Ganadores

Capítulo 1
por Tarik Carson

1

Durante una semana hubo suaves vientos del este y la ciudad estuvo cubierta por el tenue polvo blanco canceroso que cubría la tierra. El viernes de mañana la gente empezó a salir de los abrigos, y a mediodía el informativo oficial anunció que no había peligro y todo podía volver a la normalidad. A la una se vio el sol debilitado en el cielo ceniciento, y los camiones recolectores salieron a las calles a limpiar la ciudad.

 

Leo Shapiro los observaba desde la ventana de su dormitorio, en un tercer piso de un viejo edificio en ruinas parcialmente calcinado. Leo era un hombre regordete y bajo, casi calvo, con facciones aplastadas y sinuosas que daban la impresión de un pan mal levado. Tenia las uñas inmensas, espatuladas, pero impecablemente cuidadas para la época, y su orgullo intimo residía en su boca, carnosa, llena de curvas y tremendamente activa. (Esta era la opinión de unas mujeres a las que había amado; opinión que al venirle a la mente siempre lo ruborizaba.)

 

Casualmente, parado tras los vidrios sucios, pensaba en ellas, las mujeres, y en el pasado, mientras su mirada se fundía melancólicamente sobre la calle fría. Su recuerdo era tan intenso que casi no veía lo que miraba, y por unos instantes sentía una mezquina y extraña felicidad a pesar de todo. Nunca podía lograr que esos instantes fueran más que minutos y ni eso. Y esa vez, cuando salió de ellos, vio abajo, en la calle, el camión y los hombres de blanco. Recogían los cadáveres de la semana, y un cuerpo le dio una horrible impresión. Iba en la camilla, y un brazo, como si estuviera desprendido del cuerpo y sostenido solo por la ropa, se caía y balanceaba rozando el sucio. Los camilleros tuvieron que levantar el brazo varias veces y colocarlo sobre el cuerpo, hasta que llegaron al camión para tirarlo adentro.

 

Luego de un rato de profunda angustia, Leo Shapiro levantó los ojos, y observó una vez más el inmenso letrero frente a su edificio. SI SU VECINO TIENE UN AUTOMÓVIL, USTED NO PUEDE DEJAR DE COMPRARSE EL ULTRAMODERNO ZX100. DEMUESTRE HOY MISMO SU SUPERIORIDAD NO PERMITA QUE LE LLEVEN VENTAJA. Una lágrima se desprendió de un ojo de Shapiro y corrió veloz por su mejilla reseca y mal afeitada.

 

Fuertes golpes en la puerta lo sacaron del panorama. Levantó el brazo y se pasó el dorso de la mano por la mejilla. Apretándose los ojos. casi disgustado por la extraña llamada, demoró algo en abrir la puerta.

 

En el oscuro pasillo había tres hombres.

 

-¿Leo Shapiro? - preguntó el que tenía facciones de murciélago y mirada penetrante. Se le acercó demasiado y le mostró una placa oficial. Agregó, mirando hacia adentro de la pieza -: Responderá algunas cositas- Sí, que hablará.

 

-Podemos hablar acá - dijo Shapiro, abriendo algo más la puerta, incómodo, tratando de disimularlo -. Si no es nada importante...

 

-Vamos. Vamos - repuso el hombre mirándolo firmemente a los ojos. Lo tomó de un brazo y con un gesto de impaciencia lo tiró hacia afuera. Manifestó con rabia -: Vas a hablar como una radio antigua, inmundicia.

 

Shapiro pudo entornar la puerta mientras el hombre le retorcía un brazo empujándolo hacia las escaleras. Shapiro dijo que no llevaba documentos. Uno de los hombres que estaban atrás lo tomó de la solapa del saco, y el otro hombre le dio un culatazo en las costillas con un arma larga que había ocultado dentro del abrigo. Shapiro trató de evitar lo que pudiera cumpliendo rápidamente las mínimas sugerencias de los hombres. Tal vez no fuera nada importante. Pero luego, cuando lo soltaran, tendría que caminar, y si lo encontraba una patrulla, volvería preso hasta que pagara la multa por no llevar identificación. Eran las leyes, y no se debía escapar al deber de cumplirlas.

 

En la Central lo identificaron por la voz y la mano, y lo trasladaron a una pieza vacía. No le pegaron, lo empujaron de acá para allá. Había una satisfacción en esto, y cada funcionario que pasaba a su lado lo empujaba con el hombro, o con la mano o hasta con el pie, como si fuera una caja fuera de lugar.

 

Después lo empujaron a otra pieza que tenía una mesa y dos sillas. Le dolían los pies, pero si tomaba asiento sin permiso lo podrían volver a golpear. Probablemente lo observaban, aunque no imaginaba por qué. Sabía de personas, a las que habían tenido años recluidas por equivocación. Si se preocupaba, se perjudicaría inútilmente, y además aceleraría su ritmo cardíaco y los pondría sobre aviso tras algo que no existía. Sólo la mente era inescrutable para los sistemas de seguridad; con su mente podría contar por el momento. Además, qué le importaba todo ya. No había nada que temer realmente, ni mucho que desear o amar. Se presionó las sienes con los pulgares y empezó a dejar de pensar. Poco a poco se fue aletargando, aunque le dolía el costado por el golpe. Había buena ventilación, y el piso estaba limpio. Mantenía los ojos abiertos, por si lo observaban, pero estaba casi dormido, con la mente quieta. Sus latidos de corazón se tranquilizaron cada vez más, y lo único que hizo fue cambiar de pierna de apoyo cuando una empezaba a dormírsele. La piel de la espalda se le endurecía por la frialdad de la pared, y él trataba de que el frío y el dolor del golpe se confundieran.

 

Cuando entró el interrogador, ya había perdido la noción del tiempo. El hombre se sentó y puso dos vasos y una botella de agua sobre la mesa. No dijo nada ni miró a Shapiro, llenó los dos vasos y le ordenó, sin mirarlo, que tomara asiento.

 

-Conoció a Aaron Spitzer - dijo el hombre, tan ambiguamente que era difícil saber si estaba preguntando, afirmando o hablándose a si mismo.

 

Leo Shapiro dijo que si, y luego recién se dio cuenta del verbo en pasado. Se quedó callado.

 

-¿Desde cuándo? ¿Y cómo?

 

Shapiro habló tratando de hacerlo claramente y sin detalles. No sabía ni imaginaba qué ocurría, pero deseaba ser claro para que no le repitieran infinitamente las preguntas. O por lo menos, deseaba no enredarse estúpidamente por cansancio, sin tener nada que ocultar.

 

¿Por qué eran amigos? ¿Conocía a su familia?

 

¿Desde cuándo no lo veía? ¿Qué ideas políticas tenía? ¿Y sobre la forma en que funcionaba el Sistema? ¿Qué pensaba sobre la Libertad Total? ¿A qué grupos había pertenecido? ¿Era resignado o rebelde? ¿Aceptaba los conceptos del Optimismo Liberal? ¿Era pesimista? ¿Hablaba poco? ¿Era pesimista? ¿Hablaba poco? ¿Era violento? ¿Tenia dinero? ¿Su mujer, había vivido con otros anteriormente? ¿Donde estaban ahora? ¿Le gustaban las artificiales? ¿Usaba drogas con frecuencia? ¿Qué pensaba del Líder y de su concepto de la Libertad Total? ¿Qué hacía con los bonos que escondía? ¿Qué había inventado últimamente? ¿Sabía manejar armas? ¿Dónde las tenía escondidas? ¿Y que opinaba sobre cómo iban las cosas?

 

Tal vez fuera de madrugada cuando el interrogador se retiró. Enseguida entró otro. Todos se parecían. Tenían sonrisas amigables a medias y se movían con precisión y movimientos cortos y económicos. Podían ser máquinas, aunque era posible que lo parecieran intencionadamente. Era, con seguridad, un entrenamiento encomiable, para gente selecta, que se extendía como un líquido entre las articulaciones del poder.

 

-Muy bien -dijo el hombre-. Usted es un hijo de puta, pero creo que avanzamos. Ahora cuénteme la última vez que lo vio. Y sí que me lo contará. Hablará como un cobarde. El hombre se golpeó un puño contra el otro varias veces mirando los ojos de Shapiro.

 

Este, por un momento, tuvo la impresión de que se burlaban de él, y no le sorprendía que ahora lo insultaran. Era una forma casi cariñosa de hacerlo y pasaba desapercibido. Evidentemente, pensó, cada uno tenia su sello particular.

 

-Hace algunas semanas que lo vi por último -contestó, mirando sólo durante un segundo los ojos del otro-. Fue en un café, donde los viernes nos reuníamos. Luego de ese encuentro él dejo de concurrir. Supuse que había muerto. Es lo primero que pensamos siempre. Usted, sabe, estos pensamientos son comunes ahora. En fin, no había que pensar mucho en ello, por otro lado -. Sonrió alzando los hombros, y miró al interrogador con timidez -: hemos comprendido la idea del Optimismo.

 

-Ahórrese el sarcasmo conmigo, imbécil hijo de puta. Hablame de la última vez. ¿Qué le oiste decir? Quiero saberlo todo, quiero que vomites todo, ¿entendido? Quiero saber hasta qué medias llevaba. ¿Entendido, rata inmunda?

 

Shapiro se estremeció y sintió una depresión en el pecho. Le gustaría responderle al hombre que no era un sarcasmo, sino una forma de seguir vivo. El Gobierno hacia lo posible para proteger la vida de los ciudadanos. Ahora se preocupaban por su amigo Spitzer y estaba bien.

 

-Hablamos poco -dijo-. Había ido mucha gente, y él se retiró temprano. Estaba raramente alegre, y me dijo que todo estaba arreglado. No supe a qué se refería. Cuando se lo pregunté me dijo que se iba al sur, que tenia un problema que yo podía resolverle sin mayor esfuerzo. Le contesté que si no era demasiado, estaba bien. Me dijo que sabía que allí no se podía hablar, y que lo había escrito. Me tendió un sobre, pero cuando fui a abrirlo me sujetó la mano. No era nada importante, agregó, sería mejor que lo leyera en mi casa. Luego alguien se acercó a nuestra mesa con nuevas fotografías y creo que esto lo ayudó a irse rápidamente.

 

-¿Así nomás? ¿No lo saludó? Vamos, vamos. Me está ocultando algo. Quiero detalles.

 

- Dijo que nos veríamos. Alcancé a preguntarle cuándo se iba, y me dijo que todavía no. Eso fue todo, No lo volví a ver.

 

-¿No le parece raro todo esto? –preguntó el hombre, mirándolo con fiereza a los ojos-. Me está ocultando algo. Basura inmunda. No lo estará haciendo. ¿no? ¿Sabes a que te expones, cretino?

 

Shapiro sintió nuevamente la sensación de una broma absurda. No se sentía mal por esto, pues asombrarse aún era señal de vida preciosa en el presente. Su espíritu, anestesiado desde hacía tanto, ya no se extrañaba con la falta absoluta de racionalidad exterior.

 

-No. No me pareció raro eso -contestó casi renuente a explicar algo que era tan obvio. Pero debía hacerlo -: No me asombra nada tan sencillo como no ver más a alguien estimado. Creo que debo colaborar, y ser positivo. Siempre recuerdo el mensaje: Vivimos en el país de la Libertad, porque en Dios confiamos.

 

El interrogador lo miró fijamente un largo rato. Parecía dudar sobre la posibilidad del uso de otros métodos de interrogación; o buscaba un nuevo insulto que le causara un cosquilleo de humor y que fuera humillante como una bofetada. Era una pena que en esto no pudiera crearse algo nuevo. Ya casi nadie se impresionaba con los insultos. No había humor, la sal de la vida, y tampoco se apreciaba la humanidad de los interrogadores que, como él, usaban métodos suaves y refinados. Quien oyera este pensamiento se reiría; sin embargo, él nunca había tocado a un prisionero. Iba contra su religión, y nadie lo sabía.

 

Shapiro, en cambio, algo asustado, no imaginaba qué decir si el hombre lo presionaba aún más. No quería mentir; después sería peor. Podía arrodillarse, rogar, y hasta llorar auténticamente, y sabía que no serviría.

 

Vio con alivio que el hombre sacaba una hoja del portafolios.

-Esa es- reconoció Shapiro, pensando ahora en las cosas, muy escasas, que restaban en su casa, y que ya podían estar en las casas de aquellos hombres. Por suerte, nadie quería tener un viejo sillón de principios del siglo XX, o una máquina de escribir de la Alemania prenazí. ¿Y los bonos? Bueno, los había ocultado, y nadie sabía de ellos-. Esa es la carta - repitió con voz débil.

 

-¿Y usted cumplió con este pedido?

 

-Claro -dijo Shapiro-. No era demasiado difícil.

 

- Marica libidinosa - dijo el interrogador con lentitud.

 

-De pie- ordenó un hombre bajo, uniformado, con gran bigote negro y peluca de mala calidad con tonalidades rojizas. Era el Juez Militar.

 

Leo Shapiro aún no había comprendido del todo la acusación, y sentía que tampoco le importaba mucho. Prefería pensar que, si lo condenaban, por lo menos estaría protegido del polvo y de las nubes radiactivas. Esperaba eso, quería creer que le daba lo mismo. Ya no volvería a ver a los amigos del café, las hermosas exposiciones de mujeres desnudas, aún cuando fueran una ilusión que duraba tan poco. El mismo, como esas ilusiones, en un mes tal vez ya no respiraría por más libertad que tuviera.

Podría estar putrefacto y carcomido bajo tierra y en total libertad. Se puso de pie lentamente, casi jugando con la idea de faltarle respeto al Juez y quedarse sentado. Eran tan ridículas todas las antiguas farsas de ponerse de pie para oír sentencias. No, no solamente esas farsas eran ridículas, sino absolutamente todo el universo en aquel y todos los momentos, pensó.

 

-¡No! -gritó mirando hacia arriba con los ojos húmedos-. No creo en absoluto sobre el dichoso Año del Optimismo ni en eso de que En Dios Confiamos, ni en la maldita mierda que ustedes producen. Y si fuera una lombriz no la comería. Lo juro por Dios.

 

-¡Cállese, insolente!- gritó el Juez enrojecido de furia. Golpeó brutalmente el martillo sobre el escritorio -. ¡Canalla desclasado! Recuerde que está frente al Tribunal de Honor de la Nación. ¡Basura innombrable! Le agregaré cargos por ese atentado a la fuerza moral de las autoridades.

 

Luego todo se calmó, y al fin solamente esta nota violenta empañó la corrección del juicio. Todos los demás miembros del Tribunal estaban tranquilos, uniformados impecablemente, con el pelo recién cortado. Había un aspecto de sanidad e higiene irreprochables. Los muebles y el piso brillaban y por un gran ventanal parecía verse el sol en su esplendor. No había allí picados por la radiación o secos por el cáncer. Detrás del Juez, contra la pared, estaba la honorable bandera de la Nación. El Juez se tocó el grueso bigote e hizo una seña a un joven oficial. El oficial se parecía al Juez y a otros altos oficiales, con bigote y una voz clara y firme. Shapiro pensó que con aquellos cepillos tremendos perderían muchas sensaciones táctiles de indudable sensualidad; luego de un rato pensó que, posiblemente, al revés de él mismo, las tendrían si sus compañeras fueran de carne y hueso. El joven oficial empezó a leer el papelito que le alcanzó el Juez; mantenía la mano derecha sobre el corazón, donde el emblema nacional estaba cosido sobre el hermoso uniforme azul y rojo.

 

-Ciudadano Leo Shapiro Berstein, se le ha encontrado culpable de homicidio involuntario y este Honorable Tribunal, cumpliendo estrictas funciones de emergencia nacional, lo condena a cadena perpetua con trabajos forzados.

 

"Por Dios - pensó Shapiro casi incrédulo, mientras dos guardias lo arrastraban fuera del salón -. 0jalá me envíen al sur, al hielo."

 

Mientras lo arrastraban alcanzó a ver que el Juez (el Honorable Bernardo Kissinfeld, en situación de retiro) miraba distraído a su alrededor, mientras disimuladamente metía un dedo bajo la peluca y se rascaba e! cráneo calvo. Shapiro ignoraba que el hombre había usado el mejor pegamento, que sólo le había dado escozor justamente en el momento de sentir una profunda emoción de honra al cumplir con su delicado deber.  

...........................

 

Esa semana había aclarado el miércoles al atardecer. Los recolectores de cadáveres empezaron a trabajar el jueves de mañana. Seguramente habían recogido la cantidad prevista. El viernes todo estaba mejor. La gente empezaba a perder el miedo, el aire estaba limpio y se podía ver a una cuadra de distancia. Los informativos decían que recién el domingo se preveían nuevos vientos envenenados del Pacífico. De nubes no se hablaba nada, así que, sin duda, habría varios días luminosos, que darían la espléndida y útil sensación de normalidad.

 

El viernes Shapiro salió de su casa a las seis de la tarde, y no encontró a nadie cuando llegó al café. Esperó dos horas mirando la poca gente que salía a pasear lentamente. Algunos aún mantenían con vida pequeños animales, y los paseaban bajo el brazo como si fueran tesoros antiguos e irrecuperables. Shapiro se paró varias veces y caminó hasta el servidor automático. Le gustaba hacer eso, y necesitaba estar solo frente a todas las cosas automáticas. Se manejaba mejor que con algunos seres humanos que siempre querían venderle algo. Sí, estaba eso de la Hermandad Americana, también los Negocios en Libertad, pero él prefería estar solo muy seguido. Introdujo una moneda y la empujo con la lengüeta hasta que sintió el clic. Luego retiro la lengüeta con la moneda en la punta y esperó que la máquina terminara de llenar el vaso de té y lo expulsara. No eran mas que tes de la peor calidad, pero así ahorraba algunos bonos. No sabia para qué ahorraba, es verdad. Tal vez por costumbre, o quizás porque esperaba vivir muchos meses más; o tal vez porque se había dejado persuadir por la propaganda que estaba en todas las cosas imaginables.

 

Ese día tan inofensivo, excelente para hacer el amor a la antigua usanza, no llevó mucha gente al café. Habrían aprovechado para salir al campo, o a los parques y ver cómo anochecía. En el presente las sensaciones de la naturaleza eran algo especial, aunque no fueran ni la silueta del pasado. De esto hablaban, en cierto momento, cuando Aaron Spitzer mencionó el contrasentido de las cosas.

 

- Mira - le dijo a Shapiro -. Estoy en un aprieto. He tenido unos hijos por simple esperanza en el Mundo Americano. Y ahora no puedo mantenerlos. El otro día se me murió uno. La vez pasada se me murió otro por el polvo. Se nos escapó y no pudimos encontrarlo. Hicimos la denuncia y el Servicio lo trajo muerto, como si lo hubieran bañado con ácido. Mi mujer está enferma pensando que lo usaron para algún experimento, y los planificadores le dijeron que ha cometido un gravísimo delito social. Primero habían dicho que había que tener la mayor cantidad, y ahora resulta que es un delito grave.

 

La mirada de Spitzer se perdió en la lejanía, al tiempo que callaba para recubrirse de otros pensamientos. Era un hombre seco, pálido y con un cráneo muy desarrollado y huesudo. Su nariz era plana y curva como la punta de un cuchillo. Usaba antiguos lentes redondos de carey, con cristales tan gruesos que casi no dejaban ver sus ojos acuosos y movedizos, llenos de un temor que veía en todas las cosas.

 

-Ahora eso no tiene arreglo - dijo Shapiro mirando hacia afuera del local. No le interesaba aquello de los hijos y sus problemas. Sí que era triste creer en el Futuro. Era mejor lo que hacia él; las artificiales eran el único invento rescatable. Hacían olvidar y acortaban el camino hacia la muerte. Además, toda miseria lo ponía nervioso, y le parecía que su amigo Spitzer iba a perder los lentes en cualquier momento y aquello iba a ser un desastre para los dos -. Traeré otro le - dijo, tratando nuevamente de barrer las ideas tristes -. Pago yo.

 

-No sé qué hacer - murmuró Spitzer mirándose con tristeza en el vidrio que daba a la calle. Vio su propia cara demacrada y anacrónica hasta que alguien le preguntó si le interesaba comprar una revista sobre las nuevas formas del sexo artificial con drogas.

 

Shapiro regresó con los vasitos de té. Alguien estaba diciendo:

 

-Preserva las cosas buenas de la vida. Una hermosa historia sexual entre máquinas inoxidables electrificadas.

 

Era el doctor Milstein, un hombre de ochenta años que se había "preservado" por su hábito de vivir leyendo. Le gustaba especular con la procreación y se especializaba en el conocimiento de las mujeres por las formas y dimensiones de sus bocas. Naturalmente, siempre era el centro de las reuniones.

 

-¿De qué hablan? - preguntó Shapiro.

 

-De una historia posible - dijo el doctor, y mencionó un titulo.

 

-Prefiero a los autores modernos, o libros escritos por máquinas directamente y sin mentiras -dijo provocadoramente Shapiro con una sonrisa-. Creo que todos eran optimistas en el pasado.

 

Miró a través del vidrio y no vio nada de lo que miraba Spitzer. Generalmente evitaba prestar oídos a las teorías del doctor Milstein, decía algo contrario a la corriente y se recluía en su mundo sin oír nada más. Spitzer, frente a él, seguía mirando hacia afuera, y pensaba en las máquinas. Quizá en algo que nunca había estado antes en su mente. Tal vez fuera posible retroceder en la evolución, siendo que era imposible avanzar. Ese parecía ser el mensaje esotérico del curso de la catástrofe que nadie había entendido.

 

-Preservar lo bueno, ése si que es un sueño - dijo Shapiro con una sonrisa.

 

-Cuidado con los sarcasmos este año -dijo alguien en otra mesa, y se hizo un corto silencio porque estas palabras habían recordado algo oscuro.

 

-Si retrocediéramos un siglo nos asustaría la muerte –aseguró el doctor Mitstein al rato-. Y ahora estamos a su lado y nos vamos superando. Según mis estadísticas fornicamos mas que nunca, y con absoluta libertad, aunque sólo queden dos mujeres para siete hombres. Bastan unos bonos y está. Nadie previo estos beneficios mecánicos.

 

Shapiro miró a Spitzer. Afuera pasaba lentamente un blindado de Seguridad. En sus costados se veían carteles luminosos de propaganda. NO TRAICIONE A SU PATRIA. COMERCIE LIBREMENTE Y DEFIENDA SU DERECHO A SER RICO, O COMO QUIERA. SÚMESE A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD. Las consignas brillaban intermitentemente, pero ya no significaban demasiado. Al rato, cuando el vehículo parecía haberse ido, aparecieron dos guardias con un cañón identificador grande. Se colocaron en la puerta del café y barrieron el lugar. Esperaron unos segundos mirando el visor del cañón. Hubo una señal sónica y volvieron al vehículo blindado. En el café, la conversación. que había decaído, empezó a elevarse lentamente, pero ya nadie se sentiría feliz aquella noche.

 

Cuando quedaban muy pocos hombres, casi todos vendedores de revistas y libros sexuales, Spitzer le dijo en voz baja a Shapiro:

 

Tengo una idea interesante. Te acompaño unas cuadras y te la cuento.

 

...........................

Afuera casi podían verse las estrellas en la fosforescencia del cielo. No había viento y la noche era agradable. Leo Shapiro pensó que había que tomar cualquier momento, aquel por ejemplo, apresarlo y exprimirlo como si fuera una fruta madura. Hinchó los pulmones y sonrió al no poder olvidar que estaba inhalando un 80 por ciento de posibilidades de cáncer pulmonar. Dijo:

-Pienso visitar la plaza. Hay modelos nuevos. No quisiera cansarme mucho hoy. Aunque puedo agitarme y no habrá problemas. Necesito sacarme un peso de encima.

 

-Nunca envejeces - comentó Spitzer-. ¿Cuánto cobran ahora?

 

-Lo mismo, ahora nada aumenta -dijo Shapiro, pensando en los cambios que todos habían aceptado. Ya no tenía vergüenza de hablar de dinero sobre aquello, lo hacia con orgullo. Agregó -: No es por dinero. Es difícil hacerlo así. pero ¿qué otra cosa podemos hacer? No tengo ganas ni posibilidades de nada más. ¿entiendes? No quiero reprimir mis glándulas nunca más,

 

-No te ocuparé demasiado -aclaró Spitzer -. Te quería consultar sobre esa máquina, la que preservaba cosas.

 

-No creo que valga la pena. Tu problema es el de siempre: los bonos, el dinero que no te alcanza. Te puedo prestar algo, naturalmente.

 

-Sabes que no me interesa eso. Es que tengo una idea.

 

Cruzaban una plaza. Shapiro tuvo ganas de preguntarle cómo se podían hacer tantos hijos en un mundo así. ¿No había una clase de lástima especial para los hijos?, pensó. En un edificio había un gran letrero que emitía rayos de luz intermitentes y un zumbido profundo y potente. Los hombres se detuvieron un momento. CONSUMA UN PAQUETE. CASA AMUEBLADA. AMIGOS, SOL Y MAR, Y UN JUEGO DE DOCE MUJERES ETERNAS A ELEGIR, 15 DÍAS EN EL PARAÍSO. VÍVALO HOY Y PAGÚELO DESPUÉS. DEMUESTRE QUE PUEDE CON TODO. Siguieron caminando lentamente en medio del enceguecedor brillo lunar que se expandía por la calle.

 

-Imagínate que todos nuestros problemas surgen por esta condición humana -dijo Spitzer-. Tenemos necesidades y sin satisfacerlas nos morimos. Nos acostumbran a algo y después somos esclavos para siempre. Y cada día la presión será peor.

 

-Pero si sales de la condición humana, ¿qué serás? ¿Hay un remedio?

 

-Si, si nos transformáramos -argumentó Spitzer.

 

-Hace siglos que lo hacernos.

 

-Vamos, Leo, no me refiero a eso. Te hablo en serio. ¿Acaso no conoces mi trabajo, lo que he hecho?

 

Shapiro sonrió, miró a su amigo y le golpeó la espalda suavemente,

 

-Sé tu capacidad y la mía y la de otros. –Con un suspiro de cansancio, agregó-: Pero, para mí, esto es demasiado.

 

Aún caminaron juntos unas cuadras. En la inmensa explanada del Ministerio de Salud los ciudadanos podían observar en oculares todos los tipos de mujeres posibles. Shapiro tenia debilidad por los guantes estrechos de cabritilla, y extendía esa debilidad a otras cosas. Spitzer se sintió molesto a su lado; se quedó atrás con aspecto distraído. Deseaba irse a casa, retirarse de aquel diabólico lugar cuanto antes.

 

-¿Es por los bonos? -preguntó Shapiro sin dejar de mirar por el ocular-. Yo te invito. Vamos a casa, lo pruebas y te vas. Mañana la devuelvo por ti.

 

Spitzer no le contestó, tenia las manos en los bolsillos y encogía los hombros como si sintiera frió.

 

-No podría. No funciono así. Es un problema mental -dijo como si clausurara el problema-. Además del dinero, claro está, y mi mujer. Gracias de todos modos,

 

Spitzer se retiró sin volverse y a unos diez pasos se volvió. Dijo:

 

-¿Sabes lo que le dijo un famoso artista a un amigo? Pudiste hacer algo, pero dejaste tu talento en el fondo de unas vaginas. Espero que el tuyo no acabe en el fondo de unas bolsas de plástico.

 

Había mucho ruido en la plaza y nadie lo oyó.

 

Spítzer pasó algunos meses sin ir al café. A nadie extrañó su ausencia, pero algunos se alegraron cuando regresó. Lo que tal vez habían dado por perdido volvía a la vida, y era una esperanza que se extendía a todos. Posiblemente, los hechos terribles del pasado se empezaban a diluir con el tiempo y las nubes empezaban a quedar atrás. Entonces podía sentirse la razón de los hombres del gobierno. Había que ser optimistas, y eso era lo que muchos pensaban cuando alguien reaparecía.

 

Leo Shapiro fue el que más se alegró, aunque no creía demasiado en el Optimismo. Esa vez pensó que, después de todo, no había que ser tonto para inclinarse a procrear con una humana en vez de satisfacerse con la nueva tecnología- "Si todos fueran como yo, pensó, el mundo no existiría, ni el sufrimiento, ni la vergüenza de gozar con miserias. Y estoy totalmente equivocado."

 

-La charla que tuvimos - dijo Spitzer cuando estuvieron solos en una mesa.

 

Habían tenido muchas conversaciones sobre todo, Shapiro quería evitar el recuerdo de la media docena de hijos de su amigo, ni qué comían, ni qué vestían, ni cómo vivían, ni en lo penoso que podría ser su holgada mujer criando niños llorones para que después el polvo atómico y el cáncer o tas redadas para experimentos los transformaran en gotas de agua en el desierto.

 

- Casi no se puede creer - agregó Spitzer con una sonrisa -. Lo he logrado.

 

-¿Qué has logrado. Aaron? - Shapiro miró hacia afuera con tristeza, como si no le interesara la respuesta.

 

-La máquina.

 

-¿Qué máquina? ¿No te cansas nunca de las máquinas, eh?

 

-Alguna vez analizamos el motivo de nuestros problemas.

 

-Es posible -dijo Shapiro algo exasperado-. Es posible que te haya escuchado, sin discutir nada. No lo recuerdo ahora.

 

-El motivo es que somos seres humanos -afirmó Spitzer tocándose el pecho con los dedos separados. Shapiro se fijó en la fina alianza de oro en el dedo anular y meneó la cabeza -. Los animales no tienen estos problemas, ni pueden degradarse ni degenerar sus condición.

 

Shapiro se rió.

 

-Qué te voy a decir- comentó.

 

- Pero, como sabemos, los insectos son los que van bien, y aún más. Son el verdadero futuro, sin palabras. No hay duda de esto.

 

Shapiro se rió nuevamente y vio su cara reflejada en los vidrios que daban a la calle. Su cara era más repulsiva cuando reía, y lo sabia. Nunca pudo cambiar esta repulsión que afectaba a mucha gente. Por la calle pasaban ahora varios vehículos de la Seguridad blindados. Los guardias iban detras de los gruesos vidrios oscuros y eslos reflejaban las luces de los anuncios que bordeaban los edificios de esa parte de la ciudad. "Es absurdo que haya tantos avisos para lan poca gente", pensó. Por un segundo se asomaron unas lágrimas a sus ojos, "No hay descanso, - pensó, temeroso por sus estados emocionales. nunca se puede salir de uno mismo."

 

-Querido Aaron - dijo casi sin ganas -. Desde el siglo pasado se sabe eso y mucho más. Pero no sirve para nada. Nunca sirvió saberlo.

 

-Mierda -exclamó Spitzer-. Lo he hecho, y no importa tu opinión.

 

Durante unos minutos estuvieron quietos. Shapiro se levantó y depositó fichas para dos tés. Hizo un esfuerzo para traer los vasos hasta la mesa sin volcar ni tropezar con nadie. No le desagradaba, sin embargo, aquel desorden y le traía buenos recuerdos. Ese día en tas mesas había centenares de fotografías tridimensionales de hombres y mujeres desnudas, en posición, y los hombres reían, tomaban té e intercambiaban experiencias y fantasías de lodo tipo sobre el sexo.

 

- Eh - dijo Shapiro, llegando a su mesa vacía. ¿No vieron a Spitzer?

 

Nadie lo oyó. En ese momento llegó un vendedor de visores móviles y todos querían ver más de cerca las hermosas bocas de damas y su correspondencia científica, según la teoría del Dr. Milstein.  

 

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Era raro que todavía fueran necesarios los carteros y el correo. Pero, según las estadísticas del gobierno, era la institución que mejor funcionaba. El éxito se debía al nuevo Sistema Libre de Ventas por Correo y a la idea fija: NO SE MUEVA DE SU CASA Y HÁGALO A SU GUSTO CON UNA COMPRA. Todo lo que Shapiro tenía estaba en su pieza, y le sorprendió que alguien le escribiera. Aunque podía ser algún comunicado del Ministerio de Impuestos al Sexo en uso; aunque él había pagado cuotas adelantadas. Pero era de Spitzer, y Shapiro abrió la carta pensando que ya estaría en el sur o en otro lugar remoto. "Lo que no puedo creer es que piense que allí estará libre de lo que ocurre acá", dijo a media voz. La carta, sin embargo, estaba sellada en la ciudad, y al dorso llevaba el lema obligatorio para el mes: SAQUE UN CRÉDITO, Y PAGÚELO CUANDO QUIERA. Era raro que Spitzer no hubiera venido a verlo, aún con su enojo. Su casa todavía estaba en pie, a la vista. Podría venir gratis en su máquina de! tiempo. Era tan cómico esto.

 

Shapiro se tiró en su raída butaca de estilo. Leyó: "Estimado amigo: Del círculo de Amantes solamente te he estimado a ti. En realidad, nunca me importó un rábano la delicia femenina expresada en los labios y toda esa cháchara absurda, y no sé cómo llegué hasta allí tantas veces. Paso a lo mío. He tenido éxito. Un gran éxito, tal vez tardío y solitario para siempre. Sé que el futuro está en otra especie; no en la nuestra. Mi lema favorito ahora es: PASA A OTRA COSA Y SERAS FELIZ PARA SIEMPRE. Y sé que suena a broma. Si es que todavía vives, quiero pedirte un favor, ya que pienso lograr el regreso para contarte algo que aún no crees posible. Te ruego que vayas a mi casa cada mes, y en lo posible la mantengas limpia. Sé que nadie la ocupará jamás, ni la demolerán. (Y si así fuera, mejor para nuestro caso.) Esta petición te parecerá rara ahora. Confía en mi una vez más. Espero volver pronto, y entonces té lo explicaré. Mientras tanto, sigue con Optimismo y cuídate encarecidamente de los súcubos que ahora viven en el plástico - sabes a lo que me refiero. Un abrazo. Aaron."

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Durante un mes los embates climáticos de continuo fueron letales. Cuando el viento barría el polvo, venían las nubes brillantes, casi cegadoras; había uno o dos días de sanidad y luego nuevamente soplaba el viento con el polvo venenoso. Shapiro no había pensado más en la carta, y hasta se había sentido molesto por tener que ir a limpiar una casa vieja, casi derruida, lejos del centro. Además, era irritante tener cara de sirviente, o de imbécil. Él apenas limpiaba su propia casa, considerando justamente que los minutos de vida habían subido de precio al grado de no tenerlo.

 

Cuando tuvo ganas de caminar, conectó la radio para conocer el pronóstico. DEFIENDA SU STATUS DE VIDA. COMERCIE LIBREMENTE. EL GOBIERNO LO PROTEGE. SEA OPTIMISTA EN EL AÑO DE LA PAZ UNIVERSAL. CELEBRE EL 23 EL CUMPLEAÑOS DE NUESTRO LÍDER. AGRADEZCÁMOSLE LO MUCHO QUE LE DEBEMOS. En todos los canales pasaban el disco cada cinco minutos. Después dieron los pronósticos para las próximas 6 horas. "Ellos nunca se equivocan, pensó, pero durante 3 horas tal vez todo esté bien." Trató de caminar rápidamente. En todo caso, al regreso, tomaría el subterráneo. No le haría mal visitar viejos lugares que hacía años no veía.

 

En las afueras de la ciudad, la casa de Spitzer se caía a pedazos. Alrededor y a lo lejos se veían gigantescos montículos de escombros negros, calcinados por la radiación y el fuego. Sin duda, tenía razón, allí nadie querría vivir durante mucho tiempo, por lo menos en aquel siglo. "Pero, para una cura de aislamiento y depresión forzada no estaba mal el lugar", pensó Shapiro, mirando instintivamente la tierra como si pudiera captar la radiación mortal que con seguridad aún despedía.

 

En la zona no había electricidad, pero la luz se encendió. Spitzer había usado bien sus recursos, pensó Shapiro. Lo rodeó un pegajoso olor a perro mojado. Se estremeció y, sin saber por qué, sintió un miedo absurdo, tal vez por el aislamiento, el encierro, o aquel olor a bestia rancia. Entró y salió de muchas piezas. En todas había extraños aparatos fabricados dentro de artefactos comunes, como carcasas de lavadoras o heladeras antiguas. Todo parecía un viejo cementerio con esqueleto-, amenazantes a la vista. "Mierda -pensó-, no creerá que me voy a poner a limpiar todas estas piezas." Miró alrededor buscando una escoba. Podía barrer un poco. Había excrementos distribuidos con generosidad y pisó algo fresco que se le deslizó sobre el borde del zapato.

 

Hacía un rato que barría cuando sintió como si algo se arrastrara. Se dio vuelta rápidamente. Miró alrededor y encontró un caño de acero. Entró a otra pieza. Estuvo quieto un rato hasta que de nuevo oyó el ruido. Venía de atrás de una pesada heladera antigua llena de tubos y engranajes con circuitos electrónicos. Se acercó sigilosamente. El ruido seguía y a veces era interrumpido por un silbido u quejido leve. Miró detrás del aparato y no vio nada. Por un segundo volvió a tener miedo. Podría ser algo que saltara, como una víbora. Se alejó unos pasos y golpeó con el caño el costado de un lavarropas. Hubo un ruido considerable y chillidos aterrorizados detrás de la heladera. Volvió a golpear y a oír los chillidos desesperados, luego, el rasqueteo de patitas en la chapa de metal. Parecían insectos grandes. Se agachó y trató de mirar contra el piso bajo la caparazón metálica. Se quedó quieto durante un rato. Podía dejar la cosa así, y que la casa siguiera inmunda. Si Spitzer volvía quizá tendría que mudarse, y le caería mal su actitud. Esto no le importaba demasiado, pero ya estaba allí y no iba a huir de unos insectos. La pieza tenía dos puertas. Cerró una y salió por la otra. Había mirado detenidamente el piso y las paredes y no había visto ningún agujero grande. En la pieza contigua había una radio y la encendió. Era casi la hora del nuevo pronóstico. DEFIENDA NUESTRA MANERA DE VIVIR. COMPRE Y SEA FELIZ, TENGA LO SUYO. DEFIÉNDALO. DENUNCIE AL BANDIDAJE DE LA REPARTIJA. Apagó el aparato pensando que aún tenía tiempo.

 

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Aquel interrogador lo había saludado con una sonrisa. Le pidió que, por favor, tomara asiento y agregó con otra sonrisa voluntariosa:

 

-Me informan que usted es un viejo cornudo impotente y un hijo de puta que no quiere hablar. Y que esconde armas. . .

 

Shapiro se sorprendió, aunque estaba acostumbrado y prevenido, y no pudo evitar ruborizarse sintiendo que se le oprimía e¡ pecho. Prefirió no decir nada, y para no parecer insolente o provocativo hizo una pequeña inclinación con la cabeza mirando vagamente los ojos del hombre. Si se indignaba podían golpearlo; si se reía, también. Se arriesgó a quedarse callado y serio, con la mirada baja.

 

-¿Cómo lo hizo? - preguntó el hombre, mirándolo a los ojos. buscando un argumento para castigarlo.

 

-Sentí que debía arriesgarme y limpiar aquello, ya que estaba allí.

 

Eran las cinco de la mañana del día siguiente al arresto, Shapiro estaba agotado y apenas podía mantenerse erguido en la silla. Debía hacer un tremendo esfuerzo para abrir los ojos y levantar la cabeza.

 

Estaba barbudo, sucio, con la ropa arrugada y orinada. Le habían dado agua varias veces, y por eso supuso que no lo iban a golpear demasiado. Pero no lo habían dejado ir al baño ni una vez. Sintió un gran alivio ante el vaso de agua, y volvió a alegrarse de que, por el momento, no tuvieran intenciones de lastimarlo. Por lo menos, no brutalmente. Aquella gente era muy meticulosa y jamás permitía que un prisionero les vomitara encima una gota de agua. Shapiro sentía que había hecho lo necesario. Ni un gesto de desagrado o agresividad, ni una negativa, ni una respuesta falsa, ni una mirada de desprecio hacia los interrogadores. Ellos podían haber usado la electricidad en los testículos o en sus encías, o agujas en la uretra y ácido; pero su caso no era importante. Casi imaginaba qué querían –había mucha necesidad de mano de obra gratuita en los campos de concentración- y no era difícil para el Servicio conseguir lo que quería. A él lo único que le faltaba era aceptar concientemente que todo era necesario. No lo iba a manifestar nunca a los demás, porque no se podía parar un tren con la cabeza, por mula que se fuera, pero interiormente deseaba o necesitaba mantener la cordura creyendo en que sólo con un principio podría resistir más tiempo, y quizás sobrevivir.

 

-¿Cómo lo hizo. viejito? - volvió a interrogar el hombre mirándolo con fuerza a los ojos.

 

-Cerré la pieza. Conseguí un gancho, una cadena y un cajón. Me coloqué sobre el cajón, a unos metros. Tenía temor sin mucho fundamento. Enganché la heladera y la tiré al suelo. Ellos aparecieron. Habían hecho nido en la lana de vidrio.

 

-¿Qué hizo luego?

 

Shapiro tomó un trago de agua y miró los ojos vidriosos del otro. Ya no le interesaba si aquello era una insolencia. Estaba agotado, harto de su mismo cuerpo y de la descolorida necesidad de sostenerlo y de fingir una dignidad anacrónica y asquerosa como todo el universo. Tenía ganas de vomitar.

 

-Estaban allí -dijo-. amontonados chillando. Uno se tiró al suelo y se metió de cabeza en un agujero contra el piso. Se quedó atorado en la parte del vientre. Tenían los cuerpos húmedos. Parecían reinas termitas en gestación -torció la boca, asqueado-. No sé si las habrá visto en revistas o películas.

 

La mirada del interrogador seguía fija. como si fuera un loco obsesivo pendiente de algún indicio que le revelara algo, o lodo, sin saber quizá lo que buscaba, Pero no era una máquina. Hacia bien su trabajo y para eso tenía que despreciar a todos los hombres como Shapiro, que eran los enemigos. Le agradaba hablar con educación -en la Escuela de guerra lo habían educado los expertos-, y le gustaba dar la mano con una sonrisa y de inmediato atacar con el insulto más denigrante que pudiera imaginar. Se consideraba el más imaginativo y creativo de su promoción, y tenía en mente siempre un buen repertorio.

 

-¿Que hizo luego? -preguntó sin mover un músculo de la cara-. Hable. ¿O busca que lo convenza de otra manera? Me gustaría hacerlo. Se lo puedo jurar. Y no te gustará, te lo juro.

 

-Creo que no lo soporté -dijo Shapiro usando la energía que le quedaba para no dejarse impresionar por el poder de las palabras. Habló con voz baja y controlada, como en los momentos de mayor presión-: Tuve que hacerlo con el hierro, de lejos. Miré los ojitos que querían hablarme, expresarme algo. Estaban los cuerpos más grandes, dobles o triples, blandos, pegajosos, moviéndose espasmódicamente. Tiré el hierro a uno, que reventó salpicando todo el piso con sus vísceras. Salí de la pieza para limpiarme un zapato. Chillaban todos a la vez. Tenían ojitos claros, verdes como los de Spitzer. Cuando volví con el veneno, estaban todos sobre el herido, que seguía en el agujero, libre ya al perder la hinchazón. Un líquido blanco había cubierto el piso, como si fuera sangre. Rompí el vaporizador, lo tire adentro y cerré la puerta.

 

-Viejo, usted es una bestia sin sangre en las venas -dijo el interrogador como si meditara y llegara a esa conclusión. Estuvo un rato quieto y mientras cerraba su portafolios, sin mirarlo, agregó-: Y ahora, sin hacerme perder la paciencia, dígame: ¿dónde esconden las armas? Y quiero saberlo ahora, hijo de puta.

 

Unos minutos después el interrogador se retiró, pensando en que estaba cansado, y que la abnegación personal por la integridad del país, y su estilo de vida, no tenía precio. Había que sacrificarse para mantener en pie a una gran nación. Ese día había cumplido, se iría rápidamente a su casa y haría el amor con su mujer. Le gustaba creer que el amor sostenía permanentemente al mundo.

 

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Finalmente Shapiro pudo dormir unas horas. Había estado por derrumbarse, sin comer, sin dormir, con su insoportable olor a detritus encima. Ahora no debía preocuparse ni pensar en exceso para evitar sus propios pozos depresivos o la locura. Estaba en una celda casi limpia. Había un televisor sin comandos y pasaban continuamente propagandas comerciales y consejos de comportamiento día y noche sin cesar. También había arengas sobre PATRIA, FAMILIA Y PROPIEDAD. Y seguía: SI USTED TIENE BONOS, TODO ESTA RESUELTO (y acá había una agradable distensión en la amable voz del locutor). COMERCIE LIBREMENTE EN LA AMÉRICA DE LOS AMERICANOS. EL MUNDO AVANZA CON EL INTERCAMBIO. EL DINERO ESTA EN LA CALLE, Y NO REHUYAMOS LA FELICIDAD QUE NOS REGALA. Siguieron los consejos para el cabello: USTED NO PODRA SER SEXUALMENTE FELIZ CON UN CABELLO RESECO, EMPIECE POR SUS HIJOS. AFIRME SU SEXUALIDAD Y DELES UN FUTURO HOY MISMO. USTED ESTA ASEGURADO (y de nuevo la suave voz del locutor se distendía como una caricia deliciosa). Luego, justamente cuando se anunciaba un consejo sobre estiramientos masculinos especiales, dos guardias irrumpieron en la celda y lo sacaron arrastrándolo por las orejas.

 

Fn una piecita fría e higiénica, el Honorable Juez Kissinfeld le dijo:

 

-Será juzgado públicamente, como corresponde.

 

Sliapiro se mantuvo callado pensando que el Juez era casi idéntico a un amigo homosexual que tuvo en su juventud. Pero su amigo -muerto en el frente donde se usaron las bombas- era más dulce, y lo miraba siempre con amor, aunque no porque él, Shapiro, fuera algo especial.

 

-Por homicidio involuntario - dijo el Juez, tirándose un lóbulo de la oreja, mirándolo fijamente, esperando ver que reacción tenía.

 

Leo Shapiro cerró los ojos. Creía íntimamente que si había procedido y hecho mal sin querer, tendría que pagarlo. Pero no lo creía, y todo iba demasiado rápido, nada estaba claro ya. Sintió casi como un deber hacia el Juez de tan alto rango, y para no parecer indiferente o provocativo, dijo impulsivamente:

 

-¿Será severo mi castigo, señor Juez?

 

-No demasiado -dijo el Juez, sintiéndose benevolente.

 

Shapiro miró el gran bigote negro delicadamente recortado, y luego vio la peluca roja de mala calidad, "Eso es algo", pensó, reprimiendo una súbita voluntad de dejarse caer al piso y descansar.

 

-No se puede matar impunemente –manifestó el Juez golpeando los nudillos sobre la carpeta que guardaba el expediente de la causa-. El Líder no puede permitir desvíos al margen de la Ley. De ninguna manera. Le hago saber que seremos magnánimos, porque nos consta que no tuvo mala intención en el hecho. Pero debemos proseguir insobornables, según nos dicta la conciencia y la Nación.

 

Shapiro miró al hombre a los ojos, recordando, casi como en un acto irracional y agónico, que el homosexual que lo había amado se impresionaba mucho con su mirada. No quería decirle al Juez que no le importaba demasiado la condena, porque tal vez fuera mentira; ya no distinguía el bien del mal como antes, y no le parecía tan atroz, ahora. Pero el hombrecito no se portaba brutalmente, al contrario, y no era necesario desilusionarlo, pensó, ni ser brusco. El Juez se puso de pie y al lado de la mesa, muy erecto en su corta estatura, dijo, evitando mirar a nadie:

 

-Sólo mi deber moral me impulsa a decirle esto, de una forma, como comprenderá, poco ortodoxa; no se puede matar impunemente. Buenos días.

 

Shapiro se sentía triste de una manera instintiva y atroz. Nada le dolía, pero se sentía dentro del absurdo con la insoportable sensación de asfixia en el vacío. No pudo contener las lágrimas y se derrumbó con un quejido. Lo arrastraron por la ropa hasta la celda y lo lanzaron adentro a puntapiés.

 

Cuando se despertó lloró en silencio y recién oyó la televisión que seguía trasmitiendo. Era algo inútil, deleznable, maligno, pero seguramente los presos lo usaban para demorar el suicidio. No era su caso, ni sabría cómo hacerlo sin un cinturón, ni cordones en los zapatos. A su manera, creía en sí mismo todavía, y por qué no, estaba dispuesto a permitir que la televisión le diera esperanzas y ganas de vivir para consumir cosas, porque para esto vivían hasta las clases reducidas y ricas. No había otro fin para vivir. Y era necesario, por instinto más que por conveniencia, que parte de su tiempo futuro se nutriera solamente de ilusiones, hasta que llegará la muerte con su alivio, o la visión clara de un hueco de escape en el horizonte clausurado,

 

Apoyó la nuca en la fría y áspera pared y miró la pantalla tridimensional. Un joven moreno de ojos verdes y dentadura perfecta, alto, delgado, vestido y peinado a la moda, aconsejaba sonriendo: CÓMPRESE UNA VIRILIDAD ETERNA. SEA LIBRE EN EL PAÍS DE LA LIBERTAD. LLÉVESELA EN PAQUETES RECAMBIABLES HOY MISMO EN CÓMODAS CUOTAS SEMANALES. ¡Y, CABALLERO, QUE VISTA COLOSAL PARA SU ESPOSA!

 

Tarik Carson
Editorial Proyección - 1991

 

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