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Picadura de mosquito (hembra)
Mientras se piensa en M.E.G., inigualable ejemplo de mosquito (hembra)
Miguel Ángel Campodónico
Del libro "Entre humanos y otros animales"
campo@montevideo.com.uy

 
 
 

La casa vacía del balneario (deshabitada desde el verano anterior), lo recibe con el olor propio de las casas vacías o deshabitadas. Allí están la humedad y el polvo atrapados por el largo encierro pugnando por salir. Nada de esto lo sorprende. Mientras está frente a la puerta que acaba de abrir, rígido en el porche con el bulto bajo el brazo, tampoco se asombra por la oscuridad del interior en plena mañana. Le bastaría con levantar persianas, correr cortinas y abrir ventanas para que se hiciera la luz. Sin desprenderse del bulto, sólo para establecer una clara diferencia con el espacio en el que luego se acostará, entra en el comedor y lo hace (es decir, levanta persianas, corre cortinas y abre ventanas).

La luz irrumpe con tanta fuerza que lo hace pensar en la posibilidad de que esté por comenzar la filmación de una película (escena matutina, por supuesto, bien iluminada, mañana radiante). Y aunque nadie ha gritado acción, decide realizar algunos movimientos más. Se obliga, en realidad. Es un enano a quien todo le resulta inalcanzable. Sería lo mismo decir que para él cualquier tarea supone realizar un esfuerzo de gigantes.

Cierra la puerta de calle con llave, deja la caja de cartón (el bulto) sobre la mesa del comedor, retrocede y empieza a sacarse la ropa, de modo que -como era de esperar- cuando termina está desnudo. Y también extenuado. Habiendo perdido el ánimo, su cuerpo no tiene un gramo de fuerza. Pisotea las prendas entreveradas entre sus pies y con lentitud desesperante (para un observador no comprometido verdaderamente con la historia), vuelve a acercarse a la mesa. A lo lejos, el río rumoroso se las ingenia para hacerle escuchar lo que sería el sonido de fondo de la improbable película. Si él pudiera ver la costa sabría que en ese momento dos niños chapotean entre las olas y que dos adultos groseramente obesos y transpirados se cocinan acostados en la orilla, de cara al sol.

No siente frío, por el contrario, tiene calor. Justamente por eso se desnudó. Es verano (aclaración innecesaria, ya se ha dicho lo suficiente para que se sepa). Más precisamente enero (aclaración necesaria, podría ser otro mes), en el hemisferio sur (otra precisión inútil, si en enero hay verano no puede tratarse del hemisferio norte).       Ha vuelto a tomar la caja de la mesa. Con ella bajo el brazo entra despaciosamente en el dormitorio principal (lo que indica que hay más de uno), cierra la puerta, tantea como un ciego hasta llegar a la cama y se acuesta entre tinieblas.

La oscuridad del dormitorio es impenetrable, ya que no abrió su ventana, ni levantó su persiana ni corrió su cortina. Ahí se queda, tendido sobre el colchón tan húmedo como el resto de la casa. Al parecer, trata de descansar. Sin embargo, no duerme, ni descansa ni sueña. Está angustiado, deprimido, afligido. Hundido en la desesperanza. Comprende mucho mejor ahora la diferencia entre la negrura que lo rodea y el comedor iluminado. Y le duele tanto que se felicita por haber sido capaz de crear un ambiente extremadamente fúnebre.

Asténico incurable, se compara con una cucaracha. Pero tiene la mala idea de imaginarla socavando un zócalo cualquiera del universo. Y con esta comparación pierde, ya que, al mismo tiempo, se la representa correteando alegremente de un lado al otro con gran agilidad, mientras trabaja. Toma la caja (o bulto) que ha dejado sobre la cama y la acaricia (si se piensa en un bulto convendrá leer que lo acaricia). Llegó a ubicarlo (ubicarla, si se optara por caja), manoteando entre las sombras que ha elegido como escenario. En medio de la ausencia de luz vuelve a pensar en la luminosidad del comedor. Y al representarse el contraste, otra vez se siente peor. Considera la posibilidad de ponerse a llorar en ese mismo momento, pero descarta su utilidad. Tendría sentido si alguien estuviera mirándolo, de lo contrario sería un esfuerzo gastado sin testigos, es decir, dilapidado. ¿Para qué sirve llorar si nadie lo ve a uno?, se pregunta. Por eso se limita a toquetear obsesivamente el cartón de la caja (o la caja de cartón, que es lo mismo).

Decide sacar de la caja las cartas de amor que todavía conservan el perfume de entonces. Huele pausadamente cada uno de los sobres. Llevándolos a la nariz va identificando por los distintos olores los instantes desaparecidos (octubre de 1998, primavera de 1999, carnaval de 2001, etc.). Se pierde en el dolido y puntilloso inventario de sus momentos de felicidad. Se retuerce, se lamenta. De pronto, cuando gracias al olfato ha logrado trepar hasta la cima de su sufrimiento, un zumbido semejante al de una cornetilla lo aparta de su dolor (si bien se trata de un instrumento poco común, la cornetilla es usada igualmente con gran eficacia por los diccionarios más comunes para ejemplificar un sonido de la naturaleza del que termina de escuchar).

El volador anónimo debe de ser alado (es evidente que anda por el aire, por lo tanto tiene que tener alas). Un ser que revolotea de pared a pared, que baja en picada, que sube hasta alcanzar el techo, que se descuelga otra vez, que planea, que va y que viene, que viene y que va, y que zumba, y zumba, y zumba, con un registro agudo, con un registro medio, con uno grave, con todos los registros, explotación al máximo de la cornetilla para que quien lo escuche se duela con su pena aérea. Con un tránsito que llega a las portentosas zonas del tenor, ahora a las del barítono, que alcanza después las de la soprano, las de la contralto, hasta hace recordar a un magnífico castrato cantando a John Dowland, primero, y a un bajo resfriado que no podría ser el gran Chaliapin, después. Un desorden sonoro propio de un insecto en plena crisis emocional.

El sonido se da contra las paredes, contra la puerta, contra la ventana, se detiene en el ropero, luego en el techo, es evidente que pone un especial cuidado en no posarse sobre el cuerpo abandonado en la cama, que está dudando, por eso todavía no se le acerca. Y esto es lo que él ha empezado a desear. Deja de tocar (a esta altura ya es manosear) el bulto que es caja de cartón, deja también de olfatear las cartas perfumadas, deja de planificar en qué momento saldrá a llamar a los vecinos para que lo vean llorar, y se dice que le gustaría que se le acercara, que lo picara, que se atreviera de una vez. Entonces, él lo aplastaría de un manotazo, acá mismo, en la casa de la playa a la que llegó para tomar una decisión fundamental, para despedirse en general del mundo cruel y en particular de su amada infiel ( más cruel que el mundo).

Refrena su maldad. Acaba de sentir lástima por el insecto, como para su desgracia lo hizo antes por ella, la que perfumó las palabras ensobradas. Admite que el mosquito (se trata de un mosquito, está claro para él), también resolvió encerrarse en el dormitorio para rumiar su tristeza, que se ha quedado en la casa para llorar en soledad como cualquier humano infeliz. Por algo nadie lo acompaña en el aire. Casualidades que juntan en una casa de balneario deshabitada a un mosquito y a un hombre dispuestos a despedirse del mundo por una misma razón. De ahí que no acierte con el tono justo de la cornetilla, de ahí el zumbido desafinado y los movimientos descontrolados (pobrecito el mosquito, otro enamorado engañado). Él levanta las manos para buscarlo, trata de adivinar su ubicación para tocarlo, estira el dedo índice para que baje a posarse como si fuera un pajarito, pero lo único que sigue acompañándolo es el vibrar de la cornetilla voladora y enajenada.

Hasta que al fin sucede el milagro. De pronto, se le hace la luz (en sentido figurado, el dormitorio sigue a oscuras). Retrocede hasta la maldad y se abraza a ella, es más, la acaricia y siente placer. Se le ocurre algo que le despierta unas furibundas ganas de vivir. A veces es tan fácil interpretar un llamado que cuando uno lo entiende termina desconcertado por la sencillez de la solución. ¿Por qué no pude aplastarla a  ella con esta misma crueldad que siento ahora?, se interroga . Pero no se contesta.

Una sola pregunta ha quedado en pie: ¿será macho o será hembra? (el mosquito, por supuesto). Debe tener paciencia, si se apresura volverá a perder la tranquilidad. Recuerda las lecturas de los textos escolares, también las del liceo, y se dice que si lo pica será hembra (lo que significa decir que si no lo pica será macho).

No hay más posibilidades. Está aceptado desde siempre que los machos se entretienen probando sabores distintos de jugos de flores, mientras que las hembras se dedican a chupar la sangre de los humanos, de los animales y de cualquier otra cosa viva. Si la hubiera. Le resulta inevitable seguir asociando el caso con el de su amada infiel. Y lo hace. Él está seguro de que, por triste que esté la hembra (si lo es), no podrá contenerse y que, tentada por revivir el sanguinario placer, se lanzará sobre su cuerpo, olvidándose de su dolor existencial, dándole la espalda al momento histórico en el cual un hombre y un mosquito se encontraron movidos por una única e idéntica aflicción. Entonces, si resuelve picarlo, si elige el camino del placer egoísta como antes lo hizo ella (la que escribió las cartas), la hembra no merecerá seguir con vida. Decreta él, como si fuera Dios. Y como si Dios decretara.

Continúa esperando, aguardando, rezando para que se cumpla su deseo (¡que me pique!, ¡que me pique!). Qué fácil le ha resultado librarse de la lástima primera, abajo la misericordia, adiós a la angustia y a las ganas de despedirse de los vivos, se terminó la compasión (¿quién la tiene por él?).

Acaba de golpearlo una vacilación inesperada: ¿el mosquito confundirá la oscuridad de la habitación con la de la noche? Vuelve a invocar los textos: sólo las hembras pican y únicamente de noche. Se tranquiliza, por fin. La hembra (casi podría asegurar que lo es), debe de ser como todas las de su especie, arrastrada por el atavismo, por millones de años en los que sus congéneres hicieron lo mismo, ya estará planificando el ataque, organizando la roncha del hombre acostado (es decir, él). Chupar la sangre es para ellas una obsesión milenaria que las ciega, la obnubilada no se dará cuenta de que afuera hay un sol que raja las piedras.

Ahora se acerca un poco más, flechazo para acá, flechazo para allá, saeta que lo tiene en la mira, que regula la trompa y afila el aguijón, hasta que luego de subir por enésima vez hasta el techo, se larga en caída libre derecho a la pierna estirada que descansa en la cama. Cuando él siente la picadura, en ese fugaz momento en que en cualquier otra ocasión hubiera apenas recogido mecánicamente la pierna, justo en el instante en que se desencadena la succión, le aplica un golpazo con la mano abierta (también se lo aplica a sí mismo, claro) y deshace a la hembra (ya no quedan dudas sobre su sexo).

¡Qué ganas de festejar la redentora velocidad de su mano! ¡Qué formidable placer! Se entiende que se ponga a gritar: "¡es hembra!". Y que luego se corrija: "¡Era hembra, una verdadera hembra chupadora! ¡La muy idiota se confundió,  no entendió que es pleno día!".

Imagina la apelotonada masa de insecto revuelto que al estallar habrá soltado la sangre que acababa de extraerle de la pierna, polvillo asqueroso, áspera humedad aplastada, el cuerpo pulverizado de la hembra condenada a chupar, y siente un gozo inmenso, una satisfacción que lo hace carcajear, reventar de risa, soltar el chorro de la alegría como hace meses que no podía hacerlo frenado por la maldad de su enamorada.

Con las cartas del amor muerto se limpia la pierna, se refriega la piel en el mismo punto en el que debe estar la mancha aplastada, borronea las letras antiguas con la sangre fresca y arroja los sobres al piso. El deleite ya es demasiado (regodeo, hasta delectación), por eso salta de la cama y camina pateando y pisoteando sobres. Va con los brazos estirados para no golpearse, anda con cuidado, paso a paso, hasta que llega. Y entonces, lo hace. Mientras continúa riendo deja entrar la claridad en el dormitorio, permite que el aire y la luz lo invadan (es decir, levanta la persiana, corre la cortina y abre la ventana.). Su amada debería saberlo en un ambiente tan iluminado. Se mira la pierna. Ni rastros del cadáver del mosquito (hembra). Ha quedado en el piso adherido a los sobres, mezclado con las palabras de la mujer (también hembra).

 

Del libro "Entre humanos y otros animales"
Miguel Ángel Campodónico

campo@montevideo.com.uy 

 

 

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