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Los carnavales - Antaño y ogaño |
Echaráme
yo ahora a hacer un estudio histórico desde los comienzos del Carnaval, y
tuviera, de seguro, para indigestar a mis lectores con un par de columnas
de citas, fechas, lupercales y saturnales y mil otras antiguallas que
hablarían mucho en favor de mi erudición, para los que no saben que
estas cosas se encuentran en cualquier libraco de esos en que muchos
cosechan los partes y novedades con que se da ínfulas de ser sabedores de
cosas de otros siglos, sin darse cuenta, las más de las veces, de lo que
acontece en el que viven, como que va mucho de copiar lo que otros dijeron
a hacer por sí las observaciones y comentarios a que se presta lo que nos
rodea.
No
crea, pues, el lector, que voy a remontarme hasta los orígenes de la
fiesta que hoy comienza, pues sólo echaré un vistazo a quince años atrás,
la mitad de los que tengo, con un ítem que no hay para que
detallar, pues sabido es que, tanto hombres como mujeres, no salimos de
los treinta hasta que los cuarenta nos suenan, y de acá a allá, todavía
va larga para mí. ¡Así pudiera estirarlo .....!
Decía,
pues, y digo, que ahora quince años, y menos aún, se jugaba al carnaval
a huevazo limpio, cosa de todos sabida, pero como el tiempo pasa, y con él
se van los recuerdos, no estará de más hacer memoria de aquellos tipos
especiales de nuestro carnaval, y digo nuestro, porque no he oído jamás
hablar de que, fuera del Río de la Plata, se jugase a carnaval como entre
nosotros, de aquella manera criolla, que degeneraba, las más de
las veces, en sopapos.
Convengo
con los que dicen que aquello era bárbaro, pero quiero,
también, que convengan conmigo en que era muy divertido; era más espontáneo,
más popular, y, sobre todo, más barato.
Los edictos policiales sólo prohibían el uso de huevos de avestruz y otras armas por el estilo, capaces de dar en tierra con los transeúntes, y el comienzo del juego se anunciaba con un cañonazo, disparado desde la que fue fortaleza de San José, y no hay para que pintar la ansiedad con que los jugadores esperaban, reloj en mano, el estampido guerrero para emprenderla con el primer incauto que pasase.
Todo
era sonar el cañonazo y echarse a la calle centenares de muchachos, con
canastas los unos, y con cajones los otros, colgados con un cordel de los
hombros, anunciando a grito pelado: |
¡A
los buenos güevitos de olor Pa
las niñas que tienen calor! a
lo que
otros contestaban: A
los buenos güevitos de triquitraque Pa las niñas que usan miriñaque |
Llevaban
los muchachos su frágil mercancía muy arreglada en hileras rojas,
verdes, azules y amarillas, según el color dado a la cera con que se
tapaban las cáscaras después de llenarlas de agua nominalmente
perfumada, a razón de un frasco de eau de coloqne, de aquellos
larguiruchos, por cada balde de agua, y retobadas con trapos de todos
colores, cortados en redondo, y sumergidos dentro de la cera hirviendo
para pegotearlos en el huevo relleno, que quedaba convertido en temible
proyectil.
Estos
chicuelos surtían a los jugadores accidentales paseantes que se
entusiasmaban al recibir un balde de agua, y devolvían la fineza con una
docena de balazos, que no de huevazos, según era la fuerza con que
arrojaban las cáscaras, muchas de las cuales, mal rellenas, se
estrellaban en el aire, disolviéndose la carpa de agua en menudísima
lluvia, tal era el impulso que llevaban.
Pero
el jugador típico era el orillero de sombrero gacho, poncho, pañuelo de
golilla y en la mano otro, atado por las cuatro puntas, dentro del cual
llevaba su provisión de hasta dos docenas de huevos, bastantes para
divertirse los tres días. A buen seguro que mi hombre lanzase un huevo a
la ventura. Apuntaba como quién va a tirar al blanco, revoleaba el brazo
dos o tres veces y si consideraba dudoso el golpe, volvía a guardar su
huevo, por no malgastarlo.
Y
así se recorría toda la ciudad, soportando los baldes de agua que de las
azoteas y balcones le llovían, o recibiendo en plena cara uno de esos
jarrazos traicioneros que salían de atrás de una puerta entornada,
disparados generalmente por una fornida gallega o por alguna morena de ésas
que tienen cada brazo como un tronco.
Al
caer la tarde, se veía venir en una u otra dirección una gran comitiva,
precedida y seguida de una turba de muchachos. Eran los jugadores de alto
tono, la juventud dorada de Montevideo, que salía a jugar por lo fino,
con cáscaras de cera y cartuchos de confites. Era de verlos tan ufanos y
alegres con sus garibaldinas azules o rojas, pantalón blanco, bota de
charol a la granadera, lujosa faja de seda, y en la cabeza una boina
graciosamente achatada hacia un lado. Allí era el salir apresuradamente a
los balcones las señoritas, armadas de sus jarros, echando agua con una
mano sobre aquellos peripuestos donceles, y defendiéndose con la otra de
los proyectiles que ellos le arrojaban con toda mesura, a barajar,
para no lastimarlas.
—Acérquese, pues, no sea cobarde, — decía una dirigiéndose a alguno de los campeones.
—Me acercaré si usted me tira esa flor que tiene en la cabeza, — contestaba el amartelado galán.
Allá va, venga a recogerla.
Caía la flor bajo los balcones, apresurábase el caballero a levantarla, y cuando con una amable sonrisa iba a saludar a la dueña, recibía en el rostro un torrente de agua que le cegaba y ahogaba, desgracia que él trataba de disimular diciendo con toda galantería: —¡Cómo
ha de ser! No hay rosas sin espinas. ..
Y
así seguía el juego por largo rato, ellos aguantando un diluvio de agua
que les dejaba ensopados, y ellas recibiendo los huevos de cera, que se
estrellaban en sus manos, perfumándolas con exquisitas esencias, no sin
que de vez en cuando se oyese a alguna gritar:
—¡Puf! Está podrido.
Cuando
ambos beligerantes quedaban ya rendidos de la refriega,
empezaba la parte galante de la fiesta. Los caballeros arrojaban a manos
llenas cartuchos de confites, y ahí era el gritar y manotear de los
chicuelos, que estaban a los desperdicios, lanzándose en masa sobre la
vereda cuando algún cartucho no llegaba a su destino, empujándose, pateándose,
por agarrar la codiciada presa, mientras los jugadores hacían toda clase
de esfuerzos para barajar las coronas que en cambio de los confites les
llovían, retribuyendo ellos todavía el obsequio con cajas especiales, de
antemano destinadas a fulana y a zutana a quienes las enviaban por medio
de sus sirvientes, no atreviéndose a correr el albur de que al arrojarlas
cayesen entre la turbamulta de arrapiezos que andaban a caza de gangas.
Venían,
por fin, los saludos, que por lo general iban rociados de algún jarrazo
especial, combinado con la mucama, estratégicamente colocada para no
errar el golpe, y tras de esta húmeda despedida, retirábanse los
jugadores, mojados hasta la médula de los huesos, las camisetas lacias,
destiñendo el azul o el rojo de la tela sobre los pantalones, pero muy
orondos con sus coronas, terciadas al hombro, curando cada cual su orgullo
en el mayor número de las conquistadas en la acción que acababan de
librar. ¡Pobres coronas! Al finalizar la jornada, sólo quedaba de ellas
algún jirón de tarlatana marchita, y como triste realidad, el arco de
barrica en torno del cual la delicada mano de fulanita abullonara
crespones y tules para obsequiar a su campeón.
Muchas veces, cuando las heroínas estaban ya muy tranquilas haciendo el recuento de los regalos y narrando los episodios del combate, se veían de repente sorprendidas, invadidas por un grupo de intrépidos que iban a librarles batalla dentro de sus propias trincheras. Gritos, cerramientos estrepitosos de puertas, vidrios rotos, repliegues de las jugadoras a un rincón, y protestas de los dueños de casa; tal era el comienzo de la lucha. El campo de batalla era la sala, prudentemente desamueblada desde el día anterior, sin alfombra, sin cortinas, sin ningún adorno, en fin, más que la gran tina de baño colmada de agua, el baño de asiento, la tinaja, los tachos grandes de la cocina, y todo cuanto cacharro pudiera servir de depósito para tener mucha agua a mano.
Repuestas
las niñas del susto, emprendían el ataque, provistas de sus jarros, pues
buen cuidado tenían de no dejar sus armas para que el enemigo las
aprovechase. Defendíanse los hombres como podían, con las manos, con el
sombrero, con lo que les caía al alcance, pero generalmente acababan por
quedar vencidos, porque es irresistible una carga de jugadoras de ésas
que se calientan en la refriega y ya no miran para atrás, arrojando agua
mientras tienen agua, y concluyendo a jarrazo limpio cuando ya no tienen
con qué mojar. Escurríanse los asaltantes como podían, perseguidos
hasta en la escalera por la servidumbre que hacía de reserva a las
patronas, pero frecuentemente sucedía que el menos listo o el más
aturdido quedaba solo, encerrado dentro de un círculo femenino que, no
por serlo, era menos terrible, y entonces pagaba él la calaverada, por él
y por sus compañeros. Ésta le aturde con un jarro de agua en los ojos,
aquélla le aplasta encasquetándole un balde lleno en la cabeza, la otra
le pellizca de un brazo, tironeándole la de más allá de las orejas,
hasta que, entusiasmadas de veras, cargan las cuatro con él, y a pesar de
sus manotadas y pataleos, le zambullen dentro de la tina, y de buena gana
le ahogarían, si la oportuna intervención del dueño de casa no pusiese
fin a la gresca. ¡Cómo saldría de mohíno y cariacontecido el
zarandeado asaltante, es cosa que ya el lector sobradamente se imaginará...!
Había
también los jugadores hípicos, grandes jinetes que se lucían cerrándole
piernas al caballo para pasar por entre dos cantones, en
medio de una granizada de huevazos y una lluvia de bombas, costaleando
el caballo sobre las piedras, azorado con la bulla, con los proyectiles
que lo herían, con lo resbaladizo del suelo y con la constante amenaza de
los lados y del frente y de atrás, sin atinar por donde huir para
librarse de aquel infierno.
La
calle, sembrada de retazos de papel y de cáscaras de huevo, denunciaba a
los jugadores que, ocultos tras de pretiles de las azoteas, acechaban a
los incautos. De repente aparecía un transeúnte, y mirando con cara de
pillo, se aventuraba por la cuadra peligrosa, en la seguridad de burlar a
los que le esperaban. Si las bombas y cáscaras estaban sobre una acera,
tomaba él por la de enfrente, calculando entre sí que los jugadores
estarían encima de él, y contra ellos se defendía pegándose todo lo
posible a la pared para resguardarse con las cornisas y balcones. ¡Inocente!
Cuando más contento iba felicitándose de su travesura y sonriéndose del
chasco que había dado ¡zás! de atrás de una puerta que él ni
sospechaba, le disparan un balde de agua que le ensopa de los pies a la
cabeza. Aturdido por la sorpresa y temeroso de una nueva arremetida,
saltaba al medio de la calle, y entonces le aprovechaban los de arriba,
apedreándole a huevazos, haciéndole tambalear a baldes de agua, y muchas
veces, dando con él en tierra de un bombazo certeramente acomodado en la
cabeza. Entonces se armaba una de silbidos, de gritos, de toques de
corneta y de matraca que atraían a todos los curiosos, prudentemente
aglomerados en la esquina, y cuando más encantados estaban éstos gozando
con las desgracias del caído, ¡cataplum! Llovía sobre ellos toda una
tina de agua que les dispersaba, echando pestes y maldiciones contra el
travieso que tan donosamente les había burlado.
¡Oh! ¡los buenos tiempos! Ya se fueron para no volver. Ahora todo es mezquino y raquítico. Se juega con pomitos, ridículo remedo de aquellas monumentales jeringas cuyo grueso chorro alcanzaba hasta los miradores.
Y
lo mismo que los jugadores, se van las máscaras, aquellos mascaraos
típicos que ha pintado de mano maestra Dermidio de María, describiendo a
los marqueses y las pastoras, sudados ellos dentro de sus casacones de
terciopelo, y despeadas ellas con los zapatos estrenados ese día, y
domados en una continua caminata desde las doce hasta la puesta del sol,
para seguir después el bureo en los trasijados bailes de rompe y rasga,
en que van las parejas ceñidas como los hermanos siameses, haciendo de
dos cuerpos un solo bloque que se menea como un ¡ay de mí! y suda a
mares desde la punta del pelo hasta... ¡no descendamos, por higiene
siquiera, hasta esos extremos que no hay para que nombrar!...
¿Dónde se han ido los condes de careta de alambre con la boca de resorte para fumar una tagarnina? ¿Dónde, los indios de camiseta de punto, adornada la cintura y la cabeza con desperdicios de plumeros? ¿Qué se han hecho los turcos de cabeza atada con pañuelos de algodón, luciendo sobre la ropilla la licencia policial, y holgadamente calzados con amplias alpargatas? |
Los
infantes de Aragón ¿Qué se hicieron? ¿dónde están? |
Ya
no se ven aquellas comparsas heterogéneas, formadas por acumulación en
torno de un acordeón y una pandereta, sin conocerse los unos a los otros,
vinculados momentáneamente por el deseo de marchar al compás de una música
cualquiera, y disolviéndose de la misma manera que se agruparon, sin
darse siquiera las buenas tardes, elementos congéneres en el modo de ser,
que se agrupan como lo hacen los pájaros, en bandadas, aunque sean de
diversa procedencia y plumaje, sólo porque son pájaros, como sólo por
ser turcos todos ellos se empandillaban aquellos moscaraos de los buenos
tiempos.
Pero,
no eran sólo éstos los que apelaban al disfraz en esos días clásicos
del engaño. También los jóvenes de la mejor sociedad se organizaban en
lucidas comparsas, y de entre las de mi tiempo, recuerdo muy especialmente
La Mitológica, cuyos socios pertenecían a las principales
familias. Como su nombre indica, era aquella comparsa formada por los
Dioses del Olimpo, y cada cual tenía su traje y sus atributos
expresamente mandados venir de Europa.
Hacía
de Júpiter Eugenio Garzón, ya con sus tendencias de
mando, muy grave, envuelto en su manto rojo franjeado de armiño, ceñida
en la frente la corona, y esgrimiendo en la diestra el fulminante haz de
rayos. Federico Vidiella representaba a Vulcano, con su mandil de
cuero y su gran martillo, aunque no caracterizando al dios herrero en su
cojera, tal vez porque era poco elegante eso de hacer el rengo delante de
las niñas. El Cielo figuraba Apolinario Gayoso, que hoy es
colector de Aduana, todo tachonado de estrellas, radiante de sol y
plateado de luna; y a su lado marchaba Emilio Herrera, con casco, escudo y
lanza, remedando al belicoso Aquiles. Santiago Míchelini, con toda
seriedad está hoy en su bufete de El Siglo, era por aquel entonces nada
menos que el fornido Hércules, con su piel de tigre al hombro y su
gran maza en la mano, haciendo pareja con Miguel Reissig que, vestido de Terror,
aterrorizaba a cuanto chicuelo encontraba. De Momo hacía Ricardo
Lacueva, obligado a reír aunque le doliesen las muelas, forzado por el
jocoso papel que representaba; y Carlos Castells, figurando a Saturno,
pareciendo querer tragarse las piedras solo por representar a lo vivo a
aquel gran comilón que hasta sus hijos devoraba. José Antonio Ferreira
reproducía al pudoroso Telémaco, y sospecho que lo copiaba hasta
en lo de gustarle todas en general, sin hacer hincapié en rubias
ni en morenas.
Su
hermano Alberto caracterizaba a Mercurio, papel que se le confió
por ser el más espigado de la comparsa, y andaba él muy ufano con su
caduceo adornado de víboras en la mano, y sus alitas
en los talones y en el casquete. Eduardo Nebel personificaba a Marte, con
su yelmo y su corazón, esgrimiendo una tajante espada, y tan por lo serio
tomó la cosa, que no quiso guardarla virgen, como otras que ustedes
conocen, y la envainó en un ternero, que murió orgulloso al verse herido
por aquel olímpico acero. Eduardo Fariña era Neptuno, con su
punzante tridente, todo adornado de atributos marinos, y junto con él
figuraban Orfeo, Apolo y otras divinidades, que no recuerdo a
quienes estaban confiadas.
Lo
que si recuerdo es al dios Pan. Figúrense ustedes a un hombre
metido, en pleno febrero, dentro de una piel de carnero, cerrada desde el
cuello hasta los pies como si estuviese forrado en lana, y ya se imaginarán
lo que sufriría, lo que se fastidiaría el joven Calvo, hermano del
reputado músico don Carmelo, que bramaba de calor y de ira contra la diabólica
idea de aquel maldito pastor de vestirse de zamarras de carnero. Lo que
Calvo renegaba, no es para repetirlo, pero si puedo garantir que recordaba
con fruición la hoja de higuera, y que de buena gana hubiera cambiado su
jerarquía de dios Olímpico, por la de un simple Adán, a pesar del
ligero traje que gastaba nuestro padre común.
La
Mitológica
no era una comparsa de mera exhibición. Los dioses cantaban como simples
mortales, y al efecto, Vicente Lóoez compuso unas canciones con sabor olímpico,
erizadas de esdrújulos, y Carmelo Calvo las puso en música, en una música
mitológica, también, como correspondía a tan mitológica comparsa. Decía el coro: |
Llenos
de júbilo Los
mitológicos Que
manda Júpiter El
inmortal, De
los empíreos Al
mundo mísero, Todos
bajemos Al carnaval. |
Era
de ver los aires que se daba Júpiter cuando se oía decir
inmortal! Ensayados los coros, y templados los instrumentos, resolvió La
Mitológica echarse a la calle; y por no hacerlo a usanza de los
mortales, que van por lo general a pie, alquilaron un carro de mudanza,
sobre el cual levantaron una gradería, que semejaba el Olimpo, donde iban
muy gravemente sentados los dioses, ocupando la cúspide el alado y
travieso Cupido, que lo representaba Manuel Reissig, chicuelo a la
sazón de diez años, lindo como un querubín, armado de su arco y colgada
a la espalda la aljaba bien provista de traicioneras flechas.
Arreglado
todo, montaron los dioses en su olímpico carro, vestido el
cochero con un traje también mitológico, para no desdecir del conjunto.
Precedían a la comparsa unos lictores, jinetes en blancos corceles, y
tras ellos iban los músicos, metidos dentro de un carro adornado, todos
ellos vestidos de romanos, haciendo la más estrafalaria figura.
Cerraba
la marcha el carro de los dioses, parecido a aquél que encontró don
Quijote con los cómicos que representaban Las cortes de la
muerte; y puesta en camino la comitiva, se dirigió a la casa del señor
Vidiella, cuyo hijo Federico era el presidente de la comparsa, correspondiéndole,
por consiguiente, la primacía en cuanto a ver y oír a los cantantes olímpicos.
Vivía entonces el señor Vidiella en la esquina de la plaza, altos de la
antiquísima Confitería Montevideano-, que ahí está como era
entonces, es decir, hace la friolera de quince años, y allí bajó la
comitiva con mucho orden; subieron los dioses a la sala, donde les
esperaba toda una corte de huríes, lucieron sus trajes, entonaron sus
canciones e hicieron sus gracias, si es que hacerlas sabían.
Aplaudidos y festejados fueron los Mitológicos con toda esplendidez, y satisfechos con aquel triunfo que en su primera salida alcanzaran, decidieron visitar algunas otras casas, empezando por la de don Salvador Buxareo, que era la más cercana, situada en la calle 25 de Mayo, casi esquina a la de Cerro. Instalados todos en sus sitios partieron los lictores al trote de sus caballos por la calle de Cámaras; tras ellos arrancó el carro de los músicos romanos, y enseguida se puso en marcha el Olimpo, arrastrado por cuatro briosos corceles, que, encontrando liviano el tiro por la pendiente, tomaron a trote más que regular, zangoloteando a los dioses que hacían pininos por no caer, tales eran los balances del vehículo, debidos a las desigualdades del empedrado. Al
llegar los lictores a la esquina de Cámaras y 25 de Mayo, doblaron por ésta
en dirección a lo de Buxareo; dobló enseguida el carro de los músicos,
pero el de los dioses, veloz como venía, todo fue doblar, y volcarse,
cayendo carro, dioses, catafalco y atributos contra la hojalatería de
Carril, situada entonces en el sitio que hoy ocupa el encantado palacio de
don Pancho Gómez.
El
que mejor parado salió fue Cupido, que por ser el más encumbrado escapó
ileso de toda apretura, cayendo de lo alto como un angelito con sus alas
abiertas.
¡Pero
los dioses! ¡No les valió para nada la divinidad! Voceaba Júpiter,
renegaba Saturno, quejábase a grito herido Vulcano, apostrofaba Marte al
mitológico carrero, que juraba ¡per la Madona! echando
ajos y cebollas como un condenado, y todo era allí confusión, algarabía
y desesperación de los salvados, al ver que debajo del carro había un
amasijo de dioses que pataleaban, manoteaban y pedían auxilio.
¡Adiós
Olimpo! ¡Adiós canciones! ¡Adiós trajes! ¡Adiós triunfos!
El
único que no tuvo de que quejarse fue el dios Pan:
aquel cuero lanudo que tanto le sofocaba, le sirvió de colchón en la caída,
realizándose así en él aquello de: "no hay mal que por bien no
venga".
Y no cuento más, lector, porque yo ya estoy cansado, y tú estarás aburrido, así es que doblemos la hoja, y no hablemos para nada de estos carnavales chirles de ahora en que no hay huevos, ni bombas, ni jarros de agua, ni jugadores de pañuelito, ni héroes de coronas, ni asaltos, ni marqueses, ni pastoras, ni turcos, ni tumbos mitológicos como el que llevaron mis amigos en su olímpica excursión.
¡Pomitos...! ¡Dominoes...! ¡Bah! ¡bah ¡bah!
|
Sansón Carrasco
Artículos
Montevideo,
marzo 25 de 1882
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 10
Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social
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