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Quiero tanto a Sophie |
Uno-A mí también me gustan las ensaladas, pero allá es lo máximo, comen verduras todo el tiempo. ¿Será por eso que no hay franceses barrigones? Su mano había chocado con la mía cuando ambos tratábamos de servirnos un poco más de ensalada en la mesa ubicada en el centro del amplio salón. Yo levanté la vista y me encontré con la dueña de la voz, una espléndida joven, algunos años menor que yo -quizás tuviera veintitrés- de pelo color caramelo, ensortijado en rulos pequeñísimos, y ojos profundos como el océano. No era que acabara de descubrirla, simplemente cuando la había visto un poco antes me había parecido demasiado para mí y ni siquiera me había animado a sentarme cerca de su mesa. Pero ahora agradecí a la suerte que me la acercaba para librarme de la familia De María y de sus invitados. Si yo había decidido asistir a la reunión, únicamente podía explicarse por mi incapacidad para rechazar la invitación de los mejores amigos de mis padres. -Sí, probablemente. Comen poca carne y mucho verde. También quesos, claro –contesté mirándola con falsa indiferencia, mientras sentía que me ardían las mejillas. -Y vinos, patés y algunas otras cositas divertidas que nada tienen que ver con la comida, ¿no? Los franceses son como príncipes, ellos saben sacarle el jugo a la vida. Yo debería haber nacido en París –me dijo sin dejar de servirse lechuga. Mantenía el plato en la mano izquierda y con la cuchara en la derecha barría la fuente con igual cuidado que el que hubiera empleado una enfermera para limpiar el cuerpecito de un niño recién nacido. -No hay que exagerar. No todos viven en palacios, también allá hay gente en los chiqueros –me animé a afirmar sin dejar de admirar sus dedos delgados, finísimas prolongaciones creadas para acariciar. Sentí calor, una inestabilidad previsible me recorrió las piernas y cuando nuevamente levanté la mirada, al pasar por sus senos, ya la estaba desnudando. No soy capaz de evitarlo: cuando una mujer me seduce no permanece vestida. La desnudo mentalmente, muy despacio, tanto que a veces ella ya ha desaparecido de mi vista y yo todavía estoy luchando con alguna de sus prendas. Y siempre me entretengo con la pregunta final, la duda sobre el color de su ropa interior, pero antes de terminar ya tengo resuelto el enigma: la imagino negra sobre una piel tostada, todavía con reflejos del sol, probablemente de la costa de Rocha, durmiendo sobre sus poros. -Claro, pero allá hasta los chanchos deben estar perfumados con el mejor perfume. Me parece que usted quiere quedar bien con nosotros. Conmigo no tiene que preocuparse, no necesita ser tan diplomático. -Yo también soy uruguayo –le contesté mientras le sacaba la campera de jean. -Ya lo sé. ¡Pero hace años que vive en París! ¡Qué gracia! Esa ciudad me tiene embobada desde que era una niña. Pero, ¿por qué no nos sentamos? Así hablaremos más cómodos. Usted debe haber conocido cosas fascinantes. Me gustaría que me las contara. No había terminado la frase y ya estaba caminando hacia la mesita que, hasta entonces, yo había ocupado en medio de un solemne aburrimiento. No bien se sentó, me miró, hizo un gesto invitándome a ubicarme a su lado y siguió comiendo. Cada trozo verde que se llevaba a la boca era estrujado por dientes blanquísimos que estallaban en el marco de su piel salpicada de diminutas pecas pardas. Y cada vez que abría la boca era una nueva oportunidad que yo aprovechaba para continuar quitándole una prenda más. Pero apenas le había sacado la campera, de modo que me disponía a desabrocharle la camisa amarilla, siempre de pie y recostado contra la mesa con el plato todavía vacío. Entonces, ella volvió a pedirme que me sentara. Y allá fui yo después de dejar el plato mientras le decía que en realidad ya no tenía ganas de comer. -Un buen café. Eso sí me tomaría ahora –mentí mientras buscaba un poco de aire. Me había aumentado el calor del cuerpo y terminaba de notar que algo me corría por los muslos. Un viejo problema, en realidad, tanto como la manía de perderme entre fantasías con mujeres que iban desvistiéndose en mi cabeza. Me quedé callado y continué mirándola, ahora con un poco más de atrevimiento. Sería mejor que ella creyera lo que quisiera, que imaginara, por ejemplo, que yo era un tipo que había corrido –y alcanzado- a todas las mujeres de París y de sus alrededores. El silencio, acompañado con una sonrisa propia de un hombre de gran experiencia, era la respuesta que más me convenía. Tiempo después me enteraría de que ella se había tomado todo el tiempo necesario para averiguar quién era yo. Había hecho preguntas a los invitados y hasta había acorralado a su amiga, la hija mayor de los De María, buscando información sobre mi vida en París. Aún antes, incluso, había llamado por teléfono a su tía, antigua paciente de mi madre en los tiempos en que ejercía su profesión de dentista en el consultorio de la calle Soriano, redondeando la pesquisa con total precisión y frialdad. En suma, ella sabía que yo estaba estudiando en París, que mi padre era diplomático, que no me había casado, que pensaba quedarme apenas un mes más en Montevideo y que únicamente había regresado para ver a mis dos hermanos mayores. Al detenernos frente a su casa de la calle Solano Antuña, yo esperaba que ella me dijera algo, que rompiera el incomprensible silencio que le había atacado desde que había subido al taxi en el que me había ofrecido a acompañarla. Antes, en el salón de los De María, hablaba hasta por los codos, reía con una frescura contagiosa y cruzaba las piernas con movimientos tan precisos que yo no podía divisar nada más allá de sus rodillas, peguntaba sobre la vida en París, quería saberlo todo, que cómo vestían las mujeres de su edad, que si los hombres eran muy atrevidos, que si era cierto que se hacía el amor a orillas del Sena, que si se veían muchas parejas de blancas con negros, que si los actores frecuentaban los bares del Barrio Latino, que si los famosos se mezclaban con el resto de la gente, que si había muchas prostitutas en Montmartre, que hasta dónde era verdad que las turistas que estaban de paso en Francia recibían amabilidades galantes de todo tipo, que cuál era la razón de que las francesas, tradicionalmente frías, siempre encontraran pareja, que por qué se perfumaban tanto, que si era o no cierto que se bañaban de vez en cuando, que ella, al otro día mismo que recibiera de su tía la plata que le correspondía de la sucesión de sus padres, se tomaría un avión para radicarse en París. -No soporto Montevideo. ¡Es tan aldeano! ¿No le parece? Pero, ¡qué imbécil que soy! ¡Por supuesto que le parece! ¡Por algo está viviendo allá! –decía entre sonrisas nerviosas, mientras jugueteaba con sus rulos acaramelados y respondía con expresiones de asombro a mis esporádicas intervenciones. Y así había sido toda la noche, hasta que de pronto esta mudez sorpresiva, silencio de sepulturero. Yo no sabía qué actitud tomar Al fin de cuentas, podía tratarse de una de esas histéricas que, al borde del precipicio, cuando llega el momento de saltar, retroceden, se asustan, esconden lo que se han animado a mostrar al extraño y se retiran para confesarse con sus maridos. Ella vivía sola, según me había dicho al empezar la conversación que siguió al ritual de la ensalada. Finalmente, hice de tripas corazón y decidí retirarme. Había despedido al taxi, lo que me obligaría a buscar otro. La dejaría a solas con su mudez, de modo que le dije que había sido un gusto conocerla y que me iba. Fue entonces cuando me tomó suavemente del brazo, me miró con una dulzura que, a punto de derretirme me ablandó definitivamente, y me dijo con una voz tan baja que tuve que esforzarme para entender lo que me decía. -Me parece que es hora de que nos tuteemos. Mañana quiero hablar contigo. ¿Te parece bien si nos encontramos a las seis en la rambla, en el Café de la Paix? En ese preciso momento yo experimenté algo así como la sensación del bombero que debía acudir con urgencia al grito de auxilio de la víctima atrapada en el décimo piso. -¡Por supuesto, Estela! Ahí estaré. A las seis en punto. -Entonces, quedamos así. ¿Ta? Chau, Marcos. Dos
Ya en el café, Estela me dijo que lo había elegido para que yo me sintiera más a gusto, que no quería que extrañara demasiado, a pesar de que sabía que en Montevideo era imposible encontrar un solo café como los de París. -Vos estarás pensando que el famoso original no tiene nada que ver con este, pero, bueno, al menos el nombre es el mismo. -La belleza está en todas partes, también Montevideo tiene sus cosas agradables, basta con mirar esta rambla y la playa, ¿no te parece? –se me ocurrió decir en un rapto de sinceridad que Estela no estaba en condiciones de entender. Lo tomó como una acabada demostración de mi sentido del humor, como si yo terminara de hacer el chiste infalible que guardaba en la manga para usarlo al rematar mis actuaciones en público. Se rió tanto que le saltaron las lágrimas de sus ojos entornados, al punto que tuvo que levantarse para ir al baño y arreglarse la pintura que se le había aguado en los párpados. Cuando volvió estaba otra vez encantadora, nuevamente mostraba un aire tan ingenuo y fresco que parecía un cachorro en su primera exploración del mundo que existía más allá del patio trasero en el cual vivía. Ya al alejarse hacia el fondo, yo había dejado balancear mis ojos en su cuerpo ondulante, en ese hamacarse de las barcas del río, en la cuna que llamaba meciéndose para que uno volviera a los orígenes. Y había terminado mareado, a punto de naufragar, marino inexperto que tuvo que aferrarse mentalmente a sus glúteos para no caer, definitivamente prendido a su cuerpo como una garrapata. -Me imagino que estarás preguntándote qué es lo que quiero decirte. Aunque después de cuatro años en París supongo que no tendrás necesidad de muchas explicaciones para justificar un encuentro entre un hombre y una mujer. ¡Dale con París!, pensé. Lo que yo quiero es ver tu piel uruguaya, bronceadita por el sol del verano que acaba de irse, olfatear el rastro del agua salobre en tus piernas, sentir el aroma de tus pezones, desenredar los vellos de tu gran lunar, seguramente también dorados. Tuve que dejar de mirarla, sentí que lo que crecía en mí estaba a punto de ser visible para todos. Llamé al mozo y pedí dos cafés. -¿Te gustaría comer alguna cosa? -No, gracias, lo que quiero es hablar –contestó acomodándose en la silla. -Te escucho. -Lo voy a hacer de un tirón, si sigo dando vueltas vas a creer que soy una provinciana cargosa y te vas a escapar de acá reaburrido de mí. -Hablá, entonces –dije con cierto aire de superioridad, apretando los músculos para detener la explosión. -Voy a empezar por el principio, pero no me interrumpas hasta que termine, no te olvides que soy una uruguaya que no fue más allá del Chuy, una vez, y la otra de Buenos Aires. Te lo digo para que seas bondadoso con mi timidez. -Claro, no te preocupes, parecés muy francesa ahora –dije ocultando mi fastidio por tanta historia previa. -¿En serio? ¿No te parezco una provinciana estúpida? Voy a empezar, ¿ta? El asunto es que yo nunca estuve con un hombre, en la cama, quiero decir, bueno, ya me salió la uruguaya que me frena, pero vos sabés bien a lo que me refiero, no me animo a decirlo de otra manera. Y yo quiero que vos seas el primero. ¡Callate la boca, no digas nada hasta que termine! Si me interrumpís ahora me va a costar seguir. Yo no pensaba hablar, simplemente mi boca se había abierto sin que interviniera mi voluntad, había sido un gesto mecánico, una respuesta redonda que le dio a mi cara la expresión del idiota perfecto. -Esto para vos no será una sorpresa, que una muchacha le proponga algo así a un hombre al que citó especialmente en un café, pero en Montevideo todavía es raro. A mí me costó más de lo que podés imaginar, me decidí cuando al fin te conocí. Me resultás el tipo perfecto. Y yo no sé por qué me puse a pensar en Sophie, aunque hoy creo que fue al revés, que ella me llamó desde París para llevarme a su lado. Mi querida Sophie, francesa de pura cepa, a quien decenas de veces se lo propuse y de quien al principio recibí la excusa poco novedosa de que temía que si aceptaba después la abandonara. “Si te doy mi cueva, al final, cuando ya la conozcas de memoria, te vas a aburrir y terminarás yendo por ahí a buscar otras nuevas”, era la explicación con que apagaba mis fogosos reclamos. Y ahora, la Estela uruguaya, admiradora de la forma de vida francesa, estaba proponiéndome en Boulevard España y la rambla que yo la ayudara a perder su virginidad un día después de conocernos. ¿Sería realmente francesa Sophie? -Algo me gustás, claro. Si no fuera así yo no podría entregarte mi...Pero tampoco quiero mentirte, si te elegí anoche fue porque te marchás dentro de un mes. Es lo ideal, lo que yo necesito, te doy mi... -Tu gran lunar –precisé con la intención de ayudarla a salir del agujero negro que ella consideraba su uruguayismo. Lo hice secamente, como un médico que se refiere a la zona en la que su paciente siente dolor. -¡Qué bueno, está de más! ¿Allá le dicen así? ¡Me recopa! Entonces, digamos que te doy eso, ¿ta? Jugás con mi gran lunar, me enseñas todo lo que aprendiste en Francia, yo disfruto con la indiferencia típica de las francesas y después, al terminar, cada uno sigue por su lado. Nada más. En realidad, para mí el futuro empezará cuando te vayas. Sophie querida, volví a pensar, ¿cuál será tu indiferencia típicamente francesa? Es cierto que su cueva -su gran lunar, como me gustaba decirle- solo me sería dada después que nos casáramos, de modo que nos arreglábamos para vivir ignorando el encuentro con mi tallo, como ella lo había bautizado. Pero nos permitíamos otras formas estimulantes que también nos ayudaban a disfrutar. La enloquecía con mis manos embarulladas luchando entre la ropa que bajaba arrugada, le recogía la pollera, la hacía gemir como a un niño, le provocaba una fuentecita que manaba para dormirse entre los rulos del gran lunar, pero siempre que parecía que estaba a punto de rendirse no sé cómo diablos hacía para renacer antes del final. Pegaba un salto y se iba gritando no, no, no, dejándome con los dedos fracasados y el tallo convertido en un mástil que comenzaba a hundirse en un fondo barroso. Y cuando él ya estaba cerca de expirar debido a la falta de calor, Sophie regresaba para tomarlo con las dos manos y revivirlo con las llamas de sus dedos, a veces en los bancos del Parc Montsouris, a veces sentados en el césped de los jardines de Bagatelle, hasta un domingo de noche en el balcón del apartamento de su tío en la Villette, mirando, allá a lo lejos, el cielo reflejado al detalle en la superficie brillante de la colosal Géode. Sophie se ponía colorada, jadeaba, abría los ojos como si fuera a emitir el estertor final y me repetía te quiero, te quiero, te quiero Marcos. Aquella noche en el balcón de la Villette me había apretado con tanta furia que recién después de mirarse las manos humedecidas había recuperado su color natural. Y al final se había puesto de pie diciendo que ya era muy tarde, que la madre debía estar muy preocupada porque no había regresado. Cuando nos fuimos pasamos a propósito muy cerca de la Géode desafiante, erguida sobre el agua, nos detuvimos a mitad del camino, nos miramos y nos dimos un beso estremecidos, mientras agitábamos las manos para saludar nuestras imágenes reflejadas en el inmóvil globo metálico. -Yo no pienso casarme, al menos por ahora. Pero ni bien esté en París quiero tener una vida sin complicaciones con el tipo que se me ocurra, el tiempo que dure, sin hacerme problemas con eso que llaman amor, que tanto viene como se va. Justamente, cuando se vaya le diré adiós al loco que tenga al lado y buscaré a otro donde pueda depositar lo que sienta en ese momento. Y lo que tengo muy claro es que no puedo empezar esa vida si soy virgen. ¿Te imaginás la escena? Yo, desprejuiciada como cualquier tipa que vive en París, metida con un actor casado muy conocido, llegando a la cama con él y perdiendo dos horas porque “así no que me duele, mejor nos ponemos de esta otra manera, que tendrías que ir más despacio, que no entiendo tu apuro, esperá, vamos a tomarnos nuestro tiempo ” y él “mirá que tengo que irme, vamos a ver si forzando la cosa, no puedo demorar tanto, mi mujer me está esperando y después tengo que filmar dos escenas en la Mouffetard, ¡qué barbaridad!, ¿por qué no me dijiste que eras virgen?, mejor lo dejamos para otro día cualquiera que tenga más tiempo que hoy”. Si alguna vez tiene que ser la primera, lo mejor es elegir al tipo con tranquilidad, con sangre fría, ¿ta? Y no quiero elegir a uno que viva en Montevideo, alguien que al otro día me lo pueda encontrar en el 121 o haciendo cola para ver una película en los cines del Shopping de Punta Carretas, y que termine poniéndose cargoso. El que entre por primera vez en mi gran lunar -¿te dije que me recopó ese nombre?- después tendrá que desaparecer. De eso se trata. Y vos sos el loco perfecto, ¿ta? Tenés experiencia, vivís en París y nada te asombra, dentro de un tiempito te vas a esfumar para el otro lado del mundo y chau. Yo también algún día voy a ir para allá, pero en París es difícil que nos encontremos por casualidad en la calle y si llegara a pasar, de pronto hasta me gustaría volver a verte. Para entonces ya seré una displicente perfecta y sabré cómo tratarte, ¿ta? Mi querida pequeña, mi Sophie de piel tan blanca, ¿cuándo fuiste displicente? Vuelvo a verte ahora un día de lluvia corriendo descalza con los zapatos de taquito corto en la mano, zigzagueando en la calle que nos lleva a tu casa, dándote vuelta de pronto para gritarme que tendremos tres hijos en tres años, mientras también yo empiezo a correr para alcanzarte antes de entrar. Y otra vez te levanto la blusa en el zaguán–como aquel jueves en la cocina- para perderme con mi cabeza entre tus pechitos de adolescente, frescas formas que nunca se te ocurrió encerrar entre sostenes absurdos. Y me mirás con ojos brillosos, y me pedís más, por favor, al mismo tiempo que yo imagino crecer tus pechitos apretados por mi frente. Terminé rabioso en la cocina, ¿te acordás? Te coloqué sobre la mesa y te dije que lo íbamos a hacer, quisieras o no quisieras. Me bajé el pantalón tan atropelladamente que no encontré la forma de quitármelo, te impedí los movimientos trenzándote con las piernas mientras te recostaba en el borde de la mesa que recibió crujiendo tus nalgas de algodón. Y cuanto ya me había convencido de que por fin iba a entrar en tu gran lunar, empezaste a gritar tu razón definitiva, el juramento al moribundo después de quince días de agonía, que tengo hormigas, hormigas, sí, ahí adentro, me gusta, dejame de una vez, me gusta, me voy a morir, se lo prometí a mi padre, no lo voy a hacer antes de casarnos, se lo prometí, yo no quería, pero él me hizo jurar, no sé por qué, nunca lo supe, nadie le pide hoy a su hija algo semejante, no lo pude entender, pero se lo prometí. Y me apartaste de un empujón. Cuando me alejé de la mesa, asustado porque estabas descontrolada y tirabas manotazos en el vacío, vi que te pasabas la mano por la cueva, que buscaba el gran lunar. Te acariciaste, te golpeaste, gritaste, lloraste, te reíste. Al final te sacaste aquel triangulito tan chiquito y tan blanquito y me lo ofreciste como si fueras una doncella que trataba de calmar con esa ofrenda a un dios sanguinario. Yo lo guardé en el bolsillo del pantalón que seguía apelotonado en el piso. Y todavía lo conservo en mi habitación, de vez en cuando vuelvo a meter mis manos y hasta mi nariz en él, sobre todo cuando tu ausencia se me hace insoportable, pequeña ramita florecida. -Yo ya terminé, me parece que podrías decirme algo, te hablé de un asunto bastante serio, al menos para mí, y vos seguís mirándome en silencio con los ojos casi cerrados. Supongo que no será asombro lo que sentís. Estela tenía razón, pero es que Sophie había logrado interponerse en este sueño que me tocaba vivir a orillas del Río de la Plata, para vengarse por la traición que estaba a punto de concretar con una montevideana en trance de sufrir su metamorfosis final. -No, en realidad sorprendido no estoy. -Sí, ya sé, en París debe pasar todos los días, pero tenés que ubicarte, en este pueblito en el que yo vivo todo es distinto, ¿ta? ¿Qué diría Estela si se enterara que ella sería la primera virgen con la que me acostaría?, fue lo primero que pensé. Y cómo reaccionaria si además le contara que yo terminaba vagando una vez por semana por Buzental con el catalán Fermín, compañero de pieza en la Cité Universitaire, buscando desesperadamente a su amiga, la incansable petisa de Marruecos, que demoraba diez minutos en desagotarme, siempre que Sophie me largaba repleto y yo temía estallar por el peso de la carga. Y después la cerveza cerca de la rue Planchot, para recuperar energías, los tres juntos imaginando a las risas lo que haríamos cuando fuéramos tipos de cincuenta años y estuviéramos llenos de plata. Pero entonces, cuando la marroquí me exprimía, yo no engañaba a Sophie, se trataba de la consecuencia natural de aquel juramento increíble arrancado por su padre que, por otra parte, no era siciliano. Ahora, en cambio, era diferente, la iba a traicionar con una joven virgen. Y yo sabía que Sophie no estaba dispuesta a perdonarme. -En realidad, te adelantaste, Estela. Yo pensé proponértelo anoche. Si querés que te diga la verdad no creí que fueras virgen. En serio. ¿Qué tienen los uruguayos, están ciegos? –fue la estupidez que pude articular tratando de que no se notara el temblor de mis labios. -La que no es ciega soy yo. ¿Vos te creés que me iba a regalar a cualquier pesado que después iba a querer seguirla eternamente con la misma canción? Nos fuimos en silencio. Caminamos por la rambla hasta Solano Antuña, acompañados por el rumor de las olas fatigadas que invadían cansinamente la arena de Pocitos. Cuando pasamos por la estación de servicio, ya a punto de doblar para empezar a subir el repecho hacia Ellauri, me asaltó la duda. -Pero, ¿cuándo nos vemos? -Yo no sé nada, ahora queda todo en tus manos. Lo hacemos cuando quieras y donde te parezca mejor, ¿ta? Se separó de mí y se marchó caminando lentamente, con un paso corto tan parecido al de Sophie que me vinieron ganas de correr y tirarla al suelo para hacerlo ahí, en la vereda. Era cosa de esperar un poco, ya lo haríamos más cómodamente en otro lado. En cualquier lugar, menos en su casa, claro. Esa fue la única condición que puso. En esa vieja casona habían vivido sus padres, acostados en la misma cama en la que ella dormía ahora la habían engendrado. Tampoco yo hubiera estado de acuerdo en que ella perdiera su virginidad en semejante lugar. Por eso acepté su única condición sin vacilar. No quería llevarla ni a moteles ni a hoteles ni a ninguno de esos lugares que tienen el ridículo nombre de casas de huéspedes. Es que no me gustaba obligarla a acostarse en camas que ya hubieran recibido a centenares de parejas sudorosas, furtivos jinetes que habían galopado sobre colchones vencidos, aburridos de oír siempre los mismos gritos y los mismos juramentos. Para Estela –me pareció- yo debía buscar un lugar que, de alguna manera, también fuera virgen. Y nada mejor que el rincón de mi hermano Julio, su apartamentito refugio, conservado únicamente para preparar en él las últimas materias alejado del ruido de su familia y, especialmente, de los llantos de su bebé de seis meses. Él será abogado como mi padre, no le interesa otra cosa, es seguro que nunca llevó a una mujer a su apartamentito, ni siquiera a su propia esposa. Ni cama tiene, lo más parecido es un sofá tapizado con una tela de un mal gusto admirable en la que resaltan los grandes lunares amarillos y los conejitos violetas sobre el que acumula códigos y cuadernos de apuntes arrugados. Tres Cuando Estela apareció con la mochila sobre la espalda no pude dejar de imaginarla como una mujer que llegaba a internarse para someterse a una operación impostergable. Hasta me sentí –mientras la miraba sacarse la mochila y sostenerla apretada contra el vientre- el cirujano que, después de consultar su agenda, había decidido operarla ese martes a la siete. Y finalmente estábamos en el lugar adecuado. Ella, la enferma resignada. Yo, el cirujano dispuesto a extirparle una molesta membrana. Pero aquella sensación duró muy poco tiempo, apenas lo que Estela demoró en sacarse la misma campera de jean de siempre y en vaciar la mochila. A medida que iba depositando sobre la mesa una cantidad inesperada de cosas, me vi como una máquina –importada de Francia- por la que ella no sentía otra cosa que la imperiosa necesidad de usarla. En el primer momento, de la mochila salieron un pote de vaselina, un paquete de algodón, otro de gasas y una sábana de dos plazas, aunque quizás se tratara del mantel que usaba Pantagruel para los banquetes. -Ya sé que no tendremos que colgar la sábana de la ventana, nadie va a estar afuera esperando la señal de que fue manchada con sangre para confirmar mi virtud hasta este día, pero es que yo quiero llevármela de recuerdo, ¿ta? –aseguró mientras trataba de alisarla con las manos. Del fondo oscuro de la mochila vinieron después dos cajas de preservativos, un consolador impresionantemente rojo, un pomo gris, un frasco de alcohol y una cajita de sedantes. Seguramente por la expresión de mi rostro, Estela sintió la necesidad de hablar nuevamente para darme alguna explicación. -Yo todavía no tomo pastillas y vos sos capaz de haberte olvidado de comprar preservativos, ¿no es cierto? Además, lo del sida no es broma, ¿no? Por el consolador, bueno, no te preocupes, al principio puede que sea necesario practicar un poco para que yo vaya acostumbrándome con algo menos agresivo. Cuando aparecieron las toallitas, el frasco de perfume, las curitas y el termómetro me sentí empujado a hacer una broma, una tentativa inútil de cortar el clima con olor a cloroformo que se estaba formando. -Creo que te olvidaste de algo. -¿Te parece? –preguntó desconcertada, seguramente temiendo que se tratara de un olvido atribuible a su desconocimiento de las costumbres francesas. -Estoy seguro. No veo por ninguna parte los guantes de goma, el tapabocas, ni la túnica blanca. Tampoco el bisturí, sos una descuidada. Así no puedo operar. Me miró con dureza. Y cuando me contestó, después de darme la espalda para recoger la mochila vacía, tenía el tono neutro de quien conversa con un obrero sobre la naturaleza del trabajo que acaba de encargarle. -No te hagas el gracioso. ¿Qué querés? ¿Que nos pongamos a hablar de lo enamorados que estamos? Se fue a la cocina con la caja de sedantes en la mano. Y cuando volvió con el vaso de agua yo me quedé duro al comprender lo que iba a hacer. -Es Valium 10. Con dos pastillas y media al toque, todo estará bien. Como nunca lo hago es seguro que me va a hacer efecto de inmediato, lo necesario para comportarme con la frialdad de una francesa típica. El muro que levantaba con el letargo que terminaba de aplicarse por vía oral me obligó a mirar a la nueva Estela con otros ojos, esa mujer que yo no conocía, la chiquilina programada que dirigiría nuestra aproximación cibernética. Corrí a buscar entonces a Sophie para que me diera calor, mi querida ramita tierna, expuesta yo no sabía a qué peligrosos fuegos tan lejos de mí. Estela no me dio tiempo a desvestirla, ni siquiera mentalmente. Salió del baño desnuda y se cuadró frente a mí. Me miraba sin demostrar ninguna sensación especial, pero aun así, al ver aquel cuerpo perfectamente tentador, yo no pude evitar los temblores. Sería como perderme en otro mundo, muy probablemente vegetal por la actitud estática de Estela, pero igualmente sabroso. Observé excitado aquella colina a la que yo debería llegar de cualquier manera, trepando hasta caer extenuado en sus verdes ondulaciones. La abracé, la besé en el cuello, le lamí las orejas y los labios, me agaché abriéndome camino con la lengua para llegar a sus pechos, generosos frutos que colmaron mi boca, llegué a los muslos, conmovedoramente suaves, en los que hice un alto con mi cabeza reposando entre sus fragantes piernas, me incorporé para reiniciar la marcha, la di vuelta y perdí mis dedos en la frontera de sus nalgas, pálido almohadón que invitaba a dormir sobre él hasta la eternidad, viajé por su espalda salpicada de imprevisibles lunares, los mordí uno por uno, hasta que al fin llegué con la mano a su cueva inmaculada. Mis dedos se adelantaron, exploradores avanzados que de inmediato me transmitieron urgentes escalofríos. Estela permitía que yo viajara por su cuerpo sin mostrar otra alteración que la de su piel erizada, sosteniéndose sobre un pie o sobre el otro, de acuerdo al lugar por el que yo atacaba la colina, y pasándose de tanto en tanto la mano por los rulos, como si soportara de mala gana ese prólogo que, al parecer, había imaginado más corto, y solamente esperara llegar al final. Desorientado por su indiferencia, la que ahora era subrayada por largos bostezos, la tomé entre mis brazos, volví a besarla ardientemente y la acosté con cuidado en el sofá. Yo hubiera querido continuar, pero no pude estirar el juego. A pesar de que me sentía estafado por su deliberada lejanía, ya estaba goteando y mi tallo, a punto de separarse del tronco que lo sostenía, se estiraba desesperadamente en busca de un lugar donde tenderse. Estela parecía dormida, no hablaba, no reía, no lloraba, no se movía, apenas respiraba en espacios regulares expulsando el aire pausadamente sobre mi frente transpirada. Cuando me acerqué a su cueva la imaginé cálida y palpitante, le besé el arbusto castaño y sentí que se contraía al primer roce de mi tallo. -Preservativos, usar preservativos –susurró desde otro mundo, repitiendo una orden que yo debía acatar, al tiempo que se inclinaba hacia un costado para agarrar algo del piso. Quise detenerla, pero su viraje me tomó por sorpresa. Allá se fue al suelo cayendo sobre el arsenal que había acomodado ahí abajo, a un costado del sofá. Y yo la seguí, de modo que también me fui con ella. Apenas había logrado manotearla para agarrarla de un brazo. Arreglé su cuerpo enderezándolo de modo que la posición fuera la más apta para recibirme, le puse un almohadón debajo de la cabeza, alejé potes, paquetes, frascos e instrumentos, la besé nuevamente y me dispuse a continuar. -Será en el piso, entonces, a pesar de que mis rodillas sufran contra las tablas pobladas de astillas–le dije, mientras sentía que el tallo se disponía a abrirse camino por sí solo. Separé sus piernas y me preparé para una marcha forzada por la colina. No fue difícil entrar un poco, ya en el primer envión que no me cuidé por suavizar. Sus dedos golpearon de inmediato mi espalda y escuché su voz acorchada, como si hablara tapándose la boca con un pañuelo. -Jugar antes un poco con el consolador, usarlo unos momentos –dijo y volvió a ladearse para agarrar el aparato rojo que yo había alejado con todas las demás cosas. Hizo un movimiento tan brusco, seguramente por la torpeza de sus reflejos adormecidos por el Valium, que terminó definitivamente de costado. Yo tenía ante mí sus glúteos, y aunque no me molestaba la idea de visitarlos para reconocerlos en sus partes más recónditas, preferí limitarme a recorrer el camino que, según habíamos convenido, yo debería transitar. La puse boca arriba y agregué leña a mi fuego besándole los pechos. Volví a empujar el tallo un poco más adentro que la primera vez y nuevamente sonó su voz debilitada, apenas audible desde el exterior de la caverna en la que se había refugiado para sobrellevar la molesta operación. -Vaselina, este es el momento de la vaselina, no olvidarse. Y estiró inútilmente el brazo para agarrar el pote. Fue tan grande su esfuerzo que se deslizó sobre el suelo y quedó con la cabeza abajo del sofá. Desde el ombligo hasta los pies a la intemperie, todo lo demás al abrigo, lejos de mi vista, separada de la posibilidad hasta de la menor caricia. Sentí que era necesario lastimarla, demostrarle que yo hubiera deseado que lo hiciéramos entre los dos, pero que ya que ella lo tomaba como un trámite burocrático, al menos sería yo quien ordenaría el papeleo. La arrastré hacia mí tironeando de sus piernas y al reencontrarme con su cara continué abriéndome paso hacia el fondo deseado. Vi, entonces, que movía los talones tratando de afirmarlos contra el suelo, mientras se mordía el labio inferior, casi hasta hacerlo sangrar, según me pareció. Pero ni un grito, ni una palabra, ni un gesto descontrolado. Tenía los ojos cerrados y continuaba apretándose el labio como si esa fuera la anestesia perfecta que había encontrado para aguantar la última etapa de la intervención quirúrgica. “¡Yo quiero a Sophie, ella nunca haría el amor conmigo de esta manera mecánica, carajo!” –grité definitivamente fuera de mí. Hice más fuerza, mucha más de la que hubiera obligado a sufrir a Sophie, por supuesto, y noté que encontraba una firme resistencia en el interior de aquella abertura que para mí ya no era ni cueva ni gran lunar, sino la puerta de su cuerpo que era preciso violentar para hacerlo estallar. Y Estela, impulsada por mi golpe, volvió a deslizarse en el suelo hacia abajo del sofá, quedando apenas con las piernas flexionadas a mi alcance. La busqué, apreté sus brazos, la rescaté de la oscuridad y en el momento en el que, ya enloquecido, la iba a perforar, habló desde la región de las brumas. -Pomada, es analgésica, ahora untar –sopló en su duermevela. Con Sophie trepada a mi espalda empujé y empujé, le dije que ahora iba a saber lo que era estar con nosotros dos, la elevé tomándola por la cintura y le di la estocada final. Algo se desgarró y mi tallo pudo andar libremente por el canal abierto. Continué empujando, machaqué rabiosamente, subí y bajé, entré y salí, sintiendo que Sophie me exigía que no dejara de golpearla, que la hiciera sufrir, y llegué al límite de mis fuerzas. Cuando escuché la voz de Estela, en medio de una de mis arremetidas jadeantes, di un golpe de puño en el suelo y me desacoplé frenéticamente. Yo había esperado que, al menos en ese momento, demostrara que gozaba o que se quejara, que pidiera clemencia o que dijera algo así como “estoy acá, te siento como un clavo ardiente”. -Algodón, pasármelo, limpiar la sangre que siento en los muslos, hay que ser cuidadoso –ordenó moviendo lentamente los labios. Ya no pude más. Me puse de pie con el tallo crecido y me vine a terminar en la cocina lo que no podía acabar con Estela. Acá dejé que Sophie me guiara las manos hasta que una descontrolada correntada terminó transmitiéndome una sensación de caluroso bienestar. Casi no podía respirar, aflojé los músculos y me tiré en el suelo a descansar al lado de Sophie que de ninguna manera quería soltar mi tallo ya a punto de marchitarse. Cuando volví junto a Estela, la encontré mirándose la abertura ensangrentada, como si después de una batalla estuviera verificando los daños causados por el enemigo. Al parecer quedó satisfecha, al menos agarró el frasco de perfume del rincón junto a una de las patas del sofá y se mojó la cara dándose palmaditas como si quisiera despertarse. Después bajó las manos y las frotó contra la sábana como si tratara de quitar una mancha molesta. Al levantarlas, me miró y resopló con su tono de voz normal. -¿Esto fue todo? ¿En serio ya terminó? ¿No soy más virgen? Y me mostraba las palmas de las manos enrojecidas como si esperara que yo le confirmara el éxito de la operación. -Ahora podés irte a París para que te monte el primer loco que te guste. Andá tranquila, ya no necesitás cargar el botiquín de primeros auxilios. Se puso de pie, me miró sin pronunciar una sola palabra y se acostó en el sofá tapándose con la sábana manchada. Tenía por fin una expresión de felicidad, la misma del paciente a quien terminan de comunicarle que el peligro ha pasado y que en poco tiempo será dado de alta. Otra vez tuve ganas de golpearla, pero apenas me animé a pedirle que se fuera. -Mirá, en cinco minutos me encantaría que te marcharas para siempre. Y además voy a decirte algo: varios rincones de Bagatelle son igualitos al rosedal del Prado. ¿Entendiste? Volví a encerrarme en la cocina. Mientras espero nerviosamente que Estela se vaya, le juro a Sophie que la semana que viene me voy para París a buscarla, que no me importa que falte un año para que yo pueda entrar en su cueva, que antes volveremos a mirar los reflejos plateados de la Géode, mientras ella disfruta con mi tallo y yo jugueteo con su gran lunar. Es por eso que ahora vuelvo a repasar tu cuerpo trémulo, al tiempo que me imagino acariciando el triangulito tan chiquito y tan blanquito que guardo en mi habitación de la Cité, querida ramita lejana.
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Del libro "Entre humanos y
otros animales"
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