Prólogo

 

¡Cuánto y con cuánto ardor buscó la gloria! Desde su despertar a la vida fue esa la presa codiciada; el ansia con que la persiguió venciendo los muchos desalientos y las formas cada vez más biográficas con que la acometió, testimonian la inicial inseguridad de que partió, ese oscuro recinto apocado de su conciencia adolescente que fue vaciando en el mercado montevideano y que alhajó como un estrepitoso bazar por donde vagaría un fantasma haciendo poses y no un ser humano. La vida lo recompensó, como a la emperatriz mexicana, con una corona de sombras que duró cincuenta años, los que van de sus primeros raptos de enajenación, en los años 1913 y 1914 hasta su muerte en 1963. Una corona de sombras que se extendió a su obra literaria pues salvo la edición muy fragmentaria de Epístolas, psalmos y poemas (1944) nada suyo se reeditó y sus persistentes y obsesivos manuscritos siguen sin publicarse.

Tenía nada más que dieciocho años cuando escribía, confesionalmente, los poemas que formarían su primer libro que tituló simplemente Poesía y que ocultó bajo el seudónimo de Jorge Kostai. Allí pedía:

Esa vida del mármol, esa vida
que no muere jamás, siempre encendida
con recuerdos de gloria, 
a voces pide mi impaciente anhelo.
Quiero en las cumbres agitar mi vuelo, 
quiero vivir la vida de la historia!

Sólo dos años después, ya desalentado por la infructuosa lucha por la originalidad y el triunfo estético dentro de una fenicia ciudad de América del Sur, asumía el tono escéptico para decir:

Sobre todo, lector, es preciso que muera.
Es la única manera
segura de obtener la gloria porque lucho.

Pero para esa fecha en que, el primero en el país, había intuido la nueva orientación de las artes modernas y la demanda que el mercado internacional estatuía, también había registrado las limitaciones propias -amasando pereza, neurastenia, debilidad, desborde imaginativo, pobreza del medio, afán de novedad, filisteísmo burgués- para definirse con versos algo proféticos:

Un amigo, lector, me había comparado
a un pájaro caudal, grande, aunque mutilado, 
de ala y media no más. Yo era, pues, y sería 
siempre, un gran torbellino, y nunca lograría 
hallar el equilibrio, andando a tropezones
con todo cuanto existe, y dejando jirones 
de carne en cada cumbre.

Ese torbellino será el del dandismo finisecular del cual fue la más brillante figura latinoamericana. Dio consumación en tierra americana a sus principios de espectacularidad y agresión contra el medio, a su sistema de incorporarse a la sociedad mediante un negativismo crítico muchas veces superficial, a la subjetivación violenta mediante la cual la literatura se hacía una con la persona y era ésta aun más que aquélla la que se publicitaba y vendía en el mercado. Por ese camino había de practicar la máxima con la cual Oscar Wilde definiera la conducta del decadentismo inglés, poniendo su talento en la vida más que en los libros, y haciendo de su propia vida una obra de arte refinada, insólita, candorosamente cruel.

Tenía veintiún años cuando descubrió ese nuevo sesgo del comportamiento del artista que cincuenta años antes habían comenzado a ejercitar Gautier y Baudelaire y que progresivamente fuera dominando el mundo europeo hasta imponerse como el ideal de la década amarilla: el poeta debe transformar su vida en un espectáculo fabuloso, tenazmente original y disonante, para ofrecerlo agresivamente a sus contemporáneos; el poeta será el actor de sí mismo, compondrá cuidadosamente un personaje de teatro y representará en la vida haciendo que su obra literaria no sea sino la sucesión de arias que corresponden a un cómico de la realidad, las que él recita, cada vez más posesionado del personaje, ante el público del gran teatro del mundo para quien se ofrece en una apoteosis muchas veces irrisoria. Del mismo modo que Baudelaire abre sus flores malditas con la apelación al "hypocrite lecteur", o sea al espectador de su aventura cuyo ojo enemigo se hace indispensable para cobrar autoexistencia -sólo se representa para alguien, para un otro-, así también Roberto de las Carreras escribe a los veintiún años su libro titulado Al lector donde se ofrece a esa mirada que él define como hostil con las primeras, improvisadas escenas de su personaje dandy pero a la vez con su desvalimiento cálido y juvenil. Todavía representa improvisando, de tal modo que constantemente se ve al muchacho inquieto, angustiado, febril, saliendo o entrando de ese personaje que comienza a componer con artificio y que terminará devorándolo. Al lector es de 1894; no bien terminen de pasar diez años, cuando publique En onda azul (1905) nada quedará del ser humano real que inició la aventura; en su lugar habrá un actor gesticulante, un traje de teatro, una máscara compuesta, una dicción escénica con un staccato insoportable del que jamás desciende, el alucinante mundo de una marioneta que deambula por el pedestre Montevideo. En esos diez años el hombre habrá sido enajenado por el personaje; se necesitarán diez años más para que en una oscura ciudad brasileña también el personaje resulte enajenado y la locura se encargue de coronar esta empresa tan alejada de los hábitos aldeanos de una ciudad del Plata.

Como desconfió inmensamente de su capacidad creadora, como en cambio siempre supo de la atracción de su figura byroniana, del éxito de sus frases sarcásticas, de la admiración entre impotente y burlona que provocaba el esgrimista verbal que en él había, se aplicó a la composición del personaje y en él puso todo su talento. Pero para que fuera posible intentarlo había que disponer de un bagaje previo, de una situación incitadora que en sus primeros años lo forzara a distinguirse del medio, a ganar duramente su posición dentro de él. Y es aquí que debe consignarse la historia de su vida tal como él la fue contando y haciendo. No es la verdad estricta de los hechos la que nos importa, sino la manera como él los maneja para ir componiendo su personaje, dado que es éste el que prefirió ofrecer al mundo.

 

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