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Yo llegué al mundo hace once años. Afuera, en aquella época, hacía mucho calor desde dos meses antes, según me contaron. Mamá todavía me recuerda que las últimas semanas las pasó muy mal, transpirando diariamente, oprimida por el bulto cada vez más pesado. Yo no sé qué contestarle. Pero pienso que ella debería imaginar las incomodidades que yo soporté encerrado en su bolsa caliente. Tampoco a mí me resultaba placentero continuar ahí adentro, al punto de que me fue realmente penoso contener el impulso para escapar de la prisión. Al fin, sin esperar su decisión, resolví asomar la cabeza para respirar aire fresco. Y en el apuro por salir, confundiendo las partes de mi cuerpo cuyos verdaderos nombres ignoraba todavía, saqué primero las nalgas, complicándole, al parecer, también el último momento, tanto que ella se puso a llorar antes que yo. Es posible que haya sido así, pues mi llanto empezó recién después de las palmadas que el doctor me dio con más fuerza de la necesaria. En cambio, ella lloraba desde dos días antes de hacer el viaje al hospital. El chofer del taxi la vio tan triste que para animarla le confesó que él tenía seis hijos, todos varones, y que su mujer seguía tan nerviosa ahora que esperaba el séptimo como si fuera la primera vez. Pero mi madre no se calló. Continuó llorando hasta el final del viaje, siguió con el llanto maldiciendo las contracciones –mis esfuerzos por escaparme- y aumentó las lágrimas cuando el doctor le anunció que iba a usar fórceps obligado por mi equivocación. ¡Cómo si a mí no me hubieran dolido aquellas tenazas empedernidas! Ahora soy el hijo varón, el único que pudo tener. Porque el doctor le dijo que después de mi nacimiento nunca más sería mamá de nadie. Si ella lo hubiera aceptado con resignación se hubiera librado de males peores. No pudo hacerlo porque deseaba –por lo menos- cuatro hijos. Tan planificado tenía su futuro que, incluso, sabía que el primero en llegar sería una mujer. Por eso el anuncio del doctor le resultó propicio para imaginarse el resto de su vida con una amarga decepción. Y mi llegada, con todos los signos masculinos inconfundibles, terminó por desalentarla definitivamente. A cada rato me echa en cara su frustración y viene al cuarto para recordarme que esperaba –antes que los demás- una niña rubia de pelo ensortijado, quizás con los ojos celestes, pero claros de cualquier manera. En cambio, así fueron las cosas, tiene este varón que soy yo, de pelo lacio, negro como el azabache, y con el iris castaño. Y sin duda, recordar mi presencia a ella le parece una buena razón para volver a llorar. Me grita tantas veces que una hija le hubiera sido mucho más necesaria porque son tan compañeras que yo a veces todavía me avergüenzo de ser varón y quisiera que mi pelo se aclarara y que las formas de mi cuerpo cambiaran. Yo la miraba con interés femenino y la seguía por toda la casa cuando limpiaba los cuartos. No es que ella me obligara. Sentía que al nacer se me había confiado una tarea muy especial. Y trataba de cumplirla. Por supuesto que hoy podría explicarle que soy varón y que con eso es suficiente. Pero esto aumentaría su pena y si lo pienso durante varios minutos me vienen ganas de llorar. El año pasado solía vestirme con su ropa y jugar con muñecas. Lo hice hasta que ella me obligó a lagrimear cuando me dijo que yo era un mariquita. Tampoco esa vez supe qué contestarle, aunque me pareció que estaba asombrada por lo bien que me quedaba la falda y, sobre todo, por la gracia que yo tenía para caminar con tacones altos. Yo apenas he podido detener el llanto hasta hoy. En cambio, mamá no para de llorar. Los ataques de hipo, los más graves, le aparecen siempre que pronuncia en voz alta el nombre elegido para la niña que yo desplacé. Una mañana me aparecí en su dormitorio vestido como lo hubiera hecho Flor de Luz, le di un beso y le dije: “Buenos días, mamá”, con el tono más suave que encontré. Puedo asegurar que esa mañana ella no lloró. Aunque después intentó borrarlo con gritos histéricos y golpes descontrolados, se había frotado los ojos, los había abierto y, con una voz que yo no le conocía, me había contestado: “¡Hola querida! ¿Dormiste bien, Flor de Luz?.” Claro que de inmediato, cuando se despejó, aparecieron los manotazos y el sopapo que me dejó una mancha roja en la garganta. En realidad, permanecí vigilando los posibles cambios en mi sexo solo hasta los diez años. Ahora ni siquiera me intereso en las tareas de la casa. Nunca más me preocupé por aprender los secretos de una limpieza perfecta o de un plato a punto. Desde junio –porque ya pasaron noventa días- estoy, en verdad, imposibilitado de ayudarla. De todos modos lo intento desde acá adentro, pero ya no es lo mismo. Los obstáculos están a punto de hacerme desistir. ¡Y pensar que todo pudo ser tan diferente! Hubiera alcanzado con que ella demostrara menos apuro. Cuando pienso en el trabajo que me dio perfeccionar mi descubrimiento tengo la sensación de que todo terminará muy pronto. Demasiado esfuerzo para nada. Al cumplir los diez años, como decía, considerando que había pasado un tiempo más que suficiente, dejé de lado mis esperanzas sobre el pelo rubio o sobre las transformaciones de mi cuerpo. Mamá seguía llorando y yo debía encontrar caminos que, aunque no le trajeran a Flor de Luz, la arrancaran del desconsuelo que la tenía atrapada. Me llevó casi un año, como puedo comprobarlo mirándome esta parte vellosa que antes no tenía. Justamente con esos vellos creciendo en silencio nació la idea que complacería a mamá y terminaría con su tristeza. Yo me distinguía por una sola cualidad que nadie se animaba a negar: poseía un poder de concentración excepcional. Al noveno año me iba de casa para acompañar a Oliver por estrechas y sombrías calles de Londres. No lo acompañaba, exactamente. Lo precedía para limpiar su camino, pocos pasos adelante de él y sin que nadie pudiera verme. Mi presencia protectora lo ponía a salvo de los bandidos que querían raptarlo. Una noche, más nublada que cualquier otra, peleé con Fagin y con Sikes. Los sorprendí ocultos en un zaguán esperando a su víctima. Me llevó poco tiempo dejarlos fuera de combate. Quedaron tendidos en la puerta del edificio sin saber quién los había atacado. Al repugnante Fagin le había acertado con una pedrada en el medio de la frente y podía ver el hilo de sangre que le resbalaba hacia la nariz. Y al artero Sikes lo había desmayado con dos golpes perfectos de bastón en la nuca. Tuve que apurarme para esconder los cuerpos en el mismo zaguán, antes de que Oliver pasara nervioso porque todavía debía recorrer tres calles oscuras antes de llegar a la casa del bueno del señor Brownlow. Marchaba sin imaginarse que yo terminaba de salvarlo. Esto me hacía sentir muy poderoso. A veces montaba en mi fiel compañera, la paloma blanca de alas enormes. Volábamos a través de las nubes, siguiendo caminos que solo ella conocía. El viaje era largo y emocionante. Generalmente nos dirigíamos a la casa de madera escondida entre los picos montañosos. Cuando empezábamos el descenso veíamos el humo de la chimenea. Este era el anuncio de que el Gran Tigre nos había olfateado y estaba dispuesto a recibirnos. Al bajar lo encontrábamos en la puerta, moviendo sus orejas gigantes para demostrarnos su alegría por nuestra visita. Entonces yo cambiaba de cabalgadura. Montado en el Gran Tigre recorría las cumbres vecinas hasta que sus colmillos rozaban mis manos para indicarme que había decidido regresar a la casa. Sentados en el suelo, junto al hogar, el Gran Tigre me contaba viejas aventuras que me ponían la piel de gallina. Yo siempre le pedía que volviera a explicarme cómo había vencido a la Boa Silenciosa. El llanto y los gritos intercalados (en ese orden) no eran los únicos ruidos que luchaban por hacerme volver de mis viajes. Al mismo tiempo, la televisión, casi en el máximo del volumen, emitía el quinto capítulo de “Almas condenadas” y la aspiradora inspeccionaba zumbando todos los rincones de la casa. Si yo no viajaba, leía. Siempre eran libros usados que conseguía con el escaso dinero que mamá me dejaba utilizar. Lo ganaba yo mismo con las clases de idioma de los sábados a cuatro alumnos del segundo año escolar. Una vez por mes –o dos, según la generosidad de mamá- corría a la librería y los compraba. A medida que el tiempo pasaba tenía que contentarme con menos volúmenes, ya que elegía libros más difíciles de entender, es decir, más caros. Por eso es que mi colección no aumentó como yo hubiera deseado. Si lo lamento hoy más que antes es porque los libros me hubieran servido ahora para combatir esta soledad. La primera sospecha de que mi poder de concentración podía extenderse todavía más la tuve un domingo de mañana. Estaba cazando moscas en la cocina. La rapidez de mis manos para cortar el aire y atraparlas en pleno vuelo era proverbial. Después de lavarlas en una palangana esmaltada las iba juntando en un frasco de vidrio azulado. Mi compañero de banco en la escuela era muy torpe para cazarlas y yo pensaba reunir una buena cantidad para cambiárselas por lápices de colores. De repente, recordé lo que el viernes anterior nos habían explicado sobre las características del vidrio. Y empecé a repetirme que a pesar de su dureza era un elemento muy frágil. El pensamiento iba y venía alrededor de mí. Me envolvió de tal modo que terminé absolutamente convencido de que la fragilidad del vidrio era incomparable. Fue como si el mecanismo productor de los pensamientos se hubiera atascado en el centro de mi cabeza. Estábamos el frasco y yo, solos. Lo tenía en la mano y lo miraba fijamente. Es-frágil-el-vidrio-muy-frágil-tan-frágil-que-el-menor-golpe-lo-rompe-porque-es-frágil-el-vidrio-muy-frágil-tanto-como-el-material-más-frágil-que-existe, repetí alrededor de una docena de veces sin dejar de mirarlo. Cuando ya parecía que ese habría de ser mi único pensamiento futuro, una mosca empapada que, arrastrando las patas con mucha dificultad, trepaba en busca del borde del frasco, me distrajo y me devolvió los otros pensamientos. Soplé con rabia para obligarla a volver al fondo y me corté la mano con los trozos de vidrio que quedaron apretados entre mis dedos. Perdía todas las moscas atontadas que se escapaban arrastrándose dificultosamente entre los restos del frasco, pero no me preocupé por volver a agarrarlas. Yo sabía que el frasco terminaba de hacerse añicos por la energía de mi pensamiento. De esta forma descubrí que podía lograr resultados aparentemente increíbles con el solo método de pensar. Y me guardé el secreto para sorprender a mamá. Lo que necesitaba era dedicarle todo –absolutamente todo- el vigor concentrado en mi cabeza. A partir del domingo siguiente me animé a comenzar con los primeros ensayos serios. Y a pesar de que algunos de ellos no pude concretarlos –solo se cumplieron a medias- me sentí orgulloso por lo que estaba logrando. Ya en el cuarto día, apenas usadas mis fuerzas, recuerdo que estuve cerca del éxito total. Fue la tarde que le pasé mentalmente el resultado del 9 vertical al viejito que, sentado a mi lado en el asiento delantero del ómnibus, se devanaba los sesos con las palabras cruzadas. Endurecí los músculos, cerré los ojos y empecé a repetir 9-vertical-9-vertical-9-vertical-9-vertical-9-vertical. No habían pasado más de tres minutos cuando resolví abrir los ojos para mirar al viejito. Su sonrisa y la forma apresurada de escribir en la revista, como si de pronto se le hubiera ocurrido la respuesta, me dieron la alegría casi completa. Pero no fue un triunfo absoluto. A pesar de que continué exigiendo a mi cabeza no pude hacerle llegar antes de bajarme la definición correcta para el horizontal del mismo número. Los días siguientes me alcanzaron la dulce satisfacción. Todos fueron resultados positivos. Un clavel nacido en el almacén del barrio entre las bolsas de yerba. La inolvidable rodada del maestro en la escalera del segundo piso después que yo pensé que sería lo mejor que debería pasarle antes de que llegara a preguntarle sobre ángulos obtusos a mi amigo, muy débil en geometría. El agradecido canario amarillo volando aturdido en un principio y luego con ágil viveza en dirección al cielo después que yo repitiera presionándome la nuca con las manos que la jaula debía abrirse, así-el-gordo-cruel-del-apartamento-ocho-no-encierra-más-a-los-pájaros-nunca-más-pobrecitos--que-nacieron-libres-para-volar. Apenas, en algunos casos rebeldes, yo sentía un fuerte dolor en las sienes o me mareaba antes de conseguir lo que deseaba. Entonces, al cabo de tres meses, tal como debía esperarse, llegué a la conclusión que me sería fácil crear los mismos momentos agradables para mamá, instantes, como le dije al fin confiándole mi secreto, que terminaran con su llanto y la hicieran reír. Estaba pronto para sacarla de su calvario. Así, por ejemplo, en aquella semana ya había conseguido que dejara de llover para proteger a la familia desalojada que acaba de instalarse en el terreno baldío de la esquina. La práctica constante, el ejercicio diario, me demostraron que podía confiar en mi poder. El examen liceal de filosofía que aprobó el hijo del librero y la transformación de un portero borracho detestado por todos los vecinos en un sobrio padre querido por todos sus hijos, fueron otras claras demostraciones de la pericia que yo había alcanzado. Claro que yo me había cuidado muy bien de no pensar en mamá todavía. Un sabio temor me había aconsejado que primero probara con los demás, previendo la posibilidad de que mis esfuerzos de principiante fracasaran al querer favorecer a un familiar directo. Pero ahora, al parecer, ya no existía ese peligro. Después de tantas conquistas comprobadas me decidí a empezar la nueva etapa. La fuerza liberada a través de mi pensamiento, la energía dirigida, nunca fallaba, siempre conseguía lo deseado. Pero los resultados perfectos, los hermosos, jamás favorecieron a mi madre. En casa no sucedía nada extraordinario. O, por el contrario, sobrevenían desgracias, inconvenientes gruesos. Al parecer, aunque no tuviera conciencia, yo también deseaba cosas negras. Digo al parecer, pues en esos casos yo no tenía exacta noción de lo que había intentado. Ni siquiera recordaba haber pedido algo. Pero el resultado triste o lamentable se cumplía invariablemente alrededor de mamá. Perdió el reloj que le había regalado su padre cuando ella cumplió quince años. Un escape de la cañería del gas casi provoca una explosión trágica mientras mamá cocinaba. El poco dinero que mi padre había dejado antes de marcharse para siempre de casa, mamá lo dejó en la ruleta jugándole a los números que yo mismo le indiqué. Este es el único caso en el cual admito que intervine directamente. No podría negarlo, ya que, cediendo a sus reclamos nerviosos, le sugerí la apuesta. Pero en todo lo otro no creo que yo haya tenido participación, aunque nunca podré convencer a mamá de que realmente fue así. Lo que yo deseaba para ella florecía en cualquier lugar menos en casa: en lo del almacenero, en lo de mis compañeros de clase, en las plazas y en los parques, pero especialmente en la casa del librero que vivía a quince minutos de la nuestra. Fue entonces cuando comenzó la etapa más dura para mí. Cometí el error de creer que el fracaso se debía a una débil concentración mental en la figura de mamá. En realidad, fue un doble error, ya que también olvidé su impaciencia para exigirme tirándose de los pelos o golpeando las paredes con los puños, todo lo cual seguramente interfirió negativamente en el resultado de mi concentración. Debí haber comprendido que los beneficiados por el empeño de mi pensamiento nunca me habían pedido nada. Caí en inmodificables períodos de silencio, me sumí en largos sueños, absorto hasta dejé de comer. Soñaba con mi madre, quería verla reír hasta que no pudiera volver a cerrar la boca. Con la cabeza así exigida, torturada hasta el límite más peligroso, intenté por última vez matar su tristeza. Los ratos de niebla fueron sucediéndose con dolorosa frecuencia hasta que poco tiempo después comencé a sufrir los ataques. Y ella decidió aislarme.
Mamá debía estar enferma. Yo no lo supe hasta que aquella noche escuché los lamentos de la vecina y los pasos apresurados desde el dormitorio hasta la puerta de calle. Después, al escuchar la voz del doctor que vive en el primer piso, tuve la seguridad de que algo grave le pasaba. El día anterior me había parecido que estaba pálida, pero no quise decirle nada para no alarmarla. Además, había sido cuando ella apareció con el queso y con las papas hervidas para cenar, de modo que, como el cuarto estaba en penumbras, terminé creyendo que yo había imaginado su palidez. Pero ahora que vuelvo a pensar en aquello, recuerdo que también por la mañana, al traerme el vaso de leche del desayuno, la había notado ojerosa y con la cara muy demacrada. Yo había adiestrado especialmente el oído para descifrar los mensajes de los ruidos nocturnos. Apenas hacía un mes que me había castigado con el encierro y todavía me costaba mucho dormirme. Como las primeras horas de la madrugada me resultaban interminables había encontrado una fórmula para olvidarme del insomnio. Atendía con cuidado cada uno de los ruidos, por insignificantes que parecieran, y anotaba en un cuaderno la hora en que los escuchaba y lo que yo creía que significaban. A la noche siguiente repetía la operación. Así fui descubriendo que los ruidos de la madrugada son casi siempre los mismos, que la gran mayoría se produce a las mismas horas con diferencia de escasos segundos. Estas son, por ejemplo, dos horas de una madrugada cualquiera, según lo anoté en el cuaderno.
1 y 10 – Crujido de la mesita de luz, probablemente de sus patas. 1 y 25 - Pasos largos sin individualizar en la calle del frente (aparentemente de un hombre.) 1 y 40 - Temblor de dos estantes de mi pequeña biblioteca (causa: ómnibus que al llegar a la bocacalle clava los frenos.) 1 y 55 - Silbido del marido de la peluquera que vuelve de la redacción del diario. 2 y 15 - Ronquido de la vecina del piso de arriba que duerme justo sobre mi cabeza. De inmediato, chirrido de la cama provocado por su marido al darse vuelta para darle la espalda al ruido molesto que le perturba el sueño. 2 y 50 - Vibraciones de la resistencia de la estufa eléctrica (tres o cuatro cortísimas). Las 3 en punto - Canto del primer gallo.
Por eso aquella noche me sentí preocupado a las 2 y 15, al comprobar que el ronquido de la vecina no aparecía. La ausencia de cualquier ruido me provocaba de inmediato una seria sospecha. O algo peor: una gran inquietud. Yo recordaba el cuento –fascinante para mí- que había escuchado en la escuela acerca de un guardabarreras que cierta noche, a la hora que debía pasar el tren nocturno, se había despertado sobresaltado en medio de un impresionante silencio debido a que, precisamente, el ferrocarril se había atrasado y, por consiguiente, el ruido previsto no se había producido a la hora esperada. La ausencia de ruidos me inquietaba especialmente si el que no aparecía era uno de los que yo había estudiado y anotado en el cuaderno. Aquella noche, después de soportar un nerviosismo desesperante entendí –al escuchar las voces y los pasos- la causa del silencio. La vecina no roncaba porque estaba en mi casa acompañando a mamá y conversando con el doctor. Si ella no roncaba era lógico que su marido siguiera durmiendo en la misma posición sin darse vuelta para el otro lado. De ahí que yo tampoco hubiera escuchado el chirrido de la cama. Tuve ganas de gritar. Y hasta de llorar. Pensé levantarme para golpear la puerta del cuarto hasta que me abrieran. Si no lo hice fue porque me convencí de que de esa manera solo aumentaría las preocupaciones de mamá. Entonces, sin dudar ya más, estiré el cuerpo en la cama, apreté los puños y empecé a pedir mentalmente que se me permitiera verla. Estaba completamente seguro de que lograría pasar a través de la puerta y llegar al dormitorio en el cual estaba mamá. Quiero-verla-quiero-verla-ver-a-mamá-quiero-verla-ver-a-mamá-quiero-verla-ver-a-mamá-saber-qué-le-pasa-a-mamá, exigí con la característica fuerza de mi pensamiento. Pocos minutos después, y mientras yo todavía estaba exigiendo a través de la repetición empecinada de mi deseo, se produjo el primer movimiento. Era la alfombra que se enrollaba para dejar el piso al descubierto. Luego, los muebles ubicados contra la pared que separaba el cuarto de mamá del mío, se retiraron en fila y se colocaron junto a la pared opuesta. Toda la zona quedó completamente despejada en algo más de un minuto. Yo seguí endurecido en la cama. Y de repente, los ladrillos de la pared liberada de la presencia de los muebles, uno a uno, en ordenada manifestación, empezaron a descender silenciosamente apilándose sin dificultades contra la puerta del cuarto. La pared bajaba como si fuera de hielo y estuviera derritiéndose. Mientras los ladrillos descendían, aun antes de que la pared desapareciera totalmente, ya pude ver la cabeza del doctor. El fenómeno no se detuvo, los ladrillos continuaron separándose unos de otros, nadie hubiera podido detenerlos. Quizás yo, si mi pensamiento se hubiera manifestado en ese sentido. Pero no era esa mi intención. La cal se rasgaba con un sonido seco, apenas perceptible, para facilitar el descenso de los ladrillos. No bajaban más de siete u ocho por vez. Y las pilas aumentaban debajo de la ventana, lugar donde habían decidido acomodarse ahora. Por fin, la pared dejó de existir. El hecho de que la alfombra y los muebles se hubieran corrido primero había permitido que el tránsito de los ladrillos sobre el piso despejado se hiciera con toda naturalidad. Yo creo que esa fue la razón de que todo sucediera tan rápidamente. Aunque lo más sorprendente no fue la rapidez sino la limpieza. No quedaron vestigios de polvo ni rayas en el piso. Quería verla y ahí estaba, acostada con un paño húmedo sobre la frente. El doctor hablaba con la vecina y le señalaba la botella vacía tirada sobre la frazada. Mamá no los escuchaba porque, ebria como nunca la había visto antes, divagaba acerca de un dinero perdido en la ruleta. Ni la vecina ni el doctor, ambos de espaldas a mi cuarto, notaron la desaparición de la pared. ¡Tan silencioso había sido el tránsito de los ladrillos! El olor de la bebida barata que mamá había estado tomando llegó a mi cama. Sentí náuseas. Quería verla y ahí estaba, levantando y bajando los brazos, lamentándose entre sollozos por la fortuna que podía haber ganado. Odié sus ojeras y su palidez. También odié sus palabras. Lamenté, incluso, haberme preocupado por su salud. Rogué con rabia no-quiero-verla-no-quiero-verla-no-quiero-verla-no-quiero-ver-a-mi-mamá-que-se-quede-con-su-botella-no-quiero-verla-nunca-más. En el mismo tiempo en que la pared de mi cuarto había desaparecido todo volvió a su lugar primitivo. Cuando la alfombra comenzaba a desenrollarse, antes de que terminara de cubrir nuevamente el piso, me quedé profundamente dormido. Había una sábana, blanca como un cielo cubierto de nubes. La misma sábana que mamá había usado para cubrir en el pasado el cuerpecito tierno y juguetón. Ahora ya no estaba la rubéola, la malvada había tenido que retirarse vencida por la disposición de mamá. Porque ella siempre está dispuesta. Y después que la fiebre había desaparecido me había venido esta sed tan escondida allá en el fondo de la garganta reseca. Un helado sería una buena manera de atacarla. ¿De frutilla? No, de ananá. Es difícil decidirse. Mejor pido los dos. Pero cuando mamá se dé cuenta de mi indecisión vendrá con cuatro helados y estoy segura que ella no probará ninguno. Todos serán para mí. No quiero molestarla más. Que en cucurucho no porque la cama termina llena de miguitas, es preferible el vasito con la cucharita de plástico, mi Flor de Luz querida. Yo estaría mirándolos, a los vasitos de colores todos diferentes. Uno para el helado de frutilla, otro para el de limón, el tercero para el de ananá y el último para el de durazno. Y seguiría mirándolos, no sé cuánto tiempo me llevaría observarlos para elegir solamente uno. Tanto que se derretirían antes de que yo estirara el brazo en señal de que había tomado una decisión. Pero, ahora que lo pienso, podría ser que un jugo helado de naranja, con el cubito de hielo sumergiéndose en el vaso con la serenidad con que saben hundirse los hielos en el color naranja, sirviera para refrescarme la garganta, si no fuera por mamá que nadie imagina hasta cuál fruta llegaría a pensar si sospechara que dudo otra vez, ahora entre la naranjada y la limonada. Estarían acá, sobre la mesita, peras, ciruelas, manzanas, sandías, que son todas tan alimenticias, mi querida. Yo espiaría la ridícula pequeñez de la ciruela junto a la gigantesca sandía y me gustaría darle un mordiscón a la manzana después de sacarle brillo con la sábana. Sí, pero cuando la lustrara con la tela y me preparara para hincarle los dientes, mamá me señalaría la sandía, que hace tanto bien para los riñones, mi bobita querida. Cuando me desperté el jueves de noche la puerta se movía sin que nadie la tocara. Supe entender lo que veía. No era que se hubiera abierto sin causa aparente, esa que al fin sirve para espantarle a uno los temores. Se trataba de una sacudida ligerísima, entrecortada como los chuchos de la gripe, de toda la superficie de madera. Pero yo sabía que seguía cerrada con llave, tal como la había dejado mamá después de comprobar que me había dormido. En realidad, casi no tuve tiempo de preocuparme por la puerta porque de inmediato estaba temblando la silla, atacada súbitamente de un mal quizás incurable. Pude conservar la serenidad a pesar del movimiento pendular de la araña que seguía colgando del techo mostrando dos lamparitas encendidas encima de mi nariz. Mis distracciones se repetían con frecuencia alarmante. El lunes pasado me había despertado el olor de la tela chamuscada por la estufa. Anoche, según lo comprobaba ahora, la luz de la araña había permanecido encendida velando mi sueño. Mientras me preguntaba cómo podría detener el asombroso poder de la mente desatada, sentí la agudeza de un taladro en la sien. A mi alrededor ya estaba todo quieto, pero la cabeza me giraba con demasiado apuro. Y el dolor que bajaba hacia el oído era el acelerador del resto. Cada porción de piel ganada aumentaba la dolorosa carrera desbocada de la cabeza toda. Nada la detendría. Lo supe entornando los ojos para apagar el ardor que comenzaba a quemarlos. Y fue lo último que supe.
Oía la voz histérica de mamá y sentía la agresión de su perfume preferido. Me acercaba a la nariz el mismo frasquito de siempre para obligarme a reaccionar. Todavía no la veía aunque continuaba escuchándola. -¡Te propusiste acabar conmigo y vas a lograrlo! Tenía tiempo para abrir los ojos. Conocía la cara que me esperaba más allá de las sombras protectoras. El olor del Agua de Colonia inundaba todo el dormitorio. Una de esas preguntas que nunca me animaba a hacerle: ¿por qué me daba a oler ese líquido repugnante? Apestaba, realmente. Sobre todo al mezclarse con su aliento. Era raro que no me hubiera dado todavía la noticia, algo debía haber pasado. La demora me hizo pensar que quizás la novedad fuera más dura que las anteriores. Pero no demoraría más, ya estaba llorando. -Únicamente me traés desgracias. ¿Cuándo vas a acordarte de tu madre? Nunca pensás en mí. ¿Qué habría ocurrido ahora? Tampoco yo disfrutaba con lo que estaba sucediendo. ¿De qué cosa vendría a acusarme? -Lo hiciste a propósito. ¡Yo sé que lo hiciste a propósito! ¿Qué es lo que yo hice a propósito, mamita? Lo pregunté mentalmente sin abrir los ojos porque estaba seguro de que se equivocaba. -La infeliz terminó aplastada por las ruedas del camión. ¡Y bien sabías lo que significaba para mí! ¡Era mi única compañía! ¡De modo que era eso! Por lo menos mamá había tenido a la gata. Yo, por el contrario, estaba solo, cada vez más solo en este cuarto de porquería. A un animalito tonto como aquél lo podría sustituir por otro. Abundan los gatos callejeros. Al menos, abundaban en junio. A mí también me gustan los animales, los perros sobre todo, y el mejor me parece que es el doberman. Yo a la gata no la vi para nada antes del dolor en la cabeza. Ni siquiera me acordé que existía. -Te aseguro una sola cosa: ¡seguirás ahí hasta que te acuerdes de tu madre! Es lo mismo de siempre. Ahora se va y por fin abro los ojos para verla alejarse de espaldas, con esa fealdad que tengo que soportar dos veces por día frente a mí. Con la diferencia de que hoy miro un cuerpo semidesnudo caminando hacia la puerta. Debía estar bañándose cuando le trajeron la noticia de la gata. Y, claro, no pudo terminar de vestirse, apurada como estaba por correr a despertarme con el frasquito de Agua de Colonia. El mismo que al caminar le roza el muslo humedecido. Hasta jabón pegoteado tiene en esa zona cada día más cuarteada. Ni siquiera llegó a enjuagarse, es evidente. El ruido de la cerradura, mamita, me devuelve a este mundo pequeñito. Ya son tres meses, mamá, que me tienes encerrado. Y eso no está bien, querida mamá. Me canso del silencio. Es demasiado. Y me aburro. Quisiera conversar con alguien, encontrarme con mis amigos, ver los árboles, correr mientras llueve, algo que nunca te gustó que hiciera. Deberías recordar que jamás dediqué mi tiempo para hacerte daño. Quizás te parezca raro, pero otra vez siento necesidad de comer. Me volvió el hambre, mamá. Solo, como tú nunca estuviste, también se puede tener hambre. Saco la bandeja de abajo de la mesita de luz, donde la dejé anoche, y me encuentro con el pedazo de queso y con las dos papas hervidas. Será, entonces, la comida de ayer porque hoy, por el inesperado final de la gata en la que nunca pensé, no me traerás la leche fría del desayuno. ¿Esto es una penitencia? Me parece que se te fue la mano, mamá. Supongo que no te habrás olvidado, cada vez que sucedía algo que te disgustaba –como hoy con la gata- siempre que creías que yo había destinado la fuerza de mi pensamiento a hacerte daño, me suspendías las dos comidas del día. Y hoy no ha sido una excepción. Me has tratado como si yo fuera un monstruo que deseaba que desaparecieras, noventa días encerrado en este cuarto son demasiados, sobre todo sin comida, mamá. Ahora todo está cambiando. Y es por eso que tendré que hacer saltar la cerradura. ¿Sabés una cosa, querida mamá? Hace apenas un rato, después que cerraste nuevamente la puerta, te imaginé caída en la vereda. Volvías del almacén, cuando de pronto te fuiste al suelo sin soltar las botellas. Justo en la entrada del edificio. Estabas retorciéndote por el dolor en el costado izquierdo. No pude detenerlo, nunca supiste cómo es esto, mamá. Yo lo descubrí hace mucho, un domingo mientras cazaba moscas en la cocina para cambiarlas por lápices de colores. Una vez que se desata es imposible parar, no se puede, mamá. En el interior de mi cabeza apareció un grito interminable que se repetía hasta el infinito no-quiero-que-se-levante-porque-no-me-da-la-gana-no-quiero-que-nunca-más-se-levante-nunca-más-no-quiero-que-se-levante-nunca-más-que-no-nunca-más. Y seguías tirada, rodeada por los vecinos que trataban de ayudarte. Y ya habías empezado a ponerte violeta. |
Del libro "Entre humanos y
otros animales"
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