Boony
Aldo L. Cánepa

Con toda seguridad, a no ser por el desdichado accidente que tuvo en su infancia, Boony habría llevado una vida normal. Su historia prueba cómo la vida de una persona, y aún su muerte, pueden estar predeterminadas por un hecho acaecido en la niñez. A Boony le ocurrió que, a la edad de doce años, mientras jugaba en su casa, rodó desde lo alto de una gran escalera de mármol.

Cuando sus padres acudieron a socorrerlo vieron, con el horror que es de imaginar, el cuerpo del chico dividido en dos partes, como si una sierra lo hubiese cortado al nivel de la cintura. Las dos mitades de Boony fueron reunidas entre sollozos en su lecho, y se llamó a un médico para que certificara la defunción.

El doctor examinó a la infortunada criatura y halló motivos para sorprenderse. Encontró que la separación se había producido bajo el diafragma, sin perjudicar ningún órgano. Prácticamente no había hemorragia y la poca sangre derramada provenía de rozaduras sufridas al caer el niño. Los vasos sanguíneos, las venas y las arterias-fenómeno maravilloso- habían contraído y cerrado sus extremidades rotas. Unió entonces el galeno los conductos de la parte superior con los de la inferior, y el canal digestivo en sus dos porciones. Y pronto vio que la piel de Boony tomaba color, que la sangre circulaba y el niño respiraba. Finalmente Boony abrió los ojos y dijo en tono lánguido: "Tengo hambre".

El prodigio hubiera tenido enorme difusión, y el afortunado médico hubiese alcanzado, tras el nombre de Boony, renombre universal. Pero la familia se opuso tenazmente a toda divulgación del asunto. El médico se negó, con noble energía, a silenciar este hecho tan sin precedentes en la historia de la medicina. Pero la oposición familiar fue muy firme y estuvo respaldada por una recompensa tan grande como jamás el galeno hubiera soñado con seguir en su vida. Entre una sorpresa proclamable y otra embolsable, optó razonablemente por callar y embolsar.

Y Boony siguió creciendo y educándose como cualquier hijo de vecino.

De tiempo en tiempo, sin embargo, se le presentaron algunos problemas. Como le ocurrió una vez, mientras paseaba por un bosque: habiéndosele enganchado un pie en una raíz se colgó de una rama para sostenerse; con el resultado de que se le volvió a separar el cuerpo en dos mitades. Pero, luego de esas otras alarmas, vio que podía recomponerse sin dificultad. Y llegó a desarmarse por puro gusto, para ver como era; curiosidad muy natural, que por el momento no le trajo complicaciones.

Boony se hizo hombre llevando consigo su secreto, del cual estaba íntimamente orgulloso. Más aún, tenía la vaga idea de sacar partido de aquel defecto virtud. No era fácil, pues en su mérito residía su debilidad. Y una mujer que no lo quiso comprender y su propia ambición se complotaron para perderlo.

El mayor provecho, para su gusto, lo obtuvo después de casarse. Cuando su mujer dormía, él dejaba su parte inferior de modo que sus pies tocasen los de ella; en tanto se arrastraba hasta el cuarto de la sirvienta y, en la noche cómplice, le prodigaba sus caricias.

La fatalidad quiso que, desvelada por una mala digestión, su esposa descubriese una noche el secreto; aunque no el engaño, pues ya Boony regresaba para acallar sus gritos despavoridos. Tras el espanto complementario de ver venir lo que faltaba de su marido, acabó por tranquilizarse y aceptar las cosas como eran; y estuvo muy de acuerdo en callar, pues le hubiese avergonzado decir que era esposa de un fenómeno tan excepcional. En cuanto a la fámula, no llegó a enterarse de que sólo tenía medio amante; sólo la extrañaba sentirlo tan audaz y tan tímido a la vez.

El final de Boony fue tristísimo. Su mujer terminó por darse cuenta de que las ausencias nocturnas de su marido se debían, sí, al deseo de hacer uso de su extraordinaria facultad sin espantar a nadie, como él había manifestado; pero que ese deseo encubría otro mucho menos extraordinario. Despidió, pues, a la criada; pero Boony simpatizó en igual forma con la sustituta y con las dos que la siguieron. Despechada por los sucesivos engaños-que le habían quitado el sueño-, su esposa decidió poner en práctica un siniestro plan.

Una noche, el Boony pensante y actuante se arrastró hacia el cuarto de la nueva fámula dejando al Boony inferior en el lecho conyugal, según acostumbraba. Su mujer no demoró en introducir medio Boony en un canasto que tenía preparado y en hacerlo enviar de inmediato a una ciudad distante cuatro mil kilómetros. Cuando el infiel Boony retornó con todo sigilo a su dormitorio, halló la luz encendida y a su esposa sentada en el lecho, fumando despaciosamente y mirándolo con expresión sarcástica.

Intuyó que estaba perdido sin remedio, y ella no vaciló en confirmar con creces sus temores. Boony pasó horas prendido al teléfono: en un estado de agonía indescriptible, hizo toda clase de gestiones para obtener la devolución de su cara mitad. Pero la astuta esposa había planeado bien las cosas y el canasto ya había sido embarcado hacia lejanas tierras. Y como no pudo recuperarlo, Boony murió de inanición-o lo que fuera.

El aviso mortuorio indicaba, para confusión de quién lo leyese, dos casas de duelo; una de ellas, en el extranjero. La viuda volvió a casarse pronto, no sin antes someter a su prometido a un riguroso examen médico. De todo lo cual se desprende la siguiente moraleja: hay que darse entero en lo que se hace.

Aldo L. Cánepa
De "Cuentos a granel", Tradinco, 1989

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