a Wayne a que se penetrara con las agujillas, pero en las mejillas, y viera así lo que aquellos negros tramaban para perjudicar a su querida Nación. Wayne se negó, sin embargo, sin que eso menoscabara su proverbial valentía, y dió paso a Rombo, que entonces comprobó en el laboratorio que era posible espiar así una y otra vez. Pero esa experiencia no era muy interesante. Interesante sería penetrar en el Kremlin, en los mismos tugurios con olor a arenque en mal estado, donde se escondía Stalin, o Bulganin, o Malenkov, o el dictador que sobreviviera aún cuando hicieran la experiencia. Ese era el primer problema. El problema más importante del mundo. El desafío de torcerle el cuello a la historia. El enigma de cómo hacer que la gente no quisiera lo que tenían los Amos ricos. El misterio de cómo detener definitivamente por los eones de los eones el aumento de los salarios de los que hacían las cosas que gozaban los Amos. Había que librarlos de ese peso, de esa terrible lucha interminable. ¡Había que librarlos del peso de siempre pedir más y más! Y esa era tarea para un héroe Norteamericano. Y el segundo problema era hacer que Stalin se volviera loco. Es decir, más loco de lo que estaba. Que se suicidara ya sería pedir demasiado. Nunca había sido un queso blando. Aunque tuviera contrahechuras en el brazo o en el pie, y Hoover tuviera fotografías muy delatoras del vergonzoso y delator hecho. Aunque fuera bajo y torpe. Aunque tuviera una voz débil y afeminada. No, es verdad, había que reconocerlo. Eso tenía de común con Hoover y su inseperable Tolson. Pero sería suficiente si enloqueciera, si le empezara a pegar a los secretarios, si se turbara y empezara a decir disparates en sus reuniones de comité, si se sacara un zapato y comenzara a pegarle a sus camaradas con su brazo seco, en fin, algo de eso sería bueno, muy bueno. Todos los intentos no habían sobrepasado aún los treinta y tres kilómetros, y esa distancia hacia el lado mejicano, que era un lado bastante menos correoso que el lado ruso. El lado Soviético era un queso de rayar y pasado de fecha. Un queso viejo de rayar en el polo. Y los mejicanos eran como un queso de untar en el ecuador. Una verdadera lástima. Aunque quesos al fin y al cabo eran los dos. Unos sebosos y los otros malignos y encima curdas perdidos. En un mes de julio, a partir del día cuatro, en la ciudad de Chihuahua, hubo setenta y tres casos de rupturas entre parejas homosexuales, hasta allí felices. Pero Hoover no tenía seguridad de si fue por culpa de la máquina, si bien lo que estaba claro era su sentimiento hacia los homosexuales. Un día, Rombo se atrevió a tocar la mano de Hoover. —Tú puedes. Tú puedes introducir la antorcha, compatriota. Tu antorcha es... es... Rombo tenía los ojos algo más caídos y se había untado algo más de aceite en los terribles músculos. Realmente seboso, su voz se había asemejado más que nunca al relincho de un mero caballo. Tolson, que estaba muy cerca, lo miró con odio. Wayne, desde lejos, no dijo nada. Rombo miró a Tolson a los ojos, y vibró entre ellos por unos segundos la chispa del horrible odio. Wayne había puesto una silla de montar sobre un taburete, y estaba sobre ella, observando y registrando todo con sus pequeños ojitos llenos de valentía. Acariciaba su rifle y registraba y registraba y registraba. Luego hubo silencio y abnegado trabajo. IV La computadora empezó a funcionar en el año de la muerte de John. Hoover ya era un hombre mayor con dos grandes ojos saltones que cada año parecían aumentar. Eran ojos que veían mucho. Habían visto tanto como para domesticar a todos los presidentes de Norteamérica. Pero ahora esos ojos se estaban perjudicando gravemente. Hoover se pinchaba las agujillas en el nervio óptico hasta el cansancio. Esa tenacidad era un privilegio solamente de los Norteamericanos. Del hombre de empresa Norteamericano. Del héroe Norteamericano que asombraba al mundo a través de Hollywood, o con sus invasiones a malignos y peligrosísimos países como la República Dominicana, Granada, Panamá o Vietnam, entre otros. Hoover había experimentado con un muchacho prisionero de quince años. Era un mejicano en la depauperación, que había intentado cruzar la frontera para robarle al pueblo Norteamericano lo que era suyo y de nadie más. La inserción fue directa a través del cráneo, encima y detrás del ojo. Sin embargo, a Hoover no le gustaba en demasía el uso de prisioneros. Desconfiaba de todo (y, aunque le perturbara reconocerlo, éste era el único rasgo que lo unía al intolerable tirano Stalin). Además Rombo, preocupado por la seguridad, había opinado que los prisioneros debían ser exterminados y desaparecidos en un máximo de cinco días luego del experimento. Por cuestiones de seguridad. El problema era que Hoover no quería experimentar más con su gente. No quería introducir agujas a los Norteamericanos. A los compatriotas. No podía pedirles que soportaran ese sacrificio una vez más. Se lo dijo a Tolson y a los dos célebres policías. Luego le gritó a Wayne, reparando asqueado en su pañuelo pringoso y su innecesario rifle. —¿Sirves para algo, además de mostrarnos tus armas? ¿Es una pregunta metafísica ésta? ¿Conoces la capacidad que ponemos en nuestro trabajo? ¿Conoces la importancia que tienen estos diseños y circuitos y cálculos de ondas para nuestros líderes empresarios? ¿Sirves para algo más que mirarte al espejo?... Acá no estás en Hollywood. ¿Te habrás dado cuenta de ello? Wayne, con un tono neutro, con la actitud que usaba en las películas contra los amarillos en el Pacífico, dijo: —Compatriota Hoover, obedezco órdenes. Tú también te debes a alguien, aunque no lo creas... Nunca te acosé. Lo juro. A Hoover se le saltaron aún más los glóbulos oculares. Sintió que se salía de sus casillas: —Noté que jamás me acosaste. Sé que en el celuloide eres un bien dotado Norteamericano. ¿Pero acaso no lo somos todos acá?... Es cuestión de que no te muestres tan engreído. Ya sabemos que eres hermoso, bello, magnífico. Pero no te interesa la ciencia. Aunque le llevemos cien años a los cerdos rojos. ¿Eso no te excita? ¿No quieres participar de la epopeya secreta que realizamos? Eso me extraña, luego de la imagen que has dado a nuestro amado pueblo Norteamericano. Wayne no dijo nada. Tenía el rostro de un color gris y estiró ambos brazos lentamente. Sus ojitos negros eran punzantes y peligrosos. Valientes y peligros como una serpiente del Mohave. Rombo resopló, en medio de la tensión, pero no habló. Tolson tocó en el hombro a Hoover, sonriendo afectuosamente. —Sigamos -dijo, presintiendo el peligro—. El compatriota entenderá si quiere entenderte. Rombo miró a Tolson con exasperación manifiesta. No había hablado, pero ahora dijo mirando acogedoramente a Hoover: —Comienza, compatriota. Hazlo. —En Dios confiamos —manifestó con cierta solemnidad Hoover, suspirando—. Haré lo imposible. La computadora ya recibe ondas cerebrales desde grandes distancias. Hizo un gesto de desprecio sacando la lengua para simular una flatulencia, lo cual significaba un folklórico rasgo Norteamericano. —Tal vez podamos meternos en la podrida mente del cerdo mayor y ver qué hay en la intenciones de Kruschov en contra del pueblo Norteamericano. ¿No sería formidable si la computadora le invirtiera el cerebro y empezara a desesperarse por meterse rublos en la bolsa y comprarse cosas occidentales inútiles? Lo podríamos sobornar con las mejores actrices, con los mejores autos, con las mejores raquetas de tenis, con premios Nobeles, con, con equipos deportivos... Wayne alzó el sombrero con un índice, y cercenó la enumeración. —No haga eso. No tiene autorización. Hoover prosiguió como si no lo hubiera escuchado. —Primero captaré... No sé qué sabandija vendrá a mí, ni dónde estará. Sólo sé que vendrán hacia mí las malas intenciones de muchas mentes, a través de una. La aguja, clavada profundamente, me guiará a la posición exacta. Ese oleoso mejicano... Bueno, bueno, creo que captaba símbolos de otro idioma. Eran símbolos rusos, estoy seguro... aunque podían ser símbolos griegos. O una criptografía de los malditos barbudos de Cuba intentando socavarnos toda Florida con su fétida demagogia populista. Claro que el grasoso no sabía a qué lo había llevado la aguja. Tolson sonrió mostrando los dientes muy sanos. —No habrá problemas, hombre. Si los compatriotas no se oponen, ve adelante. Wayne hizo una señal ambigua. Miraba de reojo, algo alejado y cubierto nuevamente con el sombrero sudado y sucio. Rombo se llevó una mano aceitada y de uñas negras a un poderoso pectoral y dijo con una voz que parecía un relincho: —Por supuesto, hombre Hoover, no faltaba más. Tú eres el designado. Tú has hecho todo el mérito y has sido nombrado por el Presidente. Has estado todos estos años cuidando a la Nación. Ve adelante, hombre. Hoover aprobó con seriedad y se sentó en el sillón, que se parecía al de los dentistas. Por atrás acercaron el módulo con la fina y larga aguja fabricada por los mejores artesanos del acero quirúrgico de la prima Inglaterra. Los técnicos habían afeitado una zona del cráneo de Hoover. Todo se llevaba a cabo bajo la mortal mirada y el peligrosísimo y fiel registro fotográfico y auditivo de Wayne. Luego que retiraron la palangana y la navaja, Tolson engrampó el cráneo de Hoover y lo ajustó firmemente sobre una base móvil que respondiera a los sutiles movimientos del micrómetro. Fue substancial ver como Tolson manejó el cráneo del patriota con cariño y delicadeza. Difícil sería establecer si la dedicación fue por pura ternura o por el hecho de admirar a aquel hombre que, como nadie, había protegido a los millonarios del país más significante de la historia del mundo. Tolson se retiró hacia atrás y observó. Le sonrió a Hoover de una forma muy extraña, y muy en el fondo de sus ojos había algo secreto, muy secreto y del corazón. (Solamente se expandían así cuando estaban en las soledades del dormitorio.) —Edgar, no podrás repetir muy seguido esta experiencia. Ya idearemos otro método para llegar al cerebro. No te dolerá. —¿Y qué, si duele? —bramó Hoover con rudeza en la voz—. Somos los dueños del mundo. ¡Baja la maldita aguja de una vez! Rombo estaba deseoso de participar y manosear las máquinas quirúrgicas y la computadora, pero no se atrevió a acercarse a Tolson. Tolson miró a uno de los técnicos asistentes y bajó la palanca. La aguja atravesó la carne y el hueso con absoluta precisión. Hoover abrió mucho sus grandes ojos y los hizo girar envolviendo la habitación con un tono de Oro. —Una pequeña y maldita picadura —dijo—. Pueden enviar la energía. Rombo no se pudo contener. Se acercó castigando furiosamente la goma de mascar. Golpeaba un puño en la palma del otro, y aquello sonaba como algo aterrador. —Desearía abrir yo la llave. Simbólicamente... Tolson lo miró de mala manera. —¿Por qué la goma de mascar en este momento? ¿Por qué el moler de puños inútilmente? —Vamos, vamos —replicó Rombo golpeando con aún mayor fuerza sus puños de héroe—. No sea un rojo ahora. Tolson se quedó quieto. John Wayne se puso de pie. Hoover volvió a revolver los ojos. Rombo bajó el interruptor. Tolson hizo un ademán, suspirando afligido. Los ayudantes de batas blancas obedecieron y se retiraron hacia la pared llenos de temeroso respeto. Rombo se quedó al lado del interruptor, y luego, de mala gana, dió un paso atrás, sin volverse, mirando provocativamente a Tolson. Wayne volvió a cruzar una pierna sobre la silla de montar. Se sentía totalmente desubicado. No era lo mismo trabajar para los Mayer, los Stein, los Chaplin, y todos los Goldetcétera de la maldita industria del cine, que estar allí como mero vigilante en un papel secundario. Era más fácil tomar a trompadas a cualquier extra, voltearlo en el seco polvo del estudio y montar su caballo mecánico, que aquello de registrar todo para contarlo luego a Ike o a Reagan, o a quién diablos fuera que le pudiera "besar el traste" (éste magnífico hallazgo verbal de las célebres letras norteamericanas lo reconfortaba cada vez que lo repetía). Todos se quedaron mirando a Hoover, que revolvía los ojos como un loco bajo el pico de electricidad. Luego se le enrojeció la cara. Resollaba como si durmiera con la boca abierta después de algunos litros de bourbon de Jefferson. Tolson sudaba copiosamente, y, al fin, cayó de rodillas interrogándose en silencio. Hoover abrió los ojos, pero no se atrevió a mover nada más que los ojos, y el resplandor dorado volvió a iluminar la pieza. —Deténgalo —balbuceó—. Deténgalo... El mismo no comprendía qué estaba ocurriendo con sus neuronas. Pensó que iba a entrar en la alcoba de Stalin, en el retrete de Bulganin, o que vería por los ojos de un comunista cubano convenciendo a unos malditos negros muertos de hambre y de envidia de los que pueden en el ocio comer diariamente sobre un yate... Pensaba observar cómo sentían los intelectuales del Universo que le habían causado tanto daño a la Historia... Pensaba descubrir cómo hacían los malditos negros para reproducirse con tal demencial furia, llenando intolerablemente el universo con su leche coagulada... Pensaba ver qué tenían y elucubraban en el cerebro los mínimos japoneses... Pensaba penetrar en el cerebro de traidores como Nasser o Castro o Benito Juárez y registrar su funcionamiento antes de enloquecerlos totalmente en el calvario... No sabía. No sabía... Y la Historia se aglutinaba, se aglutinaba mezclando a Lenin con Monroe, a los amigos de la Organización teleguiando la mano contra Bob Kennedy, al magnífico Reagan con los cerdos chinos haciendo bombas atómicas... Se aglutinaba. No sabía... No sabía... Era muy extraño. Pasaba algo. Turbio. Nebuloso. No confiable. Tuvo la impresión de que había dejado su amada tierra Norteamericana. La computadora había reducido el tiempo y el espacio, desenfrenada, poderosa con sus señales misteriosas. Pero Hoover no lo sabía. Es decir, sabía algo porque lo veía. Estaba casi seguro de lo que veía. Era algo bueno, a pesar de la sensación de haber abandonado su amada tierra. Porque la computadora había saltado del futuro triunfo del magnífico Reagan y sus muchachos ideólogos de California a un año de cinco cifras. Algo absurdo. Casi terrible. A un festival de danzas absurdo. Increíble... Ante los desorbitados ojos acuosos de Hoover se manifestó la cosa más maravillosa que pudiera imaginar. Un mundo en danza con el inmejorable Imperio en su apogeo. Sin oposición. Sin restricciones para depredar sin mirar a quién. Sin conceptos rivales sobre el fin último de la vida. Sin otro Dios que no fuera el Gran Aguila Calva Norteamericana, guardiana de la Gran Bolsa Madre. Con figuras doradas que danzaban y persuadían más que cualquier difusa técnica hipnótica. Y había mesas doradas, en el año de cinco cifras, y la gente compraba cosas carísimas e inmensas y las iban acumulando en los bolsillos. Yates de lujo. Automóviles de lujo. Aviones de Lujo. Mansiones de lujo. Mujeres de lujo... Tenían monedas doradas en las manos, en los bolsillos. Había monedas doradas por todos lados. "One Dólar", pudo leer. "One dólar", pudo volver a leer. Y todos eran mercaderes dorados, y tomaban una bebida marrón hecha con jarabe, muy helada y burbujeante, y estaban felices y danzaban como sobre nubes. Y eso era el mundo, el mundo de los Estados Unidos de América allá por el difuso año de cinco cifras apenas. Ante sus ojos. Ante sus desorbitados y sorprendidos ojos acuosos. Así, durante un maravilloso segundo, Hoover observó por sus cuencas oculares legítimas y vio que alguien lo perseguía con intenciones románticas. Alguien al momento desnuda y al momento calzada con jeans y zapatos deportivos. Vio también a Tolson, y por primera vez en su vida adulta la rudeza masculina lo asqueó, le repugnó la piel con vellos rubios, el aliento de cigarros y cafeína de la mañanas, los músculos del sabueso adiestrado en el pensamiento más trascendente... Lo asqueó el brutal instinto del cuerpo y sus instintos pobladores... Hoover se concentró en una figura dorada, danzante, lanzando monedas doradas al aire, con los bolsillos llenos de hamburguesas, tarjetas de crédito y perros calientes, y latas de Ola Cola bien helada, y condones rosados con las figuras de la Pequeña Lulú y el Pato Lucas. Y olió el magnífico perfume francés que en toda su vida le había resultado igual al hedor de zorrillos que alguna vez penetró en su vagón particular... Y llegó el sonido. Un sonido tan melodioso que cualquier cosa producida en Norteamérica no podía comparársele. Ni siquiera la música de aquellos tipos sobre los cuales habían invertido miles de millones en propaganda para transformar en sonajeros útiles los cerebros de millones de jóvenes del mundo. Pero, aquel universo que veía ahora no era un universo imaginable. No habían invertido miles de millones de dólares en propaganda en él. Y ni Hoover, con la mejor mentalidad del siglo XX, podía entenderlo totalmente. Solamente podía sufrirlo. Era la gran danza soñada por sus congéneres. Los grandes empresarios Norteamericanos, y a mucha honra y sin miedo a las palabras. Un Universo de Mercaderes felices con las alforjas llenas de Oro flotando por doquier. Copulando en el aire, con los sables atravesando las divinas túnicas blancas. Tirando monedas al aire sin que las monedas cayeran ni se perdieran en otro bolsillo... Era un mundo maravilloso, más allá del pensamiento y del anhelo digno y superior del más grande cerebro de la bendita tierra de la prosperidad. Y también estaba el esperma etéreo, disperso a chorros que caían lentamente en finas hebras de plata, envolviendo bellamente los incomparables rostros flotantes de las perfectas doncellas. Y el esperma tenía regusto a cocaína, y esos era extraño. Muy extraño. Edgar Hoover, la mente más penetrante del siglo, la mente que dominó a incontables presidentes de los Estados Unidos de Norteamérica, la mente que no tenía límites en su penetración y registro, no tenía nada que hacer en aquel mundo maravilloso y lleno de perfección capitalista. Y eso enloqueció a Edgar. Dio unos aullidos, revolvió desesperadamente los ojos. Ya no vio a Tolson, su inseparable Tolson, ni al terrible Rombo, ni al rompequijadas Wayne. Era como una rata alimentada en el cementerio que hubiera caído en una corriente de agua viva, luminosa de reflejos del Oro eterno... Del Oro aprobado. Por el Oro no vergonzante. El maravilloso, el inenarrable Oro... Era la más grande mente inquisidora y defensora del Mundo Libre del siglo XX, la mente guardiana más genial concebida en el tiempo, la mente que no soportaba ahora la visión del maravilloso mundo por el que había hecho el mayor y más abominable sacrificio. Y podía haber seguido volando, como si pudiera vivir dentro de un traje espacial, y lo dejaran en los confines del universo, y el pudiera seguir viajando, viajando, viajando infinitamente en las tinieblas. Siempre vivo, con una férrea mano en los testículos generadores de magnífica vida del más encumbrado... Si no fuera por la aguja. La aguja larga y fina estaba insertada en su cerebro, como para mantenerlo asido a su amada tierra Norteamericana... Aunque no pudiera resistir el esfuerzo de ver tan lejos. Las sinapsis cerebrales lo llevaron de un lado a otro, como si golpearan terriblemente su obeso trasero sobre una pared y otra, y cada golpe fuera peor y más destructivo. Y los ideales realizados y vistos, y los sentimientos lo hincharon y lo inundaron y se fue como ahogando en su propia gloria secreta. Se desmayó. Tolson tiró de la microcomputadora con la aguja. Dio un grito que se confundió con el de Hoover. Hubo un espantoso: —¡Ahhhh!... Atroz. Colectivo. Y los asistentes de batas blancas se acercaron. Rombo escupió la goma de mascar. Wayne expulsó un rudo juramento golpeando con el codo a un pequeño asistente que se le atravesó en el camino presa de un ataque de histeria. Tolson volvió a gritar. Rombo exhaló un pequeño relincho reprimido. Wayne lanzó un tremendo puñetazo a la nuca de otro pequeño asistente que se le había cruzado, y hubo un ruido como de astilla sufriendo bajo el hacha. Hoover, libre de las correas, cayó del sillón. Su boca estaba abierta y todos observaron media dentadura postiza rosada rodeada de blanca espuma y vestigios de galleta. Algo no bonito. No de este mundo. V Al anochecer, Hoover estaba descansando vigilado por un par de médicos especiales del Bureau. Fue Rombo quien se había encargado de llamarlos con urgencia a Washington. Rombo había pasado por encima de Tolson y de Wayne. Había hablado en secreto con otros funcionarios y oficiales en Washington. Los médicos no se sentían cómodos, observados por Rombo y Wayne. Rombo y Wayne se habían bañado y peinado. Se habían vestido como personas normales, y por ello, acaso, se sentían algo incómodos y nerviosos. Y los médicos lo sentían y también se ponían temerosos. Pero, tal vez, fuera por otro motivo. —No tenías que haberte arriesgado, hombre, Tolson. Y el jefe tampoco. Imagínate... En general, según las estadísticas, no se pueden pinchar agujas finas y largas de acero en los cerebros sin alguna consecuencia no buena... Para eso están los médicos expertos. Ustedes no son médicos. Está muy bien que lo hagan con los negros o comunistas que puedan enganchar por una delación. O algún latino, o grasoso que quiera contrabandearse por unos zapatos deportivos o una tarjeta de crédito. En último caso, siempre son subversivos que nos vienen a saquear. Pero estas cosas no se pueden hacer al personal civil de los Estados Unidos de Norteamérica... Ellos pagan impuestos. Ahora, acaso, me reprocharán que no pueda hacer despertar a Hoover. Has escuchado las insensateces que repetía. Eso de un mundo de Oro con mercaderes perfectos. Eso de la música dorada, y el esperma de plata con gusto a cocaína, eso de muchachas perfectas y vírgenes que flotan... Bueno, bueno, debo confesarlo ahora: parece estar rematadamente loco. Quizá has sido cómplice en la destrucción de uno de las mentalidades más grandes del siglo... El médico calló repentinamente. Había un rictus nervioso en su rostro. Había hablado demasiado. Miró a Rombo y a Wayne. Vio que Wayne tuvo un gesto extraño y dio un paso hacia él. Reflexionó. Después de todo, no era del todo su problema. Era un asunto de máxima seguridad, y allí estaban aquellos dos auténticos defensores del modo de vida Norteamericano. Los dos más grandes paladines del país, quizás, y, sin duda, indiscutibles superhombres. Rombo había clavado sus alicaídos ojos de drogadicto sobre el médico. Dijo con voz apagada, increíblemente convincente y dura, aterradoramente peligrosa y venenosa: —¿Podría haber sido él el que hizo el daño? Un maldito Soviético infiltrado. El especialista miró primero a Tolson. Hubo un largo silencio. El especialista dijo a Rombo: —Yo no estaba acá. No entiendo ese verbo "podría". Tú estuviste acá. ¿Por qué podría haberlo hecho? Wayne se miró el puño y dio un par de pasos lleno de exasperación. Jamás había desempeñado un papel tan insignificante. Sentía ganas irresistibles de lanzar un par de violentos puñetazos a la nuca de alguien. O mejor, sentía ganas de darle tantos puñetazos a alguien hasta que todo desapareciera. Algo así como una... Como un orgasmo de puñetazos. De esos orgasmos en los que el magnífico ser humano se prende a la cosa, y jadea y jadea y jadea, aferrado, aferrado como la maldita bes... Tolson no abrió la boca y observó a Wayne, que seguía dando zancadas nerviosas y enérgicas. Le temblaban los labios de indignación. El pelo rubio se le derramaba sobre la amplia frente de espía inteligente. Era la única belleza que mostraba, además de su estatura esbelta. Estaba asustado y nunca había pensado que se podría quedar solo. Ya se preparaba, con un temblor en el corazón, para la despedida, para ser dejado de lado, desprotejido, fuera de juego para siempre en el mejor de los casos, sin los sueldos secretos y las propinas de las corporaciones empresarias. Desechó la idea de odiar a Rombo o a Wayne, o a cualquier vigilante... Claro, no tendría como consuelo a Hollywood, para pegarle, matar y mentir a quien fuera, y ganar fortunas por ello, como aquel par de sucios descerebrados que lo vigilaban... Pensó en su colega, en su hermano, en su hombre, en su compañero en la cruzada contra la subversión mundial. Pensó en su inseparable Hoover. No hubo más palabras allí. Se retiraron a una sala comedero y trataron de consolarse con unos perros calientes. Ya nada podían hacer por el gran jefe, sino esperar y rogar al Dios americano que fuera misericordioso con el formidable soldado de la oscura y más que heroica soledad. No pudieron comer, salvo esas docenas de perros calientes y hamburguesas de reses de Tejas con vino de California. Un mozo tropezó y volcó el vino de California sobre Wayne y éste lo castigó duramente con un golpe de puño en la nariz. El mozo sangró agachando la cabeza y Wayne aprovechó para seguirle pegando en la boca con el codo. Hubo un revuelo de mesas. Rombo tomó a Wayne de atrás, por los brazos, y las cosas se fueron calmando. Cuanto más sangre le salía al mozo, más se calmaban. Luego el mozo recuperó el sentido, con la cara destrozada, y el patrón, viendo que ya podía oír y ponerse de pie, lo hecho del local a puntapiés en el trasero. Más tarde llegaron las autoridades de Washington. Las autoridades del cuartel de Langley. El delegado del Presidente. El senador. El observador. El consejero y hombre de confianza. El futuro gran Presidente. VI Se llamaba Nixon. Era un hombre de cabello negro. En la punta de la nariz tenía una bola natural de carne. Era un político ligado a Inteligencia. Hacía años había sido rechazado por el Bureau, pero luego había trabajado muy efectivamente, muy eficientemente con McCarthy creando delaciones, incrementando la positiva paranoia en defensa del Imperio más benéfico de la historia. En aquel momento, por otra parte, apenas era un hombre honestísimo con un gran futuro. Sólo Hoover, que había amalgamado el tiempo con su sacrificio, podría saber sobre aquel futuro. Pero eso ya no tenía importancia. Nixon iba acompañado por tres coroneles, por unos técnicos de la Agencia, por un miembro del Partido Republicano, por dos médicos, y por el famoso e inteligentísimo señor Dulles, de la CIA, el Ojo Infalible, el insuperable creador de Langley y paladín incomparable del Mundo Libre. Nixon no acostumbraba saludar a gente o personas que estuvieran debajo de sus nivel. Dijo simplemente: —Tu eres Tolson. Te conozco de fotos junto a Hoover, en las carreras de galgos de Georgetown. Tu eres Rombo. Tu eres Wayne. Sí, a ustedes los conozco muy bien. Demasiado bien. Hubo un estremecimiento. Luego la junta entró a la sala donde yacía Hoover. Nixon fue algo violento. Dio un grito como de guerra. —Estimado señor —argumentó un médico que había inyectado sedantes a Hoover—, no puede... Nixon lo taladró con la mirada. —Imbécil —dijo, más calmado. Le hizo una seña a un médico de los que había traído—. ¡Despiértelo ahora, como sea! Los médicos hablaron entre sí en voz baja. Uno meneó la cabeza. Lleno de terror, se dirigió a Nixon e hizo un gesto de duda. —Debo informar a Ike de inmediato —Nixon había levantando un dedo, como si arengara a la mismísima Convención Republicana—. Despiértenlo, aunque tengan que... un maldito bate de béisbol en... Los médicos se inclinaron atemorizados sobre Hoover. Uno le aplicó una inyección en la vena. Se apartaron de la cama sin atreverse a mirar a Nixon. Temblaban con tanto terror que pensaron en cosas inexistentes. Un tiro en la nuca, las hórridas cárceles de Alaska, la pérdida de los grandes sueldos de privilegio... Hoover lanzó un estertor. Se arqueó como si fuera presa del tétanos. Abrió y revolvió lentamente los tremendos ojos de lechuza, de los cuales salieron resplandores en forma de monedas de Oro. Balbuceó algo... —... esas monedas de Oro volando, el esperma en filos hilos de plata, la cocaína en tanques australianos, la música de rock, las narices y las pupilas dilatadas, el perfume francés, los mercaderas llenos de felicidad, verdadera felicidad... Los empresarios Norteamericanos, la música maravillosa y las muchachas perfectas volando penetradas por los sables, sonrientes... el perfecto futuro capitalista y la felicidad del mercader... la felicidad... La dignidad de poder expresar las palabras Capitalista, Dinero, Oro, Negocios... con el respeto de la gente que trabaja... del querido pueblo que vigilamos... Amor... con amor... Y siguió rezando interminablemente con una extraña y convincente sonrisa en los ojos desorbitados y dorados. Nixon miró a Dulles. Dulles trasladó su pipa a la otra comisura y le devolvió una sonrisa socarrona e inexplicablemente feliz. Nixon hizo un pequeño gesto con la cabeza. Tolson dio unos pasos vacilantes, y acercó el rostro. —Norteamericano. Incomparable. Amigo luchador por la libertad. ¡Paladín! ¡Despierta! ¡Despierta, por Dios! No fue difícil imaginar que Hoover estaba "en otra cosa". Ahora balbuceaba mencionando las hamburguesas doradas y los perros calientes rociados con aquella formidable bebida dulce de jarabe marrón, con pantalones vaqueros y ropas deportivas, raquetas de tenis, goma de mascar con perfumes eróticos y galgos dorados que ganaban millones y millones y millones... Entonces, por primera vez en toda su misión, habló John Wayne con soltura profesional, como si al fin le permitieran un parlamento aceptable en la película. Encaró a Nixon y temerariamente le tocó un brazo. —Señor embajador —dijo con solemnidad—. ¿Podría sugerir algo? Nixon lo miró de costado y le golpeó la mano con rudeza. Wayne enrojeció e hizo una seña hacia Rombo, que inconscientemente había empezado a masticar goma con cierta desesperación. —Los dos estamos acá por ordenes de Ike y de Kennedy. El responsable es Tolson... Es el amigote antiguo... El factotum de todo este desastre. El embajador Nixon miró a Rombo. Rombo castigaba la goma con desesperación con los ojos fijos en Hoover y sus balbuceos que empezaban a mentar el Oro en barras y los condones con los dibujos de Porky y de Speedy González, pedúnculos de silicona dorado y el caucho con sabor a frutilla Norteamericana que no engorda y no empalaga jamás. Nixon ignoró la dramática escena, y le descerrajó a Rombo brutalmente: —¿Qué opinas? ¿Están todos locos? ¿Cómo es eso de órdenes de Ike junta a órdenes de John? ¡Me están tomando el pelo! —Es que Edgar... Amalgamó el tiempo. Sí... Amalgamó el tiempo... Tolson sudaba y las gotas le caían de la amplia frente anglosajona. Unos técnicos movieron las cabezas en señal de aprobación. Nixon volvió a mirar a Dulles. Luego miró a Wayne, que se había alejado luego de la palmada. Después miró a Rombo. Rombo lo miró saliendo de su abstracción y detuvo la furiosa manducación. Dijo, con cierta calma: —Es así. Todo esto parece una locura, pero no lo es... Señor embajador... No parece que sea una lesión. Puede estar luchando furiosamente con los Soviéticos o los barbudos cubanos. O con los mugrosos árabes. ¿Quién lo sabe? Los malditos pueden estarlo enloqueciendo, ¿entiende? Hay mentes comunistas por todos los lados, ¿entiende?... Están los vietnamitas, que no tienen alma ni temor a la muerte. Están los árabes también. Y tienen el petróleo, además. Y ojalá los rusos no le metan la mano al petróleo, ¿verdad?... Y para saberlo, para darles lucha, para darles en el tra... como lo merecen, alguien debe seguir al maestro. Eso para contestarle con certidumbre. En definitiva, opino que es verdad. Es verdad lo que ve. Nixon aulló: —¿Y qué hacemos? Muy bien. ¿Quién es el valiente americano rompe tra... de vietnamitas? —Permítame ir a mí, embajador. Me ofrezco a la penetración de la aguja. Tolson no pudo soportar y lanzó una abrupta carcajada. Tomó al embajador Nixon por el brazo y señaló con un dedo la boca oleaginosa de Rombo. Nixon observó el furioso manduqueo sobre la goma. Tolson se dominó al ver que Nixon le daba palmadas molestas para que le soltara el brazo. Nixon detestaba a esas personas que se tomaban de su saco o su brazo y empezaban a rogar. Tolson gritó fuera de sí: —El comando está loco. Ha perseguido a Edgar desde el primer día que lo enviaron. Odió mi presencia y mi papel de ayudante imprescindible en el Bureau. Ahora quiere salvarlo. Cree que puede penetrar en la dimensión y conseguirlo. Cree que Edgar lo aceptaría. ¡Eso es ridículo de parte de un mero aceitoso de Hollywood!... ¡Iré yo mismo! Nixon giró y llamó a Dulles (que había prometido rigurosamente no intervenir en nada) y a otro miembro de su comitiva. En un rincón de la sala conferenciaron durante media hora, y, al fin, con mala cara y sin mirar a nadie, Nixon se adelantó. —He oído acusaciones recíprocas, y la única evidencia que tengo es que la mente de Hoover está dañada, quizá para siempre. Pero Hoover no es solo un hombre. Es un proyecto de vida para el bien de Norteamérica. Es un extraordinario proyecto capitalista y empresario del cual dependía mucho nuestro futuro, y el del Mundo Libre. Nixon hizo una pausa para mirarlos a todos con desprecio. —Veo acá que un funcionario de seguridad y estandarte de los ideales Norteamericanos a través de Hollywood es acusado por otro gran funcionario de igual estima para nuestro pueblo, de graves violaciones a la seguridad. Y aún sé que existen otras acusaciones encontradas. Por lo tanto, rechazo estas acusaciones. El desarrollo capitalista que nuestro país lidera no puede ser entorpecido por cuestiones personales, o por individualismos estúpidos... He decidido que vaya el compatriota Rombo. Hubo un tenso silencio. Tolson se recostó lentamente a una silla y tomó asiento. Puso la cabeza entre las manos. —Será esta misma tarde, porque los médicos opinan que Hoover puede morir en cualquier momento. Es muy importante para nosotros conocer si tiene algo de cierto esa teoría de que nuestro Hoover puede estar atrapado en otra dimensión por algún cochino árabe o subversivo latinoamericano. No descarto tampoco que pueda estar atrapado en alguna otra forma de siniestra trampa Soviética cuyos datos no logramos comprar. Sabemos que los Soviéticos son capaces de todo para destrozar las ilusiones de nuestros empresarios y de nuestros indefensos hijos, de nuestros amadas e inocentes criaturitas... El Embajador Nixon miró a Tolson cerrando los ojos con una expresión envenedada, y lo señaló con el índice. —No quiero oir tu voz. Tu mente es propiedad del Gobierno Norteamericano. Tu vida y tu preparación técnica ha sido pagada con los impuestos de los ciudadanos, para que protegieras sus intereses. No puedes tener sentimientos personales. Si hay alguien atacando a Hoover, si hay alguien reteniéndolo allá, si hay alguien enloqueciéndolo con diabólicas ideologías, nadie está más capacitado para el rescate que Rombo. Si fuera así, él lo traerá aunque tenga que despellejar a medio Vietnam, y sin armas. Todo el grupo volvió al laboratorio. Llamaron a los técnicos de batas blancas. Se acomodaron cómodamente. Le colocaron a la microcomputadora otra aguja con la punta sana. Energetizaron los circuitos electrónicos. La cara de Rombo brillaba, y sus ojos estaban más caídos que nunca... Sin embargo, no se había drogado. Se había apartado durante cinco minutos y se había martirizado levantando locamente las pesas que había en una pieza contigua. Rombo estaba más fuerte que nunca. Su cuerpo brillaba. Sus músculos eran insuperables. Estaban por romper las pocas prendas que vestía. Su largo cabello de mujer, negro, fulgurante, caía hacia sus hombros. Sus ojos, curvados hacia los costados, estaban listos, alertas, más definidos y furiosos y peligrosos que cuando filmaba entre la jungla de papel cartón o cuando para mostrar los bíceps levantaba la aterrorizante ametralladora pesada con balas de salva. Era el rostro del triunfo Norteamericano. Nada más. Se sentó en el sillón, le pusieron las correas. Y antes de que lo afeitaran, miró a Tolson y a Wayne y sonrió, y sonrió bastante. John Wayne se mantuvo al margen. No devolvió aquella sonrisa. Sólo observaba, y, sin que nadie se diera cuenta, observaba al señor Dulles. El señor Dulles, con sus lentes de marcos de acero, y su pipa en la boca, parecía un extraño, indiferente, distante de todo lo que ocurría y de todos los reunidos. Era un genio (toda su familia era genial). Un hombre imprescindible para la Historia. No necesitaba hablar. Estaba plenamente consciente de lo que ocurría en cualquier dimensión. Lo tenía en sus computadoras, en sus millones de fichas. Comprendía todo perfectamente. Había sobornado a todo el mundo. Casi a todo el mundo. Casi... A Dulles no le disgustaba lo que le ocurría a Hoover. Nada de eso. Nixon caminó de un lado a otro del laboratorio mientras los técnicos, con la ayuda formal de Tolson, revisaban todos los detalles finales. Luego Tolson se sentó a una mesa algo alejada del sillón y de la aguja. Observó cómo la larga y fina aguja brillaba tenuemente bajo los focos de luz fría que iluminaban el cráneo y los instrumentos de precisión. Observó finalamente al micrómetro. Observó la nuca de Rombo cuando le fueron introduciendo la aguja. Luego bajó la vista y se tomó la cabeza con las manos. Nadie le prestó mayor atención. Luego sintieron un espantoso: —¡Ajhhh!... El rostro aceitado de Rombo enrojeció de golpe. Empezó a sudar en abundancia. Sus manos y dedos se aferraron a los brazos del anatómico sillón, y sus portentosos músculos de hombre tomaron las dimensiones ideales de un Míster Universo incomparable. Lo manifestó con un tono parecido a un relincho lleno de gozo y sufrimiento. Sufrimiento estelar. Quizá, sufrimiento intramolecular. Tal vez, sufrimiento temporal. Sufrimiento que amalgama el tiempo. Gritó: —¡Las monedas doradas cayendo del cielo! Dio un tremendo salto y cayó hacia un costado. Arrastró la aguja, la microcomputadora, el micrómetro y la base móvil. Sus terribles músculos quebraron la pesada silla. El ruido de la aguja que se retorcía sobre el hueso del cráneo erizó la piel de los hombres. Nadie esperaba una furia con tal potencia. No lo hubiera pensado ni el genio de Hoover o la astucia del mismo Tolson. Ignoraban lo que podía producir la sintonía con un futuro de más de diez mil años. La armonización y conjunción de diez mil años reducidos a unos minutos. La lucha, el sudor y la sangre de los Empresarios Norteamericanos detrás de Mamón durante diez mil años concentrados en apenas unos minutos en aquella heroica mente. Rombo quedó tirado en el suelo, bajo la silla, y los misteriosos instrumentos, maniatado con las correas retorcidas. Nixon tuvo el valor de buscar a Tolson con la mirada. Se sorprendió. Tolson estaba allí, de pronto de pie junto a ellos. Nixon observó los delgados hilos de sangre que dibujaban su rostro. Luego movió la cabeza y observó la larga lengua colgante de Rombo, sanguinolenta y rodeada por la baba espumosa, blanca como las barras de la bandera incomparable. Tolson le sonrió a Nixon. Nixon lo volvió a observar. Tolson estaba pálido, exangüe. Abrió la boca y balbuceó: —Pude ver. —¿Qué diablos?... —¡Lo vi! ¡Lo vi! —insistió Tolson—. Alcancé la visión. —¿Qué visión? ¡Diablos! —gritó Nixon con gran exasperación, mientras los demás aterrorizados miraban el rostro ensangrentado de Tolson. —No es ningún sitio que comprendamos. O de este mundo. Hemos construído un arma terrible. Pero hemos sido las víctimas... Eso no tiene arreglo... No puedo hacer más. —¡Hable, hable de una maldita vez, cabrón del demonio! —gritó Dulles furioso repentinamente rompiendo el pacto de silencio. —No me convencerán. Ya no podemos hacer nada por Edgar. Tienen que entenderlo. El Proyecto Largavista se ha acabado. Definitivamente. Nixon tomó el brazo de Tolson y lo apretó fuertemente. Tolson sacudió el brazo, y el embajador se dio vuelta con furia, mirando a Dulles. Wayne, tras recibir una mirada de Dulles, le cortó el paso. —¿Haga espacio, imbécil? —dijo Nixon con energía. —Decirte. Decirte —Wayne le habló con voz susurrante—, decirte que Hoover ha sufrido eso... Que no volverá, como lo dijo Tolson. Nixon hizo un gesto con la mano, como si cortara el aire violentamente. —¿Y cómo lo sabe un payaso de Hollywood? Wayne no se enojó. Sonrió, y por primera vez no tuvo la irrefrenable voluntad de lanzar un tremendo puñetazo. Mostrando la serenidad que le daban algunas décadas de actor y espía, manifestó con una dicción perfecta y su voz agradable y particular. —Embajador, me niego a discutir con usted. He estado con esta gente. Los he observado continuamente. El caso Hoover y el Proyecto Largavista se acabó. Se acabó el jefe del Bureau. Será su oportunidad para colocar su hombre... Nixon pareció tranquilizarse. Dio unos pasos en silencio, luego miró a los otros que estaban tensos a la espera de sus palabras. Había pensado cosas terribles. Pero aquellas palabras... Eran sabias. Sí, sí. Después de todo, él era un político. Si, sí. Con buenas cartas en la carrera. Dio otros pasos y otras miradas voraces. —¿Qué opinan? ¿Será posible todo esto? Ahora todos miraron a Tolson. Nadie habló ni se movió. Dulles fumaba su pipa tranquilamente en un rincón, con una suave sonrisa de triunfo. Nixon lo miró. Luego miró a Tolson, que ahora tenía el rostro repuesto, con el hermoso pelo rubio cayéndole sobre la frente. Y era lo único hermoso que tenía, pues los hilos de sangre se empezaban a coagular sobre su piel. —¿Qué sugieres que hagamos ahora? Tolson, que parecía estar bien un segundo antes, cayó de rodillas prendiéndose del saco negro de Nixon antes de golpear fuertemente el suelo. —¡No, no, Edgar, no! ¡No, no, Edgar, no! Gritaba sin cesar en medio del llanto. Y nada más le pudieron sacar. Ni hubo interés de nadie. Ya vendrían otros protectores que duraran menos y cumplieran la misión con igual eficiencia. Los archivos no interferirían más. No de aquella manera ni con aquel estilo. Y eso fue todo. |
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