Ganadores
Capítulo
1 |
1 Durante
una semana hubo suaves vientos del este y la ciudad estuvo cubierta por el
tenue polvo blanco canceroso que cubría la tierra. El viernes de mañana
la gente empezó a salir de los abrigos, y a mediodía el informativo
oficial anunció que no había peligro y todo podía volver a la
normalidad. A la una se vio el sol debilitado en el cielo ceniciento, y
los camiones recolectores salieron a las calles a limpiar la ciudad. Leo
Shapiro los observaba desde la ventana de su dormitorio, en un tercer piso
de un viejo edificio en ruinas parcialmente calcinado. Leo era un hombre
regordete y bajo, casi calvo, con facciones aplastadas y sinuosas que
daban la impresión de un pan mal levado. Tenia las uñas inmensas,
espatuladas, pero impecablemente cuidadas para la época, y su orgullo
intimo residía en su boca, carnosa, llena de curvas y tremendamente
activa. (Esta era la opinión de unas mujeres a las que había amado;
opinión que al venirle a la mente siempre lo ruborizaba.) Casualmente,
parado tras los vidrios sucios, pensaba en ellas, las mujeres, y en el
pasado, mientras su mirada se fundía melancólicamente sobre la calle fría.
Su recuerdo era tan intenso que casi no veía lo que miraba, y por unos
instantes sentía una mezquina y extraña felicidad a pesar de todo. Nunca
podía lograr que esos instantes fueran más que minutos y ni eso. Y esa
vez, cuando salió de ellos, vio abajo, en la calle, el camión y los
hombres de blanco. Recogían los cadáveres de la semana, y un cuerpo le
dio una horrible impresión. Iba en la camilla, y un brazo, como si
estuviera desprendido del cuerpo y sostenido solo por la ropa, se caía y
balanceaba rozando el sucio. Los camilleros tuvieron que levantar el brazo
varias veces y colocarlo sobre el cuerpo, hasta que llegaron al camión
para tirarlo adentro. Luego
de un rato de profunda angustia, Leo Shapiro levantó los ojos, y observó
una vez más el inmenso letrero frente a su edificio. SI SU VECINO TIENE
UN AUTOMÓVIL, USTED NO PUEDE DEJAR DE COMPRARSE EL ULTRAMODERNO ZX100.
DEMUESTRE HOY MISMO SU SUPERIORIDAD NO PERMITA QUE LE LLEVEN VENTAJA. Una
lágrima se desprendió de un ojo de Shapiro y corrió veloz por su
mejilla reseca y mal afeitada. Fuertes
golpes en la puerta lo sacaron del panorama. Levantó el brazo y se pasó
el dorso de la mano por la mejilla. Apretándose los ojos. casi disgustado
por la extraña llamada, demoró algo en abrir la puerta. En
el oscuro pasillo había tres hombres. -¿Leo
Shapiro? - preguntó el que tenía facciones de murciélago y mirada
penetrante. Se le acercó demasiado y le mostró una placa oficial. Agregó,
mirando hacia adentro de la pieza -: Responderá algunas cositas- Sí, que
hablará. -Podemos
hablar acá - dijo Shapiro, abriendo algo más la puerta, incómodo,
tratando de disimularlo -. Si no es nada importante... -Vamos.
Vamos - repuso el hombre mirándolo firmemente a los ojos. Lo tomó de un
brazo y con un gesto de impaciencia lo tiró hacia afuera. Manifestó con
rabia -: Vas a hablar como una radio antigua, inmundicia. Shapiro
pudo entornar la puerta mientras el hombre le retorcía un brazo empujándolo
hacia las escaleras. Shapiro dijo que no llevaba documentos. Uno de los
hombres que estaban atrás lo tomó de la solapa del saco, y el otro
hombre le dio un culatazo en las costillas con un arma larga que había
ocultado dentro del abrigo. Shapiro trató de evitar lo que pudiera
cumpliendo rápidamente las mínimas sugerencias de los hombres. Tal vez
no fuera nada importante. Pero luego, cuando lo soltaran, tendría que
caminar, y si lo encontraba una patrulla, volvería preso hasta que pagara
la multa por no llevar identificación. Eran las leyes, y no se debía
escapar al deber de cumplirlas. En
la Central lo identificaron por la voz y la mano, y lo trasladaron a una
pieza vacía. No le pegaron, lo empujaron de acá para allá. Había una
satisfacción en esto, y cada funcionario que pasaba a su lado lo empujaba
con el hombro, o con la mano o hasta con el pie, como si fuera una caja
fuera de lugar. Después
lo empujaron a otra pieza que tenía una mesa y dos sillas. Le dolían los
pies, pero si tomaba asiento sin permiso lo podrían volver a golpear.
Probablemente lo observaban, aunque no imaginaba por qué. Sabía de
personas, a las que habían tenido años recluidas por equivocación. Si
se preocupaba, se perjudicaría inútilmente, y además aceleraría su
ritmo cardíaco y los pondría sobre aviso tras algo que no existía. Sólo
la mente era inescrutable para los sistemas de seguridad; con su mente
podría contar por el momento. Además, qué le importaba todo ya. No había
nada que temer realmente, ni mucho que desear o amar. Se presionó las
sienes con los pulgares y empezó a dejar de pensar. Poco a poco se fue
aletargando, aunque le dolía el costado por el golpe. Había buena
ventilación, y el piso estaba limpio. Mantenía los ojos abiertos, por si
lo observaban, pero estaba casi dormido, con la mente quieta. Sus latidos
de corazón se tranquilizaron cada vez más, y lo único que hizo fue
cambiar de pierna de apoyo cuando una empezaba a dormírsele. La piel de
la espalda se le endurecía por la frialdad de la pared, y él trataba de
que el frío y el dolor del golpe se confundieran. Cuando
entró el interrogador, ya había perdido la noción del tiempo. El hombre
se sentó y puso dos vasos y una botella de agua sobre la mesa. No dijo
nada ni miró a Shapiro, llenó los dos vasos y le ordenó, sin mirarlo,
que tomara asiento. -Conoció
a Aaron Spitzer - dijo el hombre, tan ambiguamente que era difícil saber
si estaba preguntando, afirmando o hablándose a si mismo. Leo
Shapiro dijo que si, y luego recién se dio cuenta del verbo en pasado. Se
quedó callado. -¿Desde
cuándo? ¿Y cómo? Shapiro
habló tratando de hacerlo claramente y sin detalles. No sabía ni
imaginaba qué ocurría, pero deseaba ser claro para que no le repitieran
infinitamente las preguntas. O por lo menos, deseaba no enredarse estúpidamente
por cansancio, sin tener nada que ocultar. ¿Por
qué eran amigos? ¿Conocía a su familia? ¿Desde
cuándo no lo veía? ¿Qué ideas políticas tenía? ¿Y sobre la forma en
que funcionaba el Sistema? ¿Qué pensaba sobre la Libertad Total? ¿A qué
grupos había pertenecido? ¿Era resignado o rebelde? ¿Aceptaba los
conceptos del Optimismo Liberal? ¿Era pesimista? ¿Hablaba poco? ¿Era
pesimista? ¿Hablaba poco? ¿Era violento? ¿Tenia dinero? ¿Su mujer, había
vivido con otros anteriormente? ¿Donde estaban ahora? ¿Le gustaban las
artificiales? ¿Usaba drogas con frecuencia? ¿Qué pensaba del Líder y
de su concepto de la Libertad Total? ¿Qué hacía con los bonos que
escondía? ¿Qué había inventado últimamente? ¿Sabía manejar armas?
¿Dónde las tenía escondidas? ¿Y que opinaba sobre cómo iban las
cosas? Tal
vez fuera de madrugada cuando el interrogador se retiró. Enseguida entró
otro. Todos se parecían. Tenían sonrisas amigables a medias y se movían
con precisión y movimientos cortos y económicos. Podían ser máquinas,
aunque era posible que lo parecieran intencionadamente. Era, con
seguridad, un entrenamiento encomiable, para gente selecta, que se extendía
como un líquido entre las articulaciones del poder. -Muy
bien -dijo el hombre-. Usted es un hijo de puta, pero creo que avanzamos.
Ahora cuénteme la última vez que lo vio. Y sí que me lo contará.
Hablará como un cobarde. El hombre se golpeó un puño contra el otro
varias veces mirando los ojos de Shapiro. Este,
por un momento, tuvo la impresión de que se burlaban de él, y no le
sorprendía que ahora lo insultaran. Era una forma casi cariñosa de
hacerlo y pasaba desapercibido. Evidentemente, pensó, cada uno tenia su
sello particular. -Hace
algunas semanas que lo vi por último -contestó, mirando sólo durante un
segundo los ojos del otro-. Fue en un café, donde los viernes nos reuníamos.
Luego de ese encuentro él dejo de concurrir. Supuse que había muerto. Es
lo primero que pensamos siempre. Usted, sabe, estos pensamientos son
comunes ahora. En fin, no había que pensar mucho en ello, por otro lado
-. Sonrió alzando los hombros, y miró al interrogador con timidez -:
hemos comprendido la idea del Optimismo. -Ahórrese
el sarcasmo conmigo, imbécil hijo de puta. Hablame de la última vez. ¿Qué
le oiste decir? Quiero saberlo todo, quiero que vomites todo, ¿entendido?
Quiero saber hasta qué medias llevaba. ¿Entendido, rata inmunda? Shapiro
se estremeció y sintió una depresión en el pecho. Le gustaría
responderle al hombre que no era un sarcasmo, sino una forma de seguir
vivo. El Gobierno hacia lo posible para proteger la vida de los
ciudadanos. Ahora se preocupaban por su amigo Spitzer y estaba bien. -Hablamos
poco -dijo-. Había ido mucha gente, y él se retiró temprano. Estaba
raramente alegre, y me dijo que todo estaba arreglado. No supe a qué se
refería. Cuando se lo pregunté me dijo que se iba al sur, que tenia un
problema que yo podía resolverle sin mayor esfuerzo. Le contesté que si
no era demasiado, estaba bien. Me dijo que sabía que allí no se podía
hablar, y que lo había escrito. Me tendió un sobre, pero cuando fui a
abrirlo me sujetó la mano. No era nada importante, agregó, sería mejor
que lo leyera en mi casa. Luego alguien se acercó a nuestra mesa con
nuevas fotografías y creo que esto lo ayudó a irse rápidamente. -¿Así
nomás? ¿No lo saludó? Vamos, vamos. Me está ocultando algo. Quiero
detalles. -
Dijo que nos veríamos. Alcancé a preguntarle cuándo se iba, y me dijo
que todavía no. Eso fue todo, No lo volví a ver. -¿No
le parece raro todo esto? –preguntó el hombre, mirándolo con fiereza a
los ojos-. Me está ocultando algo. Basura inmunda. No lo estará
haciendo. ¿no? ¿Sabes a que te expones, cretino? Shapiro
sintió nuevamente la sensación de una broma absurda. No se sentía mal
por esto, pues asombrarse aún era señal de vida preciosa en el presente.
Su espíritu, anestesiado desde hacía tanto, ya no se extrañaba con la
falta absoluta de racionalidad exterior. -No.
No me pareció raro eso -contestó casi renuente a explicar algo que era
tan obvio. Pero debía hacerlo -: No me asombra nada tan sencillo como no
ver más a alguien estimado. Creo que debo colaborar, y ser positivo.
Siempre recuerdo el mensaje: Vivimos en el país de la Libertad, porque en
Dios confiamos. El
interrogador lo miró fijamente un largo rato. Parecía dudar sobre la
posibilidad del uso de otros métodos de interrogación; o buscaba un
nuevo insulto que le causara un cosquilleo de humor y que fuera humillante
como una bofetada. Era una pena que en esto no pudiera crearse algo nuevo.
Ya casi nadie se impresionaba con los insultos. No había humor, la sal de
la vida, y tampoco se apreciaba la humanidad de los interrogadores que,
como él, usaban métodos suaves y refinados. Quien oyera este pensamiento
se reiría; sin embargo, él nunca había tocado a un prisionero. Iba
contra su religión, y nadie lo sabía. Shapiro,
en cambio, algo asustado, no imaginaba qué decir si el hombre lo
presionaba aún más. No quería mentir; después sería peor. Podía
arrodillarse, rogar, y hasta llorar auténticamente, y sabía que no
serviría. Vio
con alivio que el hombre sacaba una hoja del portafolios. -Esa
es- reconoció Shapiro, pensando ahora en las cosas, muy escasas, que
restaban en su casa, y que ya podían estar en las casas de aquellos
hombres. Por suerte, nadie quería tener un viejo sillón de principios
del siglo XX, o una máquina de escribir de la Alemania prenazí. ¿Y los
bonos? Bueno, los había ocultado, y nadie sabía de ellos-. Esa es la
carta - repitió con voz débil. -¿Y
usted cumplió con este pedido? -Claro
-dijo Shapiro-. No era demasiado difícil. -
Marica libidinosa - dijo el interrogador con lentitud. -De
pie- ordenó un hombre bajo, uniformado, con gran bigote negro y peluca de
mala calidad con tonalidades rojizas. Era el Juez Militar. Leo
Shapiro aún no había comprendido del todo la acusación, y sentía que
tampoco le importaba mucho. Prefería pensar que, si lo condenaban, por lo
menos estaría protegido del polvo y de las nubes radiactivas. Esperaba
eso, quería creer que le daba lo mismo. Ya no volvería a ver a los
amigos del café, las hermosas exposiciones de mujeres desnudas, aún
cuando fueran una ilusión que duraba tan poco. El mismo, como esas
ilusiones, en un mes tal vez ya no respiraría por más libertad que
tuviera. Podría
estar putrefacto y carcomido bajo tierra y en total libertad. Se puso de
pie lentamente, casi jugando con la idea de faltarle respeto al Juez y
quedarse sentado. Eran tan ridículas todas las antiguas farsas de ponerse
de pie para oír sentencias. No, no solamente esas farsas eran ridículas,
sino absolutamente todo el universo en aquel y todos los momentos, pensó. -¡No!
-gritó mirando hacia arriba con los ojos húmedos-. No creo en absoluto
sobre el dichoso Año del Optimismo ni en eso de que En Dios Confiamos, ni
en la maldita mierda que ustedes producen. Y si fuera una lombriz no la
comería. Lo juro por Dios. -¡Cállese,
insolente!- gritó el Juez enrojecido de furia. Golpeó brutalmente el
martillo sobre el escritorio -. ¡Canalla desclasado! Recuerde que está
frente al Tribunal de Honor de la Nación. ¡Basura innombrable! Le
agregaré cargos por ese atentado a la fuerza moral de las autoridades. Luego
todo se calmó, y al fin solamente esta nota violenta empañó la corrección
del juicio. Todos los demás miembros del Tribunal estaban tranquilos,
uniformados impecablemente, con el pelo recién cortado. Había un aspecto
de sanidad e higiene irreprochables. Los muebles y el piso brillaban y por
un gran ventanal parecía verse el sol en su esplendor. No había allí
picados por la radiación o secos por el cáncer. Detrás del Juez, contra
la pared, estaba la honorable bandera de la Nación. El Juez se tocó el
grueso bigote e hizo una seña a un joven oficial. El oficial se parecía
al Juez y a otros altos oficiales, con bigote y una voz clara y firme.
Shapiro pensó que con aquellos cepillos tremendos perderían muchas
sensaciones táctiles de indudable sensualidad; luego de un rato pensó
que, posiblemente, al revés de él mismo, las tendrían si sus compañeras
fueran de carne y hueso. El joven oficial empezó a leer el papelito que
le alcanzó el Juez; mantenía la mano derecha sobre el corazón, donde el
emblema nacional estaba cosido sobre el hermoso uniforme azul y rojo. -Ciudadano
Leo Shapiro Berstein, se le ha encontrado culpable de homicidio
involuntario y este Honorable Tribunal, cumpliendo estrictas funciones de
emergencia nacional, lo condena a cadena perpetua con trabajos forzados. "Por
Dios - pensó Shapiro casi incrédulo, mientras dos guardias lo
arrastraban fuera del salón -. 0jalá me envíen al sur, al hielo." Mientras
lo arrastraban alcanzó a ver que el Juez (el Honorable Bernardo
Kissinfeld, en situación de retiro) miraba distraído a su alrededor,
mientras disimuladamente metía un dedo bajo la peluca y se rascaba e! cráneo
calvo. Shapiro ignoraba que el hombre había usado el mejor pegamento, que
sólo le había dado escozor justamente en el momento de sentir una
profunda emoción de honra al cumplir con su delicado deber.
...........................
Esa
semana había aclarado el miércoles al atardecer. Los recolectores de cadáveres
empezaron a trabajar el jueves de mañana. Seguramente habían recogido la
cantidad prevista. El viernes todo estaba mejor. La gente empezaba a
perder el miedo, el aire estaba limpio y se podía ver a una cuadra de
distancia. Los informativos decían que recién el domingo se preveían
nuevos vientos envenenados del Pacífico. De nubes no se hablaba nada, así
que, sin duda, habría varios días luminosos, que darían la espléndida
y útil sensación de normalidad. El
viernes Shapiro salió de su casa a las seis de la tarde, y no encontró a
nadie cuando llegó al café. Esperó dos horas mirando la poca gente que
salía a pasear lentamente. Algunos aún mantenían con vida pequeños
animales, y los paseaban bajo el brazo como si fueran tesoros antiguos e
irrecuperables. Shapiro se paró varias veces y caminó hasta el servidor
automático. Le gustaba hacer eso, y necesitaba estar solo frente a todas
las cosas automáticas. Se manejaba mejor que con algunos seres humanos
que siempre querían venderle algo. Sí, estaba eso de la Hermandad
Americana, también los Negocios en Libertad, pero él prefería estar
solo muy seguido. Introdujo una moneda y la empujo con la lengüeta hasta
que sintió el clic. Luego retiro la lengüeta con la moneda en la punta y
esperó que la máquina terminara de llenar el vaso de té y lo expulsara.
No eran mas que tes de la peor calidad, pero así ahorraba algunos bonos.
No sabia para qué ahorraba, es verdad. Tal vez por costumbre, o quizás
porque esperaba vivir muchos meses más; o tal vez porque se había dejado
persuadir por la propaganda que estaba en todas las cosas imaginables. Ese
día tan inofensivo, excelente para hacer el amor a la antigua usanza, no
llevó mucha gente al café. Habrían aprovechado para salir al campo, o a
los parques y ver cómo anochecía. En el presente las sensaciones de la
naturaleza eran algo especial, aunque no fueran ni la silueta del pasado.
De esto hablaban, en cierto momento, cuando Aaron Spitzer mencionó el
contrasentido de las cosas. -
Mira - le dijo a Shapiro -. Estoy en un aprieto. He tenido unos hijos por
simple esperanza en el Mundo Americano. Y ahora no puedo mantenerlos. El
otro día se me murió uno. La vez pasada se me murió otro por el polvo.
Se nos escapó y no pudimos encontrarlo. Hicimos la denuncia y el Servicio
lo trajo muerto, como si lo hubieran bañado con ácido. Mi mujer está
enferma pensando que lo usaron para algún experimento, y los
planificadores le dijeron que ha cometido un gravísimo delito social.
Primero habían dicho que había que tener la mayor cantidad, y ahora
resulta que es un delito grave. La
mirada de Spitzer se perdió en la lejanía, al tiempo que callaba para
recubrirse de otros pensamientos. Era un hombre seco, pálido y con un cráneo
muy desarrollado y huesudo. Su nariz era plana y curva como la punta de un
cuchillo. Usaba antiguos lentes redondos de carey, con cristales tan
gruesos que casi no dejaban ver sus ojos acuosos y movedizos, llenos de un
temor que veía en todas las cosas. -Ahora
eso no tiene arreglo - dijo Shapiro mirando hacia afuera del local. No le
interesaba aquello de los hijos y sus problemas. Sí que era triste creer
en el Futuro. Era mejor lo que hacia él; las artificiales eran el único
invento rescatable. Hacían olvidar y acortaban el camino hacia la muerte.
Además, toda miseria lo ponía nervioso, y le parecía que su amigo
Spitzer iba a perder los lentes en cualquier momento y aquello iba a ser
un desastre para los dos -. Traeré otro le - dijo, tratando nuevamente de
barrer las ideas tristes -. Pago yo. -No
sé qué hacer - murmuró Spitzer mirándose con tristeza en el vidrio que
daba a la calle. Vio su propia cara demacrada y anacrónica hasta que
alguien le preguntó si le interesaba comprar una revista sobre las nuevas
formas del sexo artificial con drogas. Shapiro
regresó con los vasitos de té. Alguien estaba diciendo: -Preserva
las cosas buenas de la vida. Una hermosa historia sexual entre máquinas
inoxidables electrificadas. Era
el doctor Milstein, un hombre de ochenta años que se había
"preservado" por su hábito de vivir leyendo. Le gustaba
especular con la procreación y se especializaba en el conocimiento de las
mujeres por las formas y dimensiones de sus bocas. Naturalmente, siempre
era el centro de las reuniones. -¿De
qué hablan? - preguntó Shapiro. -De
una historia posible - dijo el doctor, y mencionó un titulo. -Prefiero
a los autores modernos, o libros escritos por máquinas directamente y sin
mentiras -dijo provocadoramente Shapiro con una sonrisa-. Creo que todos
eran optimistas en el pasado. Miró
a través del vidrio y no vio nada de lo que miraba Spitzer. Generalmente
evitaba prestar oídos a las teorías del doctor Milstein, decía algo
contrario a la corriente y se recluía en su mundo sin oír nada más.
Spitzer, frente a él, seguía mirando hacia afuera, y pensaba en las máquinas.
Quizá en algo que nunca había estado antes en su mente. Tal vez fuera
posible retroceder en la evolución, siendo que era imposible avanzar. Ese
parecía ser el mensaje esotérico del curso de la catástrofe que nadie
había entendido. -Preservar
lo bueno, ése si que es un sueño - dijo Shapiro con una sonrisa. -Cuidado
con los sarcasmos este año -dijo alguien en otra mesa, y se hizo un corto
silencio porque estas palabras habían recordado algo oscuro. -Si
retrocediéramos un siglo nos asustaría la muerte –aseguró el doctor
Mitstein al rato-. Y ahora estamos a su lado y nos vamos superando. Según
mis estadísticas fornicamos mas que nunca, y con absoluta libertad,
aunque sólo queden dos mujeres para siete hombres. Bastan unos bonos y
está. Nadie previo estos beneficios mecánicos. Shapiro
miró a Spitzer. Afuera pasaba lentamente un blindado de Seguridad. En sus
costados se veían carteles luminosos de propaganda. NO TRAICIONE A SU
PATRIA. COMERCIE LIBREMENTE Y DEFIENDA SU DERECHO A SER RICO, O COMO
QUIERA. SÚMESE A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD. Las consignas brillaban
intermitentemente, pero ya no significaban demasiado. Al rato, cuando el
vehículo parecía haberse ido, aparecieron dos guardias con un cañón
identificador grande. Se colocaron en la puerta del café y barrieron el
lugar. Esperaron unos segundos mirando el visor del cañón. Hubo una señal
sónica y volvieron al vehículo blindado. En el café, la conversación.
que había decaído, empezó a elevarse lentamente, pero ya nadie se
sentiría feliz aquella noche. Cuando
quedaban muy pocos hombres, casi todos vendedores de revistas y libros
sexuales, Spitzer le dijo en voz baja a Shapiro: Tengo
una idea interesante. Te acompaño unas cuadras y te la cuento.
........................... Afuera
casi podían verse las estrellas en la fosforescencia del cielo. No había
viento y la noche era agradable. Leo Shapiro pensó que había que tomar
cualquier momento, aquel por ejemplo, apresarlo y exprimirlo como si fuera
una fruta madura. Hinchó los pulmones y sonrió al no poder olvidar que
estaba inhalando un 80 por ciento de posibilidades de cáncer pulmonar.
Dijo: -Pienso
visitar la plaza. Hay modelos nuevos. No quisiera cansarme mucho hoy.
Aunque puedo agitarme y no habrá problemas. Necesito sacarme un peso de
encima. -Nunca
envejeces - comentó Spitzer-. ¿Cuánto cobran ahora? -Lo
mismo, ahora nada aumenta -dijo Shapiro, pensando en los cambios que todos
habían aceptado. Ya no tenía vergüenza de hablar de dinero sobre
aquello, lo hacia con orgullo. Agregó -: No es por dinero. Es difícil
hacerlo así. pero ¿qué otra cosa podemos hacer? No tengo ganas ni
posibilidades de nada más. ¿entiendes? No quiero reprimir mis glándulas
nunca más, -No
te ocuparé demasiado -aclaró Spitzer -. Te quería consultar sobre esa máquina,
la que preservaba cosas. -No
creo que valga la pena. Tu problema es el de siempre: los bonos, el dinero
que no te alcanza. Te puedo prestar algo, naturalmente. -Sabes
que no me interesa eso. Es que tengo una idea. Cruzaban
una plaza. Shapiro tuvo ganas de preguntarle cómo se podían hacer tantos
hijos en un mundo así. ¿No había una clase de lástima especial para
los hijos?, pensó. En un edificio había un gran letrero que emitía
rayos de luz intermitentes y un zumbido profundo y potente. Los hombres se
detuvieron un momento. CONSUMA UN PAQUETE. CASA AMUEBLADA. AMIGOS, SOL Y
MAR, Y UN JUEGO DE DOCE MUJERES ETERNAS A ELEGIR, 15 DÍAS EN EL PARAÍSO.
VÍVALO HOY Y PAGÚELO DESPUÉS. DEMUESTRE QUE PUEDE CON TODO. Siguieron
caminando lentamente en medio del enceguecedor brillo lunar que se expandía
por la calle. -Imagínate
que todos nuestros problemas surgen por esta condición humana -dijo
Spitzer-. Tenemos necesidades y sin satisfacerlas nos morimos. Nos
acostumbran a algo y después somos esclavos para siempre. Y cada día la
presión será peor. -Pero
si sales de la condición humana, ¿qué serás? ¿Hay un remedio? -Si,
si nos transformáramos -argumentó Spitzer. -Hace
siglos que lo hacernos. -Vamos,
Leo, no me refiero a eso. Te hablo en serio. ¿Acaso no conoces mi
trabajo, lo que he hecho? Shapiro
sonrió, miró a su amigo y le golpeó la espalda suavemente, -Sé
tu capacidad y la mía y la de otros. –Con un suspiro de cansancio,
agregó-: Pero, para mí, esto es demasiado. Aún
caminaron juntos unas cuadras. En la inmensa explanada del Ministerio de
Salud los ciudadanos podían observar en oculares todos los tipos de
mujeres posibles. Shapiro tenia debilidad por los guantes estrechos de
cabritilla, y extendía esa debilidad a otras cosas. Spitzer se sintió
molesto a su lado; se quedó atrás con aspecto distraído. Deseaba irse a
casa, retirarse de aquel diabólico lugar cuanto antes. -¿Es
por los bonos? -preguntó Shapiro sin dejar de mirar por el ocular-. Yo te
invito. Vamos a casa, lo pruebas y te vas. Mañana la devuelvo por ti. Spitzer
no le contestó, tenia las manos en los bolsillos y encogía los hombros
como si sintiera frió. -No
podría. No funciono así. Es un problema mental -dijo como si clausurara
el problema-. Además del dinero, claro está, y mi mujer. Gracias de
todos modos, Spitzer
se retiró sin volverse y a unos diez pasos se volvió. Dijo: -¿Sabes
lo que le dijo un famoso artista a un amigo? Pudiste hacer algo, pero
dejaste tu talento en el fondo de unas vaginas. Espero que el tuyo no
acabe en el fondo de unas bolsas de plástico. Había
mucho ruido en la plaza y nadie lo oyó. Spítzer
pasó algunos meses sin ir al café. A nadie extrañó su ausencia, pero
algunos se alegraron cuando regresó. Lo que tal vez habían dado por
perdido volvía a la vida, y era una esperanza que se extendía a
todos. Posiblemente, los hechos terribles del pasado se empezaban a diluir
con el tiempo y las nubes empezaban a quedar atrás. Entonces podía
sentirse la razón de los hombres del gobierno. Había que ser optimistas,
y eso era lo que muchos pensaban cuando alguien reaparecía. Leo
Shapiro fue el que más se alegró, aunque no creía demasiado en el
Optimismo. Esa vez pensó que, después de todo, no había que ser tonto
para inclinarse a procrear con una humana en vez de satisfacerse con la
nueva tecnología- "Si todos fueran como yo, pensó, el mundo no
existiría, ni el sufrimiento, ni la vergüenza de gozar con miserias. Y
estoy totalmente equivocado." -La
charla que tuvimos - dijo Spitzer cuando estuvieron solos en una mesa. Habían
tenido muchas conversaciones sobre todo, Shapiro quería evitar el
recuerdo de la media docena de hijos de su amigo, ni qué comían, ni qué
vestían, ni cómo vivían, ni en lo penoso que podría ser su holgada
mujer criando niños llorones para que después el polvo atómico y el cáncer
o tas redadas para experimentos los transformaran en gotas de agua en el
desierto. -
Casi no se puede creer - agregó Spitzer con una sonrisa -. Lo he logrado. -¿Qué
has logrado. Aaron? - Shapiro miró hacia afuera con tristeza, como si no
le interesara la respuesta. -La
máquina. -¿Qué
máquina? ¿No te cansas nunca de las máquinas, eh? -Alguna
vez analizamos el motivo de nuestros problemas. -Es
posible -dijo Shapiro algo exasperado-. Es posible que te haya escuchado,
sin discutir nada. No lo recuerdo ahora. -El
motivo es que somos seres humanos -afirmó Spitzer tocándose el pecho con
los dedos separados. Shapiro se fijó en la fina alianza de oro en el dedo
anular y meneó la cabeza -. Los animales no tienen estos problemas, ni
pueden degradarse ni degenerar sus condición. Shapiro
se rió. -Qué
te voy a decir- comentó. -
Pero, como sabemos, los insectos son los que van bien, y aún más. Son el
verdadero futuro, sin palabras. No hay duda de esto. Shapiro
se rió nuevamente y vio su cara reflejada en los vidrios que daban a la
calle. Su cara era más repulsiva cuando reía, y lo sabia. Nunca pudo
cambiar esta repulsión que afectaba a mucha gente. Por la calle pasaban
ahora varios vehículos de la Seguridad blindados. Los guardias iban
detras de los gruesos vidrios oscuros y eslos reflejaban las luces de los
anuncios que bordeaban los edificios de esa parte de la ciudad. "Es
absurdo que haya tantos avisos para lan poca gente", pensó. Por un
segundo se asomaron unas lágrimas a sus ojos, "No hay descanso, -
pensó, temeroso por sus estados emocionales. nunca se puede salir de uno
mismo." -Querido
Aaron - dijo casi sin ganas -. Desde el siglo pasado se sabe eso y mucho más.
Pero no sirve para nada. Nunca sirvió saberlo. -Mierda
-exclamó Spitzer-. Lo he hecho, y no importa tu opinión. Durante
unos minutos estuvieron quietos. Shapiro se levantó y depositó fichas
para dos tés. Hizo un esfuerzo para traer los vasos hasta la mesa sin
volcar ni tropezar con nadie. No le desagradaba, sin embargo, aquel
desorden y le traía buenos recuerdos. Ese día en tas mesas había
centenares de fotografías tridimensionales de hombres y mujeres desnudas,
en posición, y los hombres reían, tomaban té e intercambiaban
experiencias y fantasías de lodo tipo sobre el sexo. -
Eh - dijo Shapiro, llegando a su mesa vacía. ¿No vieron a Spitzer? Nadie
lo oyó. En ese momento llegó un vendedor de visores móviles y todos
querían ver más de cerca las hermosas bocas de damas y su
correspondencia científica, según la teoría del Dr. Milstein.
........................... Era
raro que todavía fueran necesarios los carteros y el correo. Pero, según
las estadísticas del gobierno, era la institución que mejor funcionaba.
El éxito se debía al nuevo Sistema Libre de Ventas por Correo y a la
idea fija: NO SE MUEVA DE SU CASA Y HÁGALO A SU GUSTO CON UNA COMPRA.
Todo lo que Shapiro tenía estaba en su pieza, y le sorprendió que
alguien le escribiera. Aunque podía ser algún comunicado del Ministerio
de Impuestos al Sexo en uso; aunque él había pagado cuotas adelantadas.
Pero era de Spitzer, y Shapiro abrió la carta pensando que ya estaría en
el sur o en otro lugar remoto. "Lo que no puedo creer es que piense
que allí estará libre de lo que ocurre acá", dijo a media voz. La
carta, sin embargo, estaba sellada en la ciudad, y al dorso llevaba el
lema obligatorio para el mes: SAQUE UN CRÉDITO, Y PAGÚELO CUANDO QUIERA.
Era raro que Spitzer no hubiera venido a verlo, aún con su enojo. Su casa
todavía estaba en pie, a la vista. Podría venir gratis en su máquina
de! tiempo. Era tan cómico esto. Shapiro
se tiró en su raída butaca de estilo. Leyó: "Estimado amigo: Del círculo
de Amantes solamente te he estimado a ti. En realidad, nunca me importó
un rábano la delicia femenina expresada en los labios y toda esa cháchara
absurda, y no sé cómo llegué hasta allí tantas veces. Paso a lo mío.
He tenido éxito. Un gran éxito, tal vez tardío y solitario para
siempre. Sé que el futuro está en otra especie; no en la nuestra. Mi
lema favorito ahora es: PASA A OTRA COSA Y SERAS FELIZ PARA SIEMPRE. Y sé
que suena a broma. Si es que
todavía vives, quiero pedirte un favor, ya que pienso lograr el regreso
para contarte algo que aún no crees posible. Te ruego que vayas a mi casa
cada mes, y en lo posible la mantengas limpia. Sé que nadie la ocupará
jamás, ni la demolerán. (Y si así fuera, mejor para nuestro caso.) Esta
petición te parecerá rara ahora. Confía en mi una vez más. Espero
volver pronto, y entonces té lo explicaré. Mientras tanto, sigue con
Optimismo y cuídate encarecidamente de los súcubos que ahora viven en el
plástico - sabes a lo que me refiero. Un abrazo. Aaron."
........................... Durante
un mes los embates climáticos de continuo fueron letales. Cuando el
viento barría el polvo, venían las nubes brillantes, casi cegadoras; había
uno o dos días de sanidad y luego nuevamente soplaba el viento con el
polvo venenoso. Shapiro no había pensado más en la carta, y hasta se había
sentido molesto por tener que ir a limpiar una casa vieja, casi derruida,
lejos del centro. Además, era irritante tener cara de sirviente, o de imbécil.
Él apenas limpiaba su propia casa, considerando justamente que los
minutos de vida habían subido de precio al grado de no tenerlo. Cuando
tuvo ganas de caminar, conectó la radio para conocer el pronóstico.
DEFIENDA SU STATUS DE VIDA. COMERCIE LIBREMENTE. EL GOBIERNO LO PROTEGE.
SEA OPTIMISTA EN EL AÑO DE LA PAZ UNIVERSAL. CELEBRE EL 23 EL CUMPLEAÑOS
DE NUESTRO LÍDER. AGRADEZCÁMOSLE LO MUCHO QUE LE DEBEMOS. En todos los
canales pasaban el disco cada cinco minutos. Después dieron los pronósticos
para las próximas 6 horas. "Ellos nunca se equivocan, pensó, pero
durante 3 horas tal vez todo esté bien." Trató de caminar rápidamente.
En todo caso, al regreso, tomaría el subterráneo. No le haría mal
visitar viejos lugares que hacía años no veía. En
las afueras de la ciudad, la casa de Spitzer se caía a pedazos. Alrededor
y a lo lejos se veían gigantescos montículos de escombros negros,
calcinados por la radiación y el fuego. Sin duda, tenía razón, allí
nadie querría vivir durante mucho tiempo, por lo menos en aquel siglo.
"Pero, para una cura de aislamiento y depresión forzada no estaba
mal el lugar", pensó Shapiro, mirando instintivamente la tierra como
si pudiera captar la radiación mortal que con seguridad aún despedía. En
la zona no había electricidad, pero la luz se encendió. Spitzer había
usado bien sus recursos, pensó Shapiro. Lo rodeó un pegajoso olor a
perro mojado. Se estremeció y, sin saber por qué, sintió un miedo
absurdo, tal vez por el aislamiento, el encierro, o aquel olor a bestia
rancia. Entró y salió de muchas piezas. En todas había extraños
aparatos fabricados dentro de artefactos comunes, como carcasas de
lavadoras o heladeras antiguas. Todo parecía un viejo cementerio con
esqueleto-, amenazantes a la vista. "Mierda -pensó-, no creerá que
me voy a poner a limpiar todas estas piezas." Miró alrededor
buscando una escoba. Podía barrer un poco. Había excrementos
distribuidos con generosidad y pisó algo fresco que se le deslizó sobre
el borde del zapato. Hacía
un rato que barría cuando sintió como si algo se arrastrara. Se dio
vuelta rápidamente. Miró alrededor y encontró un caño de acero. Entró
a otra pieza. Estuvo quieto un rato hasta que de nuevo oyó el ruido. Venía
de atrás de una pesada heladera antigua llena de tubos y engranajes con
circuitos electrónicos. Se acercó sigilosamente. El ruido seguía y a
veces era interrumpido por un silbido u quejido leve. Miró detrás del
aparato y no vio nada. Por un segundo volvió a tener miedo. Podría ser
algo que saltara, como una víbora. Se alejó unos pasos y golpeó con el
caño el costado de un lavarropas. Hubo un ruido considerable y chillidos
aterrorizados detrás de la heladera. Volvió a golpear y a oír los
chillidos desesperados, luego, el rasqueteo de patitas en la chapa de
metal. Parecían insectos grandes. Se agachó y trató de mirar contra el
piso bajo la caparazón metálica. Se quedó quieto durante un rato. Podía
dejar la cosa así, y que la casa siguiera inmunda. Si Spitzer volvía
quizá tendría que mudarse, y le caería mal su actitud. Esto no le
importaba demasiado, pero ya estaba allí y no iba a huir de unos
insectos. La pieza tenía dos puertas. Cerró una y salió por la otra.
Había mirado detenidamente el piso y las paredes y no había visto ningún
agujero grande. En la pieza contigua había una radio y la encendió. Era
casi la hora del nuevo pronóstico. DEFIENDA NUESTRA MANERA DE VIVIR.
COMPRE Y SEA FELIZ, TENGA LO SUYO. DEFIÉNDALO. DENUNCIE AL BANDIDAJE DE
LA REPARTIJA. Apagó el aparato pensando que aún tenía tiempo.
...........................
Aquel
interrogador lo había saludado con una sonrisa. Le pidió que, por favor,
tomara asiento y agregó con otra sonrisa voluntariosa: -Me
informan que usted es un viejo cornudo impotente y un hijo de puta que no
quiere hablar. Y que esconde armas. . . Shapiro
se sorprendió, aunque estaba acostumbrado y prevenido, y no pudo evitar
ruborizarse sintiendo que se le oprimía e¡ pecho. Prefirió no decir
nada, y para no parecer insolente o provocativo hizo una pequeña
inclinación con la cabeza mirando vagamente los ojos del hombre. Si se
indignaba podían golpearlo; si se reía, también. Se arriesgó a
quedarse callado y serio, con la mirada baja. -¿Cómo
lo hizo? - preguntó el hombre, mirándolo a los ojos. buscando un
argumento para castigarlo. -Sentí
que debía arriesgarme y limpiar aquello, ya que estaba allí. Eran
las cinco de la mañana del día siguiente al arresto, Shapiro estaba
agotado y apenas podía mantenerse erguido en la silla. Debía hacer un
tremendo esfuerzo para abrir los ojos y levantar la cabeza. Estaba
barbudo, sucio, con la ropa arrugada y orinada. Le habían dado agua
varias veces, y por eso supuso que no lo iban a golpear demasiado. Pero no
lo habían dejado ir al baño ni una vez. Sintió un gran alivio ante el
vaso de agua, y volvió a alegrarse de que, por el momento, no tuvieran
intenciones de lastimarlo. Por lo menos, no brutalmente. Aquella gente era
muy meticulosa y jamás permitía que un prisionero les vomitara encima
una gota de agua. Shapiro sentía que había hecho lo necesario. Ni un
gesto de desagrado o agresividad, ni una negativa, ni una respuesta falsa,
ni una mirada de desprecio hacia los interrogadores. Ellos podían haber
usado la electricidad en los testículos o en sus encías, o agujas en la
uretra y ácido; pero su caso no era importante. Casi imaginaba qué querían
–había mucha necesidad de mano de obra gratuita en los campos de
concentración- y no era difícil para el Servicio conseguir lo que quería.
A él lo único que le faltaba era aceptar concientemente que todo era
necesario. No lo iba a manifestar nunca a los demás, porque no se podía
parar un tren con la cabeza, por mula que se fuera, pero interiormente
deseaba o necesitaba mantener la cordura creyendo en que sólo con un
principio podría resistir más tiempo, y quizás sobrevivir. -¿Cómo
lo hizo. viejito? - volvió a interrogar el hombre mirándolo con fuerza a
los ojos. -Cerré
la pieza. Conseguí un gancho, una cadena y un cajón. Me coloqué sobre
el cajón, a unos metros. Tenía temor sin mucho fundamento. Enganché la
heladera y la tiré al suelo. Ellos aparecieron. Habían hecho nido en la
lana de vidrio. -¿Qué
hizo luego? Shapiro
tomó un trago de agua y miró los ojos vidriosos del otro. Ya no le
interesaba si aquello era una insolencia. Estaba agotado, harto de su
mismo cuerpo y de la descolorida necesidad de sostenerlo y de fingir una
dignidad anacrónica y asquerosa como todo el universo. Tenía ganas de
vomitar. -Estaban
allí -dijo-. amontonados chillando. Uno se tiró al suelo y se metió de
cabeza en un agujero contra el piso. Se quedó atorado en la parte del
vientre. Tenían los cuerpos húmedos. Parecían reinas termitas en
gestación -torció la boca, asqueado-. No sé si las habrá visto en
revistas o películas. La
mirada del interrogador seguía fija. como si fuera un loco obsesivo
pendiente de algún indicio que le revelara algo, o lodo, sin saber quizá
lo que buscaba, Pero no era una máquina. Hacia bien su trabajo y para eso
tenía que despreciar a todos los hombres como Shapiro, que eran los
enemigos. Le agradaba hablar con educación -en la Escuela de guerra lo
habían educado los expertos-, y le gustaba dar la mano con una sonrisa y
de inmediato atacar con el insulto más denigrante que pudiera imaginar.
Se consideraba el más imaginativo y creativo de su promoción, y tenía
en mente siempre un buen repertorio. -¿Que
hizo luego? -preguntó sin mover un músculo de la cara-. Hable. ¿O busca
que lo convenza de otra manera? Me gustaría hacerlo. Se lo puedo jurar. Y
no te gustará, te lo juro. -Creo
que no lo soporté -dijo Shapiro usando la energía que le quedaba para no
dejarse impresionar por el poder de las palabras. Habló con voz baja y
controlada, como en los momentos de mayor presión-: Tuve que hacerlo con
el hierro, de lejos. Miré los ojitos que querían hablarme, expresarme
algo. Estaban los cuerpos más grandes, dobles o triples, blandos,
pegajosos, moviéndose espasmódicamente. Tiré el hierro a uno, que
reventó salpicando todo el piso con sus vísceras. Salí de la pieza para
limpiarme un zapato. Chillaban todos a la vez. Tenían ojitos claros,
verdes como los de Spitzer. Cuando volví con el veneno, estaban todos
sobre el herido, que seguía en el agujero, libre ya al perder la hinchazón.
Un líquido blanco había cubierto el piso, como si fuera sangre. Rompí
el vaporizador, lo tire adentro y cerré la puerta. -Viejo,
usted es una bestia sin sangre en las venas -dijo el interrogador como si
meditara y llegara a esa conclusión. Estuvo un rato quieto y mientras
cerraba su portafolios, sin mirarlo, agregó-: Y ahora, sin hacerme perder
la paciencia, dígame: ¿dónde esconden las armas? Y quiero saberlo
ahora, hijo de puta. Unos
minutos después el interrogador se retiró, pensando en que estaba
cansado, y que la abnegación personal por la integridad del país, y su
estilo de vida, no tenía precio. Había que sacrificarse para mantener en
pie a una gran nación. Ese día había cumplido, se iría rápidamente a
su casa y haría el amor con su mujer. Le gustaba creer que el amor sostenía
permanentemente al mundo.
........................... Finalmente
Shapiro pudo dormir unas horas. Había estado por derrumbarse, sin comer,
sin dormir, con su insoportable olor a detritus encima. Ahora no debía
preocuparse ni pensar en exceso para evitar sus propios pozos depresivos o
la locura. Estaba en una celda casi limpia. Había un televisor sin
comandos y pasaban continuamente propagandas comerciales y consejos de
comportamiento día y noche sin cesar. También había arengas sobre
PATRIA, FAMILIA Y PROPIEDAD. Y seguía: SI USTED TIENE BONOS, TODO ESTA
RESUELTO (y acá había una agradable distensión en la amable voz del
locutor). COMERCIE LIBREMENTE EN LA AMÉRICA DE LOS AMERICANOS. EL MUNDO
AVANZA CON EL INTERCAMBIO. EL DINERO ESTA EN LA CALLE, Y NO REHUYAMOS LA
FELICIDAD QUE NOS REGALA. Siguieron los consejos para el cabello: USTED NO
PODRA SER SEXUALMENTE FELIZ CON UN CABELLO RESECO, EMPIECE POR SUS HIJOS.
AFIRME SU SEXUALIDAD Y DELES UN FUTURO HOY MISMO. USTED ESTA ASEGURADO (y
de nuevo la suave voz del locutor se distendía como una caricia
deliciosa). Luego, justamente cuando se anunciaba un consejo sobre
estiramientos masculinos especiales, dos guardias irrumpieron en la celda
y lo sacaron arrastrándolo por las orejas. Fn
una piecita fría e higiénica, el Honorable Juez Kissinfeld le dijo: -Será
juzgado públicamente, como corresponde. Sliapiro
se mantuvo callado pensando que el Juez era casi idéntico a un amigo
homosexual que tuvo en su juventud. Pero su amigo -muerto en el frente
donde se usaron las bombas- era más dulce, y lo miraba siempre con amor,
aunque no porque él, Shapiro, fuera algo especial. -Por
homicidio involuntario - dijo el Juez, tirándose un lóbulo de la oreja,
mirándolo fijamente, esperando ver que reacción tenía. Leo
Shapiro cerró los ojos. Creía íntimamente que si había procedido y
hecho mal sin querer, tendría que pagarlo. Pero no lo creía, y todo iba
demasiado rápido, nada estaba claro ya. Sintió casi como un deber hacia
el Juez de tan alto rango, y para no parecer indiferente o provocativo,
dijo impulsivamente: -¿Será
severo mi castigo, señor Juez? -No
demasiado -dijo el Juez, sintiéndose benevolente. Shapiro
miró el gran bigote negro delicadamente recortado, y luego vio la peluca
roja de mala calidad, "Eso es algo", pensó, reprimiendo una súbita
voluntad de dejarse caer al piso y descansar. -No
se puede matar impunemente –manifestó el Juez golpeando los nudillos
sobre la carpeta que guardaba el expediente de la causa-. El Líder no
puede permitir desvíos al margen de la Ley. De ninguna manera. Le hago
saber que seremos magnánimos, porque nos consta que no tuvo mala intención
en el hecho. Pero debemos proseguir insobornables, según nos dicta la
conciencia y la Nación. Shapiro
miró al hombre a los ojos, recordando, casi como en un acto irracional y
agónico, que el homosexual que lo había amado se impresionaba mucho con
su mirada. No quería decirle al Juez que no le importaba demasiado la
condena, porque tal vez fuera mentira; ya no distinguía el bien del mal
como antes, y no le parecía tan atroz, ahora. Pero el hombrecito no se
portaba brutalmente, al contrario, y no era necesario desilusionarlo, pensó,
ni ser brusco. El Juez se puso de pie y al lado de la mesa, muy erecto en
su corta estatura, dijo,
evitando mirar a nadie: -Sólo
mi deber moral me impulsa a decirle esto, de una forma, como comprenderá,
poco ortodoxa; no se puede matar impunemente. Buenos días. Shapiro
se sentía triste de una manera instintiva y atroz. Nada le dolía, pero
se sentía dentro del absurdo con la insoportable sensación de asfixia en
el vacío. No pudo contener las lágrimas y se derrumbó con un quejido.
Lo arrastraron por la ropa hasta la celda y lo lanzaron adentro a puntapiés. Cuando
se despertó lloró en silencio y recién oyó la televisión que seguía
trasmitiendo. Era algo inútil, deleznable, maligno, pero seguramente los
presos lo usaban para demorar el suicidio. No era su caso, ni sabría cómo
hacerlo sin un cinturón, ni cordones en los zapatos. A su manera, creía
en sí mismo todavía, y por qué no, estaba dispuesto a permitir que la
televisión le diera esperanzas y ganas de vivir para consumir cosas,
porque para esto vivían hasta las clases reducidas y ricas. No había
otro fin para vivir. Y era necesario, por instinto más que por
conveniencia, que parte de su tiempo futuro se nutriera solamente de
ilusiones, hasta que llegará la muerte con su alivio, o la visión clara
de un hueco de escape en el horizonte clausurado, Apoyó la nuca en la fría y áspera pared y miró la pantalla tridimensional. Un joven moreno de ojos verdes y dentadura perfecta, alto, delgado, vestido y peinado a la moda, aconsejaba sonriendo: CÓMPRESE UNA VIRILIDAD ETERNA. SEA LIBRE EN EL PAÍS DE LA LIBERTAD. LLÉVESELA EN PAQUETES RECAMBIABLES HOY MISMO EN CÓMODAS CUOTAS SEMANALES. ¡Y, CABALLERO, QUE VISTA COLOSAL PARA SU ESPOSA! |
Tarik Carson
Editorial Proyección - 1991
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Tarik Carson en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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